Extraits de la revue de presse

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Espía a una mujer que se mata
Extraits de la revue de presse
Le Figaro – 24 février 08 (France)
Rue 89 – 18 février 08 (France)
Diario de Sevilla – 17 février 08 (Espagne)
El Pais – novembre 07 (Espagne)
Radar – 26 novembre 06 (Argentine)
Clarín – novembre 06 (Argentine)
Promotion : Linea Directa
Judith Martin - 06 70 63 47 58
[email protected]
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RUE 89 – 18.02.2008
Oncle Vania, c’est moi, dit l’Argentin Daniel Veronese
Quel cheminement mène de la pièce de Tchekhov "Oncle Vania" à un spectacle titré Espia a una
mujer que se mata" ("Espionne une femme qui se tue")? Pour le savoir, il faut se rendre dans un petit
théâtre en Argentine... ou en ce moment à la MC93 de Bobigny, où se tient le cinquième festival
Standard idéal.
A Buenos Aires, au coeur du quartier Almagro, sur Mario Bravo, au numéro 960, vous avez le choix
entre deux entrées: à droite, un bar-restaurant sympathique derrière une large vitrine; à gauche, un
long et large couloir ocre-rouge où se tient une exposition.
Au bout du couloir et à l'arrière du café vous attendent les deux petites salles d’El camarin de las
musas ("Le cabinet des muses"), l’une de 65 places, l’autre de 45. Les salles du théâtre alternatif de la
capitale argentine ne sont pas bien grandes mais généreuses. C’est un lieu à l’image de l’auteur et
metteur en scène Daniel Veronese, qui y travaille avec sa troupe d’acteurs fidèles: concentré.
Spectateur qui entre ici, laisse tes rêves de samovars au vestiaire
L’homme (50 ans et des poussières) est une valeur sûre. Il a connu ses premiers succès à la fin des
années 80 avec un "théâtre d’objets", il a écrit depuis une vingtaine de pièces (certaines traduites en
français) et signé bon nombre de mises en scène.
C’est sur la "grande" scène d’El camarin de las musas que Daniel Veronese a retrouvé Tchekhov,
auteur qu’il avait déjà abordé avec succès en 2005 avec une version très personnelle des "Trois
soeurs" sous le tire "Un hombre que se ahoga" ("Un homme qui se noie"). "Espia a una mujer que sa
mata" poursuit dans la même veine.
On peut voir dans le changement de titre un souci de clarté et une invitation: spectateur qui entre ici,
laisse au vestiaire tes rêves de samovars et de salon fin de siècle d’une Russie d’avant la Révolution où
prennent le thé les actrices, les professeurs, les docteurs et les hobereaux qui accompagnent souvent
les mises en scène de Tchekhov en général et d’"Oncle Vania" en particulier.
C’est moins la pièce que son écho que l’on te propose d’entendre, sa façon d’entrer en résonance
avec notre quotidien, le notre, le tien, nous dit Veronese qui, non par prétention mais par honnêteté,
dégraisse la pièce de tout ce qui ne lui parle plus.
L’un des idées force du spectacle c’est son espace: tout se passe dans un espace unique et très
restreint: quelques mètres carrés une étroite table occupe une bonne partie de l’espace, un couloir,
deux portes. En fait, la "scénographie vieille et cabossée" d’un précédent spectacle de Veronese,
"Mujeres Sonaron Caballos" (les femmes ont rêvé des hommes).
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Cette surface, corrigée un minimum, modifie d’emblée la façon de bouger des acteurs et la façon
d’être des personnages. Ils sont les uns sur les autres, se gênent, s’entassent, s’insupportent.
Promiscuité des corps et des sentiments, crises de nerfs, et, au bout, la vodka, cet espéranto des
conversations russes servant de liant.
Veronese se réapproprie la pièce, en fait une histoire personnelle
Tout se passe comme si, tel l'entomologiste Fabre observant les insectes (ses livres sur les abeilles, les
fourmis et autres en disent beaucoup sur le jeu des acteurs), Daniel Veronese avait commencé par
étudier l’évolution des personnages sur ce plateau étouffant.
Puis comme si l’auteur de pièces de théâtre et l’Argentin qu’il est s’était mis à faire dériver cet univers.
Entraînant des modifications du texte (le professeur devient un critique de théâtre, avec tout ce que
cela entraîne de propos sur l’art), des ajouts (extraits de la pièce de Jean Genet, "Les Bonnes"), des
coupes. Moyennant quoi, Veronese se réapproprie la pièce, en fait une histoire personnelle. Oncle
Vania, c’est lui, comme Madame Bovary, c’est Flaubert.
