Chica de 16. ¡A punto de estallar!

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14/7/08
08:59
Página 1
de
Chica 16
Jess y Fred por fin están saliendo juntos.
Se han pasado lo que les quedaba del verano
tal y como habían planeado: escribiendo
números cómicos. Pero justo antes del inicio
del curso, Fred comenta, como si tal cosa,
que no está seguro de querer seguir saliendo
con Jess… ¡Y Jess se pone furiosa!
¡A punto de estallar!
La divertida continuación de:
Chica de 15, Encantadora pero loca
Chica de casi 16, Una auténtica tortura
1525030
ISBN 84-667-5187-4
9
788466 751872
de
Chica 16
¡A punto de estallar!
1.
HONRARÁS A TU PADRE Y A TU MADRE,
PERO SOBRE TODO A TU PADRE,
PORQUE COMO NO LO HAGAS TÚ,
A VER QUIÉN LO VA A HACER
Fred y Jess estaban sentados bajo su árbol del parque.
Habían estado trabajando un rato en su último guion,
que partía del supuesto de que la Reina daba su discurso navideño en versión rap. Se habían comido a medias
una chocolatina del tamaño de un piano pequeño. Y se
les había acercado un perro bastante mono que había tenido la delicadeza de no hacer sus necesidades junto a
ellos.
Todo habría sido perfecto si no fuera porque al día
siguiente tenían que regresar al colegio.
“¿Te ha enviado hoy tu padre un Mandamiento?”,
preguntó Fred. Jess lo buscó en su móvil y se lo pasó.
Tras leerlo, Fred soltó una carcajada. “Vaya una ironía”, dijo. “No conozco a nadie con menos dotes de
mando que tu padre”.
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“Es verdad”, dijo Jess. “Si tuviera que buscar a alguien para que hiciera de Dios cuando está de malas
pulgas, jamás se me ocurriría elegir a mi padre”.
“Supongo que elegirías a Powell el Irritable”, caviló
Fred. El señor Powell, mundialmente conocido como
Powell el Irritable, iba a ser el jefe de estudios de su
curso cuando regresaran al colegio al día siguiente. Una
pesada broma que les tenía reservada el destino.
“Espero no llegar a irritarle nunca”, dijo Jess. “Sus
ataques de gritos son de los que causan daños estructurales”.
“Ojalá siguiéramos en Saint Ives con tu padre”, dijo
Fred. “Ha sido un viaje genial. Aluciné cuando tu padre
me aceptó como tu... caballero de compañía. Aunque
he de reconocer que también me decepcionó un poco.
Pensaba que me daría con una fusta o me arrojaría al
mar”.
“Sí, han sido unas vacaciones fantásticas”, suspiró
Jess. “En cierto modo, me esperaba que a mi padre no
le pareciera mal lo nuestro. Lo que ya me sorprendió
más fue que mi madre acabara haciéndose a la idea.
Fuiste muy astuto al compararla con Jane Austen. ¡Eres
un seductor impenitente!”.
“Bueno, ese es el tipo de cosas que se aprenden en el
primer curso de la escuela de gigolós”, dijo Fred. “Es
una opción profesional muy atractiva. ¿No crees?”.
“La próxima vez que seduzcas a una señora más vale
que te asegures de que es más rica que mi madre”, dijo
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Jess. “¡Vaya corte cuando mi padre y Phil tuvieron que
pagar el curry de mi cumpleaños!”.
La semana anterior, Jess había celebrado su decimosexto cumpleaños en un restaurante hindú, entre montañas de popadoms y siete platos vegetarianos variados.
Pero su madre había dado la nota: cuando llegó la hora
de pagar, se puso histérica porque no encontraba su monedero. Esa misma noche, el monedero apareció debajo
de un montón de ropa sucia.
“Menos mal que Phil tenía una de esas tarjetas oro
tan chulas”, dijo extasiada Jess. “La verdad es que es
divino. ¿Hay algo mejor que tener un padrastro homosexual que encima tenga una boutique y un barco? Estoy deseando que llegue mañana para poder fardar en el
colegio de mi padre gay”.
