Reformando la reforma educativa

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EISNER, ELLIOT (1998): Cognición y currículum. Una visión nueva. Argentina: Amorrortu
Editores.
Reformando la reforma educativa
Es difícil, hasta para un observador casual de la educación en los Estados Unidos,
no llegar a la conclusión de que nuestras escuelas se encuentran en un estado de crisis
profunda. Todos los medios, casi todos los políticos y gran parte de las encuestas
públicas expresan una considerable ansiedad por el bajo rendimiento de los estudiantes.
Para solucionar estos problemas, buscan modos de lograr que los estudiantes alcancen
un «nivel mundial». ¿Qué significa «nivel mundial»? No está claro en absoluto el
significado de esta expresión en el contexto de la educación de los jóvenes, aunque al
parecer significa que en exámenes internacionales de rendimiento estudiantil,
especialmente en matemática y ciencias, los estudiantes norteamericanos se elevarán
desde su posición casi en el fondo de la escalera hasta ascender prácticamente hasta la
cúspide. Lo que al parecer no somos capaces de hacer en la industria automovilística,
creemos poder lograrlo en el quehacer educativo.
Mandatos políticos de cambio
Si el lector percibe un matiz de cinismo en mi declaración anterior, su intuición es
correcta. Parece que fue ayer cuando tuvimos otra crisis educativa. Fue en 1983, cuando
se publicó A nation at risk [Una nación en peligro] (National Commission on Excellence in
Education, 1983). Las líneas iniciales del documento dicen:
«Si una potencia extranjera enemiga hubiera intentado imponer a América el
mediocre rendimiento educativo que existe hoy, podríamos muy bien haberlo considerado
un acto de guerra. Tal como están las cosas, hemos permitido que esto nos suceda.
Hemos despilfarrado lo que ganamos en rendimiento estudiantil tras el desafío del
Sputnik. Además, hemos desmantelado sistemas esenciales de apoyo que nos ayudaron
a obtener aquellos logros. Hemos cometido un acto irreflexivo y unilateral de desarme
educativo» (pág. 5).
¿Es posible imaginar algo peor? Estados Unidos no fue nunca invadido por un
ejército extranjero, jamás perdió una guerra (salvo la de Vietnam); y sin embargo,
lamentablemente, nuestras escuelas consiguen lo que los ejércitos extranjeros no
pudieron hacer. Una nación en peligro sostuvo que las escuelas norteamericanas
destruían a los Estados Unidos1.
Una nación en peligro no fue un documento gubernamental que nadie leyera. Se lo
difundió por la más importante red de televisión de los Estados Unidos, se comentó en los
periódicos y se lo discutió en incontables juntas docentes de todo el país. Una nación en
peligro pintaba un panorama desalentador de nuestras escuelas, pero también sugería
remedios. Estos remedios consistían en insistir en «los cinco nuevos saberes básicos».
Ahora, pocos años después, con un nivel de análisis educativo no mucho más profundo
que el expuesto en Una nación en peligro, tenemos su contraparte: América 2000
(Department of Education de los EE.UU., 1991). ¿Los actuales reclamos de reforma
educativa tienen más posibilidades de éxito que los que conocimos en el pasado? ¿Un
programa nacional de pruebas y un informe público son la solución? ¿Lo que deseamos
para nuestros hijos o para este país es una visión de la educación ligada a una carrera
internacional por la superioridad educativa? ¿Pueden las escuelas hacer más con menos
dinero? ¿Estamos, por fin, en el camino hacia la recuperación educativa?
Ahora bien, no está del todo claro si hacer públicos los boletines de los estudiantes
hará posible que las escuelas se conviertan en lugares mejores tanto para los alumnos
como para los maestros. También es un misterio por qué se piensa que un remedio
adecuado para las enfermedades educativas consistiría en un gigantesco examen para 47
millones de estudiantes, que asisten a 108.000 escuelas supervisadas por 16.000 juntas
escolares, radicadas en 50 estados, que atienden una población tan diversa como la
nuestra. En cuanto a las escuelas modelo -otra de las recomendaciones de América
2000-, nunca faltaron en la educación de los Estados Unidos. La dificultad no está en
crear escuelas modelo; la dificultad está en la idea de que de algún modo las escuelas
pueden «replicarse» en otros contextos, como si el proceso fuera biológico y no político y
social. Además, aun la idea de la crisis no está particularmente clara en el contexto de las
escuelas. ¿Hay una crisis en la educación norteamericana para todos los estudiantes o
sólo para algunos? ¿Cuál es la naturaleza de esa crisis? ¿Se debe a que en algunos
segmentos de nuestra comunidad hay demasiados estudiantes que abandonan los
estudios secundarios? ¿Se debe tal vez al fracaso de las escuelas o habrá otras causas?
¿La crisis consiste en el bajo rendimiento en las pruebas? Y si así es, ¿a quién afecta?
¿La crisis es atribuible a maestros incompetentes, a estudiantes poco motivados, a
padres que no se preocupan lo suficiente por la educación de sus hijos, a la proporción
creciente de familias monoparentales, al nivel de racismo de nuestra sociedad, al
creciente número de niños criados en la pobreza, a los insuficientes cuidados prenatales
que se brindan a los más pobres, a los efectos secundarios de que los niños pasen veinte
o más horas por semana frente al televisor? ¿Contribuyen todos estos factores a que
nuestros niños no rindan en la escuela? Y si así es, ¿qué indicarían estos factores para la
mejora de las escuelas?
En cierto sentido, el deseo de establecer un conjunto común de pautas educativas
de nivel nacional es comprensible. Y es comprensible también el fuerte deseo de utilizar
una prueba común para medir el rendimiento. Mucha gente, dentro y fuera de la
educación, ha perdido confianza en la capacidad de las escuelas para transmitir los
bienes educativos por los que creen haber pagado. La fuente de sus preocupaciones
suele ser la declinación de los puntajes de los estudiantes según el Scholastic Aptitude
Test (SAT) [Prueba de Aptitud Escolar]. Desde 1966 hasta 1990, el puntaje promedio en
lengua según el SAT cayó 42 puntos: de 466 a 424. Durante el mismo período, el puntaje
promedio en matemática según el SAT cayó 18 puntos: de 492 a 474 (College Entrance
Examination Board [Junta de Evaluación para el Ingreso a la Universidad], 1989). La
caída ha sido continua. Pero esta prueba no es muy adecuada para apreciar la calidad de
las escuelas de los Estados Unidos. El SAT es un test de elección múltiple que tiene 80
ítems en cada una de sus dos secciones: matemática y lengua. En la sección de lengua,
con sólo 6 ítems equivocados el puntaje cae de 466 a 424; y con sólo 4 ítems
equivocados, cae de 492 a 474 en la sección de matemática. No es mi intención justificar
la caída en los puntajes, sino simplemente señalar el análisis superficial que se hizo para
interpretar el significado de esos puntajes. ¿Qué clase de validez predictiva se cree que
pueden tener 5 o 6 ítems de un test de elección múltiple? ¿La caída en los puntajes del
SAT no podría ser, en parte, consecuencia de que la población a la que se administra el
test es cada vez mayor y más diversificada? Esa información rara vez trasciende al
público; pero una caída de dos puntos de un año para el siguiente sale en la primera
página de los diarios.