Veronese raconte que son grand père italien était un communiste ayant fuit l’Italie, dans une Europe
en proie à la barbarie. Comme les personnages de Tchekhov, il se posait des questions quant à
l’avenir de l’humanité, il cherchait les voies du bonheur. il est mort sans avoir trouvé les bonnes
réponses, dit Veronese. Et le travail de ce dernier repose sur cet "merveilleuse insatisfaction" héritée de
son grand-père. Ce spectacle avec Tchekhov, c’est tout bonnement son histoire.
Jean-Pierre Thibaudat
http://www.rue89.com/balagan/oncle-vania-c’est-moi-dit-l’argentin-daniel-veronese
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EL PAIS – nov. 2007
PURO TEATRO / Marcos Ordóñez
Veronese & Brook
1. Espía a una mujer que se mata, de Daniel Veronese, en Cuarta Pared, otra gema del Festival de
Otoño, es Tio Vania reconcentrado y en estado de permanente incandescencia, mucho más áspero
que su reinvención de Las tres hermanas (dos semanas llenando en el Lliure, por cierto). El espacio, un
ángulo mugriento y sin escapatoria, es el mismo de Mujeres soñaron caballos. De hecho, empieza
como su última escena: un hombre maduro, una muchacha y una pistola entre ambos, sólo que aquí
son Serebriakov y su hija Sonia. No discuten de fincas y ausencias sino de teatro; sus vicios, sus modas
banales, sus poéticas olvidadas. Serebriakov es un investigador escénico; un Treplev envejecido,
vendido, pero con relámpagos de su antiguo genio: las amarguras pomposas alternan con las
grandes verdades. Sonia es una loca de amor, y todos se burlan de su romanticismo adolescente y
enfermizo. Vania es un narciso fracasado, siempre al borde de la detonación pero con el arma
encasquillada, resentido hasta la médula contra Serebriakov, al que culpa de lo que no pudo o no se
atrevió a ser. Astrov es un idealista convertido en falso cínico. Los dos beben hectólitros de vodka,
recitan frases en las que ya no creen (“La vida es la lucha por la liberación de la belleza”) y juegan a
interpretar una obra de Ostrovski que resulta ser Las criadas: son esclavos de una dama letal y
dominante, llámese Señorita Tiempo, Madame la Mort o simplemente Elena, Elena Andreievna, la
criatura más inteligente, seductora, manipuladora y cobarde de la función. No le va a la zaga en
omnisciencia la criada Marina, criatura andrógina, mitad fool mitad maga, que asiste y sustenta a
todos los personajes. Frente al viejo cliché de un Chejov lánguido, Veronese impone una
hiperactividad angustiada y pasional en pos de una felicidad imposible: tedio existencial a un ritmo
vertiginoso. Los actores van directos al nervio, a la carne viva. No hay silencios ni pausas ni reposo:
todo son puntos álgidos, choques, conflictos. Conversaciones montadas, entrecruzadas, con el
frenesí de las moscas atrapadas en una caja de espejos. Ultrarealismo y distancia brechtiana en el
mejor sentido: somos actores, parecen decirnos, entrando y saliendo de nuestros personajes. Pero
cómo entran y cómo salen: sólo un metal extraterrestre se calentaría tan rápido. Grandes escenas: el
careo entre Astrov y Elena, pura verdad, pura fuerza, y el retorno al yugo de Vania y su sobrina. No se
puede interpretar mejor. Les diría quién es quién, y cómo recuerdan, en lo más profundo, Vania a un
joven John Goodman y Elena a Julianne Moore, pero el programa no indica reparto. Ellas y ellos son
los extraordinarios Osmar Nuñez, María Figueras, Marcelo Subiotto, Fernando Llosa, Silvina Sabater,
Marta Lubos, Mara Bestelli. Enorme montaje.
