La custodia del saber: meditar, glosar, conservar

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La custodia del saber: meditar, glosar, conservar
Calló, y su mirada vacía se dirigió a la lóbrega asamblea, como si con los ojos
pudiese captar las emociones, mientras que de hecho eran sus oídos los que
saboreaban el silencio y la consternación que imperaban en la nave.
-En esta comunidad –prosiguió–, serpentea desde hace mucho el áspid del
orgullo. Pero ¿qué orgullo? ¿El orgullo del poder, en un monasterio aislado del
mundo? Sin duda que no. ¿El orgullo de la riqueza? Hermanos míos, antes de que
resonaran en el mundo conocido los ecos de las largas querellas sobre la pobreza y
la posesión, desde la época de nuestro fundador, incluso habiéndolo tenido todo, no
hemos tenido nada, porque nuestra única riqueza verdadera siempre ha sido la
observancia de la regla, la oración y el trabajo. Pero de nuestro trabajo, del trabajo de
nuestra orden y en particular del trabajo de este monasterio, es parte, incluso
esencial, el estudio y la custodia del saber. La custodia, digo, no la búsqueda, porque
lo propio del saber, cosa divina, es el estar completo y fijado desde el comienzo en la
perfección del verbo que se expresa a sí mismo. La custodia, digo, no la búsqueda,
porque lo propio del saber, cosa humana, es el haber sido fijado y completado en los
siglos que se sucedieron entre la predicación de los profetas y la interpretación de los
padres de la iglesia. No hay progreso, no hay revolución de las épocas en las
vicisitudes del saber, sino, a lo sumo, permanente y sublime recapitulación. La
historia humana marcha con movimiento incontenible desde la creación, a través de
la redención, hacia el retorno de Cristo triunfante, que aparecerá rodeado de un
nimbo, para juzgar a vivos y a muertos. Pero el saber divino y humano no sigue ese
curso: firme como una roca inconmovible, nos permite, cuando somos capaces de
escuchar su voz con humildad, seguir, y predecir, ese curso, pero sin que éste haga
mella en él. Yo soy el que es, dijo el Dios de los hebreos. Yo soy el camino, la verdad
y la vida, dijo Nuestro Señor. Pues bien, el saber no es otra cosa que el atónito
comentario de esas dos verdades. Todo lo demás que se ha dicho fue proferido por
los profetas, los evangelistas, los padres y los doctores para iluminar esas dos
sentencias. Y a veces algún comentario pertinente se encuentra incluso en los
paganos, que no las conocían, y cuyas palabras han sido retomadas por la tradición
cristiana. Pero aparte de eso no hay nada más que decir. Sí, en cambio, que meditar
una y otra vez, que glosar, que conservar. Esta, y no otra, era y debería ser la misión
de nuestra abadía, de su espléndida biblioteca. Se cuenta que en cierta ocasión un
califa oriental entregó a las llamas la biblioteca de una famosa ciudad, y que, mientras
ardían aquellos millares de volúmenes, decía que podían y debían desaparecer:
porque, o bien repetían lo que ya decía el Corán, y por tanto eran inútiles, o bien
contradecían lo que afirmaba ese libro que los infieles consideran sagrado, y por tanto
eran dañinos. Los doctores de la iglesia, y nosotros con ellos, no razonaron así. Todo
aquello que comenta e ilumina la escritura debe ser conservado, porque extiende la
gloria de las divinas escrituras; todo aquello que contradice lo que ellas afirman no
debe ser destruido, porque sólo si se lo conserva es posible contradecirlo a su vez,
por obra del que sea capaz, y haya recibido la misión de hacerlo, del modo y en el
momento que el Señor disponga. De ahí la responsabilidad de nuestra orden a lo
