EL LIBRO DE ESTHER Novela, 1999

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EL LIBRO DE ESTHER
Novela, 1999
(Fragmento)
POR CADA TRESCIENTOS cuatro mil carros que se estrellan en las
carreteras apenas se cae un avión. Por cada seiscientos veinte mil
autobuses que se voltean en las carreteras apenas se cae un avión. Por
cada dos millones de motocicletas que se trituran, se deslizan, se
desarman, se golpean, por cada dos millones de ellas que explotan, tan sólo
se cae un avión. Las cifras son claras, las cifras no mienten. Tendría
entonces que formarse allá en la tierra una orgía de carros, autobuses y
motocicletas embistiéndose, dando vueltas, incendiándose, estallando en
medio de nubes de humo y gasolina, abriendo en dos las centrales
nucleares, quebrando represas, aplastando cuarteles del ejército, para que
se justifiquen como verdaderamente preocupantes los brincos salvajes, los
brincos de caballo enfermo que abruman a este DC10.
Lo explico para que el señor anciano que tengo a mi lado y se aferra al
asiento logre tranquilizarse y beba al fin su jugo de manzana. Lo explico
para que las aeromozas dejen de correr de un lado a otro mientras una voz
quebrada nos dice por los parlantes que todo marcha bien y se les agradece
a los señores pasajeros mantener abrochado el cinturón de seguridad.
Pero nadie me oye.
A la gente le fascinan las emociones fuertes, la angustia, el delirio. Supongo
que en medio del aburrimiento de sus vidas les gusta tener algo miserable
en que pensar, algo terrible a lo cual enfrentarse.
Yo no. Por lo general estoy tranquilo. Tomo mis vasos de té frío, camino
cuatro kilómetros diarios, evito comer sesos o hígado, y jamás, jamás bebo
ninguna clase de licor que al permanecer siete segundos en la boca me deje
las mucosas irritadas.
Trescientos cuatro mil carros, señorita, le explico a una muchacha que lleva
las manos a su rostro y gime bajito, muy bajito, cuando el avión desciende
bruscamente unos metros y decenas de estómagos saltan en un grito
colectivo.
Trescientos cuatro mil carros y el abrazo de Esther. Dos razones para que al
fin la tormenta vaya pasando, se disipe, se dirija a joderle la existencia a los
DC10 que vienen de Libia o van hacia Islandia. Sólo que pensándolo bien
Esther no sabe que voy hacia ella, que viajo sólo por ella. Ha pasado algún
tiempo desde que en un papel celofán color azul dejó envuelto aquel libro
para que yo lo conservase. Uno, dos, tres, cuatro..., trece años. Trece.
Maravillosa cifra excluida por los estadounidenses de sus edificios para que
nadie se entere de lo espléndido que resulta un buen trece. El trece existe
para negar al doce, doce son los apóstoles de Jesús, doce incluyendo al
traidor que lo vende. El trece existe entonces para superar la traición, el
cuerpo y la sangre, los clavos abriendo la piel, la lanza en el costado. El
trece es la naturaleza buscando de nuevo su equilibrio, su paz...
El abrazo de Esther y trescientos cuatro mil carros, quisiera decirle a la
muchacha que a mi lado tiene un ataque de asma. Con una revista de
viajes le doy aire y masajeo su columna para que recupere la normalidad.
«Se encuentra un poco hiperventilada por los nervios le digo , es curioso
pero la asfixia que siente ocurre por la causa contraria a la que usted
piensa. Está introduciendo demasiado oxígeno en el cuerpo. Cálmese,
relájese, si no tendrá unos mareos espantosos...» La muchacha me mira
con los ojos muy abiertos. La aproximo hacia mí y tomo una de las bolsas
que colocan para las náuseas. «Respire dentro de ella.»
