La mujer del preso - Derecho Penitenciario

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La mujer del preso
El día 16 de junio de 2010, se publicó, en el diario El Mundo, un artículo de Javier
Gómez de Liaño, en el cual el autor realiza un alegato en contra de la prisión provisional.
Trascribimos íntegramente dicho artículo, tomado, en nuestro caso de la web de IUSTEL
(www.iustel.com)
LA MUJER DEL PRESO
La semana pasada recibí una carta que me ha hecho pensar mucho porque la
remitente es una mujer a la que sobra razón en todo lo que dice. Viene escrita
a mano y en las cuartillas, de color amarillo, me relata la historia judicial de su
marido, preso preventivo desde hace casi dos años por un delito que jura y
perjura no haber cometido.
“Por favor, haga que recupere mi fe en los tribunales. Estoy muy enferma y
no quiero morirme sin ver que a mi esposo se le ha hecho Justicia”. Candela,
que así se llama mi comunicante, también se duele de que el juez que le ha
tocado a su marido se niegue a recibirla, amarga evidencia que he podido
comprobar, y se queja aún con mayor amargura de que para su señoría el
asunto sea un número más. “Yo pienso que la nómina de los presos, ¡bien lo
sabe Dios!, no puede ser un redil de ganado ovino”, escribe con trazo grueso y
subrayado.
Según los últimos estudios el número actual de presos en cárceles españolas es
de 77.000, interno arriba, interno abajo, de los cuales alrededor del 22% son
preventivos. A tenor de esos mismos datos, España es el país de la Unión
Europea con mayor tasa de presos: 166 por cada 100.000 habitantes. Más
cifras: hay un funcionario por cada 70 internos; construir un centro
penitenciario cuesta alrededor de 100 millones de euros; el coste por interno
cada año es de unos 28.000 euros; hay cárceles donde los presos extranjeros
superan el 50%. Estos datos demuestran que, si nadie lo remedia, caminamos
hacia el hacinamiento, fórmula muy eficaz para aumentar la tensión carcelaria
e imposibilitar cualquier vía de reinserción social.
Hace años, quizá demasiados años, que me pregunto si la prisión es la única
solución al problema de la delincuencia. La pena carcelaria, como paradigma
de la sanción penal, no cumple, en muchos de los casos en que se aplica, la
función que la justifica, máxime cuando cualquier persona medianamente
informada -no sólo los especialistas- sabe que la cárcel no corrige ni menos
resocializa a nadie. Ni a quien allí llega como primario, que queda
estigmatizado para siempre y de quien todo el mundo desconfiará, ni al
delincuente reincidente o habitual, a quien la estancia le servirá de
perfeccionamiento de la técnica para ejercer mejor su profesión una vez
liberado. Lo dijo Mercedes Gallizo, Secretaria General de Instituciones
Penitenciarias, hace menos de un año: “Las prisiones españolas están llenas de
pobres, enfermos y drogadictos; la cárcel se está convirtiendo en el único
recurso asistencial y ésa no es su función”. La señora Galllizo lamentaba que
el principio constitucional de la función resocializadora de la pena privativa de
libertad estuviera “cada día más lejano”. A mí me parece que sería muy
saludable para todos, para jueces y no jueces, que con frecuencia diéramos un
repaso a esas líneas de El visitador del preso, en las que Concepción Arenal
reprocha que algunas señorías son como esos médicos que recetan una
medicina sin saber el efecto que causa, porque mandan al prójimo a la cárcel
sin conocer cómo son. Y es que desde que Cervantes escribiera aquello de que
la cárcel es “el lugar donde toda incomodidad tiene su asiento”, en realidad las
cosas no han cambiado tanto, aunque sí bastante.
“Las cárceles se pueden mirar con tres lentes distintas, la del que pone la
materia prima, o sea, el preso, la del que tiene la llave y la del que pasa por la
calle y mira”, nos dice Camilo José Cela. Parecerá mentira, pero para muchos
las prisiones siguen siendo rincones, mejor o peor acondicionados, donde se
guarda a los delincuentes con fines exclusivamente represivos. Según ellos, el
lema que rige es el mismo: salus publica suprema lex est, lo cual puede resultar
harto peligroso. Todavía hoy, a la sombra de la cárcel, en los patios, galerías y
celdas se crían el miedo, la tristeza y el sobresalto.
Es evidente que una sociedad ofendida por el delito se torna intransigente con
el culpable, pero me permito suponer que el binomio seguridad-prisión no es
un problema de antitesis sino de síntesis. La pena de privación de libertad ha
de estar presidida por los principios de intervención mínima y de
proporcionalidad. Salvo excepciones de presos a quienes el paso por ella no
cambia, la prisión modifica la personalidad del interno hasta el extremo de que
jamás vuelve a ser el mismo porque la mayor parte de su dignidad se queda
detrás de la reja. Sin embargo, la realidad social no va por aquí. El clamor para
que se encierre al personal es, a veces, ensordecedor. Mucha gente se queda
tan contenta cuando a alguien se le manda a la cárcel, y no sólo por razones de
seguridad ciudadana y, por tanto, personal, sino porque estiman, entre otras
cosas, que los jueces están para retirar de la circulación a los indeseables y
ejercer la venganza social. Para ellos la justicia es como una quijada de burro
contra el delincuente, presunto o confeso. Esa idea no es moral, ni cierta. Las
decisiones judiciales implacables, como las leyes implacables, han sido siempre
causa de injusticias. Una clemencia a tiempo puede ser un bálsamo mágico
para el agudo dolor de corazón de quien jamás tuvo dolor de corazón porque
jamás lo usó. A mí lo que siempre me chirrió de una cárcel fue la puerta,
como la puerta de un cementerio o la de un convento de clausura.