largo de los siglos, y el peso que abruma hoy a nuestra abadía: orgullosos de la
verdad que proclamamos, custodiamos con prudencia y humildad las palabras que le
son hostiles, sin dejar que ellas nos contaminen. Pues bien, hermanos mío, ¿cuál es
el pecado de orgullo que puede tentar al monje estudioso? El de interpretar su
trabajo, ya no como custodia, sino como búsqueda de alguna noticia que aún no haya
sido dada a los hombres, como si la última no hubiese resonado ya en las palabras
del último ángel que habla en el último libro de las escrituras: “Yo atestiguo a todo el
que escucha mis palabras de la profecía de este libro que, si alguno añade a estas
cosas, Dios añadirá sobre él las plagas escritas en este libro; y si alguno quita de las
palabras del libro de esta profecía, quitará Dios su parte del árbol de la vida y de la
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ciudad santa, que están escritos en este libro”. Pues bien... ¿no os parece,
infortunados hermanos, que estas palabras aluden precisamente a lo que ha
sucedido no hace mucho entre estos muros, y que, a su vez, lo que ha sucedido entre
estos muros alude precisamente a las vicisitudes mismas del siglo que vivimos, que,
tanto en la palabra como en las obras, en las ciudades como en los castillos, en las
orgullosas universidades como en las iglesias catedrales, trata de esforzarse por
descubrir nuevos codicilos a las palabras de la verdad, deformando el sentido de esa
verdad ya enriquecida por todos los escolios, esa verdad que, en vez de estúpidos
añadidos lo que necesita es una intrépida defensa? Este es el orgullo que ha
serpenteado y sigue serpenteando entre estos muros: y yo digo a quien se ha
empeñado y sigue empeñándose en romper los sellos de los libros que le están
vedados, que ése es el orgullo que el Señor ha querido castigar y seguirá castigando
hasta que no se rebaje y se humille, porque, dada nuestra fragilidad, al Señor nunca
le ha sido, ni le es, difícil encontrar los instrumentos para realizar su venganza.
-¿Has escuchado, Adso? –me dijo por lo bajo Guillermo–. El viejo sabe más de
lo que dice. Tenga o no parte en esta historia, el hecho es que sabe, y nos advierte
que mientras los monjes curiosos sigan violando la biblioteca, la abadía no recuperará
su paz.
ECO, Umberto, El nombre de la rosa,
Barcelona, Lumen, 1983, págs. 486-487
Las fuentes: Bacon, Galileo, Descartes
Francis Bacon (1561-1626)
1. El hombre, servidor e intérprete de la naturaleza, no obra ni comprende más que
en proporción de sus descubrimientos experimentales y racionales sobre las leyes de
esta naturaleza; fuera de ahí, nada sabe ni nada puede.
3. La ciencia del hombre es la medida de su potencia, porque ignorar la causa es no
poder producir el efecto. No se triunfa de la naturaleza sino obedeciéndola, y lo que
en la especulación lleva el nombre de causa conviértese en regla en la práctica.
31. Es en vano esperar gran provecho en las ciencias, injertando siempre sobre el
antiguo tronco; antes al contrario, es preciso renovarlo todo, hasta las raíces más
profundas, a menos que no se quiera dar siempre vueltas en el mismo círculo y con
un progreso sin importancia y casi digno de desprecio.
73. No hay signo más cierto ni de más consideración, que el que deriva de los
resultados. Las invenciones útiles son como garantía y caución de la verdad de las
filosofías. Pues bien, ¿podría demostrarse que de todas esas filosofías griegas y de
las ciencias especiales que son su corolario, haya resultado durante tantos siglos,
una sola experiencia que haya contribuido a mejorar y a aliviar la condición humana?
