HISTORIA DE UN NIÑO QUE HUÍA Y UN VIEJO QUE ESTABA SOLO

Anuncio
HISTORIA DE UN NIÑO QUE HUÍA Y UN VIEJO QUE ESTABA SOLO
(por RADIX)
No puedo cruzar. La puerta es amarilla. Me cuesta respirar. Así que salgo a la
calle. ¿Por qué los coches hacen tanto ruido? Las motos no me gustan. No voy a
casa. Tampoco quiero volver al colegio. Me hace sentir mal. El amarillo también.
Las baldosas miden diez centímetros. Recorro dos baldosas con cada paso. La línea
coincide con el centro de mi pie. Son trescientos setenta y dos pasos hasta casa.
Siete mil cuatrocientos cuarenta centímetros. Pero no quiero volver. Me doy la
vuelta y sigo huyendo.
Llevo mucho rato caminando. Me duelen los pies. No sé qué es este sitio. Estoy
lejos de casa. A veces pasan coches amarillos y veo todo oscuro. Entonces salgo
corriendo. He andado ocho mil quinientos veintiún pasos, ya no hay baldosas. Solo
carretera y coches y casa grandes a los lados. No sé si quiero seguir huyendo.
Pero tampoco quiero volver. Me siento en la acera. La gente siempre tira las cosas
que no quiere al suelo. Yo no. No me gusta ver a personas recogiendo las cosas que
otros no quieren. Suelen tener caras “tristes”. No me importa, pero mamá dice que
no lo haga. No sé por qué la gente llora cuando otras personas están tristes o les
ocurre algo malo. Yo no sé lo que es triste. Hay cosas que no me gustan y otras
que sí. Hasta ahora no he pensado en papa y mama. No quiero que se enfaden. Sé
que la gente me mira como si yo no les gustara. Me da igual, pero mama llora y
papa se pone rojo cuando los otros niños me llaman raro. Y si mamá y papá se dan
cuenta de que soy raro, se marcharán. Me empiezo a encontrar mal, así que
me
pongo a contar los coches que pasan.
He contado doscientos quince coches. Me pongo a caminar de nuevo. Mientras
tanto, recito los números primos hasta dos mil novecientos noventa y nueve. Me
gustan los números. Es divertido verlos aparecer en mi cabeza. Cuando miro algo,
se cuánto mide. Aprendí los números primos cuando tenía nueve años. A los nueve
años medía ciento cuarenta centímetros. Llego al final de una calle. Hay una sola
casa. Tiene un césped muy verde. Me tumbo. Está mojado. Me levanto.
-Eh, tú, chico- suena una voz detrás de mi no me giro. La voz no es amable.
¿Cómo puede ser tan verde el césped? Algo me toca en el hombro.
-Eh, chico, ¿es que no me oyes?- alguien me agarra del hombro bruscamente y me
obliga a girarme. De pronto, lo veo todo rojo y estoy gritando que no me toque.
Cuando me calmo, puedo ver que es un viejo. Me mira con una mueca. Mide ciento
ochenta y tres centímetros. Esta cavo. ¿Por qué su barba es tan larga si esta
calvo? Tiene una voz áspera. Su cara no es amable. No sonríe. Tiene tierra en las
uñas. Me doy cuenta de que estoy dando vueltas alrededor de é mientras me
observa.
-Eres raro, chico- gruñe el viejo. - ¿Qué haces aquí?
Ojala llegue pronto el verano. Quedan dos mese. Sesenta y un días. Mil
cuatrocientas sesenta y cuatro horas. Ochenta y siete mil ochocientos cuarenta
minutos.
-¿Es qué además de sordo eres mudo?- vuelve a gruñir el viejo. –Bueno, me da
igual. FUERA DE MI JARDÍN.
Cuando empiezo a ver todo rojo, corro hasta la acera.
Dar vueltas debe ser divertido. Como una peonza. Papá me enseñó a tirar la peonza
de pequeño. Me pongo a dar vueltas sobre mí mismo. El viejo me está mirando con
una cara rara. ¿Cómo hacen las peonzas para girar tan rápido?
