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ALBERONI, GIULIO (1664-1752)
Wenceslao Calvo (21-12-2015)
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Giulio Alberoni, cardenal, estadista, consejero y privado de los reyes de España Felipe V e Isabel de Farnesio,
nació en Fiorenzuola, junto a Piacenza (Italia), en 1664 y murió en 1752 en Roma.
Era hijo de un jardinero y, sin duda, este fue también su primer oficio de niño; después tuvo el de campanero en
una de las parroquias en la catedral de Piacenza. A los 14 años aprendió a leer; ingresó poco después en un
colegio de religiosos regulares de San Pablo, donde ya se distinguió por su aplicación, sus facultades y el
lisonjero éxito de sus estudios, y, por fin, el obispo de Piacenza, que le protegía, le dio las órdenes sagradas. Fue
más tarde a Roma y allí aprendió el francés, mérito inicia] y punto de su brillante carrera, puesto que como
intérprete de un mensajero del duque de Parma principió a ser conocido, cuando franceses y españoles aliados
hicieron la campaña de Italia y desempeñando el mismo servicio se le presentó ocasión y tuvo la fortuna de
interesar al duque de Vendôme. Porque el trato de Alberoni encantaba: poseía el arte de agradar, y hallaba modo
de ejercitarlo frecuentemente con motivo de un desacuerdo tan curioso como feliz entre sus rasgos físicos y sus
dotes y apariencias morales. De baja estatura, ancho de cara, y con una cabeza enorme, labios delgados, nariz
roma, y color cetrino, el exterior del abate rayaba en lo grotesco e infundía propensión a la burla; mas por lo
mismo era después doblemente atractivo el conjunto de su persona, pues el astuto clérigo podía completarla y
favorecerla con la viveza y penetración de su mirada, la palabra fácil y expresiva, el discurso ingenioso y
picaresco, la movilidad elegante del ademán y hasta el timbre simpático de la voz.
Yendo, pues, a París el duque de Vendôme, en 1706, llevó a Alberoni en su compañía, habló de él a Luis XIV,
le presentó en Versalles, y acaso también contribuyó, sin advertirlo o de propósito, a que el soberano francés
viese en aquel abate un elemento útil para los designios de su política en la corte de Felipe. Para ello el duque de
Vendôme se trasladó a España en 1711, trayendo consigo al italiano, que éste venía bien advertido por Luis XIV
y agasajado con una pensión de 1.600 libras tornesas. Su ansia de prosperidades y su hábil método de
insinuación y estudiada modestia iban a tener fruto, de modo que Alberoni adquirió crédito, amistades e
influencia; pero de tal suerte, que, cuando al otro año de 1712 murió el duque de Vendôme, podía ya muy bien
como hombre reconocido, antes que como huérfano de tan valiosa protección, afligirse leal y profundamente por
aquella desgracia. La fortuna, por otra parte, puso pronto a merced de su protegido nuevos elementos de
influencia, pues en 1713, el duque de Parma le hizo conde y le encargó de los asuntos del ducado en Madrid. Se
había, pues, aproximado a la corte el antiguo campanero de Fiorenzuola y estaba ya en la corriente de los altos
negocios de la política. Su ambición le guiaba; el artificio le servía de arma poderosa; su mérito se hallaba
reconocido; no faltaba más que ocasión propicia para que Alberoni ganase la cumbre de un solo vuelo, y esta
ocasión se la deparó al punto su buena estrella.
