La armadura en el espejo: Encuentro de don Quijote y Cardenio o la

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La armadura en el espejo:
Encuentro de don Quijote y Cardenio
o la construcción especular de la identidad del héroe
en el episodio de Sierra Morena (I, 23-26)
Carlos Yushimito del Valle
Villanova University
Resumen: En el presente artículo analizaré la evolución identitaria de don Quijote basándome en
dos conceptos clave: la idea del juego como organizador del texto, tomada de Harold Bloom-quien
a su vez emplea la tesis del homo ludens de Huizinga como marco teórico-; y el análisis lacaniano,
específicamente, el referido al estadio del espejo y al “reino de lo imaginario”. Postularé que el
encuentro con Cardenio, en el episodio de Sierra Morena, constituye un momento significativo en el
relato, por cuanto permite al héroe cervantino reflexionar sobre su propia autonomía actancial y
adquirir, en consecuencia, plena conciencia de su personalidad imaginaria y simbólica.
Palabras clave: Don Quijote, Cardenio, Lacan, Homo Ludens, metarrelato
Como bien nos dice el narrador de la historia, Alonso Quijano desecha “el deseo de tomar la pluma” (I, 1;
29), y seducido por el ejercicio transgresor de su lectura, se convierte él mismo en un personaje de ficción. Su
aventura, si cabe decirlo, se nos presenta así como la hipérbole de una enunciación que deviene performativa
[1]. Gracias a ella, Quijano reconstruye el mundo con el poder de las palabras, “escribe” con su actuación,
regula, se disfraza, juega y acaba por hacer de su deseo una narrativa autónoma con la que intenta
interpretarse a sí mismo:
-Yo sé quién soy -respondió don Quijote-, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino
todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que
ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías. (Don Quijote I, 5; 58. Las
cursivas son mías)
A partir de entonces, regido únicamente por las leyes de su biblioteca mental, los códigos de la literatura
caballeresca que en adelante formarán su metarrelato, don Quijote deambulará de manera fantasmagórica por
un territorio real que, sin embargo, nunca será un contexto [2]. Esta fisura radical explica, sin duda, que su
narrativa sea esencialmente tragicómica: desde la primera salida que lo ‘confirma’ como caballero andante,
hasta el regreso de Barcelona que supone la clausura de su representación, don Quijote no dejará nunca de
desplazarse sólidamente en la realidad, aunque organizado siempre por las reglas abstractas de su nuevo
orden simbólico [3].
En las páginas que siguen analizaré la evolución identitaria de don Quijote en dicho proceso de
autointerpretación, basándome en dos conceptos clave: la idea del juego como organizador del texto, tomada
de Harold Bloom (1995) -quien a su vez emplea la tesis del homo ludens de Huizinga como marco teórico-; y
el análisis lacaniano, específicamente, el referido al estadio del espejo y al “reino de lo imaginario”. Postularé
que el encuentro con Cardenio, en el episodio de Sierra Morena [4], constituye un momento significativo en
el relato, por cuanto permite al héroe cervantino reflexionar sobre su propia autonomía actancial y adquirir,
en consecuencia, plena conciencia de su personalidad imaginaria y simbólica. El paso enunciativo que
sustituye al metarrelato caballeresco metonímicamente por don Quijote corresponde a lo que llamaremos, en
lo que sigue, un “don Quijote primitivo”; identidad que permanecerá constante hasta su ingreso a Sierra
Morena, donde, en efecto, el personaje se autogenerará como metáfora al encontrarse corporalmente con
Cardenio.
Don Quijote primitivo o la metonimia de la caballería
El juego, como afirmara Johan Huizinga, lleva el mundo imperfecto de la realidad a una perfección
“provisional y limitada”, donde existe en cambio un orden propio y absoluto (21). Leído a través de esta
lógica, la experiencia de la libertad que pone en práctica don Quijote no sería otra que la libertad del juego
[5]. Su mundo caballeresco es elección espontánea, y, en tanto universo autónomo, igualmente un ejercicio
libre autorizado por los códigos que lo administran. Harold Bloom ha resumido muy bien la dinámica
actancial de don Quijote, en tanto personaje guiado por una lógica de juego, al afirmar que no se trata de “un
loco ni un necio, sino [de] alguien que juega a ser un caballero andante” (144, cursivas mías).