Mi razonamiento y los interrogantes que planteo llevan la intención de complicar los
análisis simplistas de la escolaridad que han bombardeado al público norteamericano
durante la última década: hablar bien de las escuelas equivale prácticamente a confesar
que se desconoce todo criterio de evaluación. Por otra parte, introducir factores
atenuantes es correr el riesgo de ser considerado un defensor del «establishment
educativo». Al parecer preferimos los eslóganes. La famosa frase «A la droga
simplemente dile que no» tiene su contraparte en otra frase: «Primeros en ciencias y
matemática para el año 2000».
Estos análisis superficiales de la escolaridad no sirven para mejorar las escuelas,
entre otras cosas, porque en general no averiguan las condiciones subyacentes por las
cuales las escuelas son lo que son. Estrictamente se ciñen a los síntomas, y como dejan
de lado las condiciones estructurales más profundas que animan a las escuelas, las
«soluciones» que prescriben no son en realidad soluciones. Utilizar un examen nacional el
American Achievement Test [Prueba de Rendimiento]- para tomar la temperatura
educativa de las escuelas y después dar a publicidad esa temperatura puede ser tan útil
para curar los males de las escuelas como tomar la temperatura a un paciente y publicar
el resultado para curarlo. Tomar la temperatura en educación suministrará, en el mejor de
los casos, una serie de indicadores generales sobre el estado del rendimiento estudiantil
en variables circunscriptas, pero es muy improbable que arroje luz sobre las fuentes del
éxito o del fracaso. Como me dijo cierta vez un maestro de Nebraska: «No se puede
engordar el ganado poniéndolo en la balanza».
Podríamos preguntarnos entonces por qué estos procedimientos parecen ser tan
atractivos para los políticos que se interesan en la reforma escolar. Hay varias respuestas
a esta pregunta. Primero, la idea de que todas las escuelas deben tener un curriculum
común y un sistema de exámenes uniformes presenta un aspecto lógico atractivo.
Detenerse demasiado en las diferencias entre valores educativos, contextos o historia
cuando se reflexiona sobre los objetivos de la educación o el contenido de los programas
escolares equivale a complicar innecesariamente las cosas. A medida que cobra
importancia la consideración del contexto, las recomendaciones universales se
desdibujan. Para algunos, prestar atención al contexto es un procedimiento ineficaz.2
En segundo lugar, existe casi desesperación entre los legos como entre algunos
educadores por el convencimiento de que el establishment educativo ha fracasado, de lo
cual, como lo expresó un autor, «Debemos hacernos cargo» (Finn, 1991). Hacerse cargo
significa simplificar y estandarizar. Sin estandarización, la evaluación comparativa del
desempeño escolar es prácticamente imposible; y sin evaluación comparativa, es muy
difícil establecer un orden de calificaciones. Sin un orden de calificaciones, es difícil
determinar la excelencia. Entonces surge la idea de la carrera: todos los niños van por la
misma pista y saltan los mismos obstáculos. Y para el vencedor, el trofeo. Eso sí, no se
tiene en absoluto en cuenta si cierta pista es adecuada para todos los niños en este país
nuestro o si todos los niños parten de la misma línea de largada cuando suena el disparo
inicial. Así, la meritocracia no tan tácita de nuestra cultura apoya la idea de que en las
escuelas, como en las medias, una sola medida va bien a todos. Lo curioso es que esta
idea suele ser defendida en nombre de la equidad educativa, como si uniformidad y
equidad fueran idénticas.
Tampoco se debe pasar por alto que la aspiración a comparar no termina dentro de
nuestras fronteras nacionales. Tiene poco sentido hablar de escuelas de nivel mundial si
no existe una carrera mundial en la que nuestros niños tengan que competir, una especie
de olimpíadas de la educación. Tener una carrera de nivel mundial obliga a tener no sólo
un programa de evaluación común de nivel mundial, sino también un curriculum mundial
común. Si los japoneses tienen una visión de la educación en ciencias o en estudios
sociales o en matemática diferente de la nuestra, evaluar a nuestros estudiantes con
instrumentos apropiados para los programas de estudio japoneses no sería ni sensato ni
esclarecedor. Para ser interpretables (e incluso así con enormes dificultades), tanto la
evaluación como los currícula deben ser comunes a los estudiantes evaluados. En las
olimpíadas, todos los corredores de una carrera compiten en la misma pista y parten del
mismo lugar. Esas condiciones están lejos de ser comunes en nuestras propias escuelas,
para no hablar de todas las escuelas del planeta.3
Por cierto que una tercera razón explica el atractivo de las soluciones simples: son
más baratas que las complicadas. Si se pudiera mejorar significativamente la enseñanza
midiendo el rendimiento de los estudiantes y dando a publicidad los resultados, o
prescribiendo un currículum común para todos los que estudian, entonces no haría falta
costear investigaciones en el campo de la docencia y el currículum ni la elaboración de
programas que intenten formas experimentales de organización escolar. Si la clave del
éxito es una escuela que funciona todo el año o la privatización de la educación o la
provisión de incentivos económicos por el rendimiento -el equivalente de un trabajo
educativo a destajo-, la necesidad de invertir en costosos programas de investigación y
desarrollo se evaporaría. Mucha gente cree que las soluciones son simples. No hace
tanto tiempo que la «vuelta a los saberes básicos» se consideraba la mejor solución
posible para nuestros problemas educativos. Era una solución construida sobre la
convicción de que «lo que fue bueno para mí, es bueno para mis hijos».
Con independencia de las razones o los motivos que impulsan la reforma escolar,
la consecuencia del análisis incorrecto de la estructura de la enseñanza y de la
concepción limitada de su mejora es el descreimiento al parecer indetenible de los
maestros. Para los maestros experimentados, el movimiento de la reforma, lleno de sus
nuevas panaceas, recuerda a los antiguos y fallidos intentos de hacer algo para mejorar
realmente la enseñanza y elevar las condiciones educativas. Para muchos maestros, los
objetivos de la reforma, tal como se los formula en los términos de la disponibilidad de
personal y los modelos económicos de progreso social, son ajenos a sus arraigados
motivos para enseñar. Conseguir que sus alumnos ganen una carrera educativoeconómica no fue lo que los llevó a enseñar en primer término, y para la mayoría no es
tampoco un argumento persuasivo para sus esfuerzos en el aula. Los objetivos
pedagógicos de la nueva reforma (y los del pasado reciente) no captan su imaginación ni
les inspiran nuevos ideales. En vista de la historia de intentos fallidos por encontrar una
palanca de oro que eleve el nivel educativo, no se puede culpar a los maestros por no ser
entusiastas. Ellos se dan cuenta de que una vez que se hayan acallado los tambores y los
platillos, permanecerán en el aula con sus alumnos, haciendo lo mejor que puedan en
condiciones cada vez más adversas.