Ahora que reflexiono, la idea del trece y los gringos es de otra persona. La
leí hace poco. ¿Dónde? Paso revista a todos los libros que revisé
últimamente y no logro precisarlo. Veo las portadas, los colores, las
fotografías de los autores pero el título se me borra, se me disipa. En los
últimos tiempos me ocurre con frecuencia. Estoy discutiendo con Marilyn,
explicando las razones por las cuales no me gusta discutir, y de repente
cuando tengo el mejor de los argumentos todo se desaparece. Todo, y no
me refiero a mis explicaciones, sino al nombre de mi esposa. Entonces ella
observa cómo me confundo, cómo intento apretar los párpados para
recuperar ese Marilyn que debo haber pronunciado unas ochenta millones
de veces desde la historia de la Pepsi Cola y la minifalda blanca, y al final
parece que el mundo comienza a despedazarse, a volverse virutas, chispas,
astillas.
El médico dice que no es el Alzheimer. Le insisto que así comienza, pérdida
de la memoria inmediata, dificultad para recuperar los datos más obvios,
lagunas, pero él se sonríe y me dice que estoy fatigado, que el divorcio, que
el tedio acumulado por mi trabajo. Pero yo sé que el doctor Guevara no
ofrece respuestas porque en esta etapa inicial los estragos cerebrales no
son lo suficientemente explícitos. Allí está lo terrible. Cuando llega el
Alzheimer ya sólo queda mirar al cielo y esperar que los sobrinos no sean
tan ingratos como para enterrarnos en un sanatorio.
De todas maneras en la familia no hay casos de ese tipo. Ni uno. Todos
envejecemos con una triste dignidad, nos vamos quedando sordos y un
buen día el corazón se olvida de latir. Pero detesto la frecuencia de esos
olvidos. ¿Quién dijo lo del trece?
No importa. Ya no estoy en el periódico, ya nadie me vigila. Lo importante
es que el avión está dejando de brincar y la muchacha del puesto vecino me
observa con ojos agradecidos: su respiración se vuelve exacta, pausada. Te
lo dije, amiga, trescientos cuatro mil carros y el fin del mundo en las
carreteras del planeta antes de que este avión se caiga.
Me levanto al baño. Las piernas parecen flotar, como si la sangre no
circulara por ellas. Orino. Una larga orinada en la que observo el espejo y
hago unas muecas relajantes para los músculos del rostro. Estoy un poco
más lleno, más abombado, pero en esencia mi cara sigue siendo la que
Esther conoció. Las arrugas alrededor de los párpados son las que padecí
desde la adolescencia, el lunar junto a la ceja derecha es idéntico al que ella
acariciaba para la suerte antes de los exámenes.
Siete kilos. Peso siete kilos más. Según los dietistas es un buen promedio.
El metabolismo cambia. Ya no hay tanto juego de básket, tanto futbolito.
Apenas alguna carrera en las escaleras del periódico. Pero comparado con
Enrique soy modelo de revista. Catorce o quince kilos han crecido en su
delgado cuerpo, han crecido como una barriga redonda, sólida, sobre la que
se curvean con gracia sus corbatas italianas.
¿Y cómo estará ella? Es posible que un poco menos delgada, un poco menos
felina, pero imagino que todavía su trasero se erguirá como una popa de
barco, como una dulce montaña. Y sus piernas serán aún esas largas
zancadas atravesando el aire con la agilidad de una jirafa. No. No le
gustaba la comparación con la jirafa. Por más que le expliqué muchas veces
que a mí me encantaban ella jamás pudo entender aquello como un piropo.
Mucho menos desde que empecé a salir con Marilyn y sus piernas carnosas,
sólidas, torneadas.
Pero a fin de cuentas ¿cómo comienza uno en el amor a una muchacha y
desemboca en el amor a otra? Ésa es la manera correcta de preguntarlo.
Por más que en ocasiones quiera dibujar mi vida como el amor a Esther y la
coincidencia con Marilyn, lo cierto es que después de tantas minifaldas
blancas y Pepsi Colas mi esposa no es tan sólo un accidente. Es decir, no es
tan sólo, es otras cosas, es otros matices, otros tiempos, otras historias...
Aunque quizás estoy terminando por darle la razón a Enrique y mi lectura
pos divorcio sea sólo una cadena de exageraciones, de falsos
enfrentamientos, de estridencias.
Sé que Enrique está cansado de escuchar mi relato. Trece años repitiéndolo,
a veces con risa, a veces con énfasis, a veces llorando, pero la nuez, los
elementos y detalles siempre serán los mismos.