Inflamado de mucho leer y poco dormir, Alonso Quijano se configura a sí mismo como un homo ludens
guiado por la narrativa lógica de su propio juego. Al elegir jugar, disfrazarse, representar su rol, deja en
evidencia la fractura radical que existe entre su normativa (el orden del metarrelato) y el espacio (el espacio
de la realidad). Y, evidentemente, transgrede al jugar en el mundo real, no en el mundo mágico, donde podría
dialogar con otros cómplices de juego. Este hecho lo convierte en un jugador solitario que queda atrapado en
el discurso y la lógica de su metarrelato, y, por lo mismo, en las justificaciones de encantamientos que lo
preservan de la desesperación o la cura (Auerbach en Bloom et al, 1987: 43).
En esta misma línea que lee la locura de don Quijote desde una perspectiva simbólica y no desde la
patología de la enfermedad [6], el episodio de Sierra Morena simboliza espacialmente aquello que Huizinga
llamaba “campo de juego”:
“Así como por la forma no existe diferencia alguna entre un juego y una acción sagrada, es
decir, que ésta desarrolla en la misma forma que aquél, tampoco el lugar sagrado se puede
diferenciar formalmente del campo de juego. El estadio, la mesa de juego, el círculo mágico, el
tempo, la escena, la pantalla, el estrado judicial, son todos ellos por forma y función, campos de
juego; es decir, terreno consagrado, dominio santo, cercado, separado, en los que rigen
determinadas reglas” (23) [7].
Recluido en aquel refugio de peñas altas donde nadie ingresa, salvo las alimañas y los cabreros
acostumbrados a la dureza de su geografía, don Quijote se aísla en el espacio adecuado para el ejercicio de
sus propias reglas, lejos del peligro de aquellas otras que regula la Santa Hermandad. Sancho Panza, movido
por el miedo, pero asimismo con el sentido común de su sometimiento a la autoridad y a la ley (“el buen
gobierno” con el que dialógicamente intenta educar a su amo), fracasa en su intento penitenciario: recluirse
en Sierra Morena no trae consigo las consecuencias correctivas destinadas a afectar la conducta de don
Quijote sino, por el contrario, reafirma la autonomía de las normativas que se oponen a las que poco antes
han obligado a su fuga.
Nada más entrar en la montaña, don Quijote, repuesto del fracaso consciente que supone el episodio de los
galeotes, lee la historia del “desdeñado amante” como ha leído antes sus libros de caballería. Nótese que
Rocinante recobra en este punto su rol orientador (poder asumido temporalmente por Sancho, al tomar las
riendas del rocín al inicio del capítulo), lo que refuerza simbólicamente la recuperación de la autonomía
lúdica y errabunda del caballero, quien se pone a salvo así de la racionalidad de una normativa real, fracaso
lectivo ya consumado de su escudero. Es este nuevo deambular azaroso el que lo lleva al encuentro con
Cardenio [8], salvajemente mimetizado con el laberinto, tanto físico como mental [9], que asimismo los
atrapa en su esencia.
Punto fundamental, no ya del episodio, sino de la obra misma, es el encuentro entre ambos personajes.
Para empezar, sólo en este “campo de juego” puede producirse una evolución actancial como la que se opera
en don Quijote y en los personajes que se cruzan con él, como bien ha notado Jiménez Fajardo: “Es en efecto
la Sierra Morena un lugar laberíntico (…) en el cual se forman y transforman las identidades” (139). A la
manera de un escenario teatral, veremos en adelante transformaciones y disfraces dialogando con el mundo
representado por el hidalgo. Si antes don Quijote ha fracasado en su intento por encontrar a Marcela en el
bosque [10], esta vez su búsqueda exitosa del cómplice de juego en las montañas, no sólo lo reafirmará en su
rol performativo, sino que le brindará ocasión de distanciarse de sí mismo, a partir de su confrontación
corporal con Cardenio.
Antes de analizar, sin embargo, la reformulación identitaria de don Quijote en dicho espacio, me parece
conveniente trazar, de modo sucinto, una línea del desarrollo del protagonista desde su salida hasta este
momento significativo de la novela. Puede decirse que el rol que representa Quijano -es decir el de don
Quijote de la Mancha-, su síntoma a fin de cuentas, depende de la capacidad que tiene para asumir una
identidad coherente en la conflictiva dualidad que encuentra y desencuentra sus mundos. De este modo,
Quijano inventa, dotándose de símbolos y disfraces, una imagen metonímica asignada a don Quijote (el todo
por la parte); la imitación de los caballeros andantes otorga cierta lógica a su normativa, y la formulación, la
concreción de dicho deseo, se organiza a través del juego. El personaje que inventa Quijano necesita
localizarse, sin embargo, busca su propia metáfora -el caballero individualizado que “cobrase eterno nombre
y fama” (I, 1; 31)-; pero en la práctica, don Quijote será apenas una entidad fragmentada, abstracta, en las
aventuras iniciales del texto.