2. “La espiritualidad se ha convertido en una mercancía barata, un tabú o un motivo de burla”, dice
Peter Brook. A su entender, la misión actual del teatro no sería otra que “permitirnos atisbar los valores
que hemos olvidado”. Recuerda el precepto artístico (es decir, ético) de Italo Calvino: “Abrir la
puerta a todo lo que no es infierno, y darle espacio”. Con The Great Inquisitor, Brook cierra, en cierto
modo, su más reciente indagación espiritual. Una trilogía que comenzó con La mort de Krishna, coda
del Mahabharata, donde el dios hindú, maldecido por la madre de una de sus víctimas, acepta
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morir. Tierno Bokar abordó el extremismo islamista: un místico sufí se convertía en chivo expiatorio de
una pugna sangrienta entre dos sectas de musulmanes radicales. The Great Inquisitor, última entrega,
se ocupa, y cómo, del integrismo católico. Capítulo esencial de Los hermanos Karamazov, el texto
presentado en la Abadía narra un breve retorno de Cristo a la tierra, “en el lugar y la hora en que
llamean las hogueras”: Sevilla, siglo XVI. La multitud le reconoce al instante, y también el Gran
Inquisidor, que ordena su prisión. ¿Cómo se ha atrevido a volver para amenazar el nuevo orden que
tanto costó construir, una sociedad de esclavos atemorizados? La Iglesia, le dice, modificó sus
desafortunados errores evangélicos: “Al dar a los hombres el libre albedrío les diste la inquietud, la
duda, la desgracia. Su estupidez y su maldad naturales les impiden comprender la libertad”. Casi al
final de su implacable monólogo llega la revelación: “Nosotros somos ahora sus dioses terrenales, los
amos del mundo. Reinamos en tu nombre, pero no estamos contigo, sino con el que te tentó en el
desierto. Ese es nuestro secreto”. Cristo permanece mudo. “No te amo y no quiero tu amor: prefiero tu
cólera – ruge el cardenal - Mañana morirás, de nuevo, en el patíbulo”. Cristo se levanta y besa en la
mejilla al Inquisidor, como muestra de infinito perdón. Brook añade esta espléndida frase final: “El
beso resplandeció un instante en su corazón, pero el anciano siguió fiel a su idea”. La furiosa
parábola de Dostoievski abrió la puerta a nuevos retornos, desde el humor amargo de La tournée de
Dios, de Jardiel, hasta el pre-pasoliniano Cristo de nuevo crucificado de Katzanzakis. Su versión más
reciente, que la jerarquía católica inglesa condenó por herética, es la sorprendente fantasía His Dark
Materials, de Philip Pullman, donde una secta demoníaca controla la Curia y Dios es un anciano
inerme, cautivo, agonizante. Maurice Benichou estrenó en Bouffes du Nord la versión francesa del
espectáculo de Brook. En la Abadía, espacio adecuado por partida doble, Bruce Myers relata la
historia e interpreta al Inquisidor. Benichou hizo un formidable trabajo, pero Myers tiene un fulgor
shakesperiano, una autoridad feroz y solemne que le emparenta con Lear. El Cristo mudo es Joachim
Zuber. Su misión, plenamente conseguida, es irradiar una bondad serena y poderosa. Iris Murdoch
decía que la bondad es siempre mucho más interesante que el mal, porque su logro es más difícil.
Brook sirve una puesta en escena pura, reconcentradísima y desnuda, para que resuene con
extrema nitidez el eco de su clamor.
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Radar|Domingo, 26 de Noviembre de 2006
teatro > Daniel Veronese y las adaptaciones de chejov
Unos muñecos rusos
Es un director y dramaturgo con dos vidas que parecen contradictorias: por un lado, creó El Periférico
de Objetos y, por otro, adapta y dirige obras de Anton Chejov. ¿Qué atrajo a Daniel Veronese, un
hacedor y manipulador de muñecos, hacia un teatro realista que desprecia la artificialidad y la
construcción? Aquí lo explica, y además habla de sus experimentaciones con la escenografía y
sobre su relación con el teatro y el público.
Por Margarita Hernandez
Como el padre de Pinocho, Daniel Veronese era carpintero, hasta que un día uno de sus objetos de
madera comenzó a hablarle. La historia podría contarse así perfectamente, de hecho pasó algo
bastante parecido. Hacia fines de los ochenta, Veronese vivía alejado del epicentro de la escena
teatral. Tenía un puestito en Parque Centenario; hacía un tiempo que había decidido que además
de utilitarios iba a construir objetos sin funcionalidad, marionetas, móviles para colgar, cosas que
pudieran transmitirle algún tipo de belleza. En ese momento, cuando empezó a hacer y manipular
marionetas, conoció a Ariel Bufano, el mítico creador del elenco de titiriteros del teatro San Martín,
que lo inició en el mundo de los títeres. Así fue como se involucró completamente con esa disciplina,
integró el staff del San Martín —que se creaba en ese entonces— y luego formó su propio grupo junto
a Ana Alvarado y Emilio García Whebi, mixtura de teatro y muñecos, con una estética oscura e
infantil: el Periférico de Objetos.
