¿Sabemos qué es un trastorno? Perspectivas del DSM 5

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dificultades del aprendizaje y neurodesarrollo
¿Sabemos qué es un trastorno? Perspectivas del DSM 5
Josep Artigas-Pallarés
Resumen. Los problemas mentales se denominan genéricamente trastornos. Sin embargo, tras más de medio siglo desde su incorporación en los manuales diagnósticos, y a pesar haberse consolidado el uso habitual del término ‘trastorno’,
emerge como un constructo artificial sin entidad propia en la naturaleza. El artículo resalta las incongruencias del modelo
categórico y politético implícito en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM). Se comentan las
aportaciones de la psicopatología evolucionista y de los avances genéticos. Desde ambas vertientes emerge una nueva
vía de comprensión de los trastornos mentales que aboga por una transformación profunda del modelo categórico. La
psicopatología evolucionista permite entender los trastornos mentales como conductas adaptativas en su origen, pero
desajustadas en el individuo que las padece. La genética, a partir de las prometedoras expectativas derivadas de estudios
basados en un número muy grande de variaciones genéticas, abre las puertas a una conceptualización de los trastornos
sensiblemente distinta a la del modelo actual. De todo ello se infiere la necesidad de iniciar el camino hacia un cambio de
paradigma. El DSM 5, posiblemente en una medida todavía insuficiente, parece querer dar respuesta a las incoherencias
del modelo actual. En este sentido, está previsto que la próxima edición del DSM, sin abandonar la conceptualización
categórica, incorpore escalas dimensionales y escalas transversales.
Palabras clave. Comorbilidad. Concepto de trastorno. DSM 5. Genética de la conducta. Homo sapiens. Medicina darwiniana. Polimorfismos simples de nucleótidos. Psicopatología evolucionista. TDAH. Variantes en el número de copias.
Unidad de Neuropediatría;
Hospital de Sabadell.
Centre Mèdic Psyncron.
Sabadell, Barcelona, España.
Correspondencia:
Dr. Josep Artigas Pallarés.
Rambla, 172, 1.º, 4.ª.
E-08201 Sabadell (Barcelona).
E-mail:
[email protected]
Aceptado tras revisión externa:
07.02.11.
Cómo citar este artículo:
Artigas-Pallarés J. ¿Sabemos qué
es un trastorno? Perspectivas del
DSM 5. Rev Neurol 2011; 52 (Supl 1):
S59-69.
© 2011 Revista de Neurología
Introducción
El DSM-III (Diagnostic and Statistical Manual of
Mental Disorders, third edition) [1], publicado en el
año 1980, definió mental disorder como una conducta clínicamente significativa o un síndrome psicológico o un patrón que ocurre en un individuo y
que se asocia a malestar o discapacidad, el cual refleja una disfunción psicológica o biológica. Sin
embargo, el uso del término ‘trastorno’ (traducción
de disorder), denominación aplicable a los problemas psiquiátricos, estaba arraigada en el lenguaje
médico desde mucho antes. En 1952, por iniciativa
de la American Psychiatric Association, nació el
DSM-I [2]. No se apreció, en aquel momento, la necesidad de aplicar una definición que fijara el significado de trastorno. Actualmente, a las puertas del
DSM 5, tras 60 años de no sólo haber incorporado,
sino también haber consolidado el uso del término
‘trastorno’, aparecen en el escenario médico y psicológico serias dudas respecto a su significado. El paradigma del DSM parece incapaz de resistir contradicciones e incongruencias surgidas a partir del
manejo del modelo y, sobre todo, de los avances de
la genética molecular.
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El presente artículo pretende ser una reflexión y
análisis sobre el debate surgido a las puertas del
DSM 5 y la CIE-11 (Clasificación Internacional de
las Enfermedades). La reflexión se centra, casi exclusivamente, sobre el DSM, cuya nueva revisión
está previsto que finalice en el año 2013. Pero, en
cualquier caso, se podría hacer un análisis similar
en referencia a la CIE.
Del DSM-I al DSM-IV-TR
En 1949, poco antes de aparecer el DSM-I, la Organización Mundial de la Salud sacó a la luz la sexta
edición de la CIE [3]. En ella se incorporaba, por
primera vez, un apartado para los ‘trastornos mentales’. Se podía entender, de acuerdo con el lenguaje
popular, que ‘trastorno’ significaba simplemente
que algo no iba demasiado bien.
Tanto el DSM como la CIE tenían como objetivo
básico disponer de una clasificación de problemas
de salud (mental o general). Las consecuencias de
la segunda guerra mundial sobre la salud mental
determinaron la necesidad de desarrollar clasificaciones operativas que eran imprescindibles, entre
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otros motivos, para fijar las secuelas mentales en
los veteranos de la guerra. La finalidad era dar respuesta a una exigencia administrativa.
El DSM-I era un glosario que incluía la descripción de las categorías diagnósticas que se manejaban en la práctica clínica de la época. Si bien todos
los problemas estaban agrupados genéricamente
como ‘trastornos’, a la mayor parte de las entidades
se las denominaba reacciones; por ejemplo: reacción ansiosa, reacción depresiva, etc. Esta tendencia se debía a la fuerte influencia psicoanalítica, dominante en el panorama psiquiátrico estadounidense, que interpretaba los trastornos mentales como
‘reacciones’ de la personalidad individual frente a
factores sociales, biológicos y psicológicos.
La principal laguna, tanto del DSM-I como de la
CIE-6, consistía en que si bien se habían enumerado
y definido los trastornos mentales, no se alcanzaba a
superar la ambigüedad interpretativa derivada de
meras y escuetas definiciones. Ni el DSM-II [4], ni la
CIE-7 [5], ni la CIE-8A [6] abordaron el problema.
El DSM-II se limitó a eliminar el término ‘reacción’
y a incorporar o modificar algunos trastornos. Al
igual que la versión anterior, arrastraba la influencia
psicoanalítica, motivo por el cual resultaba incómodo incorporar criterios diagnósticos que fijaran límites entre entidades, pues ello implicaría una naturaleza específica para cada trastorno. Tal especificidad hubiera desafiado la esencia del psicoanálisis,
que contemplaba una estructura mental donde podían aparecer desarreglos derivados generalmente
de experiencias tempranas y que encajaban mal en
entidades detalladamente explicitadas [7].