En cuanto a los directivos escolares, ellos también saben que los esfuerzos de
reformase han encendido y han cesado. Pero los directivos escolares son más
vulnerables ante la opinión pública que los maestros. El director, tanto en un sentido
administrativo como en un sentido pedagógico, es responsable de la escuela; el
superintendente, lo es del distrito. Ninguno de los dos puede permitirse ignorar las
exhortaciones de reforma, y ambos suelen adoptar el lenguaje de la reforma «reestructuración», «aprendizaje cooperativo», «mapeo cognitivo», «currículum
integrado», «valoración del desempeño»- sin un análisis conceptual cuidadoso del
significado de estos conceptos y también sin haber creado sus contrapartes empíricas en
la escuela. En definitiva, tanto los maestros como los funcionarios se adaptan, pero de
manera diferente, a las actuales pasiones educativas. Esa adaptación es una manera de
enfrentar a un público exigente y de dar la impresión de estar actualizados.
Obstáculos para el cambio
Hasta ahora mis comentarios estuvieron dirigidos a destacar el carácter
relativamente vano de los trabajos por la reforma y a atribuir su general ineficacia a un
análisis superficial de la educación y a una desafortunada idea de su misión. Pero,
evidentemente, es preciso reconocer que aun con el más profundo de los análisis sería
difícil introducir en las escuelas un cambio significativo. Las escuelas son instituciones
fuertes; y reconocer las fuentes de su estabilidad es importante si queremos crear
mejores métodos para perfeccionarlas. Será conveniente entonces discernir algunas de
las principales piedras fundamentales que hacen a las escuelas tan resistentes al cambio.
Por conveniencia y por economía, limitaré mi atención a lo que sigue.
Primero, las imágenes de enseñanza, de aula y de lo que es una escuela se
adquieren temprano en la vida. La docencia es la única profesión que conozco en la que
la socialización profesional empieza a los cinco años. En consecuencia, las personas que
enseñan han tenido años para internalizar una serie de expectativas respecto de lo que
los maestros hacen y de cómo son las escuelas. Por eso producir un cambio significativo
en las escuelas requiere, entre otras cosas, cambiar las imágenes que los maestros
tienen de su trabajo. A veces estas nuevas imágenes se investigan en programas de
capacitación para maestros, pero el hecho concreto es que la mayoría de las escuelas,
para los maestros jóvenes, se parecen muchísimo a aquellas donde hicieron su
escolarización primaria y secundaria. En consecuencia, las escuelas en las que enseñan
suelen dificultar que echen raíces en ellos las nuevas imágenes de la enseñanza. Un
programa de formación docente que recomiende un enfoque cooperativo de la enseñanza
o una concepción integrada del currículum, pero que coloque a los futuros maestros en
escuelas en las que ese tipo de enseñanza es casi imposible, o en las que la integración
curricular sea muy difícil, probablemente no logrará los objetivos deseados. Además, con
frecuencia los maestros veteranos aconsejan a los maestros jóvenes que olviden todo lo
que se les enseñó en los programas de formación docente, porque la realidad educativa
reside en la escuela tal como es.
Afortunadamente, la actual tendencia hacia una relación de mayor cooperación
entre maestros de escuelas públicas y profesores universitarios quizá subsane algunas de
las dificultades con que se encuentran los maestros nuevos. A medida que se desarrolla
una verdadera paridad entre profesores y maestros de escuelas públicas, es posible que
se desarrolle también una relación más congruente entre los programas de formación
docente y las posibilidades educativas de las escuelas. Y, si ello ocurre, creo que surgirán
nuevas y mayores oportunidades de cambios importantes.4
Segundo, dada la actual estructura de las escuelas, los maestros elaboran,
asimilan e inventan formas de adaptación profesional a fin de enfrentar las numerosas
exigencias que constituyen su vida profesional. Estas formas de adaptación les permiten
procesar con eficacia importantes cantidades de información y organizar su rutina diaria
para poder sobrevivir. La asimilación, elaboración e invención de ciertas técnicas
pedagógicas, formas de organización de la clase, procedimientos para brindar información
a los estudiantes, maneras de calificar los exámenes, y métodos para distribuir
oportunidades a los estudiantes dentro del aula, son todas técnicas que los maestros
deben adquirir. Una vez internalizadas, estas habilidades permiten que los maestros se
concentren en los aspectos sustanciales de su trabajo docente. Ahora bien, muchas de
estas habilidades que hacen posible la supervivencia pedagógica son las mismas que
deberían cambiar en un genuino esfuerzo de reforma. Es un círculo vicioso. Sin
repertorios bien arraigados, la docencia no puede avanzar; y con repertorios bien
arraigados, la asimilación o la invención de nuevas habilidades resulta difícil. Es difícil
abandonar viejos hábitos cuando han funcionado «tan bien» por tanto tiempo. Por otra
parte, los maestros tienen que pagar un costo profesional muy elevado si fracasan en la
exploración experimental de nuevas posibilidades pedagógicas.
Un tercer factor que estabiliza una escuela concierne a su estructura organizativa.
Entiendo por «estructura organizativa» la manera en que se definen el tiempo, el espacio,
los roles y las materias. Las escuelas son estructuras organizadas. Sus características
son tan comunes que a veces las consideramos naturales, olvidando que se trata de
productos culturales que bien podrían ser diferentes. Por ejemplo, aunque hay
excepciones, la mayoría de los maestros dan clases a unos treinta alumnos por vez; la
mayoría de los maestros empiezan a trabajar cerca de las 8:30 y terminan su tarea a las
15; en la mayoría de las escuelas de los Estados Unidos, el año lectivo se inicia en
septiembre y termina en junio; los maestros en su mayoría trabajan con un solo grado; la
mayor parte de las materias se enseñan como campos de estudio aislados, con
relativamente poca integración en los niveles de escolaridad media y superior; en casi
todas las escuelas hay por lo general sólo dos roles profesionales: docente o directivo
escolar. A los alumnos se los califica con letras que simbolizan su desempeño, y así
sucesivamente. Podríamos viajar desde Maine hasta California y desde Florida hasta
Dakota del Norte, y descubriríamos que casi todas las escuelas comparten las
características que hemos enumerado. Desde luego que hay excepciones, pero son sólo
eso, excepciones.