Casi quince años después de ese comienzo, Daniel Veronese se ha convertido en uno de los
directores de teatro de actores más importantes de la Argentina, un dramaturgo con obras
publicadas, y de ese teatro objetual que hizo —y sigue haciendo— con El Periférico, muy poco se ve
en las obras que crea en solitario. Open House, Mujeres soñaron caballos, La forma que se despliega
son algunos de los títulos que escribió y dirigió por fuera del grupo y que dejaron a la vista un universo
propio, un autor aun en la diversidad y deformidad de los trabajos.
Casa de muñecos
Algo curioso: este año y por segunda vez consecutiva, Veronese pone en escena un texto de Anton
Chejov. En el 2004 fue la adaptación de Las tres hermanas, que el director rebautizó Un hombre que
se ahoga y este año Tío Vania, bajo el nombre Espía a una mujer que se mata (ambas fueron
publicadas en el Teatro Completo que Adriana Hidalgo editó en 2005). Pero ¿por qué Chejov?
Considerado uno de los padres del realismo-naturalismo en el teatro, este autor es el que le dio el
sustento textual a Stanislavsky para concebir un modo de actuación diferente, el que dejó de lado
los héroes románticos y las historias de trascendencia histórica o política, para anclar los conflictos en
el seno del hogar burgués, en el tedio y la disconformidad de la Rusia pre-revolucionaria.
Y hay algo de la yunta Chejov-Veronese que resulta raro. ¿Qué fue lo que atrajo a Veronese, un
hacedor y manipulador de objetos hacia un teatro que desprecia la artificialidad y la construcción?
Porque además, ¿qué puede haber más alejado del naturalismo que un muñeco?
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Para Veronese en principio hay una cuestión de admiración, casi como la que podría sentir cualquier
director de teatro, y también una cierta afinidad: “Elijo a Chejov porque teatralmente me resulta
potente para investigarlo, a pesar de que necesite reversionarlo cortando escenas, agrupando
personajes, introduciendo otros; sigue siendo un tronco maravilloso como hecho creativo. Es una obra
que me permite enfrentarme con cosas que pienso: esta necesidad interna, tan latente ahora como
en la época de Chejov, de ir en busca de la verdad, la belleza, el bienestar. Pensar siempre que lo
bueno está por venir, que lo que vivimos aún necesita ser transformado”.
Ir en busca de la verdad, para Veronese significa diversas cosas. Hasta se podría pensar como una
búsqueda naturalista, ir hacia la verdad en la escena, que la escena represente fielmente,
verdaderamente, lo que está fuera de ella. Aunque él ponga sus reparos: “Yo creo que el teatro
necesita una mirada poética de la realidad, que sea reconocible, pero que sea una realidad
degradada o transformada. Cuando escribo o dirijo necesito sintetizar e iluminar ciertas zonas de la
realidad; creo que ésta no siempre es interesante, aunque pueda ser muy dramática”.
Buscar una síntesis
Dejando de lado la cuestión histórica y a Chejov como exponente del naturalismo, hay otros
elementos en Veronese que empujan esa búsqueda de la verdad. Un ejemplo fue la elección de la
escenografía para Espía de una mujer que se mata. Quienes vayan a ver la obra inadvertidos van a
notar un sospechoso parecido entre el departamento ultra-sub-urbano donde se desarrollaba
Mujeres soñaron caballos y la casa provinciana y rusa donde viven Sonia, Vania y María Vasilievna en
Espía... Bueno, la escenografía es la misma. “Para qué voy a cambiar de coche si éste me lleva”, dice
y se ríe: “Sucedió que me quedé sin producción en el medio del montaje de la obra. Yo contaba con
un dinero y luego esa producción pasó para el año siguiente. Yo ya no podía esperar un año más, así
que decidí hacerla en forma independiente. Al no tener dinero, se me ocurrió, casi de manera
humorística, utilizar la escenografía de otro espectáculo mío que hasta el estreno de Espía... seguía
en cartel. Pensé: esta escenografía está probada, es fuerte, funciona, ha recibido golpes y
teatralidad”. Claro que, como suele suceder con las decisiones casuales, ésta resultó ser casi el
leitmotiv del trabajo: “La cuestión comenzó a convertirse en una idea acerca de lo escenográfico
que se emparentaba con algo que estoy trabajando desde hace un tiempo, que es la síntesis, la
reducción”.