Es la fiesta inmediatamente anterior a la graduación. Club de Sub Oficiales,
Miniteca Sandy Lane, Oscar D´León y su orquesta. En la esquina norte de la
sala yo estoy sentado con los amigos y espero que Esther haga su entrada
triunfal por la puerta sur. La imagino, la supongo: «Vendrás con un vestido
azul ceñido y tus piernas envueltas en unas medias color smog, el pelo un
poco alborotado. El olor de Estivalia saldrá de tu cuerpo y abrazará la
ciudad entera. Me picarás el ojo al distinguir mis brazos agitándose como
los de un náufrago en medio del mar y luego seremos un abrazo en mitad
de una canción de Men at Work. Te diré que salgamos a hablar y en los
jardines del Club, abrumados por un cielo sin estrellas, sinceraremos estos
dos años de coincidencias, de afectos, de ternuras».
Suena la orquesta y Esther aparece con un traje negro. Se ve maravillosa,
delgadísima como una i «pareces la más linda letra i de la fiesta», quiero
decirle y levanto mis brazos para que ella sepa dónde estoy. Enrique me
anima, Enrique me da un empujón y dice que dudar es morir. Debo cruzar
la pista entera para acercarme a ella y esquivar a los trescientos
compañeros de clase que bailan a Michael Jackson. Comienzo el avance,
supero una pareja de gordos con dos pasos a la derecha, después de un
traspié esquivo a dos niñatos de primer año con un breve empujón, me
escurro hacia la izquierda y evado al profesor de Educación Física y a su
esposa, y allí, allí cuando faltan once metros para abrazar a Esther aparece
un vaso de Pepsi Cola agitándose al ritmo de Thriller. Me agacho, trato de
lanzarme como un arquero de fútbol pero mi frente golpea el vaso y sobre
el aire una lluvia negra y espumosa se esparce como cohete navideño. Doy
varias volteretas y mi saco apenas se mancha un poco en la manga. Pido
disculpas a los que he derribado en mi última acrobacia pero cuando estoy a
punto de seguir mi camino veo una preciosa minifalda blanca inutilizada por
el refresco que acaba de estallarle encima. Levanto el rostro. Veo a Marilyn.
Es decir, veo a una preciosa muchacha de tercer año que cinco minutos
después me dirá que se llama Marilyn. A su lado un flaco trata de consolarla
y me observa entre rencoroso y confundido. Caigo de rodillas pidiendo
excusas. No exagero. Caigo de rodillas pues tengo dos hermanas y sé lo
que significa un imbécil manchando una minifalda en el inicio de una fiesta.
La muchacha ríe. Su compañero de baile también y todas las parejas de los
alrededores celebran mi acto de penitencia. Somos una linda familia, viva la
promoción 1984, susurro y en el momento en que estoy a punto de salir
salvado del pequeño accidente, mi virtuosismo me jode. Sí. Ya es suficiente
con arrodillarme y salir del embrollo, pero halagado por el inmediato perdón
de la chica le pregunto si ella me autoriza a continuar la ruta o si debo
permanecer a sus pies. «Deberías buscar algo para limpiarme la ropa», dice
sonriente e irónica. Sorprendido miro de reojo al flaco que la acompaña y él
sube los brazos como desentendiéndose del asunto.
Marilyn y yo salimos del desbarajuste de la gente y caminamos hacia mi
mesa. Al vernos Enrique arruga el entrecejo. «Entiéndeme, Eleazar
dirá
años después de ser el padrino de mi boda , superas miles de dudas y te
decides a hablar con Esther, sales a recibirla en la fiesta de pregraduación y
dos minutos más tarde regresas con otra muchacha, preciosa, que tiene
unas piernas espectaculares, y me dices que por esa noche eres su
esclavo.»
Marilyn se presenta y parece no creerme cuando toco la tela de su minifalda
y le digo que es para evaluar la situación. «No pienses nada malo, por
favor. Era necesario. Ahora sé que necesitamos agua de caraotas blancas.