Los rasgos estructurales de las escuelas se ven además reforzados por una serie
de normas comunes. Dreeben (1968), por ejemplo, comenta la norma de la universalidad.
En el hogar, los padres tratan a los niños con relación a condiciones individuales y
contextos específicos. En la escuela, en cambio, los maestros sienten la necesidad de
«no hacer favoritismo», de tratar a todos los alumnos igual con respecto al cumplimiento
de las normas; la situación individual de cada alumno queda así supeditada a las normas
que se aplican a todos, y los maestros dudan en infringir esas normas porque no quieren
parecer injustos. Dreeben puntualiza también que la práctica de agrupar a los alumnos
por edad fomenta las comparaciones entre «pares». Esa agrupación por edad no forma
parte de la vida familiar, ya que en casa coexisten niños de diferentes edades, ni tampoco
se parece a la vida en el vecindario, donde niños de diferentes edades juegan juntos.
Podríamos agregar más aspectos a esta lista, pero creo que lo que quiero destacar queda
claro. La forma en que hemos estructurado las escuelas tiene importantes consecuencias
para la forma en que la gente se comporta dentro de ellas. Roger Barker (1968) lo deja en
claro en sus lecciones de psicología ecológica. Cuando la estructura de la escuela entra
en conflicto con nuestras aspiraciones o con las innovaciones que tenemos la esperanza
de introducir, es muy probable que la estructura altere la innovación o modifique la
aspiración, y no lo contrario. La escuela cambia el mensaje que ingresa más de lo que el
mensaje nuevo puede cambiar a la escuela.
Ahora bien, en las reformas educativas casi nunca se encara adecuadamente el
tema de la resistencia de la escuela a las reformas. Por lo general se trata de introducir
innovaciones que funcionen dentro de la estructura escolar existente. Por ejemplo, todos
los desarrollos curriculares del movimiento de reforma curricular de la década de 1960
estuvieron destinados a incorporarse a la estructura escolar existente. Y ninguna de esas
reformas sobrevivió.
Existe una buena razón para que la estructura escolar sea tan fuerte. En primer
lugar, las escuelas son instituciones con una larga tradición, y las tradiciones alimentan
expectativas. Nosotros esperamos que las escuelas estén organizadas en la forma en que
lo están, permita o no esta organización lograr los objetivos que perseguimos. Segundo,
los maestros y los administradores han desarrollado destrezas profesionales que encajan
muy bien en la actual estructura de las escuelas. Por ejemplo, las habilidades docentes
virtualmente se basan en el supuesto de que el maestro trabajará solo en un aula con
unos treinta alumnos. Y la gran cantidad de investigación sobre la labor docente se apoya
también en esa expectativa. Sólo nos resta entonces preguntarnos cuál sería la utilidad o
la importancia de esa investigación si las condiciones en que trabajan los maestros se
modificaran radicalmente.
En tercer lugar, las expectativas respecto de las escuelas pueblan la mente de sus
clientes: los estudiantes y sus padres. Los padres que tuvieron buen desempeño en
escuelas tradicionales, y que «saben» que las escuelas a las que irán sus hijos en el
futuro serán muy parecidas a las que ellos conocieron en el pasado, son particularmente
resistentes a los cambios radicales. Cuando alguien ha sido un ganador o cuando conoce
las reglas del juego, tiene pocas ganas de cambiar esas reglas.
Un cuarto factor de estabilización de las escuelas es la tendencia a querer que los
cambios se produzcan desde arriba hacia abajo. Desde un punto de vista burocrático, la
implementación de la política educativa es responsabilidad del educador profesional. Por
otra parte, los maestros y los administradores de los institutos de enseñanza son
servidores públicos, cuya tarea consiste en ejecutar las políticas educativas que las
autoridades políticas imponen.
En cierto sentido, esta visión es razonable. En los Estados Unidos, las juntas
escolares en los niveles estadual y municipal son responsables de la elaboración de las
políticas educativas. Es tarea de estas juntas formular directivas y brindar orientación.
Pero directivos escolares y maestros no son simplemente un personal técnico, por lo tanto
deben tener participación en la formulación de las políticas y en su implementación. Si los
maestros no se sienten comprometidos con las nuevas normas, es muy posible que
ofrezcan una resistencia pasiva. Y con resistencia pasiva, la probabilidad de introducir un
cambio productivo es muy pequeña. Pero aun más, los que dictan las medidas tratan con
los niños de las escuelas primarias y secundarias en general. Para los que elaboran las
medidas, estos niños son abstracciones. Los maestros se enfrentan con la realidad. A
diferencia de las unidades que salen de una línea de producción, donde de métodos
estandarizados se puede muy bien esperar resultados previsibles, los maestros deben
introducir adaptaciones intelectuales no sólo en los métodos sino también en los fines.
Además, la construcción de sentido no es algo que los maestros fabriquen y transmitan a
los estudiantes, sino algo que los estudiantes deben producir por sí mismos. La forma que
adopten esos sentidos es individual. Además, la construcción personal de sentido no es
una responsabilidad educativa (excepto en un sistema obsesionado por los resultados
estandarizados), sino una de las más preciadas virtudes de la educación, un elemento
absolutamente fundamental para la viabilidad cultural. Y es a través de esas
construcciones como se fomenta el bien común. Por nuestras diferencias nos
enriquecemos mutuamente. El enfoque vertical y burocrático de la reforma educativa
subestima la amplitud profesional que los maestros deben tener para explotar sus talentos
y ejercitar el juicio profesional que deben emplear constantemente para tratar con esos
haces de «diferencias individuales» que normalmente conocemos como «niños».
Lo fundamental en este punto es que ni la actividad escolar ni la docencia pueden
ser manejadas por control remoto desde lejos. Si los maestros y los directivos escolares
no entienden el cambio o no llegan a comprometerse con él, no cambiarán.
Lamentablemente, los reformadores de la educación pierden constantemente de vista
este dato fundamental.
Mirar debajo de la superficie
La reforma de la educación requiere no sólo un análisis amplio y más profundo de
las escuelas; debe atender también a las dimensiones de la actividad escolar que deben
ser tratadas colectivamente para que la reforma educativa sea pedagógicamente real. Y
esta atención debe ir más allá de los cambios de aspectos individuales de la práctica
educativa. La «última» solución pedagógica para los problemas educativos debe ser
considerada sólo una pequeña parte de un todo más complejo y más grande. Es difícil
que los nuevos enfoques pedagógicos -por ejemplo, el desarrollo de habilidades de
pensamiento de un orden más elevado- se alcancen si el currículum y los métodos de
evaluación no sustentan las prácticas educativas que buscan ese objetivo. Los maestros
no pueden dedicar el tiempo necesario a lograr que los estudiantes se inicien en métodos
inductivos de aprendizaje si, para todos los fines prácticos, sigue siendo fundamental el
cumplimiento del currículum o el logro de puntajes elevados en pruebas que evalúan un
pensamiento de orden inferior. Es poco probable que la enseñanza misma se perfeccione
si los maestros se siguen desenvolviendo dentro de una estructura escolar que los aísla
de sus colegas o se rige por normas hostiles a la crítica constructiva. Creo que el principio
que intento formular aquí es un principio estético: la obra de arte exige atender a
totalidades; la configuración es fundamental; todo importa. Aplicada a las escuelas, esta
perspectiva indica que es preciso ver la escuela como un todo. Lo que tenemos entre
manos es la creación de una cultura.