81. Encontramos otra ocasión importante y poderosa del poco adelante de las
ciencias. Hela aquí: que es imposible avanzar en la carrera, cuando el objeto no está
bien fijado y determinado. No hay para las ciencias otro objeto verdadero y legítimo,
que el de dotar la vida humana de descubrimientos y recursos nuevos. Pero la
mayoría no entiende así las cosas, y tiene sólo por regla el amor del lucro y la
pedantería, a menos que de vez en cuando no se encuentre algún artesano de genio
emprendedor y amante de la gloria, que persiga algún descubrimiento, lo que de
ordinario no se puede conseguir sino a costa de un gran dispendio de sus recursos
metálicos. Pero de ordinario, tanto dista el hombre de proponerse aumentar el
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número de los conocimientos y de las invenciones, que sólo toma de los
conocimientos actuales aquellos que necesita para enseñar, para alcanzar dinero o
reputación, u obtener cualquier provecho de ese género. Si entre tan gran multitud de
inteligencias se encuentra una que cultive con sinceridad la ciencia por la ciencia
misma, se observará que se afana más por conocer las diferentes doctrinas y los
sistemas, que por investigar la verdad según las reglas vigorosas del verdadero
método. Más todavía: si se encuentra algún espíritu que persiga con tenacidad la
verdad, se verá que la verdad que busca es aquella que podría satisfacer su
inteligencia y su pensamiento, dándole cuenta de todos sus hechos que son ya
conocidos, y no aquella que ofrece en premios nuevos descubrimientos y muestra su
luz en nuevas leyes generales. Así, si nadie ha determinado aún bien el fin de las
ciencias, no es de extrañar que todos hayan errado en las investigaciones
subordinadas a ese fin.
82. El objeto y fin último de las ciencias, han sido, pues, mal establecidos por los
hombres; pero aun cuando los hubieren fijado bien, el método era erróneo e
impracticable. Cuando se reflexiona acerca de ello, sobrecógele aún el estupor,
viendo que nadie haya puesto empeño, ni ocupádose siquiera, en abrir al espíritu
humano una vía segura, que partiese de la observación y de una experiencia bien
regulada y fundada, sino que todo se haya abandonado a las tinieblas de la tradición,
a los torbellinos de la argumentación, a las inciertas olas del azar y de una
experiencia sin regla ni medida.
Queda la observación pura de los hechos que se llaman hallazgos, cuando se
presentan por sí mismos, y experimentos, cuando se los ha buscado. Este género de
experiencia no es otra cosa que una hoz rota, como se dice, y que esos tanteos, con
los cuales un hombre procura en la oscuridad encontrar el camino, mientras que sería
mucho más fácil y prudente para él esperar el día o encender una antorcha y
proseguir su camino con la luz. El verdadero método experimental, al contrario, ante
todo, enciende la antorcha, y a su luz muestra seguidamente el camino, comenzando
por una experiencia bien regulada y profunda, que no sale de sus límites, en la que
no se desliza el error. De esa experiencia, induce leyes generales, y recíprocamente
de esas leyes generales bien establecidas, experiencias nuevas;
84. Otra causa que detuvo el progreso de las ciencias, es que los hombres se vieron
retenidos, como fascinados, por su ciego respeto por la antigüedad, por la autoridad
de los que se consideraban como grandes filósofos, y en fin, por el general
acatamiento que se les prestaba. Ya hemos hablado de ese común acuerdo de los
espíritus.
La opinión que los hombres tienen de la antigüedad se ha formado con excesiva
negligencia, y ni aun se compadece bien con la misma expresión de antigüedad. La
vejez y la ancianidad del mundo deben ser consideradas como la antigüedad
verdadera, y convienen a nuestro tiempo más que a la verdad de la juventud que
presenciaron los antiguos. Esta edad, con respecto a la nuestra, es la antigua y la
más vieja; con respecto al mundo, lo nuevo es lo más joven. Ahora bien; así como
esperamos un más amplio conocimiento de las cosas humanas y un juicio más
maduro de un viejo que de un joven, a causa de su experiencia del número y de la
variedad de cosas que ha visto, oído o pensado, del mismo modo sería justo esperar
de nuestro tiempo (si conociera sus fuerzas y quisiera ensayarlas y servirse de ellas),
cosas mucho más grandes que de los antiguos tiempos; pues nuestro tiempo es el
anciano del mundo, y se encuentra rico en observación y experiencia.