No sirve la lejía, este material sólo recupera su color con agua de caraotas
blancas». Todavía después de casados le causaba gracia la exactitud de mi
diagnóstico y lo comentaba entre carcajadas a las vecinas. «No veo por qué
te sorprende. Las ropas se manchan. ¿Qué tiene de raro que uno sepa
exactamente con qué se quita cada tipo de mancha según sea el tipo de
tela?»
Cuando Esther llega a la mesa apenas podemos saludarnos. Todavía estoy
facilitándole a Marilyn servilletas para que intente sin éxito limpiar su
minifalda. Alguien se acerca y se lleva a Esther para que bailen. Ella me
comenta algo de una llamada que hicieron mis padres a su apartamento,
mueve su manito para despedirse y con una sonrisa magnífica se pierde en
medio de la pista.
Dios.
Invito a Marilyn a que nos acompañe y todos los muchachos se sorprenden
de mi audacia. «Está buenísima», murmuran. «Pero es que yo quiero hablar
con Esther», les digo y Enrique responde que será más tarde, o mañana, o
en la próxima fiesta. Mi angustia dura poco. Esther desaparece una hora
bailando con no sé cuál cretino y yo comienzo a comprender que Marilyn es
bella y maravillosa, es tan maravillosa como para soportar mi torpeza, mis
jadeos, mis constantes miradas a la pista. «Ya vendrá, no te angusties»,
dice sonriente. «Perdón, no te entiendo». Marilyn responde que los novios a
veces se pelean pero terminan reconciliándose. «Es tuya, es tuya», me
susurra eufórico Enrique al tiempo que yo explico en voz alta que Esther no
es mi pareja.
Marilyn y yo bailamos un merengue ajustadito, próximos los cuerpos,
trenzadas las manos. Es tan sabroso permanecer así, dulcemente mecidos
como un bote a la orilla de la playa. Creo que se lo susurro a Marilyn en la
oreja y ella sonríe.
Cuando la fiesta está por terminar acompaño a mi nueva amiga hasta el
carro donde han venido a buscarla sus padres. Luego doy la media vuelta:
la cabeza llena de humo, la boca encendida con ese beso corto que nos
hemos dado en el estacionamiento, la angustia clavada en el estómago por
ignorar dónde permaneció Esther durante todo el baile.
En la mesa sólo se encuentran Enrique y Carlos Jesús. Borrachísimos,
felices, comentan que Marilyn es de las niñas más bellas de tercero. «Quién
iba a pensar que tú darías esa sorpresa». Les pido que se callen. Sé que
cuando uno se gradúa las muchachas te miran con una mezcla de
curiosidad y admiración. Quizás eso explique esta noche, ¿pero y Esther,
Esther y estos últimos tiempos? ¿Esther y su vestido oscuro como una i
larguísima y preciosa dominando el baile con sus pasos?
Camino por el Club vislumbrando la agonía de la fiesta. Mesas medio vacías,
gente ebria, parejas en los jardines. Cerca de la fuente distingo a Esther
conversando con un cadete del Ejército. Tomo aire y con pies de plomo me
acerco hasta donde ellos se encuentran. Saludo. El cadete me mira con
gesto asesino y yo lo observo con esa mirada punzante que he tomado de
las películas de Jean Claude Van Damme. «¿Nos vamos, Esther?», digo con
una voz que se enreda en mis dientes. Ella dice que no, que Arturo la
llevará y cariñosa me abraza y me da un beso en la mejilla. Cuando retorno
al lugar donde mis amigos se disputan una botella de whisky escucho cómo
a mis espaldas ella explica que yo soy una especie de hermano muy
querido.
Una hora después la botella la he ganado yo. A pulso, con imprecaciones
sobre la solidaridad por el amigo derrotado. «Derrotado, qué carajo, ¿y
Marilyn?...», protesta Enrique tratando de arrebatarme el Old Parr con sus
manos escuálidas de pianista. Cuando veo a Esther y al cadete
marchándose juntos me encaramo en la mesa y comienzo a gritar: «Viva
Bakunin, carajo, viva el anarquismo, abajo la milicia». Y por supuesto, como
estamos en el Club de Sub Oficiales un sargento de primera y tres soldados
nos sacan a empujones.