Bajo muchos aspectos, el término cultura es especialmente conveniente. En
sentido biológico, una cultura es un conjunto de organismos vivos que sólo crecen si el
medio en el que residen favorece su crecimiento. Ese medio, en nuestro caso, es la
escuela. La cultura son los estudiantes y los adultos que trabajan con ellos. El crecimiento
que buscamos es el ensanchamiento de la mente. Para crear el medio que estudiantes y
profesores necesitan, debemos prestar atención a la mezcla. Lo que compone esa mezcla
incluye las intenciones que orientan la empresa, la estructura que la sustenta, el
currículum que provee su contenido, la enseñanza a través de la cual se media ese
contenido, y el sistema de evaluación que nos permite controlar y mejorar su
funcionamiento. Ninguna reforma educativa que se haya propuesto hasta ahora ha
considerado colectivamente estas dimensiones fundamentales de la tarea escolar.
Para abordar la reforma de las escuelas ecológicamente o, para decirlo de otro
modo, sistémicamente, se requiere cuando menos atender a las intenciones. ¿Cuáles son
los objetivos que importan de verdad en la empresa educativa como un todo? Esto
requiere también que prestemos atención a la estructura de la escuela. Las características
del lugar de trabajo, como ya he señalado, son de gran importancia para maestros y
alumnos. Una reforma sistémica exige que se preste atención al currículum. ¿Qué
ofreceremos a los estudiantes y cuál será la base de nuestra selección? Es preciso
atender a la enseñanza. Ningún currículum puede sobrevivir a una incompetencia
docente; pero tampoco vale la pena enseñar bien un currículum malo. Y por último,
consideremos los métodos de evaluación empleados. Embarcarse en la reforma de las
escuelas para concretar determinados ideales, pero usar al mismo tiempo formas de
evaluación opuestas en el espíritu o en los hechos a esos ideales, equivale a cortejar el
fracaso. Creo que los métodos de evaluación se deben basar en la idea de que su
principal función es pedagógica (Eisner, 1985). O sea que las actividades evaluativas se
deben entender como recursos pedagógicos destinados a mejorar las condiciones en las
que se desenvuelve el quehacer educativo. Estas cinco dimensiones -la intencional, la
estructural, la curricular, la pedagógica y la evaluativa- son elementos clave en todo
abordaje amplio, ecológico o sistémico de la reforma educativa. En realidad, estas
dimensiones no agotan el espectro de condiciones que se podrían considerar -el apoyo
familiar a las escuelas, por ejemplo-, pero constituyen el núcleo mismo del éxito de la
reforma.5
Las páginas precedentes han pretendido dar al lector una idea de los trabajos de
reforma que jalonaron nuestra historia educativa desde la década de 1960. Esos trabajos
no culminaron siempre con éxito. Lamentablemente, los actuales esfuerzos reformistas no
parecen más promisorios. Y mi preocupación no es exclusiva. En The predictable failure
of educational reform, Seymour Sarason (1990) dice:
«Es notable, y hasta sintomático, que quienes proponen la reforma educativa no
hablen de cambiar el sistema pedagógico. Formulan su reforma en los términos de
mejorar las escuelas o la calidad de la educación. Y si existe alguna duda de que tienen
una concepción en extremo superficial del sistema educativo, esa duda desaparece
cuando examinamos los remedios que proponen, que se resumen en esto: "haremos lo
que veníamos haciendo, o lo que debíamos hacer, pero ahora lo haremos mejor"» (pág.
13).
Yo comparto las opiniones de Sarason. Estas preocupaciones nuestras no se
deben considerar pesimistas. Lo que es pesimista es la incapacidad o la desgana de
reconocer la magnitud de la tarea, y dejarse ganar por un optimismo voluntarista pero
ingenuo acerca de «lo que funciona» (Department of Education, 1987) [Departamento de
Educación de los EE.UU.], subiéndose, por así decir, al primer camión con música que
pase por la calle. No hay mérito alguno en seguir la corriente del movimiento de reforma
educativa si nos limitamos a introducir cambios superficiales o pequeñas modificaciones
políticas que vuelvan más cómoda nuestra situación. A veces se progresa más nadando
contra la corriente.
Estas reflexiones me conducen al objetivo principal de este libro. No abordaré
todas las consideraciones críticas que acabo de presentar. Mi objetivo consiste en brindar
una base razonada y sólida para decidir qué enseñar. Consiste también en explorar las
consecuencias de estas ideas para la enseñanza y la conducción de una evaluación
educativa. Quiero proponer un marco de trabajo que, según creo, será útil para instituir
escuelas verdaderamente educativas.
La naturaleza humana y los fines de la educación,
La tarea de decidir qué enseñar se vincula, en última instancia, con una visión de la
naturaleza humana y con una imagen de los fines de la educación. Formular intenciones
para las escuelas y definir los programas que se enseñarán a los jóvenes no son sólo
tareas esenciales para la educación; son tareas que se debaten ásperamente en nuestra
cultura. A diferencia de lo que acontece en muchas otras naciones, donde las políticas
educativas se definen en un nivel ministerial para la nación en su conjunto, en los Estados
Unidos el funcionamiento de las escuelas se orienta como resultado de políticas que
pertenecen por ley a cada estado y, a su vez, a las juntas escolares locales. Si bien en los
Estados Unidos hay una nacionalización de la educación mucho mayor de lo que los
norteamericanos quisieran creer -sobre todo en la actualidad-, hay también bastante
debate acerca de lo que es posible y deseable para las escuelas. Cualquier idea que yo
formule en este libro deberá competir con otras ideas sobre lo que las escuelas deben
proveer. En algún otro trabajo he discernido varias orientaciones principales en cuanto al
curriculum o, en otros términos, varias ideologías educativas (Eisner, 1985, 1991a). Estas
orientaciones e ideologías proporcionan una base para decidir qué curriculum se
enseñará y para racionalizar los objetivos educativos. Actualmente, los objetivos y los
contenidos que se enseñan en las escuelas se basan en el mercado. Se nos dice que las
escuelas deben proveer la mano de obra que hará de los Estados Unidos una vez más un
país competitivo: y que esto significa que los estudiantes aprendan a pensar. La idea es
que en tiempos pasados los alumnos no necesitaban realmente saber cómo pensar: al
parecer no se consideraba importante porque los empleos exigían poco de los
trabajadores. Las escuelas tenían que entrenar a los niños para soportar el aburrimiento
con el propósito de vacunarlos contra el aburrimiento que sin ninguna duda los esperaba
en la línea de montaje. Al parecer, hoy las nuevas demandas cognitivas del trabajo y las
exigencias de los empleos son las fuentes fundamentales de datos para formular las
intenciones educativas y elaborar los programas escolares. En los Estados Unidos de
hoy, la comunidad empresarial empieza a definir la agenda educativa para los niños
norteamericanos (Berman, Weiler Associates, 1988).