Muestra de la fragmentación de la que adolece el héroe primitivo podemos hallarla en el capítulo cuatro de
la primera parte de la novela, cuando, una vez armado caballero, don Quijote es apaleado por uno de los
venteros que se niega a alabar a la bella Dulcinea. Tras su infamante derrota, don Quijote se consuela
evasivamente representando los roles de Valdovinos y Abindarráez, mientras es auxiliado por su vecino
Pedro Alonso (I, 5; 55-58). Para no dejar dudas sobre su escisión, el hidalgo todavía asumirá, antes de la
segunda salida, la personalidad múltiple de los caballeros de Carlomagno y, finalmente, la de Reinaldos de
Montalbán:
Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nos llamamos Doce Pares
dejar tan sin más ni más llevar la vitoria deste torneo a los caballeros cortesanos, habiendo
nosotros los aventureros ganado el prez en los tres días antecedentes. (I, 7; 70. Cursivas mías)
Tal diversidad de referentes que anula la identidad de Quijano, a quien el vecino reconoce (Alonso será el
único que lo llamará por su nombre completo en la primera parte), trae a la mente al endemoniado [11] que se
describe a sí mismo como Legión, “porque somos muchos”, en la famosa escena bíblica (Mt 8:28-34). Este
loco desnudo y agresivo tiene, desde su salvajismo paradigmático, similitudes con Cardenio, y en este punto
de fragmentación polisémica, sin duda, se vincula a ambos personajes cervantinos. El primer don Quijote, si
así podemos llamarlo, creado por Quijano, es aún un ser incoherente que, sin embargo, se sabe capaz de ser
un caballero andante (“sé que puedo ser”, I, 5; 58) y de imitar, según el grado de similitud del contexto con
sus referentes literarios. En tal sentido, es evidente que el estadio primitivo del primer don Quijote está
relacionado como metonimia del gran relato de caballería, aludiendo a un ideal -claramente significado en su
discurso sobre la Edad Dorada- en el que se nombra a sí mismo como parte “menor” de la Gran Orden o de
colectivos míticos como los Doce Pares de Francia o los Caballeros de la Tabla Redonda.
Puede afirmarse que don Quijote no tiene aún pleno control sobre su poder imitativo. Es solo parte de un
todo cuando no es, él mismo, ese todo simbolizado metonímicamente en su propia, fragmentada identidad.
Esto es radicalmente distinto cuando se observa al don Quijote de la segunda parte, en la que, siendo ya una
pieza del metarrelato -es un personaje de ficción reconocido por los demás personajes- puede distinguir con
cierta autonomía actancial su propia identidad. El giro de este cambio de interpretación puede entreverse ya
claramente a partir del encuentro corporal con Cardenio, punto que trataré a continuación.
Cardenio especular: el otro y la identidad
Mucho antes de verlo y de conocer su biografía, don Quijote ha leído ya en Cardenio un interlocutor
posible. Será para él, en adelante, un jugador regulado por la lógica de un metarrelato semejante, e
igualmente cautivo en su propio laberinto.
Aunque Cardenio pertenece a un código ajeno en la cultura literaria, el salvaje de la novela sentimental
(Núñez Rivera: 183), don Quijote termina por interpretarlo a partir de su propia tradición caballeresca. Verlo
saltar salvajemente las peñas sólo refuerza a posteriori lo que para él representaron las huellas de su historia
decodificada en la bolsa abandonada. En tanto músico, poeta, amante desdeñado y caballero penitente,
Cardenio proyecta para don Quijote todas las competencias del modelo ideal (el ego ideal) que lo guía en su
intento por alcanzar la perfección de su metáfora heroica. Atendiendo a esta proyección, por lo tanto, no
sorprende al lector la familiaridad con que recibe el caballero a Cardenio la primera vez que ambos
personajes se confrontan:
En llegando el mancebo a ellos, les saludó con una voz desentonada y bronca, pero con mucha
cortesía. Don Quijote le volvió las saludes con no menos comedimiento, y, apeándose de
Rocinante, con gentil continente y donaire, le fue a abrazar y le tuvo un buen espacio
estrechamente entre sus brazos, como si de luengos tiempos le hubiera conocido. (I, 23; 221.
Cursivas mías).