Tocan la puerta. La aeromoza toca la puerta pues tengo diez minutos
encerrado en el baño haciendo muecas frente al espejo y soltando un
larguísimo chorro de orine. Pido disculpas y salgo a ocupar mi puesto en el
avión. En media hora estaremos en Tenerife. Tenerife. Sólo en el momento
cuando pienso esta frase creo reaccionar y descubrirme montado en un
viaje demencial. Todo ha ocurrido en pocos días. Días de largos
pensamientos, de inmensos fantasmas, de fotografías en las que Enrique,
Carlos Jesús, Esther y yo aparecemos abrazados al pie de El Ávila. Y entre
suspiros y vasos de té frío comencé a releer el libro que Esther me regaló el
último día de clases. Busqué con mis manos algún rastro de nosotros que
pudiese explicarnos, una textura del papel, un rasgado, una mancha, las
frases que subrayamos una y otra vez para insinuar ese diálogo secreto que
sólo nos permitían esas páginas. «Kika era de piedra. No por estar fría. Sino
de piedra... Era como una planta salvaje. Como una gran rosa creciendo de
repente. Una rosa dura. Hermosa», dice una línea de Piedra de mar que
resalté con tinta negra en 1984.
¿Qué pensará Enrique de este viaje cuando se entere?, ¿cuando sepa la
manera brutal en que abandoné mi trabajo en el periódico? Se pondrá
arrechamente irascible. Detesta no ser el primero en saberlo todo. Y a pesar
de eso, será como completar esa noche cuando él y Carlos Jesús me vieron
partir de la mesa para buscar a Esther y aparecer trece años después. No
se trata de una ruptura sino de la continuación de un momento que todos
debimos presenciar. Es como suspender este otro tiempo en que hemos ido
diluyéndonos, tornándonos cada vez más prescindibles, más vulgares.
Se encienden las luces, en unos minutos aterrizaremos en el aeropuerto Sur
de Tenerife. A mi lado, la muchacha del ataque de asma me pregunta si soy
médico y le contesto que no, que apenas soy un ocasional paciente. Luego
giro el rostro y entrecierro los párpados. No quiero más vasos de Pepsi Cola
torciendo mi vida.
DECIDÍ CASARME CON MARILYN una tarde repleta de calor. Uno de esos
calores pegajosos que presagian la inminencia de un aguacero que nunca
termina de estallar.
Redactaba una nota para el señor Villalba, mi jefe en el periódico, y de
repente llamaron para decir que desde el mes siguiente tenía cargo fijo en
la página de literatura. Tras las ventanas un sol afónico punzaba las nubes y
una cobriza humedad se desplegaba en el aire.
Viví aquello sin zozobra. Era tan obvio. Por un lado ya contaba con los
recursos para juntarme con Marilyn y por el otro esos gestos junto al
computador, esa manera de fichar los libros, ese modo de hacer preguntas
a los escritores, eran una derivación de las horas y horas en las que Esther
me afirmaba entre susurros que a lo mejor puedes ser cuentista Eleazar tus
ejercicios de castellano son buenos.
Pero no. Apenas se trataba de una simulación, una sospecha. Lo intenté
algunas veces. Tomé notas. Imaginé los textos que escribiría y hasta
compré una libreta de papel reciclado en la que dibujaba letras y números
para calentar una mano que nunca pudo extenderse más allá de un párrafo.
Me atenazaba una pereza ancestral, una pereza genética. Enrique y Carlos
Jesús se mareaban escuchando los relatos que hervían en mi cerebro y
hasta me acompañaron a comprarme una boina como la que usaba Neruda
en el libro de Literatura. Todo fue inútil. Salvo una correcta descripción o
algún esbozo, al caer en mis manos ninguna idea podía prolongarse más de
tres páginas.
No fue difícil entender que tenía cierta facilidad para repetir a los otros,
para calcar las características de un salón de clases, o reconstruir en frases
sencillas las parrafadas del libro de Historia. De allí que sin pensarlo mucho
decidí estudiar periodismo.
No es mala idea. Algún día me presentarás a los escritores dijo Esther,
y Marilyn respondió con la rotundidad de esos abrazos suyos en los que el
mundo se volvía un estupendo terremoto.
Esther y Marilyn flotando alrededor de ese minuto en que mis manos se
aferraron al borde de un escritorio.