Todas las reseñas que describían Un hombre que se ahoga hacían hincapié en que los actores, en
vez de tener vestuario, venían con su ropa de calle —algunos llegaban literalmente corriendo desde
el San Martín, donde hacían otra obra— y que la iluminación, en vez de ser artificial, coloreada o
blanquecina, fría o cálida, era la luz que entraba del exterior, a través de unos paneles transparentes
que había colocado en el techo el iluminador Gonzalo Córdova. “Vengo pensando en la falta de
luz, la falta de vestuario, la falta de sonido. La repetición de la escenografía en este caso es, en
definitiva, minorizar la importancia de la escenografía. Y era un salto lindo para dar, me gustó. Pero
cuando empezamos a ensayar sentí que no me iba a servir y a partir de esa escenografía armé otra,
como una medida un poco cobarde frente a lo que me había propuesto. Un mes antes de estrenar,
cuando ya había plantado la obra, decidí volver a la primera idea. Y por suerte. Lo único que
cambié fue la puerta, porque después de seis años estaba hecha pomada. Es una pena porque está
mucho más limpita respecto de cómo están las otras paredes”, cuenta.
Descubrir la relatividad
Opuesto. Así define Veronese su camino entre el trabajo con muñecos y el trabajo con cuerpos: “Si
bien un actor es muy diferente que un títere, no quiero tampoco privilegiar uno sobre otro. El actor es
perfecto para algunas cosas y el títere para otras. En este momento el actor me permite bucear en
emociones más directas, más concretas, más terrenales, el objeto tiene más que ver con un universo
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visual que con la lógica de las palabras y del pensamiento, y en este momento elijo esto. Si bien las
palabras en mis obras tienen un valor menor, la entidad de las palabras está absolutamente atrás,
frente a lo que sucede en el escenario”.
Se podría decir, a vuelo de pájaro, que las obras del Periférico de Objetos, en esa búsqueda de tipo
visual, exigían un espectador más intelectual. Y a partir de La forma que se despliega, Veronese ya
no tiene miedo en mostrar emociones descarnadas, gente llorando a mares, hablar de pérdidas, de
frustraciones, de amores no correspondidos. “Tío Vania era de las obras de Chejov que más me
gustaba, por esto de novelón que tiene, celos, engaño, poder cultural versus económico, todo eso se
juega. Tiene todos los ingredientes de una novela de la tarde. Hay un gran potencial en esas vidas,
uno no termina de saber si amarlos u odiarlos. Me permite jugar con un plano bastante cercano a las
emociones que se producen en la vida. Son personajes con muchas aristas, muchas posibilidades.
Severakov es un viejo egocéntrico y acabado, es una persona que está en contra de lo nuevo, pero
también dice que la verdad está en los sueños. Hay cosas muy contradictorias en su discurso; a mí se
me aparecían muchos personajes conocidos en él. Creo que estas contradicciones, entre el pensar y
el hacer, entre lo que se es para los otros y para uno, es un prisma que abre muchísimos matices.
Reconocer esa relatividad en ellos me hace reconocerlo en la vida. En cuanto a emociones y teatro,
todo es relativo”, define.
Un oleaje
Lo que más llama la atención de las adaptaciones que Veronese hace de Chejov es que a pesar de
estar profundamente ancladas en textos de fin del siglo XIX, al verlas, no quedan dudas de que
estamos frente a teatro contemporáneo. No hay fidelidad histórica, ni modernización pacata. Hay
teatro potente. La particular traducción que Veronese hace de Chejov y su estilo —aun sin hacerlo
de modo programático— consiste en traducirlo como una búsqueda de lo natural, por fuera de las
convenciones anquilosadas del naturalismo. En sus palabras: “Yo busco que todo sea natural en este
sentido: que el público entre naturalmente en una ilusión creada ahí. Ellos entran en una sala, ven
una escenografía, alguien les dice que apaguen sus celulares, saben que están viendo teatro, no son
engañados. Quiero que eso esté presente, no quiero penumbra y ensoñación. Quiero la imagen
cruda y decir ‘bueno, acá empieza la obra’. El engaño en todo caso se produce en el momento en
que se sumergen en esa ilusión que pretendemos. La ilusión de estar observando algo que no
deberíamos estar observando, atravesada contrariamente con una escenografía fea, con puertas
de utilería, con focos que se ven. Una especie de oleaje, una entrada en la ilusión y una salida de
ella. Que la ensoñación se produzca por la actuación, por la exacta ubicación de la energía del
actor en una actitud creíble, que haga verosímil que eso que está ahí y sabemos que es mentira, esté
sucediendo. El público entra en ese juego, pero a la vez tiene la posibilidad de salir si quiere. Este
oleaje es como uno de esos momentos de duermevela, cuando uno no está ni dormido ni despierto,
ésa es la ilusión que a mí me interesa, ese juego entre la ilusión del drama y la realidad del escenario
teatro”.