Se ha hecho de noche. Me he tumbado en el jardín del viejo. El viejo no me ha
dicho nada. Se ha metido en su casa después de observarme un rato. No hace frío.
Estoy bien. Coches. Crujidos. El viento moviendo los arboles. Me quedo dormido.
-Eh, chaval, vamos, despierta- es el viejo. Es de noche aun. El viejo lleva
zapatillas de felpa y un batín morado. No amarillo. Me rio. Es un viejo cascarrabias
con un batín morado. Me doy cuenta de que estoy empapado. Está lloviendo. El
viejo me hace señas para que entre en la casa. Sigue sin ser agradable, pero ya no
frunce el ceño. -¿Estás loco o qué? Está diluviando, ¿qué haces durmiendo en mi
jardín?
Estamos en la cocina del viejo. Es pequeña y blanca. Los azulejos miden veintitrés
centímetros.
-Si no vas a hablar, ya te estás largando. Y te habría dejado fuera si no fuera
porque los estúpidos de los vecinos me darían el coñazo si te vieran en mi jardín
tirado con la que está cayendo- ¿Por qué habla siempre gruñendo?
Me encojo de hombros.
-Me he escapado- digo.
Pasan dieciséis segundos antes de que pregunte:
-¿Por qué?
-Mamá también tiene un batín morado.
-Responde a la pregunta, chico. ¿Andas metido en líos?
Me encojo de hombros.
-Bien, puedes quedarte aquí esta noche, pero mañana te largas. Bastantes
problemas tengo ya
-¿Por qué vive solo? Mamá dice que cuando la gente tiene problemas tiene que pedir
ayuda porque si no los problemas se hacen cada vez más grandes y ya no puedes
contra ellos.
Sus ojos se apagan.
-Haz caso a tu madre, chico.
-¿Y por qué no le hace caso usted?
El viejo se ríe. O eso creo, su cuerpo se arruga de forma violenta. Hay una mueca
en su cara. Supongo que es una sonrisa.
-Porque es demasiado tarde.
Me encojo de hombros.
-Si no le queda nadie puede comprarse un gato.
Su risa se convierte rápidamente en tos.
-Tengo alergia a los gatos- responde con la misma mueca de antes.
Asiento. Creo que es una broma.
-Bueno, ¿quieres contarme ya por qué te has escapado?
Me doy cuenta de que no tiene horno. Es un viejo sin horno. Me pregunto si no le
gustara cocina. Me entra la risa al imaginármelo con un delantal y gorro de
cocinero.
-Eh, ¿por qué no contestes?
Miro sus zapatillas de felpa.
-Me he escapado porque así no se darán cuenta de que soy raro y no se
marcharánEl viejo me mira.
-Eso no es muy inteligente, ¿no, chico? No quieres que se marchen pero sin
embargo el que se ha marchado eres tú. ¿No has pensado que quizás ellos tampoco
querían que te fueras y ahora estén buscándote?
Me encojo de hombros.
-Si vuelvo a casa usted se queda solo otra vez. ¿Y qué pasa si se dan cuenta de
que soy raro? El viejo muestra por tercera vez su mueca.
-Escucha, chaval. Yo me he dado cuenta de que eres raro nada más verte. Ellos
viven contigo. Tienen que saberlo ya.
Me siento un poco mejor.
-¿Y usted?- pregunto por curiosidad.
Me mira.
-Yo me las apaño. Eres un buen chivo, ¿me oyes? No dejes que la gente de haga
creer que serias mejor si fueras como ellos. – Puedo ver que me habla. Me habla
de verdad, no como si no pudiera entenderlo. No como si fuera un niño. Algo
conecta con el viejo dentro de mí. No puedo explicarlo. Pero le creo. –Ahora,
vamos a llamar a tus padres.
Asiento. Me revuelve el pelo y no me aparto. Veo al viejo marchar, con los hombros
un poco menos hundidos y los ojos algo más brillantes.
Descargar