CRÓNICAS EUTETÉREOTRANVIÁRICAS1 Sábado 13 de Julio de 2013 El jueves, de regreso de lo de una amiguita, la porcinetta vomitó hasta el bazo. El tordo que se apersonó más tarde sentenció gastroenteritis viral y ya se le va a pasar. ¡Pobrecita! No tenía ánimo ni para abrir los ojitos. Lo cual no obstó a que antes de desmoronarse por la barranca definitiva del sueño alcanzase a susurrar, como quien expresa una última voluntad, Papi… un cuento. Con lo que no tuve más remedio que improvisar el CUENTO DE LA NIÑITA QUE SE ACOSTÓ ENFERMITA Y SUS PAPIS LA MIMARON PARA QUE SE CURARA Como todas las noches, la niñita se fue a dormir de la mano de su papi, que se quedó mirándola a ver si podía ver qué soñaba, pero, claro, no pudo, solo que como yo soy el que cuenta el cuento lo puedo contar. La niñita se quedó dormida en la realidad y cuando se despertó en el sueño se encontró con su peluche preferido, Jito, que le dijo, ¡Xóchitl, qué pálida estás! Me han dicho que en la realidad vomitaste y te dolió la pancita. Bueno, pero en los sueños no puede haber nada malo, así que vamos a ver cómo lo transformamos en algo maravilloso. ¿La niñita está enfermita? –preguntó compungido el pingüino Frigerio. ¿No es chanza que le duele la panza? –indagó su hijo Faustino. ¡Eso no puede ser: Jito, a ver! – conminó Frigerio. ¡A ver Jito si la curas un poquito! –insistió Faustino. Entonces Jito hizo una señal mágica con las orejas y aparecieron la mamá y el papá de la niñita y le hicieron tantos mimos que se curó… Y colorín colorado, este cuento se ha pausado. Y la última sílaba se mezcló con un “zzzzz” casi inaudible de bucanero borracho muy pero muy cansado. Ayer no fue a la escuela y la Chapu la puso una dieta espartana. Por suerte, hoy amaneció diez puntos. Genial, porque se cumplía nada menos que el sesquicentenario del porteño “tranguay” y la Asociación de Amigos del Tranvía sacaba a relucir todos sus tesoros. A las 14:30 Vale me pidió que la llevara al Spinetto a reunirse con unas amigas, de modo que entre la Chapu y ella le calzaron su ropa de fajina a la cinghialina y salimos al día peronista que por fin nos tocaba tras unos cuantos de asco. Dimos la vuelta por Arenales y subimos por Uruguay. Empecé a mirar pasando Córdoba. Parece mentira, las veces que he recorrido esas cuatro cuadras hasta Corrientes y solo hoy me percaté de las glorias que las bordean. Pero la gran sorpresa fue Moreno. Llegamos al viejo mercado (Matheu-Moreno-Pichincha-Alsina) como a las tres, dejamos a Vale con su enjambre de lolitas, y entonces sí, a mirar y sacar fotos de la mano de mi porcinetta, que para eso es una compañera de fierro. INTERMEZZO RETROSPETTIVO Una vez de tantas, allá por mil novecientos setentaylargos u ochentaycortos, fui a cenar a casa de mi gomía Martín González en la 40 entre Primera y Segunda y conocí, que lo habría llevado, calculo, un gomía común, Alberto Oliva, que era corresponsal de la Editorial Vigil, a un tal Jorge Montes. Un tipo que tendría entonces unos cincuenta y cinco o sesenta pirulos, charlatán incontenible, peronista irreflexivo (como tantos, queselevacer), poco amigo del disenso y retrucador ad hominem, que no paraba de hablar de “mi novela”. La verdad que me 1 Las fotos están subidas a https://www.facebook.com/sviaggio/ en el álbum Mi Buenos Aires Querido XXXI. 2 cayó como el orto, y no dudé de que la cacareada novela sería un bodrio de astilla de tal palo. Años después la vi (y ahí me enteré de que se intitulaba “Jeringa”) sobre una mesa de rehús por la calle Corrientes y, acicateado por el mal recuerdo, me la compré para ver si se corroboraba mi vaticinio. ¡Las pelotas! Entré a leer y para el quinto renglón me dolía el esófago de tanto carcajear. La novela es íntegramente lunfarda y una auténtica maravilla. Ahí me enteré, y por eso este intermezzo, de la existencia del Spinetto, que es donde Jeringa (así llamado por su irrefrenable afición a fifarse cuanto bicho femenino pase a su alcance) labura lo menos que puede. Tanto me gustó, que cuando di con la secuela “Despertá, Jeringa” me abalancé a comprarla y me resultó aún más fenomenal. Después, leí algún cuento (siempre magistral) y le perdí el rastro. Acabo de meterme a rebuscar en gúguel y tengo más entradas que él. Hay una página oficial donde apenas