Don Quijote lo abraza como a un otro en quien se reconoce, sin dejar de sentir por ello, cierto
extrañamiento que lo distancia. No se enunciará nunca esta fascinación paradójica por boca del personaje,
pero podemos inferirla en la narración del buen Cide Hamete, quien aglutinará una larga serie de
sobrenombres [12] para designar a Cardenio. Dicha polionomasia dialoga armónicamente con la polisemia
que el mismo don Quijote oculta tras su disfraz, y enfatiza, como señala Juan Vitulli, la simetría entre ambos
héroes a partir de su fragmentación:
El narrador genera este espacio de ambigüedad sémica, donde cada personaje parece
constituirse como espejo del otro, configurando un sujeto que, a partir de los elementos comunes,
produce la extrañeza, el distanciamiento necesario [para pensarse a sí mismo] (5, añadido mío)
A partir de su primer contacto visual, Cardenio pasará a ser el “roto”, un caballero perjudicado (andrajoso)
por su noble y poco rentable vocación andantesca [13], y, al mismo tiempo, un ser incoherente y lleno de
contrastes, en una acepción más cercana al problema de las identidades que examina el episodio. Este último
punto me interesa resaltarlo de modo particular, pues en tanto alteridad reconocida como sí mismo, don
Quijote entrará en un efectivo proceso de construcción de un nuevo yo que afectará el devenir de la historia.
Esta distancia será la que lo ayude a reconocer la propia “rotura” que sufre, hecho que genera una
introspección (un simulacro de penitencia o autoconciencia) que lo distancia de su identidad construida,
introduciéndolo en el laberinto de un inevitable proceso de refundación identitaria.
Este proceso especular es similar al que Jacques Lacan describió durante la identificación del yo en el
estadio del espejo. Al igual que la cría humana incapaz de controlar su cuerpo, fragmentada por lo tanto, don
Quijote observa en Cardenio su otro especular y se reconoce imaginariamente en él. Se produce, por lo tanto,
“una imagen instantánea” de su propia fragmentación, viéndose efectivamente como la ilusión de un yo (de
un otro entre otros). A partir del encuentro con Cardenio, pues, en la identidad de don Quijote se produce una
doble operación: por una parte, reconoce su propia ‘rotura’ (su fragmentación polisémica); y por otra, se
identifica como nueva posibilidad, el “sé que puedo ser” vuelto específico en la imagen de Cardenio que,
aunque dividido, es también poseedor de todas las cualidades de perfección que el metarrelato le dicta como
modelo a imitar. Esto que se concreta en don Quijote es lo que Lacan llamaría obtener una "visión ortopédica
de su totalidad". Una unidad deseada, ideal, que ahora se refleja en el espejo, dotándolo de una interpretación
deseada. Se trata, efectivamente, de la primera identificación imaginaria que adquiere don Quijote en todo el
texto y este hecho lo dota de una inusitada coherencia:
(…) don Quijote al ver al otro, se ve a sí mismo, en tanto posibilidad futura: la pena de amor
que aflige a Cardenio será el elemento disparador que convocará la imitación en Sierra Morena.
Al hallarse frente a un espejo, don Quijote se imagina representando un estado de pena similar y
decide hacer de sí mismo un espejo posible (Vitulli, 5).
Este hecho resulta fundamental, pues como resultado de dicho proceso de identificación, él también, a la
manera del cura y del barbero, someterá a su propio escrutinio selectivo el metarrelato, y concluirá, tras
entender el “ángulo estético de su profesión” (Finello, 242), que el mayor modelo imitativo, al menos el que
calza en sus aspiraciones heroicas, es una síntesis de la naturaleza dual Amadís/Orlando:
-¿Ya no te he dicho -respondió don Quijote- que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del
desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló
en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya
pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató
pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil
insolencias dignas de eterno nombre y escritura? (I, 25; 235).
De este modo, en búsqueda del ‘loco’, es decir, de su cómplice lúdico, encontraremos implícitamente
simbolizado el proceso que refuerza su propia interpretación heroica, individual y unitaria. No hay duda,
visto lo anterior, que se trata por supuesto de la más grande hazaña emprendida por caballero andante alguno,
como le confiesa a Sancho Panza, porque su hazaña consiste precisamente en construirse a sí mismo a partir
de una selectiva imitación actancial, como proceso destinado, asimismo, a construir la metáfora perfecta con
cuyo deseo partió de La Mancha [14]:
(…) porque te hago saber que no solo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto
el que tengo de hacer en ellas una hazaña con he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo
descubierto de la tierra; y será tal, que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer
perfecto y famoso a un andante caballero” (I, 25; 234. Cursivas mías)
Si hasta su ingreso a Sierra Morena no ha sido más que un laberinto de significantes, en tanto sujeto hecho
de lenguaje y concreción performativa, a partir de este punto don Quijote estabilizará ilusoriamente la cadena
caótica de significantes que es él mismo, intentando hacerse de un significado, es decir, de un centro. Más
aún, en pleno proceso de evolución, este segundo don Quijote filtra la imitación de “Roldán, o Orlando, o
Rotolando” (aludiendo así al roto Cardenio, como nota Jiménez Fajardo, 2005: 152), con lo cual desecha
finalmente el modelo furioso más próximo a la fragmentación que comparte su modelo: “imagen de las
fuerzas indómitas del deseo y de las bajas pasiones del amor loco” (Nuñez Rivera; 183). De este modo, lejos
de la figura del colérico y agresivo amante, don Quijote acaba inclinándose por la inofensiva y sentimental
imitación del Amadís penitente, elección que asimismo le permitirá simbolizar tanto el mundo representado
como su propia interpretación de sí mismo.