La aparición en el año 1980 del DSM-III [1] representó un cambio importante en la comprensión
de los trastornos mentales. Desde el punto de vista
conceptual, el cambio más radical se reflejaba en el
abandono de la dicotomía entre neurosis/psicosis y
contacto con la realidad/desconexión de la realidad,
paradigma que sustentaba la corriente psicoanalítica. Asimismo, muchos psiquiatras estadounidenses, y posiblemente el modelo de sociedad, percibían la necesidad de marcar un límite entre la normalidad y anormalidad. La modificación más determinante, incorporada en el DSM-III para configurar el nuevo paradigma, fue la utilización de
criterios diagnósticos para cada una de las entidades. Un criterio se consideraba positivo si cumplía
la condición de ser ‘clínicamente significativo’. El
DSM-III, además, incorporó nuevos trastornos y
modificó la denominación para muchos de ellos;
por ejemplo, se aceptaron de forma ‘oficial’ los diagnósticos de autismo infantil y de trastorno de déficit de atención/hiperactividad (TDAH). Ambos ya
S60
se habían recogido en el DSM-II como ‘esquizofrenia de tipo infantil’ y ‘reacción hipercinética’. El
DSM-II había sido incapaz de reflejar una realidad
clínica consolidada en la década de los setenta.
La adopción de criterios diagnósticos para cada
entidad se basó en el trabajo previo de un grupo de
psiquiatras liderado por Feighner [8]. Aglutinando
y discriminando los conocimientos que entendían
estaban avalados científicamente, precisaron las
condiciones necesarias para hacer un diagnóstico, y
al mismo tiempo marcar sus límites. Debido a la introducción de criterios diagnósticos, un trastorno
venía definido por una interpretación basada en
observaciones fenomenológicas. En algunos casos
se basaban en tipologías propias del modelo de enfermedad mental introducido por Kraepelin [9]
(por ejemplo, depresión mayor, esquizofrenia); en
otros casos, provenían de la constatación de agrupaciones sintomáticas observables de forma reiterada en un conjunto de individuos (por ejemplo,
consumo de sustancias, trastornos del aprendizaje).
El modelo de trastorno, definido en el DSM-III, se
configuró por lo tanto como un constructo categórico y politético.
Categórico significa que los diagnósticos hacen
referencia a entidades discretas. Es decir, se marcan
límites entre normalidad y anormalidad. Un trastorno comporta alguna ‘alteración’ en los eslabones
que intervienen en la conducta, hasta el punto de
generar malestar (‘clínicamente significativo’). Se
presupone que una alteración genético-estructuralcognitiva, modulada –o no– por factores del entorno, genera un patrón clínico, denominado trastorno.
Un individuo puede tener –o no– un trastorno mental, del mismo modo que cualquiera puede ser diabético o no serlo. Obviamente, el trastorno puede
ser más o menos grave, pero existe un límite categórico que marca la condición de padecer o no padecer el trastorno y, en definitiva, entre estar enfermo o sano.
Politético significa que cualquier criterio de cada
diagnóstico tiene igual peso. Lo que cuenta es el número de condiciones requeridas, sin prioridades y
todas igualmente necesarias; por ejemplo, para el
diagnóstico de depresión mayor cuenta igual la dificultad para concentrarse durante casi todo el día o
tener insomnio que haber llevado a cabo un intento
de suicidio. Para la esquizofrenia importa lo mismo
tener un lenguaje desorganizado que sufrir alucinaciones visuales. El carácter politético choca frontalmente con el modelo kraepeliniano, que defendía la
enfermedad mental como una tipología, identificable según la experiencia y el profundo conocimiento
de las manifestaciones clínicas, donde ciertos aspec-
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tos son nucleares mientras que otros son secundarios, epifenómenos o derivados. El modelo kraepeliniano trataba de captar la esencia de cada enfermedad mental, del mismo modo que la ictericia en una
hepatitis o un soplo pulmonar en una neumonía.
El DSM-III-R [10], publicado siete años más tarde, si bien no aportó cambios significativos en el
nivel conceptual, una vez más, introdujo nuevas entidades al tiempo que eliminaba o modificaba la denominación en otras. También se revisaron los criterios diagnósticos para cada trastorno, incluyendo
los cambios que se consideraron oportunos. De ello
resultó que se admitieron 292 categorías diagnósticas, frente a las 265 del DSM-III.
El DSM-IV [11] y el DSM-IV-TR [12] han aportado tímidos cambios conceptuales. A pesar de que las
variaciones introducidas se han revelado insuficientes para consolidar un modelo satisfactorio, se puede percibir que parte de las modificaciones sugiere
la percepción de incongruencias emergentes en el
modelo vigente. El punto más frágil provenía de la
dificultad para modelar el concepto de trastorno. Si
bien existía una cierta conciencia de las carencias
del DSM-III-R, como se analiza más adelante, el resultado no ha sido todo lo exitoso que quizá se había
esperado. Las aportaciones del DSM-IV fueron:
– Redefinición de los criterios diagnósticos tomando como base estudios de campo, multicéntricos
y con muestras grandes de pacientes. El objetivo
fue mejorar la fiabilidad y validez de los criterios
previamente seleccionados. Los cambios respecto a la versión anterior contemplan la recomendación de adoptar una actitud conservadora.
– Las categorías diagnósticas se entienden como
prototipos. El diagnóstico de un trastorno se sustenta en la aproximación al prototipo.
– En muchos criterios diagnósticos se especifica
que para que se contabilicen como positivos deben causar malestar significativo o alterar el funcionamiento social, ocupacional o de otras áreas
importantes.
– La estructura del DSM-IV se basa en un sistema
multiaxial, donde cada situación disfuncional del
individuo puede contemplarse desde cinco perspectivas distintas, que se denominan ejes:
a) Eje I: trastornos clínicos y otras condiciones
que pueden ser motivo de atención clínica.
b) Eje II: trastornos de la personalidad y retraso
mental.
c) Eje III: condiciones médicas generales.
d) Eje IV: problemas psicosociales y ambientales.
e) Eje V: valoración global del funcionalismo.