Es preciso tener también en cuenta las largas navegaciones y los largos viajes tan
frecuentes en estos últimos siglos, que han contribuido mucho a extender el
conocimiento de la naturaleza, y producido descubrimientos de los que puede brotar
nueva luz para la filosofía. Más aún, sería vergonzoso para el hombre después de
haberse descubierto en nuestro tiempo nuevos espacios del globo material, es decir,
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tierras, mares y cielos nuevos, que el globo intelectual quedara encerrado en sus
antiguos y estrechos límites.
En cuanto a los autores se refiere, es una soberana pusilanimidad respetarles
indefinidamente sus derechos y negárselos al autor de los autores, y por ello principio
de toda autoridad: el tiempo. Se dice con mucha exactitud, que la verdad es hija del
tiempo, no de la autoridad. Es preciso no sorprenderse si esa fascinación que ejercen
la antigüedad, los autores y el consentimiento general, han paralizado el genio del
hombre, hasta el punto de que, como una víctima de sortilegios, no puede ponerse en
relación con las cosas.
129. En primer lugar, nos parece que entre las acciones humanas, la más bella sin
duda, es la de dotar al mundo de grandes descubrimientos, y así es como lo juzgaron
los siglos pasados. Concedíase honores divinos a los inventores; a los que, por el
contrario, se habían distinguido en el servicio del Estado, como los fundadores de
ciudades y de imperios, legisladores, libertadores de la patria afligida por crueles
azotes, vencedores de los tiranos, y otros por el estilo, no se les concedía más que el
título y las prerrogativas de héroes. Y si se hace una justa comparación de estas dos
especies de méritos, se aplaudirá sin duda el criterio de las edades antiguas, pues el
beneficio de los descubrimientos se extiende a todo el género humano, y los servicios
civiles sólo a un país; éstos no duran más que tiempo limitado y los otros son eternos.
Con frecuencia los Estados no adelantan sino en medio de turbulencias y por
violentas sacudidas; pero los descubrimientos derraman sus beneficios sin hacer
derramar lágrimas (...).
Reflexiónese por otra parte en la diferencia que existe entre la condición del hombre
en un reino de los más civilizados de Europa y la condición de ese hombre en una de
las regiones más incultas y bárbaras del nuevo mundo; tal es esta diferencia que
puede decirse con razón que el hombre es un Dios para el hombre, no sólo a causa
de los servicios y beneficios que puede prestarle, sí que también por la comparación
de sus diversas condiciones. Y esta diversidad no es el suelo, no es el cielo quien la
establece; son las artes.
Distinguiremos seguidamente tres especies y como tres grados de ambición; la
primera especie, es la de los hombres que quieren acrecentar su poderío en su país;
ésta es la más vulgar y la más baja de todas; la segunda, la de los hombres que se
esfuerzan en acrecentar la potencia y el impero de su país sobre el género humano;
ésta tiene más dignidad, pero aquellos que se esfuerzan por fundar y extender el
imperio del género humano sobre la naturaleza, tienen una ambición (si es que este
nombre puede aplicársele) incomparablemente más sabia y elevada que los otros.
Pero el imperio del hombre sobre las cosas, tiene su único fundamento en las artes y
en las ciencias, pues sólo se ejerce imperio en la naturaleza obedeciéndola.
Diremos también, que si la utilidad de un descubrimiento particular ha conmovido de
tal modo a los hombres que hayan visto algo más que un hombre en aquel que podía
de tal suerte extender un beneficio a todo el género humano, ¿cuánto más elevado no
parecerá a sus ojos un descubrimiento que por sí solo da la clave de todos los otros?
(...)
En último lugar, si se objeta que las ciencias y las artes dan frecuentemente armas a
los malos intentos y a las pasiones perversas, nadie se preocupará gran cosa de ello.
Otro tanto puede decirse de los bienes del mundo, el talento, el valor, las fuerzas, la
belleza, las riquezas, la misma luz y otras. Que el género humano recobre su imperio
sobre la naturaleza, que por don divino le pertenece; la recta razón y una sana
religión sabrán regular su uso.