Jess envió a su padre un mensaje: DE PICNIC EN EL
PARQUE CON FRED. OJALÁ ESTUVIERAS AQUÍ. MAÑANA EMPIEZA EL COLEGIO. A LA HORA DE COMER SERÁS FAMOSO.
¿O DEBERÍA DECIR INFAME?
“Oye, tengo que decirte algo, pero no sé cómo”, soltó de pronto Fred. Había en su voz un tono extraño,
como triste. A Jess le dio un vuelco el corazón. Fred
alzó la vista y apoyó la cabeza en una mano.
“¿Qué es? ¿Qué?”, dijo Jess. “No estarás enfermo,
¿verdad? No te vas a morir ni nada por el estilo. No tengo ropa adecuada para un funeral”. En su interior, sin
embargo, Jess empezaba a sentirse francamente preocupada.
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“Me vas a odiar cuando te lo diga”, dijo Fred.
“Ya te odio más que a nadie en el mundo”, dijo Jess.
“A qué esperas. Anda, suéltalo de una vez”.
“El caso es que...”. Fred se dio la vuelta y se quedó
mirando el cielo entre las ramas del árbol. “... Tengo un
grave problema con eso de volver al colegio”.
“Mira tú, ¿y quién no?”, dijo Jess, aunque en realidad ella estaba deseando que llegara ese momento. Iba
a ser guay. La noticia de que su padre era gay incrementaría enormemente su prestigio. Y, lo que era más
maravilloso aún, todo el mundo iba a enterarse de que
Fred y ella estaban saliendo juntos. Se iba a sentir inmensamente orgullosa, tanto, que tal vez tuviera que
vender la noticia a los periódicos.
“No, verás”. Fred titubeó y volvió a ponerse boca
abajo. “No se trata del típico mal rollo por tener que
volver a la rutina y al coñazo del colegio. Mi problema
tiene que ver con..., en fin..., con nuestra, llamémosla,
relación”.
Una lanza invisible surcó el aire y ensartó el corazón
de Jess, clavándolo al suelo.
“¿Qué quieres decir?”. Jess trató de imprimir a su
pregunta un tono ligero, pero lo que le salió fue más
bien un grito ahogado, como el de un pez que se encuentra de pronto fuera de su querida agua y se ve atrapado por la ardiente sequedad del aire.
“Siento ser tan imbécil”, prosiguió Fred, evitando
mirar a Jess y concentrando la vista en la hierba que te12
nía pegada a la cara, “pero cada vez que pienso en el
mal rato que nos van a hacer pasar... Ya sabes..., las
bromitas..., el cachondeo. ¡Qué asco! Solo de pensarlo
me entran ganas de acercarme a esa verja de ahí y
echarle mi recién ingerido almuerzo a las ortigas”.
“No seas tonto”, dijo Jess, que empezaba a sentir un
temblor en las manos. “No le va a interesar absolutamente a nadie”.
“Lo que ocurre, cariño”, dijo Fred, refugiándose de
pronto en un ridículo acento pijo, “es que tengo que
pensar en mi reputación, en mi imagen, ¿entiendes? Yo
soy —a ver cómo te lo puedo explicar para que lo entiendas— el típico solitario excéntrico. Un ser históricamente incapaz de entablar una relación. Si la gente se
entera de que estamos juntos, se irá al traste mi imagen
de tipo enrollado, y todo el mundo pensará que no soy
más que un maldito baboso”.
Las arterias de Jess empezaban a bombear sangre a
toda velocidad. Su mecanismo de defensa se había accionado de golpe. ¿Cómo podía decir Fred unas cosas
tan horribles y crueles? ¿No sería que después de todo
nunca había llegado a conocerle? ¿Realmente le importaba más esa imagen de solitario de la que hablaba que
su relación con ella?
Todas las cosas maravillosas que habían compartido
durante el verano —aquellos fabulosos días que habían
pasado en la costa con su padre y Phil y con su madre y
la abuela— cobraron de pronto un cariz triste y som13
brío. Se sentía tan orgullosa de Fred que estaba deseando que todo el mundo en el colegio se enterara de que
estaban saliendo juntos. Pero, al parecer, él no se sentía
orgulloso de ella. ¡Oh, no! Si más bien parecía avergonzarse.