La especificidad de su nuevo rol (de su nuevo yo imaginario) consolida a don Quijote en su propio juego:
su vida misma se enfoca, en adelante, en un perfeccionamiento imitativo que justifica la aniquilación
identitaria de Quijano y reafirma los nuevos signos que don Quijote desea poner en práctica como sujeto
coherente e ilusoriamente centrado. Ser como debería ser y no como se es en realidad, la mímesis aristotélica
aplicada a la lectura de su propia vida, consolida el orden de su representación, hecho que finalmente, le abre
las puertas hacia el campo de lo imaginario [15].
Armadura y corporización: desnudez de la triste figura
En el proceso de estabilización identitaria que opera al interior de Sierra Morena, la corporización de don
Quijote resulta particularmente significativa. Recordemos que lo primero que hace Alonso Quijano, poco
antes de dar inicio a su juego, es limpiar la vieja armadura de sus bisabuelos. De este modo, entiende que la
construcción de su nueva identidad, la que asumirá en su normativa lúdica, está sujeta a un disfraz que
constituye su propia armadura identitaria: su armazón, su cuerpo simbólico. Así como ninguno de los otros
elementos con que se construye muda en adelante [16], su armadura permanecerá tan fija como su voluntad
representativa, tal y como se puede observar en la venta donde se confirma caballero (I, 2; 39).
Verónica Azcue ha notado cómo, a un nivel de representación en el tramado novelesco del Quijote,
influido por la comedia, los disfraces juegan un rol fundamental en la configuración de los personajes. A
través de vestidos o máscaras “adquieren nuevas identidades por medio” y desestabilizan un código de decoro
social (23). En el caso de Quijano, la desestabilización social hace del hidalgo un caballero; pero esta
subversión tendrá una representación cómica-grotesca que aminore su transgresión:
La armadura de por sí desigual y obsoleta, resultará cada vez más grotesca a medida que se
compone de objetos peregrinos, como el tronco de un árbol o la bacía del barbero, y la figura de
don Quijote sufre así un proceso de deformación, típico del entremés, que se basa, según la
expresión de Evangelina Rodríguez, en la “adición de accesorios grotescos”. (Azcue; 32).
Quisiera asociar precisamente la imagen fragmentada de dicha armadura, hecha de retazos y piezas
peregrinas, con la identidad igualmente polisémica del héroe inicial. De este modo, si antes afirmábamos que
don Quijote deambula fantasmagóricamente en el espacio del relato (el espacio real de la novela), en Sierra
Morena, por el contrario, adquiere de alguna manera sustancia y se corporiza. Es sintomático que el narrador
aluda más que otras veces al apelativo que en el episodio del cuerpo muerto (I, 19; 171), Sancho, en una
repentina sagacidad creativa “dictada por la voz del sabio que narra la historia”, ha inaugurado: Caballero de
la Triste Figura. Un sobrenombre que se refiere, a diferencia del autoasignado por Quijano (don Quijote), a
su propio cuerpo.
Es natural que en el proceso de concretar su identidad a partir de la identificación especular, el
protagonista también concrete su cuerpo, como vimos, asignado desde la fragmentación de su previa
identidad metonímica, por la armadura, es decir, por el disfraz. Sierra Morena, en tanto espacio cerrado,
propicio para la normatividad del juego, hace ya coherente la desnudez del héroe, quien se despoja así,
voluntariamente, por primera vez, de la máquina que lo recubre, materializando de este modo la plena
conciencia de su personalidad ficticia. A esto ha llevado la identificación de su propia identidad reconocida
como un otro entre los otros del mundo lúdico: al igual que Cardenio, don Quijote rasga sus vestiduras y las
abandona en el laberinto, recogiendo así los signos dispersos de su otro especular. Mostrarse desnudo no sólo
enfatiza su demencia o su salvajismo; si hacemos caso de la definición de Covarrubias [17], nos permite ver
al héroe sin la necesidad de dissimular una personalidad fraccionada por sus referentes librescos que le
permiten “ir con más libertad” en el contexto lúdico, carnavalesco, de la propia vida inventada.
