La verdad, la verdad—murmuró con tristeza--. Modest

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EL TEXTO
El acusado, conmovido por alguna rememoración secreta, suspiró hondo.
--La verdad, la verdad—murmuró con tristeza--. Modestia aparte, yo creo que conozco
la verdad, pero, y se lo pregunto sin ofensa, ¿la conoce usted?
--Me propongo conocerla—dijo el juez, astutamente, palmoteando el cartapacio.
--¿La verdad en torna a la fantasía de la cruz, a la broma de Pedro y la piedra, a las
mitras, tal vez a la tomadura de pelo papal de la inmortalidad del alma?—se preguntaba
sarcásticamente Gumercindo Tello.
--La verdad en torno al delito cometido por usted al abusar de la menor Sarita Huanca
Salaverría—contraatacó el magistrado--. La verdad en torno a ese atropello a una inocente de
trece años.
La voz del magistrado se había ido elevando, acusatoria y olímpica. Gumercindo Tello
lo miraba muy serio, rígido como la silla que ocupaba, sin indicios de confusión ni
arrepentimiento.
--Estoy preparada para cualquier prueba a que quiera someterme Jehová—aseguró.
--No se trata de Dios sino de usted—lo regresó a la tierra el magistrado--. De sus
apetitos, de su lujuria, de su libido.
--Se trata siempre de Dios, señor juez—se empecinó Gumercindo Tello--. Nunca de
usted, ni de mí, ni de nadie. De Él, sólo de Él.
--Sea usted responsable—lo exhortó el juez--. Aténgase a los hechos. Admita su falta y
la Justicia tal vez lo considere. Proceda como el hombre religioso que trata de hacerme creer
que es.
--Me arrepiento de todas mis culpas, que son infinitas—dijo, lúgubremente,
Gumercindo Tello--. Sé muy bien que soy un pecador, señor juez.
--Bien, los hechos concretos—lo apremió el doctor don Barreda y Zaldívar--.
Puntualíceme, sin regodeos morbosos ni jeremiadas, cómo fue que la violó.
Pero el Testigo ya había prorrumpido en sollozos, cubriéndose la cara con las manos.
--Datos, datos—insistió--. Hechos, lugares, posiciones, palabras dichas, actos actuados.
¡Vamos, valor!
--Es que no sé mentir, señor juez—balbuceó Gumercindo Tello, entre hipos--. Estoy
dispuesto a sufrir lo que sea, insulto, cárcel, deshonor. ¡Pero no puedo mentir! ¡Nunca
aprendí, no soy capaz!
--Bien, bien, esa incapacidad lo honra—exclamó, con gesto alentador, el juez--.
Demuéstremela. Vamos, ¿cómo fue que la violó?
--Ahí está el problema—se desesperó, tragando babas, el Testigo--. ¡Es que yo no la
violé!
--Voy a decirle algo, señor Tello—silabeó, suavidad de serpiente que es todavía más
despectiva, el magistrado--: ¡Es usted un falso Testigo de Jehová! ¡Un impostor!
--No la he tocado, jamás le hablé a solas, ayer ni siquiera la vi—decía, corderillo que
bala, Gumercindo Tello.
--Un cínico, un farsante, un prevaricador espiritual—sentenciaba, témpano de hielo, el
juez--. Si la justicia y la moral no le importan, respete al menos a ese Dios que tanto nombra.
Piense en que ahora mismo lo ve, en lo asqueado que debe estar al oírlo mentir.
--Ni con la mirada ni con el pensamiento he ofendido a esa niña—repitió, con acento
desgarrador, Gumercindo Tello.
--La ha amenazado, golpeado y violado—se destempló la voz del magistrado--. ¡Con su
sucia lujuria, señor Tello!—y luego de una pausa creativa--: ¡Con su pene pecador!
--¿Con-mi-pe-ne-pe-ca-dor?—tartamudeó, voz desfalleciente y expresión de pasmo, al
acusado--. ¿Mi-pe-ne-pe-ca-dor-ha-di-cho-us-ted?
Estrambóticos y estrábicos, saltamontes atónitos, sus ojos pasearon del secretario al
juez, del suelo al techo, de la silla al escritorio y allí permanecieron, recorriendo papeles,
expedientes, secantes. Hasta que se iluminaron sobre el cortapapeles Tiahuanaco que
descollaba entre todos los objetos con artístico centelleo prehispánico. Entonces, movimiento
tan rápido que no dio tiempo al juez ni al secretario a intentar un gesto para impedirlo,
Gumercindo Tello estiró la mano y se apoderó del puñal. No hizo ningún ademán amenazador,
todo lo contrario, estrechó, madre que abriga a su pequeño, el plateado cuchillo contra su
pecho, y dirigió una tranquilizadora, bondadosa, triste mirada a los dos hombres petrificados
de sorpresa.
--Me ofenden creyendo que podría lastimarlos—dijo con voz de penitente.
--No podrá huir jamás insensato—le advirtió, reponiéndose, el magistrado--. El Palacio
de Justicia está lleno de guardias, lo matarán.
--¿Huir yo?—preguntó con ironía el mecánico--. Qué poco me conoce, señor juez.
--¿No ve que se está delatando?—insistió el magistrado--. Devuélvame el cortapapeles.
--Lo he cogido prestado para probar mi inocencia—explicó serenamente Gumercindo
Tello.--Yo soy puro, señor juez, yo no he conocido mujer. A mí, eso que otros usan para pecar,
sólo me sirve para hacer pípí…
--Alto ahí—lo interrumpió, con una sospecha atroz, el doctor don Barreda y Zaldívar--.
¿Qué va usted a hacer?
--Cortarlo y botarlo a la basura para probarle lo poco que me importa—replicó el
acusado, mostrando con el mentón el cesto de papeles.
Hablaba sin soberbia, con tranquila determinación. El juez y el secretario,
boquiabiertos, no atinaban a gritar. Gumercindo Tello tenía ya en la mano izquierda el cuerpo
del delito y elevaba el cuchillo para, verdugo que blande el hacha y mide la trayectoria hacia el
cuello del condenado, dejarlo caer y consumar la inconcebible prueba.
Fragmento de la novela “La tía Julia y el escribidor”, de Mario Vargas Llosa, Punto de
Lectura, S.L., 2006.
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