Salí y llamé a Enrique para que conversáramos. Intuía ya el lado oscuro de
mi oficio: personas como Miguel Villalba, el jefe de las páginas culturales;
ochenta kilos de hipocresía sin límites, de brutalidad serenamente cultivada
por lecturas dispersas y frases de gacetilla. Pero a fin de cuentas el sueldo
no era malo y el trabajo me vinculaba con una cierta parte de mi vida a la
que aún no odiaba. Atisbar en los otros lo que yo jamás llegaría a hacer (o
a ser) me divertía profundamente. Los medianos tenemos esa capacidad de
la resignación.
Más tarde, cuando ya era hora de marcharme a casa pues tenía una cena
con mi novia y sus hermanos, me quedé unos minutos detenido en el baño
del bar. El lavamanos estaba obstruido y un agua jabonosa giraba
inútilmente. Un mínimo remolino agrietaba el líquido y varios pedazos de
papel, un chicle y una colilla de cigarro daban vueltas en una danza
prolongada y apacible.
«Por más áspera que pueda ser esta imagen pensé mientras me peinaba
frente al espejo , es gracias a otra imagen como reconozco a ciencia cierta
que debo buscar a Marilyn.»
En verdad, días atrás reposábamos en la casa y escuchábamos un disco de
Los Beatles cuando vi cómo mi novia alzaba su pierna y la falda se deslizaba
con el estremecimiento de un papel de seda. Suspiré. La pierna lisa y
bronceada de Marilyn quedó colocada sobre el sofá y en ella pareció
concentrarse una conjunción exacta de elasticidad y solidez, de delicadeza y
vigor. Pensé en tocarla. Pensé en hablar pero supe que nada es más exacto
frente a la belleza que el silencio.
La miré. Entrecerré los ojos para que ese muslo, esa pantorrilla, ese pie
maravilloso, continuasen ocurriendo y prolongándose en la brevedad de ese
segundo. Entonces la frase extraviada de algún libro reciente rebotó en mis
sienes: «Uno puede vivir para una imagen».
Lo comenté con Enrique cuando lo llevaba hasta su apartamento. Brincó
lleno de euforia y me obligó a parar en una licorería. Compró tres botellas
de Leche de la Mujer Amada y me las obsequió. «Para que te las bebas con
ella esta noche, hermano. Alguien que se casa para preservar un instante
merece emborracharse con algo y con alguien especial.»
Conmovido llegué hasta la cena. Rostros familiares. Alguna pareja
desconocida. Después de varias ensaladas la noticia del trabajo y del
posterior matrimonio fue ruidosamente celebrada. Fingí una sonrisa para
que nadie se ofendiese y resignado soporté las bromas que se recitan en
estas ocasiones.
En algún momento vi abiertas las tres botellas que me regaló Enrique para
que bebiese con mi novia y cuando pregunté por el autor de semejante
proeza la respuesta fue una risotada. Algo ardió en mis sienes. En una de
las botellas quedaba un pequeño fondo y lo derramé sobre una begonia que
cuidaba con esmero la madre de Marilyn.
Después me marché al baño. Unos diez minutos, como siempre. Limpié mis
intestinos al ritmo de las noticias de farándula y cuando regresé había una
invisible tensión recorriendo la atmósfera. Marilyn se me acercó y me llevó
a una esquina tomado del brazo. «¿No puedes esperar a llegar a tu casa?
Siempre que salimos te desapareces en el baño. Me avergüenzas con la
gente.» Respiré hondo. Conté hasta quince y con palabras muy lentas le
expliqué que jamás se deben aguantar las ganas. «Sai Baba dice que hay
que ir tres veces al día. Las mismas que uno come. Además, una de las
causas del cáncer de colon es no hacer pupú a las horas.»
Marilyn no me habló el resto de la noche. Sonreída y gentil con las demás
personas, sus ojos nunca se detuvieron a mirarme, igual que si yo me
hubiese transformado en una protuberancia de la silla.
Antes de irnos, mi suegro ofreció para el fin de semana uno de sus
prodigiosos mondongos pero nadie lo escuchó pues mi suegra gritaba por la
repentina muerte de su adorada begonia.
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