En febrero de 1714 había muerto la primera esposa del rey, Doña María Luisa de Saboya. Felipe V, mozo aun
de unos 30Elaños,
quisoAlberoni.
contraer Museo
segundas
nupcias
y la princesa de los Ursinos, camarera mayor que había sido
cardenal
Naval,
Madrid
de la difunta soberana, para no perder cierto ascendiente que tenía sobre el rey, «pensó en darle una consorte que
ella pudiera manejar a su antojo», fijándose en Isabel de Farnesio, princesa de Parma, cuyas dotes singulares de
piedad, recogimiento y atractiva modestia había supuesto y elogiado astuta e intencionadamente Alberoni. Pero
vino Isabel a España, sin que la princesa de los Ursinos, advertida del engaño a destiempo, pudiera impedir el
desposorio, aunque luego se lo propuso, como antes lo había negociado ella misma; y todo acabó por responder
plena y eficazmente a la ambición e intriga del abate italiano: la de los Ursinos, que salió al encuentro de Isabel
hasta Jadraque, fue allí mismo arrestada y conducida a la frontera, para no volver más a la Península, mientras
Alberoni se ponía en situación de compartir con su soberana los frutos del dominio que ésta iba a ejercer sobre
el rey. Poco después (1715) murió Luis XIV, de quien en realidad la política de Felipe había dependido hasta
aquella fecha, y el hábil consejero de los reyes España pudo entrar con toda amplitud y desembarazo en la
dirección de los asuntos públicos. Trazó entonces este plan: restaurar el crédito y las fuerzas del país; procurarse
a toda costa la amistad de Inglaterra; estar a la mira de toda contingencia que pudiese favorecer los derechos
eventuales de Felipe a la corona de Francia y restablecer el influjo español en Italia, para que allí pudiera dar
tronos y Estados a sus hijos la ambición de la reina.
El primero de estos propósitos era de todo punto irrealizable sin el intermedio de la paz pública, y ésta duró
unos tres años solamente desde la elevación de Alberoni (1714-1717); mas aun así y en tan cortísimo período,
por la iniciativa y actividad del abate y conde italiano se desahogó el erario de España, con la introducción de
importantísimas reformas fiscales; dispuso la Administración pública de nuevos y abundantes recursos,
haciéndose en todos los ramos de ella mucho más eficaz el desempeño de los servicios; la industria tomó vuelo;
el ejército fue reorganizado, y, al par que se rehízo la Marina con el aumento de catorce navíos de línea,
adelantaba en los arsenales la construcción de otros muchos. Para el logro de sus demás intentos políticos, y
también de sus miras particulares, desplegaba de continuo Alberoni una aguda astucia en los manejos
diplomáticos. Enviando un auxilio contra los turcos y zanjando a satisfacción de Roma diferencias antiguas
entre la corte pontificia y España, se atrajo las simpatías del papa, que le eran indispensables para obtener el
capelo; intrigando para que el cardenal Giúdice, primer ministro entonces de Felipe, fuese reemplazado por D.
José Molines, decano de la Rota, entró de hecho en la dirección de los negocios; favoreciendo a Inglaterra
mediante un tratado mercantil, que le valió 100.000 libras esterlinas, y después rehusando unas veces y otras
aparentando consentir la aplicación del convenio, explotó la actitud de aquella potencia hasta el punto de recibir
por su mediación la dignidad cardenalicia; y, por último, alarmó a las naciones con armamentos y preparativos
equivalentes al anuncio de una guerra próxima, y a todas las desorientó y entretuvo, mientras acumuló recursos
con que disputar al emperador los territorios que allí antes había poseído España. Porque es la verdad, en lo que
toca a este último punto, que Alberoni no aparece de ningún modo indiscutible como instigador de la guerra;
más aún, admite duda si el famoso privado era real o no más que aparentemente opuesto a que se hiciese,
aunque haya pretendido demostrar más tarde que sólo contribuyó a ella como fiel servidor del rey (Carta del
cardenal Alberoni al cardenal Paulucci, de 20 de marzo de 1720).