Bacon, Francis, Novum Organon,
Buenos Aires, Orbis, 1985
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Así pues, verdad y utilidad son aquí las cosas en sí mismas, y las obras en sí mismas
han de estimarse más en cuanto que son prendas de la verdad que por sus
conveniencias para la vida.
Op. Cit, Libro I, Af. CXXIX
El fin de nuestro establecimiento es el conocimiento de las causas y
movimientos ocultos de las cosas; y extender los límites del impero humano para
efectuar todas las cosas posibles.
Bacon, Francis, La nueva Atlántida,
Buenos Aires, Losada, 1941, pág. 145
Pero de este modo veis que mantenemos comercio, no de oro, plata o joyas, ni
de seda o especies, o de cualesquiera otros artículos materiales sino sólo de la
primera criatura de Dios que es la Luz. Y os digo que nuestro comercio era sólo para
obtener la luz en todas las partes del mundo donde fuera posible encontrarla.
Op. Cit., pág. 131
Galileo Galilei (1564-1642)
La filosofía está escrita en este grandísimo libro que tenemos continuamente
abierto ante nuestros ojos (el universo, yo digo), pero que no puede entenderse si
antes no se aprende a entender la lengua, y conocer los caracteres en que está
escrito. Está escrito en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos y
otras figuras geométricas sin cuyo medio es imposible humanamente entender una
palabra; sin ellos, todo es errar vanamente por un oscuro laberinto...
Babini, José, Galileo,
Buenos Aires, Centro Editor de América Latina,
1967, pág. 80 (extraído de Il Saggiatore de G. G.)
Por ahora tomemos esto como postulado: ya después podremos ver
establecida su verdad absoluta, cuando comprobemos que otras conclusiones
construidas sobre tales hipótesis, corresponden y se adaptan perfectamente con los
experimentos.
Galileo Galilei, Diálogo acerca de las dos nuevas ciencias,
Buenos Aires, Losada, 1945, pág. 208
Salviati: (...) Por esto, señor Simplicio, acudid pues con las razones y con las
demostraciones vuestras o de Aristóteles, y no con textos y meras autoridades,
porque vuestros discursos tienen que ser acerca del mundo sensible y no acerca del
mundo de papel.
Babini, José, Galileo,
Buenos Aires, Centro Editor de América Latina,
1967, pág. 99 (extraído de Il Saggiatore de G. G.)
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Así las cosas, me parece que, al discutir los problemas naturales, no se
debería partir de la autoridad de los pasajes de la Escritura, sino de la experiencia de
los sentidos y de las demostraciones necesarias.
Galileo Galilei, Cartas del Señor Galileo Galilei,
Académico Linceo, escritas a Benedetto Castelli
y a la Señora Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana,
Madrid, Alhambra, 1986, pág. 2
Creo que los teólogos que no tienen destreza en las otras ciencias, no
afirmarán que el título y la autoridad de reina corresponde a la teología en el primer
sentido. Ninguno de ellos, según creo, dirá que la geometría, la astronomía, la música
y la medicina se hallan más excelentemente contenidas en los Libros Sagrados que
en los libros de Arquímedes, Ptolomeo, Boecio y Galeno. Creo, pues, que su
preeminencia real le corresponde a la teología sólo en un segundo sentido, esto es,
por causa de la sublimidad de su objeto y de la excelencia de sus enseñanzas acerca
de las revelaciones divinas, de las cuales no presentan conclusiones que atañen
esencialmente a la adquisición de la beatitud eterna, conclusiones que los hombres
no pueden adquirir ni comprender por otros medios. Si, asentado eso, la teología,
ocupada en las más excelsas contemplaciones divinas, ocupa el trono real entre las
ciencias por razón de ésta su dignidad, no le está bien rebajarse hasta las múltiples
especulaciones de las ciencias inferiores y no debe ocuparse de ellas porque no
tocan a la beatitud. Por ello, los ministros y los profesores de teología no deberían
arrogarse el derecho de dictar fallos sobre disciplinas que no han estudiado ni
ejercitado.