– El DSM-IV advierte que no debe usarse como un
‘libro de cocina’, donde se recogen recetas para
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hacer diagnósticos. Al mismo tiempo, advierte que
sólo puede utilizarse con fines diagnósticos por
personal altamente especializado en el conocimiento de la psicopatología.
– Entendiendo la imprecisión de las fronteras entre trastorno y normalidad, establece para muchas categorías la opción NOS (not otherwise
specified). La opción NOS intenta abarcar la situación limítrofe entre la normalidad y la anormalidad. Sin embargo, en esencia, mantiene la
concepción categórica.
– Por último, saliendo al paso ante la imprecisión
del concepto de trastorno, el DSM-IV matiza
que ‘trastorno mental’ puede definirse de modos
diversos: distrés, disfunción, descontrol, desventaja, discapacidad, inflexibilidad, irracionalidad,
patrón sincrónico, etiología y desviación estadística. Según el DSM-IV, alguna de dichas denominaciones puede ser un indicador útil para determinado ‘trastorno mental’, pero ninguna de ellas
es el equivalente genérico del concepto de ‘trastorno’. Por tanto, distintas situaciones requieren
distintas definiciones. Pero al margen de que esta
cláusula se mantiene bastante ignorada y no suele tomarse en consideración, no tiene influencia
alguna en la práctica clínica.
Ventajas y limitaciones del modelo actual
Tanto el DSM como la CIE son instrumentos cuya
utilidad –o mejor dicho, necesidad– no pueden cuestionarse [13]. Merced a ellos los profesionales involucrados en la salud mental pueden emplear un lenguaje común. En el campo de la medicina y de la
psicología basadas en la evidencia está plenamente
aceptado su uso en la práctica clínica y en la investigación. Sin un referente común se genera la insensatez de que un mismo paciente con un mismo problema puede recibir distintos diagnósticos en función
de la subjetividad de cada profesional. Obviamente
esta situación acarrea descrédito y desconfianza.
En contrapartida, los manuales –basados en constructos de agrupaciones sintomáticas– no definen
fenotipos biológicos. Se ha perdido la riqueza de las
descripciones fenomenológicas de la psicopatología
clásica y no se ha tenido en cuenta la heterogeneidad de los síntomas psiquiátricos. Además, se sugiere una misma base biológica, neuropsicológica y
cognitiva para trastornos cuya naturaleza puede ser
distinta; por ejemplo, ¿responden al mismo déficit
neuropsicológico un trastorno obsesivo compulsivo
de simetría y orden que uno de limpieza o uno de
comprobación?, ¿existe una base genética propia para
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cada uno de los trastornos según están agrupados y
descritos en los manuales?
Pero, a pesar de sus limitaciones, los sistemas de
clasificación están facilitando avances científicos,
imposibles de imaginar sin contar con grupos de
pacientes similares que, aunque sólo sea fenomenológicamente, comparten características pretendidamente nucleares. En último término, lo que se pretende es progresar en la búsqueda de endofenotipos
válidos para poder caracterizarse genéticamente.
La homologación de diagnósticos es una condición indispensable para avanzar en el diseño de fármacos orientados a un grupo diana. Otra cuestión
es si los grupos diana responden al diseño idóneo
para valorar la eficacia del fármaco. Así, un fármaco
–por ejemplo, el metilfenidato– puede ser muy poco
eficaz en el autismo contemplado categóricamente,
lo cual no excluye una excelente respuesta en determinado subgrupo de pacientes autistas con sintomatología de TDAH [14]. También cabe la posibilidad de que una respuesta positiva no esté limitada
al grupo diana, sino que puede extender su acción a
otros ‘trastornos’ (por ejemplo, el metilfenidato en
la dislexia) [15].
Los sistemas de clasificación responden además
a una necesidad administrativa. Dicha función es
imprescindible e incuestionable a pesar de las múltiples –y muchas veces razonables– críticas que se
puedan derivar de tal uso. En el momento en que
un constructo pensado y basado en la comprensión
de los fenómenos mentales es asumido por instancias administrativas, los defectos intrínsecos del
modelo pueden avalar la injusticia o proteger la
irracionalidad y el absurdo. En el año 1997, en el estado de Virginia, en Estados Unidos, Teresa Lewis
–acusada de haber organizado (aunque no de haber
cometido) el asesinato de su marido y el hijo de
éste– fue condenada a muerte. La razón de que en
el año 2010 se ejecutara la pena vino determinada
por el hecho de que la acusada, débil mental, obtuvo en un test un cociente intelectual de 72. ¡Superaba en dos puntos el valor considerado constitucional para recibir la pena capital! Es decir, su vida dependió de que se considerara que no cumplía criterios suficientes para el diagnóstico de retraso mental
[16]. En sentido contrario, imaginemos la connotación de la pedofilia, contemplada como un trastorno en el DSM. Sin embargo, ¿debería ello excluir, o
atenuar, el carácter delictivo de quien comete abusos en niños? El DSM-IV advierte claramente que
el manual puede ser un libro de consulta para cualquier estamento; pero únicamente adquiere sentido
como manual diagnóstico cuando es utilizado por
profesionales expertos en la materia. Además, no
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sólo cuenta el diagnóstico, sino también el significado y la naturaleza de cada diagnóstico; o más claramente, si un diagnóstico representa una enfermedad o representa algo distinto [17].
Análisis crítico del TDAH
A partir de su introducción en el DSM-II, el TDAH
ha recibido distintos nombres en cada versión del
DSM. El DSM-II utilizó el término ‘reacción hipercinética’, en referencia exclusiva al aspecto motor del
TDAH. En el DSM-III se denominaba ‘trastorno de
déficit de atención con hiperactividad o sin hiperactividad’, lo que sugería diferencias conceptuales entre uno u otro subtipo. El DSM-III-R eliminó los
subtipos y adoptó una conceptualización unitaria
bajo el título de ‘trastorno de déficit de atención’. El
DSM-IV y el DSM-IV-TR han vuelto a aceptar subtipos, aunque formulados de modo distinto a los del
DSM-III y, por supuesto, con otros criterios. Parece
ser que el DSM 5 volverá a eliminar los subtipos, y
destacará simplemente que el TDAH puede iniciarse con síntomas de hiperactividad/impulsividad o
de inatención. O sea, se sustituirá ‘predominantemente inatento o predominantemente hiperactivoimpulsivo’ por ‘de inicio predominantemente inatento o de inicio predominantemente hiperactivoimpulsivo’. Con respecto a la CIE-10, si bien los criterios son los mismos, no se aceptan subtipos; y
además se deben cumplir simultáneamente criterios
de inatención y criterios de hiperactividad/impulsividad. La CIE-10, a diferencia del DSM-IV-TR, no
acepta comorbilidad con otros trastornos, como
depresión, trastorno bipolar, trastorno de ansiedad,
trastorno disociativo o trastorno de personalidad.