Lo contemporáneo de Veronese es exactamente eso. Hacer convivir en una obra la crudeza de la
escena desnudada, con un texto de la más solemne tradición. Una convivencia forzosa en una
puesta que deja la cabeza del espectador estallada de sentidos. Casi de tantos como los que flotan
dentro del director. “Me pregunto en todas las obras qué es el teatro, qué es la actuación, qué es la
dirección. En Chejov es una pregunta sobre qué es Chejov, qué permite Chejov o qué permite el
público de Chejov. Siempre estamos preguntándonos qué es la vida y para qué hacemos teatro. Me
lo pregunto todo el tiempo, por qué elegí esta profesión, para qué sirve, no lo tengo claro, lo hago
porque es mi vida. Pero ¿qué sería de mí si me hubiese dedicado a otra cosa?”, se pregunta. ¿Qué
hubiera sucedido si en vez de hacer hablar a sus muñecos hubiera dejado que siguieran hablándole
a él? No podemos saberlo.
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TEATRO : ACERCA DE "ESPIA A UNA MUJER QUE SE MATA"
Los límites del teatro
La obra de Daniel Veronese, una reescritura de "Tío Vania" de Chéjov, plantea algunos dilemas
de la escena moderna.
Juan José Santillán ESPECIAL PARA CLARIN
Daniel Veronese vuelve a indagar en la poética de Anton Chéjov y completa una reflexión alrededor
de un par de piezas fundamentales del autor ruso. Primero fue la versión de Tres hermanas, trocada a
Un hombre que se ahoga. Allí, la austeridad de la puesta provocaba una reflexión sobre el hecho
teatral. En Espía a una mujer que se mata, reescritura de Tío Vania, el director sigue esas
coordenadas y completa la frase del pintor renacentista suizo Urs Graf que envolvió su engranaje
Chéjov.
Es decir, Veronese llena el hiato y en Un hombre que se ahoga espía a una mujer que se mata,
elabora su mirada sobre la representación y los límites del quehacer teatral. Punto ciego de una serie
de dilemas que el director abre y reproduce en escena: el trabajo del actor, el lugar del público, de
la crítica, el uso del espacio. Pero alrededor de esas cuestiones, sobrevuela la sorna hacia los
procedimientos que conducen cada recurso de la puesta. Y allí, justamente, es donde se destaca
esta condensada versión de Tío Vania que incluye textos de Las criadas de Jean Genet y la
escenografía y fragmentos de Mujeres soñaron caballos del propio Veronese.
Es que Espía a una mujer que se mata, arranca donde Mujeres... concluye. De allí, el juego de Sonia
(María Figueras), revólver en mano, con Serebriakov (Fernando Llosa) al comienzo de la obra. Puede
que el autor de La gaviota sea apenas la mascarada para que Veronese desarrolle una
autorreferencialidad sin atenuantes. Y ese registro fluye con gran lucidez desde lo formal.
Por lo tanto, en la puesta se quiebra tanto la temporalidad como el espacio. Los personajes de Tío
Vania se aglutinan en la derruida escenografía de Mujeres soñaron caballos. Y el artificio que
solventa esta atmósfera, tremendamente lograda, es mínimo. Pocos elementos bastan para
conectar al espectador con la esencia poética chejoviana.
Espía... reproduce la desidia ru ral en personajes postrados de cualquier aspiración. Vania (Osmar
Núñez) se da cuenta que el profesor Serebriakov —en la versión de Veronese un profesional del
teatro que cita a Constatin Stalisnavski y Alexander Ostrosky— es un fraude. Y cuando sus sueños
revientan, estos seres boyan en la indefensión y la fraternidad alcohólica.
El encuentro entre Elena (Julieta Vallina) y el médico Astrov (Claudio Quinteros) pone a ambos en la
encrucijada de una decisión que tensa los hilos trágicos de la obra. En ese marco, Marta Lubos
(María) y Silvina Sabater (Teleguín) se destacan en el desarollo de sus personajes. A ellas se suma el
gran desempeño de Osmar Núñez, en el temporal de un Vania desfondado por frustraciones y
letanías.
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