Galileo Galilei, Cartas del Señor Galileo Galilei,
Académico Linceo, escritas a Benedetto Castelli
y a la Señora Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana,
Madrid, Alhambra, 1986, pág. 43
(...) porque la Sagrada Escritura y la naturaleza proceden igualmente del Verbo
Divino, aquélla como dictado del Espíritu Santo, y ésta como la ejecutora
perfectamente fiel de las órdenes de Dios; ahora bien, si se ha convenido en que las
Escrituras, para adaptarse a las posibilidades de comprensión de la mayoría, dicen
cosas que difieren con mucho de la verdad absoluta, por gracia de su género y de la
significación literal de los términos, la naturaleza, por el contrario, se adecua,
inexorablemente e inmutablemente, a las leyes que le son impuestas, sin franquear
jamás sus límites y no se preocupa por saber si sus razones ocultas y sus maneras
de obrar están al alcance de nuestras capacidades humanas. De ello resulta que los
efectos naturales y la experiencia de los sentidos que delante de los ojos tenemos,
así como las demostraciones necesarias que de ella deducimos, no deben en modo
alguno ser puestas en duda ni, a fortiori, condenadas en nombre de los pasajes de la
Escritura, aun cuando el sentido literal pareciera contradecirlos. Pues las palabras de
la Escritura no están constreñidas a obligaciones tan severas como los efectos de la
naturaleza, y Dios no se revela de modo menos excelente en los efectos de la
naturaleza que en las palabras sagradas de las Escrituras.
Op. Cit, pág. 31
En efecto, las Sagradas Escrituras y la Naturaleza proceden igualmente del
verbo Divino, aquélla en tanto que es fiel ejecutora de las órdenes de Dios. Las
Sagradas Escrituras, para adaptarse a la comprensión de la mayoría, dicen a menudo
cosas que, a primera vista y ateniéndonos sólo al sentido de las palabras, están muy
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alejadas de la verdad absoluta, mientras que, por el contrario, la naturaleza –
inexorable, inmutable, indiferente a que el secreto de sus razones y de sus modos de
actuación estén o no al alcance de la comprensión de los hombres– no transgrede
jamás los límites de las leyes que le son impuestas. Parece que los efectos naturales,
lo que la experiencia sensible nos hace ver, o lo que una demostración necesaria nos
obliga a concluir, en absoluto debe ser revocado o puesto en duda por un pasaje de
las Escrituras, que, tomado al pie de la letra parecería decir otra cosa, puesto que
cada palabra de las Escrituras no está determinada por lazos tan rigurosos como
cada efecto de la naturaleza.
Op. Cit, pág. 50
Hace pocos años, como bien sabe nuestra serena Alteza, descubrí en los
cielos muchas cosas no vistas antes de nuestra edad. La novedad de tales cosas, así
como ciertas consecuencias que se seguían de ellas, en contradicción con las
nociones físicas comunmente sostenidas por los filósofos académicos, lanzaron
contra mí a no pocos profesores, como si yo hubiera puesto estas cosas en el cielo
con mis propias manos para turbar la naturaleza y trastornar las ciencias. Olvidando,
en cierto modo, que la multiplicación de los descubrimientos concurre al progreso de
la investigación, al desarrollo y a la consolidación de las ciencias, y no a su
debilitamiento o destrucción.
Op. Cit., pág. 20
La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos continuamente
abierto ante nuestros ojos (el universo, yo digo), pero que no puede entenderse si
antes no se aprende a entender la lengua, y conocer los caracteres en que está
escrito. Está escrito en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos y
otras figuras geométricas sin cuyo medio es imposible humanamente entender una
palabra; sin ellos, todo es errar vanamente por un oscuro laberinto...
Babini, José, Galileo,
Buenos Aires, Centro Editor de América Latina,
1967, pág. 80 (extraído de Il Saggiatore de G. G.)