De lo expuesto se deduce que el diagnóstico de
TDAH está fuertemente mediatizado por el hecho
de haber sido valorado en una u otra década. Pero
también dependerá el diagnóstico de si el profesional utiliza el DSM o la CIE. Algunos autores resuelven la situación aceptando que el TDAH de la CIE
es una forma grave de TDAH del DSM. También
marca una diferencia entre uno y otro sistema la
presencia o no de comorbilidad como criterio excluyente; por ejemplo, para el DSM, TDAH y ansiedad son comorbilidades, mientras que para la CIE-10
el trastorno de ansiedad es una condición excluyente de TDAH. También pone en cuestión la conceptualización actual del DSM el criterio de que los
síntomas deben estar presentes en dos o más entornos (en principio, hogar y escuela). Respecto a esta
condición, Barkley advirtió que acarreaba implícitamente una confusión entre lugar donde se genera
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la conducta (casa o colegio) y fuente de información
(padres o maestros) [18]. Unos padres rígidos valoran como disruptiva una conducta que para otros
padres es aceptable. Además, ciertas conductas se
expresan, más o menos, en función del entorno o
las personas que están con el niño.
Incongruencias del concepto de trastorno
El DSM, tras medio siglo de funcionamiento y tras
cinco revisiones, no ha alcanzado a configurar el
constructo de trastorno como un concepto operativo que se corresponda con un ente presente en la
naturaleza. Como se ha argumentado anteriormente, los matices introducidos en el DSM-IV y el DSMIV-TR sólo alcanzan a dejar patente la incomodidad
que comporta en el paradigma considerar categorías lo que en la naturaleza son dimensiones. La realidad que trasluce el DSM es que los individuos
se dividen en pacientes con TDAH y personas sin
TDAH, pacientes con dislexia y sujetos sin dislexia,
etc. O, dicho más radicalmente, enfermos y no enfermos. Contemplando a los familiares de cualquier
individuo con alguno de dichos trastornos, o simplemente observando al individuo desde su pasado,
se puede constatar la ligereza con que se padece o
no se padece, o bien se entra o se sale del trastorno,
cuando éste se ha definido como categoría.
Implícitamente se cae en el error de asimilar
trastorno y enfermedad. Si bien la definición de enfermedad –o mejor dicho, las definiciones de enfermedad– no están exentas de ambigüedades interpretativas, derivadas de diferentes aproximaciones
epistemológicas (filosóficas, estadísticas, sociales,
biomédicas, etc.); en la práctica médica se sobreentiende que en la enfermedad subyace una alteración
de los mecanismos naturales que rigen la vida de
los seres; es decir, la enfermedad, y por extensión el
síndrome, obedecen a una etiopatogenia concreta,
independientemente de que ésta se conozca [19].
El carácter politético es igualmente cuestionable,
pues en su intento de superar la concepción kraepiliniana de trastorno mental, lo convierte en un conglomerado sintomático donde, si bien se agrupan
pacientes con rasgos comunes, es discutible ponderar por igual cada síntoma. Ello genera que bajo un
mismo trastorno puedan coexistir individuos que
apenas compartan algún síntoma; por ejemplo, si
para el diagnóstico de depresión se requieren cinco
criterios de nueve, puede resultar que un paciente
tenga los cinco primeros, mientras otro presenta
los cinco siguientes. Llegado este punto, merece la
pena mencionar de nuevo que en el ensayo clínico
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de un fármaco para determinado trastorno se pueden incluir pacientes que comparten diagnóstico,
pero cuya sintomatología puede ser muy diversa.
Algunos pueden tener una respuesta excelente, en
tanto que otros ser indiferentes o mostrar efectos
secundarios. De ello puede resultar que un fármaco
potencialmente beneficioso en un subgrupo de pacientes se descarte por no mostrar efectos positivos
con significación estadística en el cómputo global.
Incongruencia de la comorbilidad
La comorbilidad es una situación común en las enfermedades en general y obviamente también es
una posibilidad dentro de los trastornos mentales;
sin embargo, analizando el concepto de comorbilidad, se aprecia que la comorbilidad atribuida a las
enfermedades propias de la medicina general no es
equivalente a la comorbilidad imputada a los trastornos mentales. En medicina, comorbilidad significa concurrencia de dos o más enfermedades sin
relación causal entre ellas, o que una sea un factor
independiente para la otra; por ejemplo, en una
persona diabética que es fumadora, la diabetes y el
consumo de tabaco son factores independientes
que contribuyen a la arterioesclerosis. En este individuo, diabetes y arterioesclerosis son enfermedades comórbidas. La comorbilidad entre los trastornos mentales es sustancialmente distinta; por ejemplo, la comorbilidad entre trastorno fonológico del
lenguaje y dislexia, ¿es una comorbilidad real porque nos hallamos ante dos trastornos sin relación
causal o, por el contrario, resulta que en el trastorno fonológico reside el déficit nuclear causante de
la dislexia? La realidad es que el déficit fonológico
es un factor común que determina tanto el trastorno fonológico del lenguaje como la dislexia. En lugar de separar trastorno del lenguaje y dislexia como
trastornos distintos, se hubiera podido definir una
entidad donde se podrían presentar preferentemente problemas de lenguaje, preferentemente dislexia
o ambos con distinta intensidad.
