Valente, hijo de la guerra y del exilio

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Valente, hijo de la guerra y del exilio
por Claudio Rodríguez Fer
El padre del futuro poeta José Ángel
Valente, llamado Emiliano Marcial, tenía
profundas convicciones católicas y una
ideología más bien derechista, pero ello
no le impidió votar a favor de la Segunda República, debido a su talante moderado y a su espíritu de progreso. No obstante, el estallido de la guerra civil pondría a prueba las dos cosas. Ourense padeció enseguida actos de violencia y muy
pronto quedó bajo control de las fuerzas
armadas sublevadas.
Un niño en la contienda
El niño Valente, que tiene siete años
el 18 de julio de 1936, entra prácticamente en el uso de razón con una contienda que, aún no viviéndola en primera
línea, acabará marcando su sensibilidad
y su conciencia. El relato “Hoy”, de El
fin de la edad de plata, muestra su primer contacto con el alevoso misterio y el
contenido miedo de los primeros días
del levantamiento: “Yo pregunté: -¿Que
han matado a quién? Pero nadie había
matado a nadie especialmente aquel día,
me dijeron. Aún no. Tampoco nadie nos
explicaba nada. Pero había un silencio
espeso y miradas oblicuas y un quien sabe qué”. La aventura del niño que, pese
a la prohibición de los mayores, sale a
caminar por las calles desiertas, en las
que ve desplegarse al ejército, servirá al
adulto para reflexionar sobre el premonitorio sentido del vacío: “No era sólo
que no viera a nadie; era como si alguien -ignoro quién- a quien debiera ver
no estuviese”. Por eso concluirá: “Era un
momento histórico. Sí, de la historia, que
está hecha de trapo y sangre, como supe
después”.
Además, para el niño Valente la
guerra no fue sólo un fragor lejano desde el familiar balcón de la retaguardia,
sino una realidad trágica vivida en su
propia casa, como escribirá refiriéndose
a la prematura muerte de un vecino en
el frente y a los desgarradores llantos de
la madre, que él mismo podía escuchar
desde su vivienda y que jamás olvidará:
“Tamén dende aquel balcón deberíase
ouvir posibelmente o pranto polo Andrés Nieto, que morreu ou foi morto
deseguida ós comezos da guerra, non
sei onde. ¿Tiña sido en Asturias? Pranto e medo de tódolos xeitos naquel
tempo, cando a terra estaba semeada
de morte”. Efectivamente, el llanto y el
miedo comenzaron muy pronto a impresionar al niño, sorprendido por las inexplicables desapariciones y asustado por
los rumores de crímenes y tiroteos. El
triunfalismo impuesto por las autoridades alzadas en la supuesta patria invicta
no se compadece con la impresión de
aquel testigo inocente, a quien todos le
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parecían más bien vencidos, aunque
unos lo estuvieran, desde luego, más que
otros.
Todo ello quedará reflejado en el
poema “Tiempo de guerra”, que inaugura la sección de denuncia de La memoria y los signos, y donde aparecen los
aspectos más espectaculares a los ojos
del niño hurtado al tiempo y a su verdad
(los trenes militares, la parafernalia religiosa, el exotismo de las tropas moras,
las demostraciones políticas, la exhibición de ira, la multiplicación de los
muertos):
Pasaban trenes
cargados de soldados a la guerra.
Gritos de excomunión.
Escapularios.
Enormes moros, asombrosos moros
llenos de pantalones y de dientes.
Y aquel vertiginoso
color del tiovivo y de los víctores.
Estábamos remotos
chupando caramelos,
con tantas estampitas y retratos
y tanto ir y venir y tanta cólera,
tanta predicación y tantos muertos
y tanta sorda infancia irremediable.
En medio de la ofuscación inducida y fomentada, su padre no pierde la
dignidad. Por ejemplo, mantiene fielmente las relaciones con los amigos del
bando perdedor, caídos ahora en desgracia y muchos de ellos detenidos. Fidelidad ejemplar que siempre admirará a su
hijo adulto y que se encontrará a menudo en el posterior comportamiento de
éste. El futuro escritor compondrá un
texto sobre el carácter simbólicamente
premonitorio de sus sentimientos de entonces, inclinados hacia la solidaridad
con los vencidos cuando su padre lo llevó a visitar a sus amigos presos en el
monasterio de Oseira, próximo a Ourense: “meu pai levoume visitar ós
seus máis apagullados amigos.
Chamábanlles roxos, inda que pola coor -home roxo, can rabelo- un non se
decatara tanto. Levoume cabo deles ó
Mosteiro de Oseira. Si, alí fiquei eu, neno, ollando ós roxos. Eles tamén me
ollaran e non sei ben qué sorte de troque houbo nise ollar. Endexamáis o esquencerei. Roxos, polo seu malfado,
ben se vía que o eran, coitados”. Entre
ellos reconocerá con tristeza a algún
querido convecino (“Entre eles, o Abelardo da chocolatería, que foi fornecedor dourado da miña meniñeza”), aunque no será hasta la edad adulta cuando
comprenda que aquellos detenidos habían gozado de mucha mayor suerte que
otros ya fusilados o paseados: “Ficaba
un sobrecollido e cáseque con ganas
de chorar. E non había para facelo nin
causa nin porqué, supoño agora.
Aqueles roxos tiñan sorte. Ían sobrevivindo. Estaban alí. Outros non estaban. Ou nunca estiveron. Para
sempre”.
Pero la tolerante y compasiva actitud de su padre acabará chocando contra las disposiciones de los sublevados.