Por ahora tomemos esto como postulado: ya después podremos ver
establecida su verdad absoluta, cuando comprobemos que otras conclusiones
construidas sobre tales hipótesis, corresponden y se adaptan perfectamente con los
experimentos.
Galileo Galilei, Diálogo acerca de las dos nuevas ciencias,
Buenos Aires, Losada, 1945, pág. 208
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René Descartes (1596-1650)
No sé si les debo hablar de las primeras meditaciones que hice allí, pues son
tan metafísicas y tan poco comunes que acaso no gusten a todo el mundo. Y, sin
embargo, para que se pueda juzgar si los fundamentos que he adoptado son bastante
firmes, me encuentro en cierto modo forzado a decir algo de ellas. Desde mucho
antes había advertido que, en cuanto a las costumbres, era necesario seguir a veces
opiniones que sabemos son muy inciertas, como si fueran indudables, según se ha
dicho antes; pero como ahora deseaba dedicarme solamente a la investigación de la
verdad, pensaba que debía hacer todo lo contrario y rechazar como absolutamente
falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, para ver si después de
esto no quedaba algo en mis creencias que fuese enteramente indudable. Así como
nuestros sentidos a veces nos engañan, quise suponer que no había ninguna cosa
que fuese tal cual ellos nos la hacen imaginar. Y puesto que hay hombres que se
equivocan al razonar incluso en los temas más simples de la geometría e incurren allí
en paralogismos, y juzgando que estaba sujeto a error lo mismo que cualquier otro,
rechacé como falsas todas las razones que antes había tomado por demostraciones.
Y considerando, por último, que exactamente los mismos pensamientos que tenemos
estando despiertos nos pueden sobrevenir estando dormidos sin que haya ninguno,
por ende, que sea verdadero, me resolví a fingir que todas las cosas que habían
penetrado alguna vez en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis
sueños. Pero inmediatamente después advertí que mientras yo quería pensar de ese
modo que todo era falso, era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese
alguna cosa. Y notando que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y segura
que no eran capaces de conmoverla las más extravagantes suposiciones de los
escépticos, juzgué que podía aceptarla, sin escrúpulo, como el primer principio de la
filosofía que buscaba.
Después, examinando con atención lo que era y viendo que podía fingir que no
tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar en que me encontrase, pero que
no por esto podía fingir que yo no fuese, y que al contrario, por lo mismo que pensaba
en dudar de la verdad de las demás cosas se seguía muy evidente y muy ciertamente
que yo era; mientras que si sólo hubiese dejado de pensar, aunque fuera verdadero
todo el resto de lo que (alguna vez) hubiera imaginado, no tenía ninguna razón para
creer que yo hubiese existido; conocí por esto que era una sustancia cuya esencia
íntegra o naturaleza sólo consiste en pensar y que para ser no necesita ningún lugar
ni depende de ninguna otra cosa material. De manera que este yo, es decir, el alma
por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo e incluso que es más
fácil de conocer que él y que aunque él no existiera ella no dejaría de ser todo lo que
es.
Después de esto consideré en general lo que se requiere de una proposición
para que sea verdadera y cierta; pues ya que acababa de encontrar una que sabía
que era así, pensé que también debía saber en qué consiste esta certeza. Y habiendo
notado que en todo esto: pienso, luego soy, no hay nada que me asegure que digo la
verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario ser, juzgué que
podía tomar como regla general que las cosas que concebimos muy clara y muy
distintamente son todas verdaderas, pero que sólo hay alguna dificultad en notar bien
cuáles son las que concebimos distintamente.
Después de lo cual, reflexionando en aquello de que dudaba y en que, por
consiguiente, mi ser no era completamente perfecto, pues veía claramente que
conocer era una perfección superior a dudar, quise indagar de dónde había aprendido
a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente que debía de ser por
alguna naturaleza que fuese, en efecto, más perfecta.
Descartes, René, “El discurso del método”. En Descartes, R., Obras escogidas,
Buenos Aires, Charcas, 1980, Parte Cuarta, págs. 159 y ss.
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