el imperio carolingio y la educación

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LA HOJA VOLANDERA
RESPONSABLE SERGIO MONTES GARCÍA
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EL IMPERIO CAROLINGIO Y
LA EDUCACIÓN1 (Parte II)
Aurora Flores Olea*
*Profesora de Historia en la FES-Acatlán
Maestra en Historia
Aunque hasta este punto se ha destacado el interés de Carlomagno en todo un
proyecto educativo con los fines señalados, pensamos que sólo pudo llevarlo a la práctica gracias a un proceso social que le ha permitido la expansión territorial y la acumulación de un poder político excepcional. Igualmente, el rey no hubiera podido emprender
su programa si no hubiera contando, por una lado con un grupo de hombres cultivados
a los que su poder permite reunir cerca de él y a los que estimula su acción cultural dentro de un proyecto definido; por otro lado, el “renacimiento carolingio” no hubiera sobrevivido si tampoco hubiera respondido a los intereses de un número de hombres de
aquella sociedad: de hecho este “renacimiento” dio resultados brillantes en las generaciones siguientes, pues lo hombres formados durante el reinado de Carlomagno llegaron
a la madurez a la muerte de éste. Gracias a que surgió un conjunto de preocupaciones
comunes y hábitos intelectuales en torno a la organización de los estudios, éstos prevalecieron en las generaciones siguientes.
En su inicio no encontramos a ningún franco entre los “hombres del renacimiento
carolingio”. De Italia, Carlomagno invita a varios intelectuales entre los que destacan Pedro de Pisa y Pablo Diácono. De las Islas Británicas llega, entre otros, Alcuino, maestro
de la escuela catedralicia de York, que hace venir posteriormente a varios de sus discí-
1
Aurora Flores Olea, La educación en el Imperio Carolingio, México, UNAM-Acatlán, 1997, pp. 23-30.
Mayo 10 de 2010
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EL IMPERIO CAROLINGIO Y LA EDUCACIÓN (Parte II)
pulos. Otro grupo importante es el de los clérigos irlandeses que desde el siglo VII se
instalan en varios monasterios francos y cuya tradición cultural ya se señaló. La invasión
de Carlomagno a España en 782 provoca una emigración de intelectuales que representa la tradición cultural de los visigodos; entre ellos destaca Teodulfo de Orleans y Agobardo. Una gran parte de ellos sobresalen como gramáticos y restauran la tradición de la
poesía latina; algunos escriben historia y otros estudian los textos sagrados; también dedican tiempo al cálculo y a la astronomía. Riché afirma que gracias a la influencia de todos estos extranjeros surge el “renacimiento carolingio” y se expande bajo los sucesores
del emperador.
Bajo la influencia de estos hombres, el Rey trata de hacer de la corte un centro de
cultura. Se ha dicho que existía una “escuela y academia palatinas”; es cierto que había
una escuela en la corte en la que los secretarios del despacho (clérigos) se instruyen sobre su oficio, pero también los hijos de la aristocracia laica. El mismo Carlomagno les
pone el ejemplo. Según Eginardo, en su Vida de Carlomagno, el emperador cultiva las
artes liberales y se interesa en que sus hijos las estudien.2 Alcuino asume la dirección de
esta escuela en la que el sistema docente se basa en el trivium y el cuadrivium, al que
antecede una instrucción elemental. En ese aspecto se deja sentir la influencia de irlandeses y anglo-sajones que conocen, como hemos visto, el latín clásico que han aprendido gramaticalmente y que lo escriben; es el que enseñan al clero franco por lo que se
puede hablar de un renacimiento del latín clásico.3
En la corte también se cultiva la música. Hay poetas que describen “lo antiguo”;
los personajes que rodean a Carlomagno toman pseudónimos de la Antigüedad Latina,
o bien, del Antiguo Testamento, como por ejemplo, Alcuino (Flacus), Angilberto (Homero), Eginardo (Nardulus), Teodulfo (Píndaro), Carlomagno (David), Lotario (Josué),
etc., lo que nos indica el interés que tenía en la antigüedad y en las Sagradas Escrituras.