“Desde luego, no quisiera causarte ninguna molestia”, le espetó. “Y quiera Dios que nunca nadie te considere un maldito baboso. ¿Puedes decirme adónde quieres ir a parar con todo esto? ¿Me estás mandando a la
mierda o qué?
“Oh, no, ni mucho menos, claro que no”, dijo Fred,
evitando mirarla a los ojos. “Es solo que... bueno, pensé
que tal vez podríamos mantenerlo en la sombra, como
solemos decir en el servicio secreto”. Otra vez había
vuelto a engolar la voz. A Jess solían hacerle mucha
gracia las voces que ponía Fred, pero en ese momento
aquello solo sirvió para enfurecerla aún más. Era como
si tratara de escapar de ella haciéndose pasar por otra
persona.
“Ya sabes”, prosiguió Fred. “Podríamos evitar que
nos vieran juntos, a no ser que fuéramos de incógnito,
claro. No hablar nunca, comunicarnos solo a través de
mensajes depositados en nuestras taquillas, mensajes
cifrados, por supuesto. Incluso podríamos difundir información errónea y hacer creer a todo el mundo que
somos enemigos mortales”.
Jess no podía ni abrir la boca. No daba crédito a lo
que estaba oyendo. Para ella, Fred era la persona más
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importante del mundo, y resultaba que él quería que hicieran creer a la gente que eran enemigos mortales. Su
mundo se había hecho añicos. De pronto, sintió que ya
no podía seguir escuchando nada más y se levantó de
un salto; pero, ay, no fue un salto muy elegante, más
bien como el de un hipopótamo que tuviera prisa.
“Vamos a hacer bien las cosas, ¿vale?”, dijo esforzándose por imprimir a su voz un tono ligero e irónico.
“Dejémonos de disimulos y seamos enemigos mortales
de verdad. Es extraño, no sabía que se pudiera pasar tan
rápido de la felicidad más perfecta al más puro infierno,
pero supongo que así es la vida. Adiós”.
Fred, alarmado, levantó la cabeza. Las lágrimas que
Jess había tratado de reservar para cuando estuviera sola
se le saltaron de golpe. Se giró bruscamente y se alejó.
“¡Espera! ¡No seas tonta!”, la llamó Fred mientras se
levantaba. Jess se puso a correr. “¡Jess! ¡Vuelve! ¡Solo
era una broma!”, gritó Fred corriendo detrás de ella.
Al oír las palabras, solo era una broma, fue como si
una especie de explosión le sacudiera las entrañas. Durante unos instantes, Jess sintió un alivio como no había
experimentado jamás; exceptuando, claro está, el momento en que se produjo la largamente postergada parada para que pudieran hacer sus necesidades durante la
excursión colegial a Strafford-upon-Avon.
Pero, al momento, le entraron las dudas. ¿Solo una
broma? ¿Cómo se podía bromear con algo tan sagrado?
¿Cómo se atrevía a darle un disgusto tan grande? No vol15
vería a dirigirle la palabra. Ni siquiera volvería a decir su
nombre. No volvería a pronunciar la palabra “Fred” ni
aunque estuviera hablando de Freddie Mercury. Puede
que ni siquiera volviera a emplear ninguna palabra que
empezara por “F”. Aunque eso iba a resultar un poco
difícil.
Y, además, no se creía que fuera una simple broma.
Había algo espantosamente real en la forma en que había confesado sus temores. Había vacilado al hablar y
su voz pija no le había quedado nada lograda. Si hubiera sido de verdad una broma, Fred habría hecho una actuación mucho más pulida. Pero, daba igual, fuera o no
una broma, lo cierto era que en aquel momento le odiaba con todas sus fuerzas.