si se consigna algo más que su fecha de nacimiento en 1923. Me gustaría volver a verlo –si vive y está lúcido– para pedirle disculpas. Aunque no, no tengo por qué disculparme: el tipo era un auténtico pelmazo… pero ¡qué escritor! ***** Lo mismo que el Abasto, el Spinetto se ha puesto, como dirían los ingleses, “gentrified”; o sea, que ha apostatado de su rea prosapia y se ha convertido en un shopping. Un shopin, en rigor, mediopelesco (es que el barrio, las cosas como son, no da para más), que, por alguna razón, estaba casi desierto. El barrio que no da para más, de paso, es, arquitectónicamente, una joyería. A cada rato me sucedía de no poder contenerme y exclamar ¡Qué casa de la gran puta! ¿A quién le dízez ezo, papi?, surgió desde metro y medio de profundidad el hilito de voz. A vos, hijita mía; algún día vas a ser grande y te vas a acordar de cuánto le gustaba Buenos Aires a tu papi y se la vas a mostrar a tus hijitos. La pregunta la hizo acreedora a una revista infantil en el quiosquito de Matheu y Belgrano. El quiosquero nos recomendó el restorán El español, en Rincón y Alsina, pero no me inspiró. Opté, por fortuna, por la fonda Macondo, en la esquina de Belgrano y Rincón, atestada de gente del rioba (que es la que sabe, como que solo hay que meterse en un restorán chino si está lleno de chinos comiendo), mesas de fórmica sin mantel, botellas en los anaqueles, mozos de los de antes… Nos pedimos unas costillitas de cerdo al ajillo y unas rabas a la romana que hubo que esperar veinte minutos, Porque aquí, señor, la comida se hace a la orden. De modo que amenizamos la cinghialina con unos grisines que, dijo, eran los más ricos que había probado, y yo con unos (unos tres) pebetes de pan negro que eran una delicia. Cuando llegaron las costillitas y las rabas, resolvimos compartir mitad y mitad. En eso llamó la Chapu, ¿Cómo esztán?, Bien; Vale se quedó en el Spinetto y nosotros estamos comiendo unas rabas y unas costillitas de cerdo en una fonda, ¡Le eztaz dando de comer rábaz; pero zi zon pura harina y azeite!, ¡No, ella se está comiendo las costillitas (por suerte no había aclarado que eran al ajillo y estaban cubiertas de jamón)!, ¡Ah, bueno; pero no le dez rábaz!, No, claro que no; te adoro, besotes… Pasame las rabas y te doy las costillitas y ni le digas a tu madre que te comiste la mitad, ¡Jijijijí! De más está decir que nos bajamos los dos platos sin mayores cataclismos estomacales. Bueno, ¿qué querés de postre?, ¿Qué hay?, Mirá, ¿qué dice ahí?, A… alm… alme… ¡ALMENDRADO!, Bueno, pero dejá que le pregunte a tu mami a ver si podés. Riiiiiiin, ¿Puede comer almendrado de postre?, ¿Pero qué te paza? Ez pura leche y crema y enzima tiene alméndraz; que coma un flan zin caramelo, Bueno, chau… y deposito el fono sobre la mesa. ¡Aaaaay, pero yo quiero almendrado!, Bueno, pero ni una palabra a tu madre, ¡Zergio! –gritó el teléfono que, el muy ladino, no había cortado–. ¡Ni ze te ocurra darle almendrado! Cómprale un helado de agua, Ya oíste: vamos a tener que comprar una paleta. Y emprendimos la marcha hacia la tranviaria efeméride, en Emilio Mitre y Bonifacio, yo, como siempre, fotografiando al azar de los semáforos. Pero al llegar al pasaje Lusero no 3 pude menos de detenerme ante el portentoso edificio amarillo de la esquina (ver las imágenes en féisbuc) y, de paso, sacar fotos de otros monumentos de la cuadra. También me detuve por Colombres. Hubiera querido hacerlo en cada cuadra, pero, claro, no pude. En fin, que tendré que regresar en tren de camarógrafo. A las 17:20 estacionaba la Ford Eco Sport sobre Mitre entre Alberdi y Rivadavia. Compramos la paleta en la esquina y marchamos Mitre arriba. A nuestro encuentro iban acercándose las venerables carrindangas de ayer: primero uno de los hechos en el país por Fabricaciones Militares, de metal, color gris con banda azul al centro, como era el esquema de Transportes de Buenos Aires (R.I.P.), con puertas en fuelle (los más viejos tenían balconcito sin puertas, las puertas corredizas aislaban el interior de ambos balcones)… ¡Si habré viajado en estos cachivaches! Luego pasó un belga amarillo, de los que aún rodaban por Bruselas unos años ha. Después uno disfrazado de Lacroze, con todos los cartelitos pintados, pero trucho también, porque lo trajeron