El modelo actual del DSM genera tal exceso de
comorbilidad que pone en cuestión la validez del
propio modelo. La cantidad excesiva de diagnósticos incomoda no sólo al clínico, sino también al paciente. Imaginemos la situación, nada infrecuente,
de un niño al que se le puede fácilmente diagnosticar TDAH, trastorno de Tourette, trastorno de ansiedad generalizada y trastorno negativista desafiante. ¿Estaríamos convencidos de que padece cuatro
trastornos distintos? ¿Y qué ocurriría cuando más
adelante se le diagnosticara también trastorno obse-
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sivo-compulsivo, trastorno bipolar o trastorno límite de la personalidad? ¿Es posible tener tantas ‘enfermedades’ juntas? ¿Es normal pasar de una enfermedad a otra? Basco et al pusieron en evidencia que
los clínicos tienden a diagnosticar sólo una quinta
parte de los diagnósticos que se obtienen cuando se
utilizan entrevistas semiestructuradas en el terreno
de la investigación [20]. Obviamente esta actuación
desvela que el médico quizá desconfía del método,
duda de su pericia o no se atreve a dictaminar demasiados diagnósticos en un mismo paciente. Pero
también cabría la posibilidad de que la relativa parquedad diagnóstica se explicara por la cantidad de
tiempo requerida para revisar todas las comorbilidades posibles. El estudio citado anteriormente revelaba que obtener información, mediante la entrevista estructurada, implica aumentar en una hora el
tiempo de visita necesario para un paciente psiquiátrico ambulatorio. Se hace obvio que, por el motivo
que sea, el exceso de comorbilidad es altamente disfuncional en la práctica habitual. En algún caso el
DSM ha intentado incluir alguna cláusula que limite
la comorbilidad. Tal es el caso del TDAH, donde el
diagnóstico no es posible si el paciente cumple criterios de trastorno generalizado del desarrollo. Sin
embargo, este tipo de alternativa, además de parecer
forzada, genera la incongruencia de que un paciente
con autismo no podría recibir metilfenidato, puesto
que no puede padecer TDAH. Otra posible alternativa para disminuir la comorbilidad, manteniendo el
paradigma intacto, podría consistir en agrupar diversos trastornos bajo una misma categoría. No obstante, la tendencia del DSM ha evolucionado hasta
el presente en sentido contrario. El DSM-III contenía 209 diagnósticos posibles (incluyendo subtipos),
el DSM-III-R los amplió a 242 y en el DSM-IV se
recogen 394. Parece difícil volver atrás, pues sin disponer de unos conocimientos etiológicos o fisiopatológicos (genéticos o neurofuncionales), cualquier
agrupación resultaría arbitraria y no parece probable que mejorara la situación.
La realidad es que los trastornos mentales comparten déficits cognitivos, comparten funciones neurológicas, comparten genes y comparten muy probablemente factores epigenéticos. El problema es
que los conocimientos a estos niveles todavía son
demasiado escasos como para proponer una nueva
clasificación sustentada en bases etiológicas o fi­
siopatológicas. Pero incluso llegando a un conocimiento más avanzado en estos aspectos, no está
claro que el modelo médico convencional de clasificar y definir las enfermedades fuera capaz de interpretar la complejidad etiopatogénica de los trastornos mentales.
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Psicopatología evolucionista
Una vez puestas al descubierto las incongruencias
del modelo actual, no cabe otra opción que la de tratar de encontrar un nuevo paradigma capaz de superar los defectos del anterior. El cambio no puede
consistir en un simple retoque de los aspectos disfuncionales del modelo actual, ya que parece estar
afectado su centro de gravedad. Puesto que ‘trastorno’ fue un término introducido arbitrariamente,
quizá con el fin de obviar la denominación de enfermedad o síndrome, únicamente puede adquirir un
sentido si se pueden establecer correlatos entre trastornos y realidades presentes en la naturaleza.
A pesar de la colosal aportación de Darwin al
conocimiento acerca de la naturaleza de los mecanismos que marcan las características comportamentales de las especies, no ha sido hasta las dos
últimas décadas cuando la medicina y la psicología
han incorporado las aportaciones evolucionistas
[21,22]. Esta aproximación ha dado lugar a la llamada medicina darwiniana o evolucionista, centrada
en las enfermedades médicas, y a la psicopatología
evolucionista, centrada en los problemas mentales.
Una y otra tratan de comprender por qué existen
las enfermedades y la razón de que los individuos
posean determinadas características conductuales.
La perdurabilidad de una especie, contemplada
desde una perspectiva evolucionista, depende de su
capacidad de supervivencia y su tasa de reproducción. El modo de funcionar de los integrantes de
cada especie, incluyendo su comportamiento, tiene
que ver con la adaptabilidad a su medio ecológico.
Las enfermedades, las conductas atípicas y las desviaciones estadísticas adquieren un sentido distinto
al de la medicina y al de la psicología convencionales cuando se contemplan desde el punto de vista
evolucionista; por ejemplo, la facultad que tienen
los gérmenes de desencadenar enfermedades infecciosas puede entenderse como un medio para facilitar su supervivencia y favorecer su reproducción.
La selección natural prima gérmenes y huéspedes
capaces de desarrollar mecanismos que aseguren
su competitividad, de lo contrario unos u otros se
extinguirían. Tal conflicto de intereses se dilucida
mediante las enfermedades infecciosas, donde unos
se defienden y otros atacan. Los síntomas pueden
tener que ver con mecanismos de defensa del huésped o con efectos nocivos derivados de la agresión.
A veces no está claro si un síntoma actúa en beneficio del huésped o del agresor; por ejemplo, la fiebre
es una manifestación propia de muchas enfermedades infecciosas, desagradable para el paciente. Igualmente la anemia moderada que acompaña a las in-
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Dificultades del aprendizaje y neurodesarrollo
fecciones causa una cierta debilidad en el enfermo.
Pero, contraintuitivamente, fiebre y anemia son reacciones que actúan a favor del paciente, dado que
la elevación de la temperatura y la falta de hierro
interfieren en la reproducción y permanencia del
agente infeccioso. En este sentido, la administración de antipiréticos y el uso de suplementos que
contienen hierro favorecen a los gérmenes. Evidentemente esta realidad queda al margen de la estrategia terapéutica farmacológica, donde la combinación de antibióticos y antitérmicos permite una
buena evolución sin renunciar al confort del enfermo. En otros casos el síntoma puede favorecer tanto al huésped como al agente infeccioso. Un ejemplo es la tos, la cual facilita la expulsión del microorganismo, lo que favorece al enfermo; pero al mismo tiempo es un vehículo de contagio.