A manera de comparación, consideremos la posición de aquellas personas cuya
visión de lo realmente importante tiene como centro un conjunto de valores teológicos.
Las escuelas católicas, las escuelas judías ortodoxas y las escuelas protestantes
fundamentalistas predican la centralidad de la palabra de Dios para el diseño de los
programas educativos. Por supuesto, desde ese punto de vista, las escuelas que dejan
fuera las enseñanzas de la Biblia o las ideas que la Iglesia acepta no pueden, en principio,
ser educativamente buenas. Aquí, la principal fuente de datos no es nuestra posición
competitiva frente a Japón o a Corea, sino una concepción de lo que los jóvenes
necesitan para llevar una vida espiritualmente satisfactoria y moralmente correcta. Los
padres que adoptan estas ideas envían a sus hijos a las escuelas parroquiales, cuyos
programas están destinados a lograr la realización de esos valores.
Hay otros que afirman que el objetivo correcto de la enseñanza escolar es la
transmisión de cultura, pero no de cualquier cultura, sino de lo mejor que los seres
humanos han creado. Los Great Books Programs, las Paideia Schools y en cierto sentido
la Coalition of Essential Schools se basan en la idea de que no todos los contenidos
curriculares son idénticos. Las diferencias en la calidad de lo que los seres humanos han
creado son importantes, y una de las tareas más importantes del educador profesional es
comprender lo que es de verdadero valor y renunciar a enseñar ciertas materias
«importantes» -por ejemplo, enseñar a conducir vehículos- que no son responsabilidad
fundamental de las escuelas. Expresado con otras palabras, ya que hay diferencias
sustanciales en la calidad de las ideas y obras que los seres humanos han creado, es
tarea del educador asegurarse de que se ponga al alcance de los jóvenes lo mejor.
Evidentemente, es preciso tener en cuenta ciertas consideraciones evolutivas; pero, una
vez realizada esa tarea previa, la selección debe hacerse poniendo la mayor atención en
la calidad. Después, esta selección se convierte en una suerte de canon cultural, un
medio no sólo para transmitir cultura sino también para ofrecer el elemento aglutinante
que toda sociedad debe tener para mantenerse íntegra. En ausencia de una concepción
de lo que vale la pena enseñar y en ausencia de una visión de la misión única de la
escuela, esta se queda sin fundamento para excluir nada, y se limita a tratar de hacer lo
que se le pide. La consecuencia inmediata de todo eso es que pierde dirección.
Algunos consideran que esta idea sobre la misión de la educación escolar es
esencialmente conservadora. Utilizar las escuelas para transmitir las ideas y los valores
del pasado equivale, en efecto, a sostener la cultura tal como es. Y la cultura tal como es,
es injusta. La nueva generación de reformadores educativos (Giroux, 1989) sostiene que
la escuela debe sensibilizar a los jóvenes para las salvajes desigualdades sociales que
atraviesa la sociedad. Las escuelas deben ayudar a los jóvenes a tomar conciencia de los
intereses que llevan a la destrucción del medio ambiente; deben ayudarlos a comprender
las causas de la pobreza, el abuso de drogas, el desempleo, el despilfarro de energía.
Dicho de otro modo, el contenido correcto de los curricula escolares se aloja en el mundo
en que los niños viven y vivirán, y no en un pasado remoto y pasivo. El objetivo de las
escuelas es capacitar a los niños para que contribuyan a crear una sociedad mejor, más
humana, más equitativa. A menos que las escuelas tengan éxito en esa tarea, la brecha
entre ricos y pobres será cada vez mayor, el nivel de contaminación ambiental aumentará
y la capacidad de las instituciones para controlar su propio destino disminuirá. El poder
quedará entonces en manos de una elite relativamente pequeña que, por medio del
privilegio de clase social y las ventajas económicas, explotará el trabajo de los asalariados
pobres.
Es importante señalar que algunos padres no quieren que las escuelas traten la
cuestión de los valores. Los valores que se inculcan a los jóvenes, creen estos padres,
pertenecen al ámbito del hogar, no al de la escuela. Desde este punto de vista, la tarea de
la escuela es, en cierto sentido, técnica. Consiste en instruir para el alfabetismo y las
destrezas laborales; consiste en introducir a los niños en el conocimiento de los
contenidos seculares adecuados, pero de ninguna manera debe iniciarlos en un
«esclarecimiento de los valores». Estas personas creen que, de algún modo, las escuelas
pueden ser neutrales.
No hace falta mucha perspicacia para reconocer que el proceso de la educación y
las instituciones destinadas a facilitar ese proceso no son actividades valorativamente
neutrales. Las escuelas son instituciones normativas. A las escuelas no les interesa
meramente promover el aprendizaje humano, sino que se preocupan por alentar cierto
tipo de aprendizaje humano. El tipo de aprendizaje que las escuelas pretenden alentar es
el que la cultura o la subcultura valora. Algunas formas de aprendizaje -aprender a ser un
racista, aprender a sentirse inútil, aprender a odiar la matemática- no son en realidad
resultados educativos. Podrían ser resultados de la educación, pero sólo si las escuelas
fuesen antieducativas (Dewey, 1938). Una educación neutral frente a los valores es un
oxímoro.
Como ya señalé, son también de fundamental importancia las cuestiones que se
plantean en el debate acerca de los valores que deben orientar a las escuelas: especificar
qué objetivos son centrales, qué es marginal y qué cae fuera del ámbito de la escuela.
Las orientaciones o ideologías que he discernido son algunas de las que guiaron la
política educativa o motivaron a las personas interesadas en la educación a encontrar o
crear escuelas que reflejen esos valores.
Debemos decir que rara vez estas orientaciones o ideologías se incluyen
directamente en los programas escolares o se instalan como se podría instalar una
heladera en una cocina. Los ideales, las ideas y las ideologías rivalizan por nuestra
atención, son parte del proceso político. Sus valores se reflejan casi siempre en las
metáforas que empleamos para describir los objetivos o procesos que idealizamos. No
están contenidos en el sistema circulatorio, sino que son más bien como el aire que
respiramos.