Con el término de Academia se ha denominado al pequeño círculo de letrados que gravitan alrededor del emperador y que se preocupan por el “verdadero” conocimiento.
Para la realización y difusión de su programa educativo y la renovación religiosa,
Carlomagno cuenta con las tradicionales escuelas catedralicias y monásticas que, como
hemos visto, ya existían pero que estaban de hecho en decadencia. Así, a varios de los
hombres instruidos que lo rodean en la corte, el rey les concede obispados y abadías
para que trabajen en el sentido indicado. Algunos llegan a acumular varias abadías como por ejemplo Alcuino y a Teodulfo lo hace obispo de Orleans; a otros les confiere
misiones diplomáticas y funciones de “missi dominici”. En ese sentido, Carlomagno actúa como mecenas.
Ahora bien, la instrucción se lleva a cabo a diferentes niveles. Por un lado, es
constante en los diversos Concilios que se realizan, la recomendación de que los obispos
del Imperio deben instruir al clero secular, lo que también nos lleva a pensar que la reforma se aplica con dificultad, pues antes es necesario contar con los hombres que ten2
3
Riché, op. cit., pp. 241-245.
Wolff, op. cit., p. 62.
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gan la voluntad y posibilidad de aprender e instruir a otros, lo que representa un proceso de largos años. Otra dificultad es que el clero secular, dependiente de un obispo, no
siempre vive en comunidad y prefiere guardar su independencia lo que impide su reunión para fines de instrucción. Por otro lado, el clero está en estrecho contacto con los
fieles, con el pueblo, por lo que el programa de instrucción para estos clérigos es más
bien modesto. El sacerdote carolingio debe conocer el latín solamente para que sea capaz de decir la misa, recitar las oraciones cotidianas así como las de la liturgia, sin cometer errores. Antes de ordenar a un sacerdote, se pretende que se verifique su conocimiento por medio de un interrogatorio. En resumen, se trata de instruir a un clero capaz
de formar al pueblo.4
El Emperador manifiesta su interés en que los niños del pueblo aprendan a leer y
a escribir en la escuela parroquial o monástica y se recomienda a los sacerdotes que les
enseñen las primeras letras sin recibir pago alguno, pero el hecho de que se siga en lo
mismo hacia fines del siglo IX, nos indica que tales medidas no se llevaron a cabo, sino
muy parcialmente.5
Un programa de instrucción más avanzado se desarrolla en las escuelas monásticas. Aproximadamente a los siete años se inicia la educación elemental; muchos ofrecen
a sus hijos desde esa corta edad para la vida monacal, lo que pone en entredicho el aspecto de la vocación. Estos niños son educados por los monjes de más edad, en una escuela “interior”. Muchos monasterios también tienen una escuela “exterior” en la que
reciben instrucción los seglares que quieren beneficiarse de la enseñanza de los monjes.
Así, esta instrucción tiene un carácter más universal.
Para aprender el latín, los alumnos comienzan a leer pequeños textos que ya leían
los alumnos romanos. Se ejercitan redactando frases cortas; tienen “glosarios” y el maestro explica un manual de gramática elemental. Se usan poemas mnemotécnicos para
ejercitar la memoria y se interroga con frecuencia. Para escribir, los alumnos tienen tablillas de cera y “stylos”; después pueden reproducir lo escrito en pergamino. Hasta que
alcanzan una edad razonable, se les confían los libros manuscritos. No se asocia el
aprendizaje de la lectura con la escritura, ésta es una técnica especial que aprenden los
más avanzados. El aprendizaje del cálculo podía hacerse oralmente, por medio de adivinanzas que serían el equivalente a los problemas aritméticos modernos.6
Una vez concluida la instrucción elemental, aquellos que tienen capacidad pueden abordar el estudio de las “artes liberales”. A este respecto, hay que enfatizar que de
estas siete disciplinas, en esta etapa se considera a la Gramática como la raíz de toda
ciencia, ésta se estudia a fondo y es mucho más superficial el estudio de la Retórica y la
Dialéctica; el estudio del “quadrivium” está descuidado y a excepción del Cálculo o
Aritmética, su estudio no pasa de las indicaciones más elementales.7
4
Riché, op. cit., pp.227-240.