En efecto, como todas las personas de
derechas que, por no estar en edad militar, no eran destinadas al frente, formaba parte de las llamadas falanges de segunda línea, que estaban a disposición
de las autoridades locales. Dentro de este contingente, llamaban a veces a los
que no eran muy viejos, como llamaron
a Marcial Valente, para realizar sacas,
que solían concluir con el asesinato de
los secuestrados. Eran los temibles “paseos” que tan criminalmente acabaron
con la vida de tantos opositores al levantamiento. De manera que, sabiendo ésto, Marcial Valente se negó a participar
en las sacas y fue arrestado por ello en
el cuartelillo de los Caballeros de Santiago, ubicado al lado del Gobierno Civil de
entonces. Su hijo comprenderá mucho
más tarde la dignidad que tuvo al no participar en la represión aún a costa de
verse arrestado por las autoridades de su
propio bando, pero ya entonces vivirá
intrigado la negativa del padre a salir en
los camiones y su incomprensible detención: “Meu pai, inda que dereiteiro e
do Corpo dos cabaleiros de Santiago,
ou falanxes de segunda línea, negouse
a saír ó mencer nos camiós -pra que tiña que ter saído, nós os cativos non o
sabiamos- e foi arrestado. Ninguén nos
crarexaba o segredo. Nós íamolo ver
no arresto e el ficaba malencónico”.
Por eso no extraña el hecho de que su
ejemplar humanidad de aquella hora fuese recordada siempre por el Valente
adulto con admiración devota.
En todo caso, para siempre se considerará Valente hijo de la guerra, como
dejará claro en “Patria cuyo nombre no
sé”, de A modo de esperanza, donde
consigna las inevitables preguntas de la
edad adulta tras haber vivido la contienda en la infancia:
Vine cuando la sangre
aún estaba en las puertas
y pregunté por qué.
Yo era hijo de ella
y tan sólo por eso
capaz de ser en ti.
Vine cuando los muertos
palpitaban aún próximos
al nivel de la vida
y pregunté por qué.
Yacían bajo tierra:
tú eras su verdad.
La biblioteca del agitador
La única consecuencia benéfica de
la guerra civil para el niño Valente, que
vivirá su adolescencia en la primerísima
postguerra, habrá de ser un hecho casual que cambiará su vida y que, en buena medida, determinará su vocación intelectual y literaria: la custodia en su casa de la biblioteca del cura republicano y
agitador agrarista Basilio Álvarez.
Reflexionando sobre este hecho,
Valente publicará un artículo, titulado
“Basilio en Augasquentes”, que da cuenta de su consideración por dicho personaje ourensano, que conturbó con su
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oratoria la Galicia campesina durante el
primer tercio del siglo XX: “fue este
hombre una de las grandes personalidades de la modernidad gallega. Muy notable orador, eficacísimo periodista, director de El Debate y fundador de La Zarpa, líder agrarista y defensor infatigable
del campesinado contra la maldición de
los caciques y el régimen de foros, clérigo y abad de Beiro, parroquia que asumió -abandonando para ello su brillante
actividad madrileña- después del asesinato del cura que lo había precedido. Suspendido más tarde a divinis, diputado en
la Segunda República, miembro del Tribunal de Garantías Constitucionales, exiliado en Cuba y en los Estados Unidos,
Basilio murió en Florida, en 1943”.
te” de la casa la biblioteca de la cultura
universal y, sobre todo, de la vida. Por
eso gustará de adulto de decir que el agitador exiliado había dejado en la opresiva y oprimida Ourense del momento su
veneno y que ese veneno de libertad y
de apertura lo había bebido él, pues así
nació su disidencia. Porque, en realidad,
el adolescente que aparentemente se encerraba a estudiar en el “gabinete” se
entegraba sin descanso a devorar los infrecuentes y anticonvencionales volúmenes abiertos a las curiosidades y enigmas
de la vida. Por ejemplo, frecuenta La figura humana en el arte, un libro que
presentaba el cuerpo humano en las artes plásticas, pero que también incluía
fotografías de los modelos reales, permitiendo al adolescente descubrir la realidad del sexo masculino y femenino, absolutamente vedada en la cerrada sociedad de la época. De manera que la biblioteca de Basilio Álvarez resultó ser la
mejor fuga de la represión reinante y
una auténtica liberación para el intelecto
y los sentidos sometidos a permanente
estado de censura por la dictadura franquista. No es de extrañar, pues, que su
beneficiario la prefiriera incluso a los juegos habituales en su edad: “ó mellor
chamábanme para xogar ó fútbol, pero
eu que ía ir xogar ó fútbol se alí estaba
metido nun mundo que me divertía
moito máis”.
Pues bien, fue precisamente el forzado exilio del abad de Beiro lo que motivó
que sus hermanas, muy relacionadas con
la familia de los Valente y tal vez parientes, llevaran a la casa de éstos su rica,
variada, heterodoxa y comprometedora
colección de libros. De esta suerte, pudo
formarse de niño el futuro poeta en una
espléndida biblioteca, según confesión
propia: “tal vez haya sido Basilio Álvarez
la persona que más tempranamente determinó la opción central de mi vida. Se
fue al exilio, lejos, como todos los salidos de aquel tiempo difícil. Pero dejó enterrado, acaso sin saberlo, el hilo que iba
a seguir haciendo posible la memoria”.
El niño de la guerra había comenzado ya, irreversiblemente, a ser un hijo
del exilio que habría de marcar su vida y
su obra para siempre.
Y así, el niño que se imaginaba al
cura “suspendido a divinis” como permanentemente colgado para siempre,
fue descubriendo en el llamado “gabine-
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