Mientras corría, Jess oía los jadeos y los gritos de
Fred a su espalda. Desde luego no era una carrera digna de figurar en unas Olimpiadas. Una chica con sobrepeso —con un poquito de sobrepeso— calzada con
unos zapatos nuevos que le apretaban, perseguida por
una especie de ratón de biblioteca de piernas zancudas
y temblorosas al que la mera idea del ejercicio físico
provocaba una firme repulsión intelectual.
Pero, como cabía esperar, Fred acabó por cogerla. Al
fin y al cabo, él iba en zapatillas. Agarró a Jess de la
chaqueta y se la desgarró.
“¡Gilipollas!”, chilló Jess, mientras se daba la vuelta
para encararle. Fred la cogió de las muñecas. Sus enormes ojos grises parecían más grandes que nunca.
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“¡Para! ¡No seas tonta!”, jadeó. “No era más que una
broma. No lo decía en serio”.
“¡Conque una broma, eh!”, chilló Jess, mientras trataba de zafarse. “¡Me mandas a la mierda y dices que es
una broma! ¡Qué gracioso eres!”.
“¡Yo no te he mandado a la mierda!”, dijo Fred.
“¡Eres mi no sé qué del alma! ¡Siento veneración por el
trozo de acera que hay enfrente de tu casa! ¡Antes que
perderte, me daba un garbeo en calzoncillos por una calle llena de gente! ¡Antes que mandarte a la mierda,
preferiría vomitar en un escenario delante de todo el colegio!”.
Jess trató de apartar de su mente aquella repulsiva
cháchara. Estaba poseída por una furia demencial. Había
perdido completamente el control.
“Pues resulta que lo que tú dices en broma”, soltó
hirviendo de cólera, “lo llevo yo sintiendo desde hace
ya algún tiempo”. Las palabras brotaron atropelladas de
sus labios. Apenas sabía lo que estaba diciendo. Lo único que sabía era que quería hacerle daño, devolverle el
horrible dolor que le había causado. Al oír aquello, el
cuerpo entero de Fred pareció encogerse, y su rostro se
desencajó.
“¿Qué?”, dijo con voz entrecortada, mientras la volvía a agarrar.
“¡Suéltame!”, gritó histérica, tratando de revolverse.
“Se ha acabado. Ya te he aguantado bastante, y lo que
acabas de decir ha sido el insulto definitivo. Adiós”.
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“¡Perdóname!”, dijo Fred, poniéndose de rodillas. “Ha
sido una gilipollez. ¡Perdóname! Ponme nueve castigos
terribles, que los haré. Haré lo que sea, hasta comer tofu”.
“Discúlpame”, repuso Jess con voz gélida. “Me voy
a casa”. Pasó por delante de él y se dirigió con paso
vivo hacia la verjas del parque.
En parte, Jess esperaba oír como Fred se levantaba y
volvía a correr detrás de ella. Pero no lo hizo. Jess cruzó las verjas y dobló a la izquierda para dirigirse a su
casa.
No se oía el retumbar de pasos a su espalda. Tenía
unas ganas enormes de darse la vuelta y correr hacia él
o, cuando menos, de ver lo que estaba haciendo, pero
no se sentía capaz de hacerlo.
Además, quería llegar cuanto antes a casa para poder
llorar a gusto. En primer lugar, tenía que llorar por
aquella crueldad que le había dicho Fred: que se avergonzaba de ella. Luego, tenía que llorar por la forma en
que ella había reaccionado, que solo había servido para
empeorar las cosas. Y, finalmente —y eso era lo peor
de todo—, tenía que llorar porque, en lugar de seguirla,
rogándole y mendigándole su perdón, el idiota de Fred
se había quedado en el parque como un pasmarote.
¿Cómo era posible que sin comerlo ni beberlo se hubieran visto enredados en una bronca tan monumental?
¿Habían terminado para siempre o no era más que una
simple pelea? Fuera como fuera, tenía el corazón destrozado.
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Por fortuna, como hasta aquel momento el verano
había sido estupendo, Rasputín, el osito de peluche de
Jess, tenía el pelaje maravillosamene seco y absorbente
y, por lo tanto, se encontraba en perfectas condiciones
para que Jess derramará sobre él un diluvio de lágrimas.
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