Sea lo que fuere, la paz, más o menos temporal o inalterable que Alberoni deseaba, se hizo pronto imposible. El
emperador había entrado tropas en Génova, violando la neutralidad, y procuraba con fortuna los favores de
Inglaterra. Francia, Inglaterra y Holanda unidas tantearon en balde un acomodo, comprometiéndose a mantener
la reversión de los ducados italianos en favor de los hijos de Isabel de Farnesio; y D. José Molines fue detenido
y reducido a prisión por el gobernador austríaco del Milanesado, lo cual exasperó al rey Felipe, que ardorosa y
decididamente trató de responder con las armas a la injuria. Estallaron, pues, las hostilidades. El ejército español
se apoderó de Cerdeña (1717); fue rechazada altivamente por Alberoni otra mediación de Inglaterra y Francia
en favor de la paz, y una respetable escuadra española salió de Barcelona el 18 de junio de 1718 contra Sicilia,
aun después de que el cardenal no había obtenido fruto de sus intrigas diplomáticas, ya ofreciendo auxilios de
dinero a Suecia y tratando con el agente de Polonia en Venecia para que hiciesen la guerra al emperador, ya
fomentando el descontento en Francia, las discordias intestinas en Inglaterra, y en Holanda los celos
mercantiles. Habiendo llegado a Sicilia las naves españolas, las poblaciones de aquella isla, rindiéndose unas y
sublevadas otras a favor de Felipe, iban quedando sucesiva y rápidamente por España. Todo hacía esperar un
éxito tan favorable como el de la reciente expedición a Cerdeña, cuando el almirante inglés, Byng, a título de
que su nación debía garantizar la neutralidad en Italia, primeramente propuso un armisticio que no fue aceptado
y después (agosto de 1718) cayó sobre los navíos españoles, obligándoles a empeñarse en una lucha desesperada
que no les libró de la derrota.
Causó, pues, este acto de un gobierno exterior y oficialmente amigo de España una profunda excitación en la
corte; y si antes había sido inútil toda mediación para un arreglo pacífico, ahora éste se había dificultado hasta
parecer imposible. En balde fueron comunicadas al gobierno español las conclusiones del tratado de la
Cuádruple alianza, hecho, y mantenido en un principio, por Inglaterra, Francia y el Imperio. El cardenal resistía
con rigor increíble, utilizando todos los recursos de su actividad para atender a la guerra, y todos los de su
astucia para crear conflictos a las naciones coligadas. Entonces fue cuando intentó echar abajo al regente de
Francia con la conspiración de Cellamare, y ya había procurado reconciliar a Carlos XII de Suecia y a Pedro I
de Rusia, partidarios del pretendiente de Inglaterra, y conseguir que aquellos soberanos se pusieran de acuerdo
para destronar a Jorge I; pero ambas conspiraciones abortaron, cuando más buen éxito prometían al atrevido
Alberoni, y éste comenzó a precipitarse por la pendiente del infortunio. Inglaterra declaró la guerra a España en
diciembre de 1718; Francia hizo lo mismo el 9 de enero siguiente; Víctor Amadeo se unió a la Cuádruple
alianza, cediendo a Sicilia por Cerdeña; los franceses se apoderaron en España de Fuenterrabía, San Sebastián,
Santoña y Urgel; los ingleses, de Vigo; Holanda se adhirió, por fin, a las naciones aliadas contra Felipe, y éste
acabó por atemorizarse y por consentir en el extrañamiento de Alberoni y en la suspensión de la guerra. Por
decreto de 4 de diciembre de 1719, que escribió de su puño y letra el mismo rey, Alberoni se vio forzado a salir
de Madrid en el término de ocho días, y del reino en el de tres semanas. Abandonó, pues, la corte en dirección a
Italia, y el papa Clemente XI no le permitió residir en los Estados Pontificios. Muerto este papa (1721),
Felipe V, por anónimo español del siglo XVIII
Alberoni tomó parte en la elección de Inocencio XIII, disfrutó luego en la corte romana de gran consideración, y
Colección particular, Madrid
aun obtuvo diez votos en el cónclave cuando, por la muerte de Inocencio (1724), fue elegido papa Benedicto XII
. Desde entonces hasta el fallecimiento de Benedicto (1730), estuvo Alberoni en desgracia y alejado de Roma;
pero en el papado siguiente, Clemente XII le confió diferentes negociaciones, le hizo legado de Roma, y le
toleró que se ejercitase en sus antiguos oficios políticos y diplomáticos contra la humilde república de San
Marino, cuya anexión a los Estados Pontificios obtuvo en 1739, hasta que aquel pequeño Estado protestó de la
violencia y el papa le devolvió sus instituciones. En el pontificado de Benedicto XIV fue trasladado a la de
Bolonia, desde la legación de Rávena, y a poco de esto se retiró de los negocios, aunque no le habían
abandonado aún y conservó hasta su muerte la vivacidad de su carácter y el vigor de su salud y de su
entendimiento.