Es preciso no subestimar la importancia de esta «infusión suave». Muchas veces la
manera en que utilizamos el lenguaje para hablar de las escuelas es más seductora de lo
que percibimos. Y cuando quienes expresan a través de metáforas los ideales que
orientan la educación son los altos funcionarios políticos del país, entonces la autoridad
hace que sea aun más difícil apreciarlos críticamente. Carl Sandburg dijo cierta vez que la
niebla llega «con paso felino». Así, a veces el lenguaje seductor nos envuelve como una
niebla sin que nos demos cuenta.
Lo que me parece desalentador es que los investigadores del campo de la
educación y los educadores profesionales de las escuelas acepten las premisas de la
reforma educativa sin examinarlas críticamente. Por ejemplo, la idea de que las escuelas
deben ser evaluadas se está transformando gradualmente en la idea que el sistema
educativo del país mejorará si se emplea un sistema de evaluación común que facilite las
comparaciones del progreso de los estudiantes estado por estado. Ahora bien, Mississippi
gasta la mitad de la cantidad de dólares por alumno que gasta Connecticut en educación.
¿Es justo entonces, dejando de lado por el momento cuestiones más complejas y
arraigadas, comparar el desempeño de los estudiantes de Mississippi con el de los de
Connecticut? ¿Es justo usar el mismo patrón y establecer las mismas normas para niños
pertenecientes a programas escolares con tan diferente nivel de apoyo económico? La
respuesta parece clara pero eso es precisamente lo que se está proponiendo. No insistiré
en este tema ni daré más ejemplos, que podrían ser numerosos. Lo que me interesa
puntualizar es que investigadores y profesionales de la educación tienen la
responsabilidad intelectual y profesional de examinar críticamente los valores implícitos en
el lenguaje que se usa para motivar el cambio educativo. América 2000 comienza con una
alusión a Tormenta del Desierto. Como en Una nación en peligro, la educación se
convierte, a través de la analogía, en parte de una carrera armamentista internacional; y
también por analogía nuestros niños se convierten en soldados en una batalla. Podemos
entonces preguntarnos si una idea de educación expresada a través de metáforas bélicas
será capaz de darnos el tipo de escuelas que queremos para nuestros hijos.
¿Cómo decidiremos qué enseñar?
La tarea que enfrentamos consiste en conceptualizar una base útil, y por cierto
también convincente, para construir los programas escolares. ¿Cómo decidiremos qué
enseñar? ¿A qué criterios podemos apelar? ¿Podemos tomar ciertas claves de la biología
y de la cultura? ¿Hay alguna manera de explotar las capacidades que nos han sido
conferidas por nuestra naturaleza biológica y también aquellas tecnologías mentales
creadas culturalmente que amplifican y extienden nuestros limites biológicos? ¿Y hay una
manera de hacerlo que sea generosa y equitativa? ¿Podemos usar nuestro conocimiento
de las posibilidades de ampliar la comprensión humana con el propósito de crear
programas educativos que hagan sus diversidades accesibles a los jóvenes? Yo creo que
sí.
Una de nuestras características especiales como seres humanos es la propensión
a simbolizar la experiencia. Ya en el período paleolítico, unos 250.000 a. de C.,
encontramos artefactos fabricados por el hombre que expresan su deseo de «dar un
toque especial» (Dissanyake, 1991) a herramientas que tenían funciones esencialmente
prácticas, instrumentales. ¿Por qué la superficie de un hacha de piedra debe ser
embellecida con dibujos? Desde luego, la respuesta no es que los dibujos contribuyen a
mejorar la calidad de su filo. Los hombres del período paleolítico -a quienes podemos
imaginar viviendo al borde de la supervivencia- sin duda consideraban importante conferir
un aspecto especial a todos los objetos, incluso los más funcionales. Este
embellecimiento, este toque especial, representa una búsqueda de una manera de hacer
especial la experiencia por el recurso de embellecer los instrumentos comunes. También
importa reconocer que el embellecimiento tiene la facultad de suscitar un estado de
experiencia especial. Al parecer los seres humanos siempre reconocieron que el
significado de un objeto puede trascender sus características meramente utilitarias si el
objeto recibe un tratamiento especial. Para lograr esa condición, es preciso hacer algo
sobre el objeto mismo, algo que sobrepase su función meramente instrumental o práctica.
Los rudimentos de ese embellecimiento se pueden apreciar ya en las imágenes
simbólicas que el hombre usó para adornar las cuevas de Lescaux unos 40.000 años a.
de C. Allí, de lo decorativo surge lo figurativo: la imagen no podía ser usada por sí misma,
sino que debía representar algo que estuviera fuera de ella. Este reconocimiento
constituye uno de los logros culturales evolutivos más importantes de la historia humana.
Y digo culturales porque la creación de un símbolo implica la presencia del otro, de
alguien para quien el símbolo puede tener sentido. El sentido compartido a través de la
creación de símbolos constituye uno de los recursos fundamentales para mantener y
perfeccionar una cultura. Sus rudimentos aparecen por primera vez en el embellecimiento
que llamamos decoración.
La capacidad de crear símbolos se vincula con el acervo biológico que es parte
constitutiva de nuestra especie. En ausencia de una disminución congénita, poseemos un
sistema sensorial diferenciado por el que aprendemos a «leer» las cualidades del entorno
al que los componentes de este sistema responden. El mundo visual se hace consciente
con el ejercicio de la vista; el mundo auditivo, con la capacidad de oír; el táctil, con la
capacidad de sentir lo que tocamos. Estas capacidades biológicamente dadas son los
recursos que utilizamos para adaptarnos a las demandas del ambiente y también para
alterarlo. Diríamos que nuestro sistema sensorial es como un sistema de registro de
información. Literalmente entramos en contacto con el mundo a través de nuestra
capacidad cada vez más perfeccionada de experimentar las cualidades del mundo que
habitamos.
No es sorprendente entonces que el contenido de nuestra conciencia, mediado
como está por los «datos» que nuestro sistema sensorial pone a su disposición, sea
también usado como un recurso para la representación de la experiencia. La vista, el oído
y el tacto no sólo nos permiten leer la escena; funcionan también como recursos por los
cuales nuestras experiencias pueden ser transformadas en símbolos. Sostengo que lo
que vemos, oímos y tocamos constituye la materia a partir de la cual se crean las formas
de representación. Las formas de representación son auditivas, visuales, kinestésicas y
gustatorias; y se manifiestan en la música, las artes visuales, la danza, el discurso, los
textos, la matemática, etc. Lo que elegimos simbolizar está arraigado en nuestra
experiencia, y nuestra experiencia, tanto empírica como imaginativa, está influida (pero no
determinada) por la agudeza de nuestros sentidos. Los sentidos proveen el material para
la creación de la conciencia. Y nosotros utilizamos el contenido de la conciencia y las
posibilidades sensoriales de los diversos materiales para mediar, transformar y transportar
nuestra conciencia hacia mundos que nos trascienden; en otras palabras, las formas de
representación nos permiten no sólo crear sino también ampliar nuestra vida privada y
darle presencia pública. Al hacerla pública, podemos compartir nuestra vida con los otros.