de Lisboa (¡es que no quedaba ni uno de los viejos de la Anglo!). Y por fin la dilatada majestad de uno de los cuatro United Electric ingleses, los primeros coches de la línea A de subte (los demás navegaron desde Bélgica), que supieron emerger por la rampa de Primera Junta para matonear Rivadavia al oeste hasta Flores, y que, por tanto, tenían, amén de las puertas corredizas a la altura de los andenes, una puerta adicional con escalerilla. No sé cómo me aguanté de echar a correr las tres o cuatro cuadras hasta Bonifacio. Menos mal, porque no había caído que Ferrari abunda en insólitos chalets Túdor, como traídos de contrabando desde Acassusso. La cola era de casi una cuadra, pero avanzaba sin demasiada morosidad: Familias con purretes impacientes de todas las edades, críos en cochecito que ni sabían dónde estaban, gerontes como uno dispuestos a pasear su nostalgia, parejitas que no tendrían guita para el telo, simples curiosos. De pronto se me constituye un oficial muy atildado. Ya estoy por mostrarle el documento (¡atávico reflejo de las épocas apenas diez años distantes en que la cana metía auténtico miedo!) cuando me percato que es, en todo caso, sargento de tranviarios. Trátase del insigne Ricardo Barreiro, forista de pro, y turiferario devoto de la Asociación de Amigos del Tranvía, que se interesó amablemente por mi salud y la de mi descendiente pero no nos dejó colarnos. En eso apareció el clan Borgogno, que ya había dado su periplo y retornaba a Quilmes. Finalmente, nos tocó el patrio FM. La porcinetta, encantada; y yo, con todas las lagañas de fiesta. Soy de los pocos que tiene edad para acordarse. Frente a mí, un hombre de unos treinta y cinco me exprime a preguntas mientras su botija de cinco o seis mira, arrodillado sobre el asiento de madera refulgente, todo lo que sus ojos puedan. A bordo, el guarda nos da los boletos que va desenrollando y cortando de su estuche de latón. Yo no puedo con los reflejos y miro a ver si me ha tocado capicúa. No, por desdicha. Otro nibelungo del trole nos explica la historia del vehículo en que nos zarandeamos y luego pasa vendiendo la revista de la Asociación, unos tranvías de cartulina para armar, unos llaveros con la foto del nuestro y un CD histórico. La Asociación ha restaurado o logrado que se adquieran creo que doce coches. Varios más aguardan su turno, entre ellos una formación de Brugeois de los que jubilaron en abril: la idea es que circule por la línea los fines de semana como atracción turística. Todo a pulmón, todo prácticamente sin un mango, todo a fuerza de un profundo amor por esta entrañable chatarra. ¡Qué país podríamos tener, carajo! La vuelta dura unos diez minutos. Cuando descendemos, ya camino de las 19:00, están guardando el belga, pero el UE va a dar su última vuelta y nos montamos. ¡Que esplendor! Las molduras de madera son dignas de un Fidias. Los asientos de mimbre impecablemente restaurados. Las tulipas impecables. Las ventanas, con sus dos tiras de cuero, una arriba y otra abajo, siguen obedeciendo –como entonces, no sin cierta reticencia– la maniobra de tirar para arriba, calzar la ventanilla en su canaleta y engancharla en la parte superior. Jalil, un gurí de cinco pirulos sentado frente a nosotros (los asientos son vis-à-vis) me ve abrir y me pregunta cómo sé. No 4 lo sabía, simplemente dejé que la memoria motora hiciera lo suyo, como cuando uno confía a la inercia de los dedos el número de teléfono que no recuerda y ellos marcan solos. Al bajar, me tienen paciencia para que saque una foto de los venerables controles de bronce, tan remotos del plástico y las computadoras. Y nos fuimos desandando Mitre de la mano, mi hijita que apenas si va comprendiendo que vive en una ciudad llamada Buenos Aires, y su anacrónico padre, que otea melancólico estos rieles que perdieron su razón de ser hace más de cincuenta años. En casa, me esperaba para cenar Darío Ntaca, gran pianista. A las once, lo eché inceremoniosamente para acostar a la cinghialina. Hoy quiero zoñar que voy a Madrid, ¿En tranvía?, ¡Zíiiiiiiiii! Y en tranvía viajó, con sus amiguitas, y con Frigerio de mótorman y Faustino de guarda. Y así se quedó profundamente dormida en la realidad, mientras yo, que no puedo con mi genio, me he venido a teclear estas pamplinas.