Los individuos que merced a mutaciones genéticas espontáneas adquirían mecanismos que facilitaban su supervivencia, y con ello su reproductividad, favorecían en su descendencia la persistencia
de dichos recursos. La reacción inmunitaria, la intolerancia a ciertos alimentos, las náuseas y los vómitos del embarazo son otros ejemplos cuyas ventajas adaptativas pueden argumentarse fácilmente.
¿Pueden entenderse los problemas mentales bajo
una dinámica similar? En este caso el reto no está
en afrontar el ataque de determinados organismos
cuya última finalidad es la replicación, sino que se
trata de asegurar la propia supervivencia en un entorno lleno de amenazas. Es en este sentido en el
que la medicina darwiniana contempla la versatilidad de la conducta humana y los problemas que de
ella se derivan. Las conductas de los humanos, vehiculadas genéticamente, se han incorporado al amplio repertorio de opciones de las que dispone el
Homo sapiens para asegurar su supervivencia.
Nesse y Williams, que figuran entre los iniciadores de la medicina evolucionista, sugirieron varios
motivos que pueden explicar los problemas mentales [22]:
– Algunos genes, supuestamente relacionados con
trastornos psiquiátricos, pueden aportar ventajas
en otros aspectos. En este caso se trata de un efecto pleiotrópico, es decir, un mismo gen asume
distintas funciones. La persistencia del gen se explica por el beneficio adaptativo, a pesar de condicionar un fenotipo negativo en otros aspectos.
– Los factores ambientales, sometidos a un potente cambio cultural determinado por la evolución
histórica, pueden crear graves problemas en individuos cuyo diseño genético no es capaz de
adaptarse con eficacia a un entorno que evoluciona a una velocidad inmensamente más rápida
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que la que permite la adaptabilidad genética. La
habilidad para la adquisición de la lectura, para
la conducción de vehículos o para permanecer
seis horas diarias sentado en un clase son ejemplos de este argumento.
– La presión evolutiva actúa a favor de la adaptación al medio y la optimización de la reproductividad, pero no tiene en cuenta el bienestar ni la
mejoría de la especie en ningún otro sentido.
– La distribución normal de los rasgos físicos,
conductuales y cognitivos ofrece un argumento
estadístico para entender que siempre existen
individuos ubicados en los extremos de la campana de Gauss. La expresividad de cualquier rasgo viene determinada por muchos factores, entre los cuales influye la combinación de genes
heredada de sus padres. El azar desempeña aquí
un papel importante, puesto que el 50% de los genes paternos y el 50% de los genes maternos recibidos se eligen aleatoriamente.
Por tanto, la evolución, aun admitiendo que no ha
diseñado los trastornos, puede contribuir a explicar
su existencia. Las emociones negativas tienen su
razón de existir, al igual que cualquier enfermedad
somática, cuando se contemplan desde la perspectiva evolutiva. ¿Pero a partir de qué momento una
emoción negativa resulta excesiva y por tanto se
convierte en un problema? De acuerdo con los sistemas de clasificación del DSM y la CIE, la respuesta viene determinada por el número de síntomas y
por la gravedad y duración de éstos; por ejemplo, la
depresión se define como anormal si se cumplen
cinco o más criterios entre nueve y han estado presentes durante más de dos semanas. Sin embargo,
no se toma en consideración la repercusión que tiene para la vida del individuo. Se tiende a asumir que
las experiencias dolorosas provienen de un funcionamiento anormal de los mecanismos cerebrales.
Se podría pensar que la tristeza ante una pérdida es
innecesaria; sin embargo, su funcionalidad se entiende claramente si se tiene en cuenta que la tristeza ante la pérdida genera un impulso para recuperar la pérdida, ya sea ella misma o algo que la sustituya. Además, si alguien no es capaz de sufrir ante
una pérdida, si no ha experimentado previamente
la emoción negativa que genera la pérdida, no tenderá a evitar futuras pérdidas al no poner en marcha mecanismos que las eviten. También pueden
aparecer síntomas depresivos cuando un objetivo
parece inaccesible. La respuesta inicial es buscar
nuevas estrategias, pero si no se encuentra ningún
camino que parezca permitir alcanzar el objetivo, la
motivación disminuye y bloquea además esfuerzos
S65
J. Artigas-Pallarés
dirigidos en otra dirección. Si por alguna razón el
objetivo no se puede abandonar, el bajo estado de
ánimo tiende a incrementarse hasta el punto de generar una depresión patológica. La capacidad de
deprimirse existe, puesto que en muchas situaciones resulta útil. Sin embargo, existe un punto de inflexión, subjetivo y contextual, a partir del cual resulta disfuncional y se convierte en un importante
motivo de sufrimiento. Un razonamiento análogo
se puede hacer respecto a la ansiedad, protectora y
preventiva cuando es moderada, pero perturbadora
cuando es excesiva.
La normalidad o funcionalidad de una respuesta
requiere tomar en consideración lo que produce
esta respuesta. Ciertamente el dolor, la ansiedad o
la depresión pueden resultar un grave problema
para el individuo; pero así como la ausencia de dolor también es un problema por la vulnerabilidad
que genera, de igual modo ocurre con la ansiedad y
la depresión, cuya ausencia afecta a la adaptabilidad
al entorno. Curiosamente, apenas se ha investigado
sobre individuos con un déficit de ansiedad, los
cuales también tienen problemas por este motivo;
por ejemplo, en individuos con personalidad psicopática una característica básica es la falta de ansiedad [23]. Pero lo mismo sucede en sentido contrario; por ejemplo, la falta de empatía se considera un
déficit propio del autismo, ¿pero qué ocurre cuando la empatía es excesiva? ¿No se podría, igualmente, definir un trastorno por exceso de empatía?