En los capítulos que seguirán, será posible observar a un don Quijote mucho más consciente de su rol
performativo, hecho que irá acompañado, progresivamente, por la carnavalización de quienes, por el
contrario, intentan devolverlo al orden social. No sorprenderá el anuncio de Sancho quien promete “volver[é]
por los aires como brujo y sacar[é] a vuestra merced de este purgatorio, que parece infierno y no lo es, pues
hay esperanza de salir de él” (I, 25; 241); ni ver al cura enfundándose en los vestidos indecorosos de mujer en
la venta (I, 26-27); ni asistir a la larga y efectiva representación de la falsa princesa Micomicona, que
finalmente será la única estrategia efectiva que logrará sacar de su penitencia al enamorado hidalgo (I, 29). La
gran mascarada que se representa en Sierra Morena anticipa las estructuras que organizarán la segunda de la
novela; pero ello no sería posible si don Quijote no pusiera a prueba antes su propia lógica como personaje ni
se interpretara a sí mismo a partir de un modelo superior que le da unidad a su identidad. Al centrarse
imaginariamente, de este modo, el disfraz se hace innecesario para él, y aquel estadio inicial de la
representación fragmentada de don Quijote queda superado. Magnífico clímax, pues, el proceso ficcional que
empezó en La Mancha y concluye en Sierra Morena: ahora es don Quijote, no Quijano, quien inventa a don
Quijote, siendo el producto final de este polimorfismo el que asume simbólicamente su identidad unitaria en
la desnudez, en su propia corporización: una armadura hecha de carne y hueso, y no por el dissimulado
artificio ensamblado por el endeble recurso del acero y el cartón.
Invención de Dulcinea o la entrada a lo simbólico
La inusitada lucidez que adquiere don Quijote, tras su entrada en el reino de lo imaginario, parece generar
un interesante paréntesis en su locura lúdica. Consecuencia directa de esta transformación es la que se
observa en su relación con Dulcinea. Sin duda, llamará la atención en los episodios de Sierra Morena la
sorpresiva capacidad de don Quijote para describir, sin la distorsión del metarrelato, una imagen real de la
labradora Aldonza Lorenzo [18] y los antecedentes de la relación platónica que ha mantenido con ella en el
pasado (I, 25; 242). Esto amplía el escueto retrato de la campesina que se nos entrega al inicio del texto, y nos
presenta a un don Quijote consciente de su ingenioso poder inventivo:
(…) yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi
imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la
alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o
latina (I, 25; 244).
La revelación adquiere coherencia, sin embargo, si observamos que el proceso que ha llevado a don
Quijote a replantearse su propia identidad, también debe proyectarse al que ha sido el ideal mismo de su
delirio simbólico. Como afirma González Echevarría: “la Dulcinea más profunda es a la que don Quijote da
vida en su imaginación: la que necesita para completar su propio personaje de caballero andante” (73,
cursivas mías). Tenemos ahora, por lo tanto, a un don Quijote consciente de la identidad real de su dama,
pero en un proceso similar al que ha terminado por construirlo poco antes, el hidalgo la reinterpreta,
dotándola de las cualidades sublimadas que él mismo persigue. De este modo, don Quijote se permite hacer
un alto en su juego, y distanciado de la lectura que ha hecho de la campesina a partir del recuerdo, recrea
nuevamente los códigos del amor cortés para darle una existencia metaforizada. La conciencia especular, no
sólo lo ha llevado a reflexionar sobre sí mismo, dándole una identidad estable, ilusoriamente unitaria, sino
también sobre su rol como creador, tal y como anota Steven Hutchinson:
En estos capítulos sobre la penitencia se percibe muy claramente un doble sujeto en don
Quijote: el don Quijote artista, autor de sí mismo, creador de Dulcinea, por un lado, y por otro el
don Quijote caballero andante (295).
La clave de la nueva lectura que don Quijote hace de su deseo se proyecta como consecuencia de la
identificación con el ego ideal con el que poco antes ha entrado en contacto. Don Quijote no sólo ha acabado
leyendo al salvaje sentimental como a un cómplice de juego, sino como a un jugador mucho más competente,
capaz de crear una ficción propia a través del arte. Efectivamente, al inventar a Dulcinea a través de la carta
que le encomienda a Sancho o las poesías pastoriles que rasga en las cortezas de los árboles, don Quijote
pone en práctica sus posibilidades estéticas, simbolizándolas en el nuevo orden al que ha ingresado. Por ello,
la invención de Dulcinea no funciona a manera de simple justificación en la penitencia amorosa que se
representa en las montañas; es, estrictamente, necesaria. A diferencia de Angélica y Oriana, las damas de los
caballeros a quienes el hidalgo ha decidido imitar, Dulcinea no ha cometido ninguna infidelidad ni ha
despreciado a su amado, por lo que la penitencia cobrará sentido sólo a partir de la lejanía y la ausencia: “y si
no soy desechado ni desdeñado de Dulcinea del Toboso, bástame, como ya he dicho, estar ausente de ella” (I,
26; 251).
