Valor sentimental

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Valor sentimental
as personas somos, entre
otras cosas, seres simbólicos. Somos capaces,
como ningún otro ser
vivo, de asociar a objetos físicos
cualidades psicológicas o, mejor
dicho, otorgarles efectos psicológicos sobre nosotros. Un
ejemplo muy a mano es la propia escritura, símbolos gráficos
con significados variopintos. La
literatura en general es capaz de
transmitirnos ideas complejísimas de todo tipo y de evocar las
emociones más profundas al
contar historias. Y en el fondo,
físicamente, no dejan de ser trazos, dibujos que asociamos a sonidos, palabras con significado,
frases capaces de transmitir y
transportarnos. Y es que lo hacemos no solo con el lenguaje
escrito, sino diariamente con
muchas otras cosas que nos rodean.
El valor sentimental de los objetos es un buen reflejo de esta
idea, de cómo, además de dar
significados a los objetos, nos
apegamos emocionalmente.
Más que a lo físico en sí, a todo
lo que ello evoca en nosotros.
Un abrigo viejo de mi abuela, la
pulsera que me regaló un antiguo novio hace veinte años, un
muñeco sin brazos pero protagonista incansable de mil aventuras,
las botas de rugby de cuando era crío y con las que gané aquel
título. Todas esas cosas abren ventanitas al recuerdo y no solo en
forma de imágenes anecdóticas, sino a toda una suerte de sensaciones adosadas y enterradas en lo más hondo del hipocampo cerebral, centro de la memoria.
L
De repente, volver a sostener ese objeto entre las manos nos transporta y por un instante, no solo parece que el tiempo no ha pasado,
sino que aquel tiempo regresa en toda su dimensión (según lo fue
para nosotros). Hay algo que revive inmutable, como si nunca se
hubiera ido. Entonces, es fácil que esta sensación nos impacte y
desconcierte, tanto si sentimos de nuevo la espontaneidad de la
inocencia, como el dolor que trae consigo en algún momento. Es
más, habitualmente esos sentimientos vienen asociados a personas
cercanas con quienes compartimos ese objeto. Y curiosamente,
quien viene no es la persona actual (si es que seguimos compartiendo la vida con ella), sino la que fue para nosotros entonces, con
sus semejanzas y alguna sorprendente diferencia con el hoy.
Sin embargo, la reposición de
esa película no acaba ahí, sino
que también aparecemos nosotros mismos en aquella época.
Como si de una vieja versión
propia se tratara, nos vemos en
conexión con ese objeto; es más,
nos notamos como éramos entonces y a la vez, sentimos la diferencia del tiempo. Podemos
incluso notar físicamente la presencia de ese “yo” que sigue en
nosotros y que es la esencia de
una época de la historia de mí
mismo. Por un instante mágico,
el pasado y el presente se miran
en el espejo de ese objeto. La historia revive en movimiento,
sentimiento, pensamiento y
sensación.
Así que dichos objetos ejercen
una influencia, porque activan
partes de nosotros a las que ya
no podemos acceder espontáneamente, que con el paso del
tiempo se convierten en cerraduras sin llave. Y también activan esas partes en relación con
aquellas personas, de modo que
el recuerdo repentino de su olor,
de la sensación de su tacto a través de ese objeto, se acerca mucho a un reencuentro. Puede ser
una experiencia maravillosa o
como destapar una alcantarilla,
pero esa sensación honda nos retrata como seres profundamente
vinculados a los símbolos de nuestra historia, hitos insignificantes
capaces de trazar el mapa de quiénes somos íntimamente, históricamente e incluso espiritualmente. Al fin y al cabo, no deja de ser
alucinante cómo un silbato, por ejemplo, puede convertirse en una
máquina del tiempo.
zazpika 4 7
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