Al final de su carta, Candela me pregunta “si los jueces saben que los hombres
y mujeres que se mandan a la cárcel siguen perteneciendo a la especie humana
y no han abdicado de uno solo de los derechos que le asisten”. Luego me dice
que “si en nuestra Constitución se habla del derecho a la libertad y se dice que
todos los españoles y no españoles tienen derecho a ser considerados
inocentes hasta que no se pruebe lo contrario, ¿entonces por qué se le niega a
mi marido la libertad hasta que un tribunal decida, después del juicio, que es
culpable?”.
En España el número de presos preventivos es superior a 16.000. A mí esto se
me antoja una innecesaria y gratuita crueldad. Uno de los problemas que el
Derecho Penal de todo el mundo tiene aún por resolver es el de la pena
anticipada de prisión provisional, ese suplicio psíquico de esperar tiempo y
tiempo un juicio, tejiendo y destejiendo miedos y angustias. Esto es lo que me
permite afirmar que no sólo el abuso, sino ya antes el uso de la prisión
provisional es radicalmente ilegítimo y además, como la experiencia enseña, la
quiebra de muchas garantías penales y procesales. Lo lamentable es que
existan juristas que se han acostumbrado a ella hasta a la insensatez y
encuentran razonable lo que es monstruoso. Que haya juzgados de
Instrucción con más de 100 y hasta 200 presos preventivos es un disparate
intolerable. Para la gran mayoría de los presos, la cárcel es un calvario en el
que, semana a semana, día tras día, hora tras hora, cada cual arrastra su cruz
particular y mide el tiempo por los latidos de la amargura y el tic-tac de la
desesperación. Al preso preventivo no le asusta la evidencia sino la duda y
todas las noches suplica -cada uno a su propio dios- que la serpiente venenosa
de la insoportable incertidumbre no se despierte.
Confieso que estas palabras mías son un alegato más contra la prisión
provisional, asunto sobre el que me llevo pronunciando sin vacilación hace
bastante tiempo, digamos 25 o 30 años -que recuerde desde que fui Juez de
Vigilancia Penitenciaria de Cataluña allá por el año 1981- y también un nuevo
aviso sobre los peligros del regodeo en la crueldad de la medida. Rechazo que
a un hombre se le pueda tener provisionalmente entre rejas más allá de un
año, pero encuentro todavía peor que se le pueda encerrar por comodidad,
indolencia, clamores del populacho e incluso por venganzas o afanes
persecutorios de algunos aparatos de poder. ¡Qué horror! ¡Qué manera de
galopar los desbocados caballos de la venganza! ¡Qué chorro de maldad y de
sufrimiento cuyos zarpazos no restaña ni el mismo tiempo!
A la gente del montón le entusiasma, quizá también le reconforta, ¡qué
rencorosa desvergüenza!, hacer leña del árbol caído y en la España nuestra
tenemos ejemplos suficientes de la verdad de cuanto digo. Es Montesquieu el
que nos recuerda que para poner a una sociedad en contra, basta con poco.
Echar carne a las fieras es suficiente. Eso por no hablar del riesgo de condenar
a un hombre inocente, uno de los más sanguinarios verdugos de la Justicia
porque procede siempre de muy veloces latigazos y jamás por saludables
misericordias o clemencias. En ocho años, en España 130 personas inocentes
han permanecido presas; presas por error; presas por fallos irreparables.
Una nueva reforma del Código Penal está a punto de publicarse en el Boletín
Oficial del Estado. El Senado acaba de dar su visto bueno. Ojalá resulte
jurídicamente equilibrada y constituya un acierto político. De lo que me
permito dudar es de su carácter terapéutico. Me preocupa que, lo mismo que
otras, ésta sea tributaria de inquietudes sociales, algo inconcebible en un
ordenamiento jurídico democrático. Con mano maestra lo dejó escrito quien
fue presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Tomás y Valiente:
“Gobernar atemorizando, gobernar castigando, es la tentación acaso
inexorable de todo poder fuerte”. Un Derecho Penal simbólico puede que, a
corto plazo, sea tranquilizador; pero a larga, es destructivo.
“Defienda a mi marido”, me ruega Candela. En la garganta de esta mujer
tiembla la voz de la desesperanza y en sus ojos asoman las lágrimas amargas
de la desilusión, del desencanto, del desamparo, cosa que me sirve de estímulo
suficiente. La culpa de todo esto la tienen algunos títeres que gobiernan el
mundo de la justicia sin saber hacerlo y confunden la seguridad y el orden con
la Justicia -con mayúscula-, el Derecho Penal con el hacha de la venganza y el
culo con las cuatro témporas. Encierra una peligrosa falacia la teoría de que es
justo lo que es necesario. El orden, como la conveniencia es una idea en sí,
algo que ha de supeditarse a la Justicia -otra vez, con mayúscula-. El
pensamiento de Danton de que con leyes duras y hasta temibles todo vuelve al
orden, puede ser atractivo para una elucubración o una tertulia, pero no es ni
moral ni justo. Las leyes intransigentes han sido siempre causa de desorden y
su aplicación, al margen de la clemencia o de la magnanimidad, fuente de
dolorosas injusticias.
A Candela, la mujer del preso que me escribe, mi amable y desesperada
comunicante, tras expresarle mis respetos, sólo una cosa le digo. Que, pese a
todo, siga teniendo esperanza y creyendo en la Justicia -también con
mayúscula- porque si no la vida le resultará más triste aún. Las causas perdidas
encierran una gran belleza y su defensa puede justificar una vida entera.
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