Desaparecido Cardenio, el Caballero de la Triste Figura puede reconocerse ya como un Yo, es decir,
adquiriendo agencia para hablar desde lo simbólico, y accediendo al mundo del lenguaje que le permite crear
e interpretar el mundo. En este punto, al igual que el sujeto lacaniano, don Quijote es capaz de “utilizar el
lenguaje para negociar la idea de ausencia y la idea de otredad como una categoría o posibilidad estructural”
(Klages: s/n). Como bien sospecha en sus meditaciones, el mundo lúdico que ha creado necesita un vacío que
sea el eje de su discurso y su actuación en el texto:
el lenguaje es siempre acerca de pérdida o ausencia; sólo necesitas palabras cuando el objeto
que quieres se ha ido. Si tu mundo fuera totalmente completo, sin ausencia, entonces no
necesitarías el lenguaje (Lacan citado por Klages: s/n).
Queda claro que si don Quijote tuviera a Dulcinea no harían falta palabras, y se anularía de este modo
aquella urgente necesidad de aventuras que están llamadas a suceder en tanto enunciación, convertidas ellas
mismas en ficciones. Esto explica por qué el regreso auspicioso de Sancho -aparente, en parte, pues su
embajada en el Toboso nunca llega a realizarse- no logra remover al hidalgo de su clausura:
y que puesto que le había dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se fuese al del
Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinado de no parecer ante
su fermosura fasta que hobiese fecho fazañas que le ficiesen digno de su gracia (I, 29; 291)
De este modo, Dulcinea se materializa como una entidad fantasmal, como el deseo sublimado -“esa
tendencia a refinar los recuerdos”, diría Freud (256)- que el discurso de don Quijote ahora es capaz enunciar
y, por lo mismo, recrear. Sin embargo, este deseo debe seguir siendo al mismo tiempo un vacío permanente,
una ausencia. El hecho estético que organiza a este don Quijote plenamente consciente de su rol en la historia
girará de modo necesario en torno al vacío representado por Dulcinea, a su capacidad de materializarlo
ilusoriamente a través de la palabra, y lo preparará para su ingreso definitivo a la cultura, sólo posible con la
publicación de su historia.
Notas
[1] De acuerdo con John Langshaw Austin (1975), quien introdujo dicho concepto en los estudios de la
filosofía del lenguaje, el “enunciado performativo” (performative utterance o sentence) no permite
evaluar la sinceridad del locutor, puesto que ello excede los límites del análisis lingüístico. El hecho
enunciado se realiza por lo tanto en el instante mismo en el que se emite, sucediendo que no se
describe un hecho, sino que se realiza la acción (4-11).
[2] Contexto para Austin refiere a un ‘criterio de autenticidad’, una especie de acuerdo de lectura que
permite que un colectivo comparta el sentido de un enunciado emitido por alguno de sus miembros:
“There must exist an accepted conventional procedure having a certain conventional effect, that
procedure to incluye the uttering of certain words by certain persons in certain circumstances, and
further”. (1975: 14).
[3] Nos ha parecido interesante notar los diferentes enfoques hermenéuticos que permiten interpretar la
escisión del caballero a partir de la idea del juego o la asimilación de roles performativos. Véanse
especialmente: Bloom (1995), García Galiano (2006), Torrente Ballester (1975), Vitulli (2005) y
Ruta (1989).
[4] Sobre el episodio de Sierra Morena, véanse por ejemplo: Chiong-Rivero (2006); Finello (1980);
Jiménez Fajardo (1984, 2005); Resina (1989); Hutchinson (1995) y Vitulli (2005).
[5] Como sostiene Bloom, don Quijote cumple con las tres cualidades que caracterizan al homo ludens:
libertad, indiferencia, exclusión o límite y reglas. (Bloom, 1995: 144; Huizinga: 22-24)
[6] Para una amplia documentación sobre las diferentes lecturas de la locura (real, simbólica o literaria)
véase especialmente el trabajo de Nuñez Rivera (2006: 183-205).
