Érase una vez un emperador muy presumido a quien sólo le preocupaba una cosa: los trajes nuevos y elegantes. Se pasaba el día mirándose al espejo y cambiándose de ropa. Tenía un traje distinto para cada hora del día. 2 Un día, unos sastres que venían de muy lejos le convencieron de que tenían una tela muy especial, digna tan solo de un emperador. Pero, aquella tela –le dijeron– le costaría una enorme suma de dinero. 4