Muchas y muy diversas apreciaciones han inspirado a historiadores y biógrafos el carácter, la política y los
merecimientos del cardenal Alberoni. Hay quien equiparándole a Richelieu no encuentra esta ponderación
excesiva, y quien le empequeñece con las más acerbas censuras. Debe de ser lo más cierto que en el célebre
privado y sus obras dominaron, sobre todo, la dualidad y el contraste, y se mezclaban confusamente la grandeza
y la pequeñez, lo común y lo extraordinario, la deficiencia y el mérito. Tenía Alberoni, sin duda alguna, una
inteligencia poderosa; pero su corazón era egoísta, y temeraria su voluntad. Sabía hacer milagros en favor del
bien público, como se los inspirase su interés propio, y no acertaba a prescindir de sí mismo, o por ambicioso, o
por inflexible, cuando el beneficio de la nación le pedía tan pequeño esfuerzo. Que era astuto, no cabe duda; que
gustaba de ejercitarse en la intriga, también es cierto; que comprometió su obra más noble, o sea el
engrandecimiento de España, a la que tanto contribuyó, persiguiéndole como medio antes que como fin en sus
empresas políticas, se halla demostrado de igual manera. El cardenal Alberoni, con actividad y fortuna
admirables, vigorizó poderosamente en España la Hacienda, las manufacturas, el comercio y, si se quiere, todos
los fundamentos de la prosperidad pública; pero en particular, el ejército y la marina. Y lo hizo así, aparte de
otras razones, secundarias ahora en la apreciación de este punto, porque, sin naves ni soldados, habría sido pura
ilusión cuanto pretendía Isabel de Farnesio en Italia. Después vino la guerra, de la que el cardenal no era
partidario, según sus propias alegaciones, e inútilmente, para evitarla, interpusieron las potencias su mediación,
ofreciéndose a mantener que la reina de España debía tener tronos para sus hijos en el territorio italiano. Fue un
empeño de subordinarlo todo al empleo de la fuerza que rayó en obcecación, y que no se concilia bien con las
obligaciones de un ministro prudente. Ni satisface que el cardenal pretendiese evadirse de todo cargo, diciendo
que la lealtad del ministro debía seguir y secundar, como quiera que fuese, al monarca; porque cuando
monopolizó en absoluto el conocimiento de los despachos oficiales, mostrando así su omnipotencia, sabido es
que los compartía o no con Felipe, según era respectivamente el contenido de ellos favorable o desfavorable al
éxito de las armas o a los manejos de la política. Este solo hecho comprobará siempre que el partidario de la paz
temía, no obstante, y procuraba evitar que el rey suspendiese la guerra, si no es que juzgaba que sus
exageraciones de adhesión como súbdito fiel, merecían el apoyo de sus deslealtades como ministro, o lo que es
peor, como privado y único depositario de la regia confianza. De tal suerte se oponían entre sí, en lo que toca al
objeto más culminante de su política, los designios averiguados del ruidoso magnate. Saqúense en buena lógica
las conclusiones que de aquí se desprenden, y ellas pondrán el debido límite a la grandeza del cardenal
Alberoni, conjunto informe y mezcla singular de un carácter inferior y un entendimiento preclaro.
El cardenal Alberoni
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