[7] No es extraño, por lo mismo, que Sierra Morena, se preste a la imitación de una aparente ‘penitencia’,
parodiando de paso el sentido religioso de dicho proceso autorreflexivo, que, como veremos, en
efecto ocurre.
[8] Para un análisis de la personalidad laberíntica de Cardenio, Cfr. Jiménez Fajardo, 2005.
[9] Recuérdese lo que exclamará su sobrina al anunciarle don Quijote su nueva locura pastoril, a su
regreso definitivo de Barcelona: “¿Qué es esto, señor tío? Ahora que pensábamos nosotras que
vuestra merced volvía a reducirse en su casa y pasar en ella una vida quieta y honrada, ¿se quiere
meter en nuevos laberintos, haciéndose «pastorcillo, tú que vienes, pastorcico, tú que vas»? (II, 74;
1098). Laberinto mental que es, asimismo, performativo.
[10] Recordemos que Marcela elige, al igual que él, representar libre y espontáneamente su rol de
pastora, lo que asimismo ocurre con Cardenio, quien se ha perdido en su rol de salvaje sentimental
mucho antes que él lo encuentre. Esta diferencia es fundamental si se la compara con otros personajes
de la primera parte que, como el ventero que lo arma caballero, las prostitutas que fingen ser
cortesanas, la sobrina al explicar la desaparición de la biblioteca o el cura y el barbero en este
episodio, usan el juego para burlar o apaciguar a don Quijote.
[11] Respecto a este punto, la idea de la posesión demoníaca cobra mayor interés si atendemos a lo que a
continuación dice el ama, refiriéndose a los libros de caballería: “Encomendados sean a Satanás y a
Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la
Mancha” (I, 5; 58). Además, el ama insiste en la naturaleza maligna de los libros, juicio que terminará
paródicamente con el exorcismo al que someten, inútilmente, el cura y el barbero a la biblioteca de
Quijano (I, 6; 60-69).
[12] Queda clara la intencionalidad del narrador en este proyecto simétrico cuando afirma: “El otro, a
quien podemos llamar «el Roto de la Mala Figura» (como a don Quijote el de la Triste)” (I, 23; 221).
Otros sobrenombres son también “Roto”, “Caballero de la sierra” y “Caballero del Bosque”, todos
referidos a su fragmentación en tanto rotura, incoherencia o idea laberíntica (para el caso específico
de la locación boscosa).
[13] Nótese la descripción que previamente ha hecho don Quijote: “(…) solo quiero inferir, por lo que yo
padezco, que sin duda es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable,
roto y piojoso, porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha mala
ventura en el discurso de su vida. (I, 13; 113).
[14] Compárese la cita enunciada en Sierra Morena con ésta, previa a la salida que da inicio a sus
aventuras: “(…) y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como
para el servicio de su república, hacerse caballero andante y irse por todo el mundo con sus armas y
caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros
andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros
donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama”. (I, 1; 31; cursivas mías)
[15] Es el mismo distanciamiento que, de igual manera, Cardenio pone en práctica al “apartar un poco de
sí” (I, 23; 221) a don Quijote para observarlo bien. Como sostiene Jiménez Fajardo, a partir de la
narración de su historia, el salvaje sentimental se “autogenera”, y empieza así su lenta recomposición
identitaria que lo llevará finalmente a la cura. La función “sanatoria” que ve Paul Ricoeur en el
testimonio (citado por Jiménez Fajardo, 149), no funciona por supuesto con don Quijote, quien, como
ya vimos, por el contrario, se aleja de Quijano (es decir de lo real) a través de la palabra,
consolidándose como una ficción. Sus fracturas son distintas en consecuencia, aunque ambos se
fragmenten por similar conflicto entre realidad y deseo; y sin embargo la diferencia radica en el
hecho de que mientras Cardenio se halla detenido en el pasado, incapaz de volver a la realidad debido
al trauma de la traición y a los rígidos estamos sociales que debe respetar y frente a los que reacciona
cobardemente, don Quijote se encuentra atrapado en el deseo, resistiéndose a volver a la realidad,
donde vive insatisfecho, siendo Quijano.
[16] Nos referimos a las asociaciones Rocinante/guía, don Quijote de la Mancha/nominación y
Dulcinea/ideal.
[17] “Es el hábito y vestido que un hombre toma para disimularse y poder ir con más libertad.
Particularmente se usan estos disfraces en los días de carnestolendas” (Covarrubias; 432).
[18] Para una interesante lectura sobre la relación de Alonso Quijano y Aldonza Lorenzo, véase
González Echevarría: “Engendrar a Dulcinea”, 2008: 71-91.
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