El TDAH ha merecido diversas y discordantes
interpretaciones evolucionistas. Por un lado, se han
considerado ciertas características del TDAH como
ventajas adaptativas en nuestros antepasados cazadores [24,25]. La impulsividad y la hiperactividad
podían, en cierto modo, haber favorecido el éxito
tanto en la caza como en el apareamiento, e incrementar con ello la expansión de los genes vinculados a tales características. Obviamente la intrepidez
y la baja percepción del riesgo en el sexo masculino
se pueden interpretar en un pasado ancestral como
factores vinculados a una elevada tasa reproductiva. Sin embargo, esta interpretación genera contradicciones, puesto que resulta dudoso aceptar que el
TDAH, como constructo por lo menos en parte
vinculado a una disfunción ejecutiva, pueda haber
representado una ventaja adaptativa, incluso para
el cazador del Paleolítico. La caza requiere autocontrol, paciencia, estrategia, planificación, colaboración y en definitiva un buen funcionamiento ejecutivo. Por ello, otros autores han propuesto una
interpretación evolucionista del TDAH que parece
más coherente [26,27]. La función ejecutiva, al igual
que otras dimensiones cognitivas, se conforma como
S66
una habilidad que, en mayor o menor grado, poseen
todos los individuos, y que por tanto se reparte de
acuerdo con una distribución normal entre la población. En este sentido se puede entender que el
TDAH, al igual que otros trastornos de neurodesarrollo, estaría representado en la franja de individuos desfavorecidos en sus funciones ejecutivas.
Obviamente, la medicina evolucionista no explica las causas de todos los desarreglos mentales y
somáticos que puede padecer un individuo; pero
aporta argumentos que permiten comprender su
naturaleza. También es importante resaltar que la
psicopatología evolucionista tiene relación con la expresividad de rasgos que se agrupan en trastornos,
pero poco tiene que ver con las clasificaciones y
agrupaciones sintomáticas elegidas en el DSM.
Modelo genético
En contraste con la idea convencional de que una
alteración genética específica es la causante del fenotipo clínico propio de determinado trastorno, los
avances genéticos más recientes están desvelando
un modelo sumamente más complejo. En muy pocos años ha quedado obsoleto el planteamiento de
que se podría encontrar el gen del autismo, de la esquizofrenia, del TDAH o de cualquier trastorno del
neurodesarrollo. Para comprender la genética de
los problemas vinculados a la conducta y el aprendizaje es preciso tener en cuenta dos dicotomías
que enmarcan las investigaciones genéticas actuales. De un lado, el contraste variantes genéticas frecuentes/variantes genéticas raras; del otro, magnitud de efecto débil/magnitud de efecto potente; y
aún se podrían añadir otros antagonismos: factores
genéticos/factores epigenéticos y estudios basados
en genes candidatos/estudios basados en un número muy grande de variaciones genéticas.
Se llama variante genética frecuente a la que se
halla en más de un 5% de la población. La mayor
parte de dichas variantes son polimorfismos simples
de nucleótidos (PSN). Los PSN son variaciones del
orden secuencial de un nucleótido (C,G,A,T) en determinado gen. Por motivos estadísticos, ha resultado más asequible hasta el presente el estudio de dichas variantes, puesto que con muestras no excesivamente grandes se pueden obtener concordancias
entre un trastorno y una determinada variante. La
búsqueda debe centrarse en genes candidatos, tomando una muestra de individuos con un mismo
fenotipo. Esta estrategia ha aportado numerosos datos positivos; sin embargo, la magnitud de efecto de
los PSN detectados parece débil, puesto que la pre-
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Dificultades del aprendizaje y neurodesarrollo
valencia de las variaciones halladas en individuos
con un determinado trastorno sólo excede moderadamente la prevalencia de la población general. En
general, cada variación significativa llega a explicar
un 1-2% de la influencia genética relacionada con el
trastorno, de modo que se requiere un número considerable de genes candidatos para explicar una parte relativamente pequeña de la influencia genética.
Un ejemplo, ya clásico, de este tipo de acción genética es la detección del gen transportador de la dopamina y el gen receptor de la dopamina D4 para el
TDAH [28]. En estudios genéticos con gemelos, basados en genes candidatos, se ha podido determinar
que sólo el 5% de la influencia genética se puede explicar por estos genes, un porcentaje muy bajo teniendo en cuenta que la influencia genética en el
TDAH se estima en el 60-90% [29].
Los mecanismos implicados en las variantes genéticas frecuentes están modulados por mecanismos epigenéticos, sobre los cuales queda mucho
por conocer. Refiriéndonos nuevamente al TDAH,
existen datos consistentes sobre la influencia del tabaco durante la gestación [30] o la adversidad social
[31] como mecanismos que modulan posiblemente
la cantidad o las características de la proteína codificada del gen implicado. Un ejemplo similar de interacción genética/ambiental, que incita a la reflexión, es el efecto del acoso escolar en niños con
la variante 5-HTTLPR del transportador de la serotonina. En un estudio con 2.322 niños con dicha variante se mostró cómo aquellos que habían sufrido
acoso escolar tenían problemas emocionales a la
edad de 12 años [32]. Hasta qué punto, en qué medida y cuáles son los factores ambientales implicados en dicha interacción es un tema abierto cuya
respuesta, más allá de posicionamientos preestablecidos, requiere más estudios.
Los estudios basados en un gran número de variaciones genéticas –entre 500.000 y 1.000.000 de
PSN– no han aportado nuevos datos y enfatizan el
efecto débil de las variaciones genéticas frecuentes.
Pero, aunque estos estudios no han aportado información nueva, han permitido abrir prometedoras
expectativas para comprender en profundidad el
papel de las variaciones frecuentes. Y por otro lado,
y quizá más importante, esta técnica también permite detectar cualquier tipo de variación genética, y
concretamente deleciones e inserciones, denominadas colectivamente variantes en el número de copias
(VNC). Las VNC son alteraciones citogenéticas submicroscópicas. Algunas de las VNC consisten en
grandes deleciones o inserciones que dan lugar a
enfermedades conocidas, como puede ser el síndrome velo-cardio-facial. Pero de cara a la comprensión
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de la psicopatología interesan las VNC de pequeño
tamaño, en su mayor parte desconocidas, y respecto
a las cuales se especula sobre su implicación en los
trastornos del neurodesarrollo. El aspecto interesante de las VNC en el terreno de los trastornos
mentales sería su alto grado de penetrabilidad y su
magnitud de efecto, mucho mayores que los atribuidos a las variaciones frecuentes. Recientemente se
han detectado VNC relacionadas con trastornos del
espectro autista, esquizofrenia infantil, con el TDAH
y con el trastorno de Tourette [33,34]. Las VNC pueden heredarse u ocurrir de novo, de manera que generen un nuevo inicio de un trastorno que se transmitirá a las próximas generaciones.