Ibidem, pp. 236-237.
6
Ibidem, pp. 251-260.
7
Wolff, op. cit., p. 50.
5
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Pensamos que la situación indicada es la expresión de las necesidades de aquel
momento, al menos como lo conciben Carlomagno y sus colaboradores, es decir, el mejor conocimiento de la lengua latina para solucionar tanto los problemas de la administración como los de la Iglesia y el cristianismo. Asimismo, este “desequilibrio” en la enseñanza de las siete “artes liberales” nos muestra claramente la adecuación de un programa de estudio que originalmente, en el Bajo Imperio Romano, tuvo objetivos claramente diferentes a los que se plantean en la sociedad carolingia. Los mismos contemporáneos, como Alcuino, no se cansan de expresar que se utilicen las disciplinas profanas
para aprender y comentar la Biblia,8 y que “el saber profano es una condición del saber
sagrado.”9 En resumen, las “artes liberales” son la base del estudio del “arte de las artes”, es decir, la sabiduría cristiana. No obstante, esta idea no es una novedad, pues ya
había sido expresada por los padres de la Iglesia de la Antigüedad.
Como se deduce de lo expuesto, la escuela monástica ocupa el sitio central en el
programa educativo. Y paralelamente se estimula y desarrolla el arte del libro y de la
cultura literaria en los monasterios,10 pues sin bibliotecas no hay trabajo intelectual. Las
bibliotecas precarolingias habían caído en el descuido y muchos libros se habían perdido: Alcuino, por ejemplo, se queja en Saint-Martin de Tours de la falta de libros. En
consecuencia, se piden prestados libros para copiarlos; se hacen venir de Italia, Inglaterra e Irlanda, lo que no deja de presentar dificultades como la de saber dónde se encuentra el manuscrito que se desea y que los préstamos al exterior implican el peligro
de su pérdida.11 También hay algunas bibliotecas importantes en las iglesias.
El contenido de las bibliotecas es significativo. Los libros se reparten en secciones
que indican los tipos de libros que tienen: Biblias, libros litúrgicos, obras de los padres
de la Iglesia de derecho canónico, obras de gramática, de poesía, de historia, de derecho germano y romano y también de medicina.12 El promedio de libros en una biblioteca es de doscientos a trescientos; hubo excepciones como la del monasterio de Fulda
que llegó a tener como mil volúmenes.13
Los grandes monasterios y casas episcopales tienen un taller de copiado (“scriptorum”). Generalmente son los clérigos y monjes los que realizan este trabajo. Carlomagno y sus colaboradores dan instrucciones precisas para que las copias mal escritas vuelvan a escribirse de manera correcta. Toma de dos a tres meses copiar un manuscrito de
dimensiones medianas; hay un jefe de taller que revisa lo copiado pues algunos copistas
hacen su trabajo maquinalmente, ignorando su contenido.14 Es evidente el valor de estos talleres en el incremento del acervo de las bibliotecas, costumbre que no se abandonará de ahí en adelante.
8
Riché, op. cit., p. 262.
Jolviet, op. cit., p. 46.
10
Jedin, Vol. III, op. cit., p. 214.
11
Wolff, op. cit., pp. 40-41.
12
Riché, op. cit., p. 249.
13
Wolff, op. cit., p. 47.
14
Riche, op. cit., pp. 246-248.
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