Así vistas las cosas, un vasto conjunto de ideas son susceptibles de ser retratadas
en formas que apelen a una o más modalidades sensoriales. La música, que hasta cierto
punto es visual y táctil, es sin embargo fundamentalmente auditiva. La poesía se utiliza
como un lenguaje para generar imágenes y otras formas de sentido por los referentes que
el lenguaje implica y las cadencias que las formas poéticas despliegan. Las películas
cinematográficas y de video explotan la visión, el texto y la música para crear sentidos
que ninguna forma de representación aislada podría hacer posibles. A lo largo del tiempo
hemos aprendido a ampliar y perfeccionar nuestra conciencia y a extender los viajes que
es capaz de hacer. Realizamos esta hazaña por medio de las formas de representación
que han creado los hombres, formas que son posibles debido a las capacidades
biológicas que, como especie, poseemos.
En su libro Actos de significado, Jerome Bruner (1990) sostiene la importante tesis
de que los instrumentos que los seres humanos han inventado, lo que él llama
«tecnologías de la mente» o «dispositivos protésicos», son medios para trascender
nuestros límites biológicos. Dice Bruner:
«Se puede decir que la caja de herramientas de cualquier cultura es un conjunto de
dispositivos protésicos por medio de los cuales los seres humanos pueden rebasar y
hasta redefinir los "límites naturales" del funcionamiento humano. Los instrumentos
humanos, sean blandos o duros, son precisamente de este orden. Hay, por ejemplo, un
limite biológico que restringe la memoria inmediata: la famosa expresión de George Miller
"siete más o menos dos". Pero nosotros hemos construido dispositivos simbólicos para
sobrepasar este límite: sistemas de codificación como los números en base ocho,
artificios mnémicos, trucos de lenguaje. Recordemos la afirmación de Miller en aquel
trabajo fundacional: que por la conversión del input por medio de tales sistemas de
codificación nosotros, como seres humanos enculturados, somos capaces de abordar
siete pedazos de información en vez de siete bits. Nuestro conocimiento se convierte
entonces en conocimiento enculturado, indefinible salvo en un sistema de notación de
base cultural. En el proceso hemos atravesado los límites originales establecidos por la
llamada biología de la memoria. La biología restringe, pero no para siempre» (pág. 21).
La observación de Bruner es de fundamental importancia para la educación. Si bien
nuestras dotes biológicas ofrecen a nuestra especie las capacidades necesarias para
experimentar el ambiente, es a través de la cultura como estas capacidades se extienden
o amplifican. Las formas de representación que los seres humanos hemos inventado -la
escritura, por ejemplo- han hecho posible crear un registro indeleble de aspectos de
nuestra experiencia, un registro que la memoria sola no podría sostener. Los mapas nos
permiten ver un mundo que no vemos. Estas formas estabilizan nuestra experiencia al
fijarla en cierto medio y además nos transportan psicológicamente a lugares que sólo
podemos conocer por las formas de representación que pueblan nuestra cultura. A través
de la música, la pintura, la poesía y la ficción literaria participamos en mundos que, de
otro modo, estarían cerrados para nosotros. Los sentidos captados a través de la poesía,
la pintura, la música y la literatura, a través de la ciencia y la matemática, tienen su propio
contenido especial. Desempeñan funciones epistemológicas únicas si somos capaces de
«leer» su contenido.
Me parece que la educación puede extraer de todas estas reflexiones una
importante lección. Como el sentido en el contexto representativo está siempre mediado
por alguna forma de representación, cada forma de representación hace una contribución
especial a la experiencia humana. Lo vemos diariamente en nuestra propia cultura:
usamos formas diferentes para decir cosas diferentes. Creo que la educación debe asistir
a los jóvenes para que aprendan el modo de acceder a los sentidos que han sido creados
por lo que hemos llamado «formas de representación». Pero no basta con acceder a los
sentidos que han creado otros. La educación debe ayudar al joven a crear sus propios
sentidos a través de esas formas. Las escuelas no pueden alcanzar esos objetivos a
menos que su curriculum brinde a los estudiantes oportunidades para llegar a ser, a falta
de un término mejor, multialfabetos. Sin la capacidad de «leer» los sentidos especiales y
únicos que las diferentes formas de representación hacen posible, su contenido seguirá
siendo para ellos un recurso inútil, un enigma que no pueden resolver. El resto de este
libro arguye sobre la manera de usar esta concepción del sentido y el entendimiento para
construir programas escolares. Es una argumentación que arraiga en nuestra naturaleza
biológica y en los logros de nuestra cultura. Para ensayar esta argumentación, partiremos
de la primera vía hacia nuestra conciencia: nuestros sentidos. El capítulo 2 explora sus
contribuciones a nuestra vida ideativa.
Notas
1
Es interesante observar que tanto Una nación en peligro como América 2000 emplean metáforas militares
para alegar sus tesis. Una nación en peligro imagina lo que les sucedería a los Estados Unidos tras una
invasión por un ejército extranjero, y América 2000 celebra el triunfo de la Tormenta del Desierto. No están
del todo claras las razones por las cuales se escogen metáforas militares para tratar sobre la reforma
escolar y la educación de los jóvenes, y creo que no sería una tarea difícil hallar metáforas más congruentes
con los propósitos de la educación y el desarrollo de los niños y adolescentes.
2
Una orientación tecnicista en cualquier tarea busca procedimientos universales, tales que abstraigan de
las idiosincrasias o los contextos individuales. Se quiere obtener «el método óptimo». Esta aspiración no es
ajena a una concepción de la ciencia que la quiere ver descubrir las leyes universales que permitan regular
y predecir los fenómenos en cuestión. Para esta concepción, la eficacia y la eficiencia son el dechado de las
virtudes.
3
En Kozol (1991) encontramos uno de los más vivos ejemplos de la enorme disparidad entre los recursos
de que disponen las escuelas.
4
No es probable que se logre paridad entre los profesores universitarios y los que trabajan en las escuelas
elemental y media hasta que los maestros y los administradores escolares no dispongan de más tiempo
libre y hasta que el sistema de créditos para la promoción en la educación superior no reconozca los aportes
hechos a la práctica educativa en cooperación con los docentes dentro de las escuelas mismas. En las
universidades de investigación más evolucionadas, ese reconocimiento es cosa del futuro en el momento de
considerar la promoción y la retención.
5
En las dimensiones que acabo de definir no se incluyen los criterios de admisión en la universidad, la
Prueba de Aptitud Escolar, las Pruebas de Nivel y las expectativas comunitarias. Todas las anteriores son
dimensiones críticas para una reforma escolar eficaz.
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