Otro aspecto muy remarcable, totalmente compatible con los hallazgos genéticos, es que algunos
trastornos tal como vienen descritos en el DSM-IV
comparten factores de riesgo genético con otros
trastornos. Así ocurre entre la esquizofrenia y el trastorno bipolar [35], la ansiedad y la depresión [36] o
la dislexia y el TDAH [37]. De ello se desprende la
dificultad y artificialidad de las clasificaciones, dada
la complejidad genética, de modo que determinado
SPN o VNC no se correlaciona específicamente con
determinado trastorno del DSM-IV, sino que posiblemente, por mecanismos pleiotrópicos o de heterogeneidad genética, una misma variante genética
puede estar vinculada a distintos trastornos.
De todo ello se infieren dos características aplicables a los trastornos mentales. De una parte, el
efecto cuantitativo de los genes y la modulación por
factores epigenéticos es difícilmente compatible con
una conceptualización categórica de éstos. De otro
lado, resulta cuestionable atribuir a determinados
genes, o combinación genética, cuadros sintomáticos específicos. La nueva genética da soporte a un
amplio solapamiento entre distintos trastornos tal
como están concebidos actualmente.
Alternativas del DSM 5
Recapitulando sobre todo lo expuesto resulta:
– El DSM se ha configurado como un modelo categórico.
– Los síntomas de trastornos mentales no se entienden, en su mayor parte, como conductas
aberrantes, sino que se trata de conductas cuya
función en su origen es esencialmente adaptiva.
– Los avances genéticos abren paso a una comprensión etiológica, pero, en contrapartida, dejan muy lejos no sólo la categorización, sino también las agrupaciones ‘sindrómicas’ que confi­
guran el modelo actual.
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J. Artigas-Pallarés
– Los trastornos mentales no se pueden conceptualizar como categorías, sino que se entienden
mucho mejor como dimensiones. La interpretación evolucionista y los avances genéticos así lo
acreditan.
– Es difícil, o imposible, reformar el paradigma actual mediante modificaciones adaptativas de éste;
por lo cual se están abriendo las puertas a un
nuevo paradigma que ha de permitir una comprensión de los trastornos acorde con las aportaciones genéticas, neurofuncionales y cognitivas.
– Un cambio radical desencadenaría, muy posiblemente, un desconcierto difícil de reconducir; y,
sobre todo, su implementación generaría serios
problemas en la práctica clínica y la investigación actuales.
– El nuevo modelo, sin embargo, debe ser lo suficientemente abierto como para permitir la incorporación de los rápidos avances que surjan
en el campo de la psicopatología.
Los cambios que posiblemente va a incorporar el
DSM 5 se enmarcarán en un modelo mixto, categórico-dimensional. Seguirán existiendo agrupaciones
sintomáticas similares a las actuales, pero al mismo
tiempo cada ‘trastorno’ se podrá contemplar desde
escalas dimensionales y se podrán añadir, mediante
escalas transversales, matices sintomáticos no contemplados en el modelo actual. El componente dimensional posiblemente pueda dar respuesta, al
menos en parte, a algunas de las incongruencias y
defectos del modelo actual, pero sin llegar a resolverlo totalmente. Las dimensiones que posiblemente
se incorporarán se basan en el número de síntomas,
duración de los síntomas, gravedad de los síntomas,
grado de discapacidad y certitud del diagnóstico. Las
escalas transversales, también de carácter dimensional, son aplicables a un amplio espectro de pacientes. Las escalas transversales propuestas son:
– Escalas centradas en problemas propios de los
distintos períodos del desarrollo vital. Estas escalas toman en consideración que los distintos
trastornos tienen una expresividad distinta para
cada edad.
– Escalas que permitan tener en cuenta especificidades de sexo, grupo étnico y nivel sociocultural.
– Escalas dimensionales vinculadas a problemas
psíquicos presentes en un amplio espectro de trastornos: depresión, ansiedad, problemas de sueño, impacto del dolor, irritabilidad, riesgo de suicidio, consumo de sustancias, etc.
Sin duda, las aportaciones del DSM serán tímidas
para unos, excesivas para otros. Quizá muchos se
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sientan defraudados; sin embargo, si son capaces de
funcionar de modo abierto, con capacidad para incorporar los nuevos avances que irán surgiendo a
un ritmo difícil de seguir, con toda certeza se habrá
dado un gran paso, aunque no definitivo.
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Do we know what a disorder is? Prospects of the DSM 5
Summary. Mental problems are generically called disorders. However, over half a century after they were first included
in diagnostic manuals, and although the use of the term disorder has become consolidated in everyday life, it still stands
out as an artificial construct that does not exist in nature itself. The article highlights the inconsistencies of the categorical
and polythetic model implicit in the Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM). The contributions made
by evolutionary psychopathology and advances in genetics are discussed and these two angles give rise to a new way of
understanding mental disorders that calls for a deep transformation of the categorical model. Evolutionary psychopathology
enables us to understand mental disorders that have their origins in adaptive behaviours, but which are ill-adjusted in the
individual who has them. With the promising expectations deriving from studies based on a huge number of genetic
variations, the field of genetics opens up the doors to a conceptualisation of disorders that is considerably different from
the current model. As a result of all this, there appears to be a need to set out on the path towards a change of paradigm.
The DSM 5, although perhaps still to an insufficient degree, seems to want to offer an answer to the inconsistencies of the
present model. In this regard, the next edition of the DSM is due to incorporate dimensional scales and cross-sectional
scales, without forsaking the categorical conceptualisation altogether.
Key words. ADHD. Behavioural genetics. Comorbidity. Concept of disorder. Copy number variations. Darwinian medicine.
DSM 5. Evolutionary psychopathology. Homo sapiens. Single-nucleotide polymorphisms.
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