VENGANZA Y DESEO Samantha James

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Samantha James
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Título original: His Wicked Ways
Traducción: Silvina Merlos
© 1999 Sandra Kleinschmit. Reservados todos los derechos
© 2008 ViaMagna 2004 S.L. Editorial ViaMagna. Reservados todos los derechos.
© 2008 por la traducción Silvina Merlos. Reservados todos los derechos.
Primera edición: Julio 2008
ISBN: 978-84-92431-31-1
Depósito Legal: M-31128-2008
Impreso en España / Printed in Spain
Impresión: Brosmac S.L.
© Valery
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Editorial ViaMagna
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CAPÍTULO 1
Escocia, principios del siglo XIII
«No temas».
Aquellas palabras se deslizaron por su oído, frías como
un lago en medio de una helada invernal. Al oírlas, Meredith
Munro sintió un frío que se coló en los rincones más profundos
de su alma… un frío que había experimentado sólo una vez.
El rosario se le resbaló y cayó al suelo. «No temas»,
había modulado aquella voz. ¡Pero Meredith sentía miedo!
De hecho, estaba aterrorizada, puesto que dentro de su pequeña celda, tres hombres se hallaban de pie junto a ella: dos
figuras imponentes que había alcanzado a vislumbrar por el
rabillo del ojo… y aquél que, con la mano, la había amordazado con firmeza.
El priorato de Connyridge no era un sitio para hombres. El padre Marcus era el único que visitaba el lugar, y
cuando lo hacía, era para celebrar misa y escuchar los pecados
de las monjas y novicias que residían entre aquellas antiguas
paredes de piedra.
La mente le daba vueltas. Dios bendito, Meredith se
hallaba de pie. ¡La habían forzado a esa posición cuando estaba rezando de rodillas junto a su lecho! La mano del hombre
que la sujetaba… era inmensa. Con ella le había tapado la
boca y la nariz de manera que apenas pudiera respirar; lo único que podía oír era el pulso de su propia sangre en los oídos.
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El temor la recorría con cada uno de los latidos del corazón, un temor alimentado por la certeza nefasta de que
aquellos hombres querían hacerle daño. Una docena de preguntas se agolpaban en su mente. ¿Dónde estaba la madre
Gwynn? ¿Y la hermana Amelia? ¿Cómo había sido posible
que invadieran aquellas sagradas paredes? Tres hombres habían logrado introducirse… ¡tres! ¿Nadie había oído nada?
Un pensamiento terrible se alzó en su mente. ¡Quizá las demás no habían escuchado nada porque ya estaban muertas!
No. ¡No! ¡No podía pensar de ese modo, porque no
podría tolerarlo!
Como para recordándoselo, su captor tensó el brazo
con el que le sujetaba la cintura muy ligeramente.
Sintió un cálido aliento rozar a toda prisa su oído.
—Te lo advierto. —Y aquel susurro crispante y masculino regresó—. No grites, porque no lograrás nada bueno,
te lo aseguro. ¿Comprendes?
Su tono de voz era casi agradable, pero Meredith presentía que no era su intención serlo. «Grita», pensó vagamente. La conmoción y el miedo la tenían paralizada. ¡La sola idea
era absurda! ¡Los músculos de la garganta se habían constreñido de tal modo que no habría podido emitir sonido alguno
de haberlo intentado!
—Asiente con la cabeza si comprendes.
De algún modo, se las ingenió para levantar y bajar la
barbilla.
—Excelente —murmuró el hombre—. Ahora, Meredith Munro, vamos a echarte un vistazo.
El mundo le daba vueltas. La conocía. ¡Conocía su
nombre! ¿Cómo era posible?
El hombre que la sujetaba levantó su mano con lentitud. Meredith se sintió girar por completo hasta quedar frente a aquella figura.
Como haciéndole un favor a su captor, la luz de la luna
llena se escurría a través de la angosta ventana ubicada en lo
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alto de la pared exterior. Meredith sintió toda la fuerza de su
mirada posarse sobre ella largamente y con dureza. A pesar del
grueso hábito gris que todavía llevaba puesto, se sonrojó, puesto que no contaba con un griñón o velo con el que cubrirse el
cabello. Ningún hombre la había visto de aquel modo desde
el día en que se despidió de su padre, hacía ya muchos meses.
Y entonces dejó de tocarla, aunque las puntas de sus
pies casi se rozaban. Su instinto le dijo que aquel hombre era el
líder. Meredith reunió coraje y alzó la mirada hacia su rostro,
que se hallaba mucho más arriba que el suyo. En el alboroto
desenfrenado de su mente, aquel hombre representaba todas
las formas posibles del mal. Sus rasgos eran difíciles de distinguir en la oscuridad, pero aun así Meredith jamás había visto
ojos como aquellos, intensos y brillantes, como lascas. Se le
congelaron las entrañas. ¿Era aquél el rostro de la muerte?
Su mirada se dirigió hacia abajo, en dirección a la espada que llevaba a un lado del cuerpo. Del otro pendía un puñal
igual de funesto. Y entonces la invadió un escalofrío; de pronto estaba casi segura…
Si aquella noche iba a derramarse sangre, sería la suya.
Uno de los otros hombres encendió el cabo de una vela
en la mesa de madera.
—¿Es ella? —quiso saber.
Aquellos ojos no dejaban de mirarla. De hecho, parecían
atravesarle la piel.
—Sí —fue todo lo que dijo el líder.
—Pues sí —contestó el hombre—. Tiene toda la apariencia de una Munro.
A Meredith se le había secado la boca, pero a pesar de
eso se obligó a hablar.
—¿Qué hacéis aquí? No os conozco, pero vosotros sí
me conocéis a mí.
El líder no asintió, pero tampoco expresó hallarse en
desacuerdo.
—Vosotros queréis matarme, ¿verdad?
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No lo negó. En su lugar, preguntó:
—¿Eres digna de morir?
«No». Meredith sintió deseos de llorar. Pero en lugar
de hacerlo, buscó con la punta de sus dedos el pequeño crucifijo de plata que pendía de su cuello y que había sido un obsequio de su padre el día de su llegada a aquel lugar. Tocó sus
delicados bordes como en busca de fuerzas y consuelo. Una
vez más, oyó las palabras que su padre había pronunciado al
despedirse: «Recuerda, hija mía, Dios siempre estará contigo… y así también yo».
Meredith sacudió levemente la cabeza.
—No me corresponde a mí juzgarlo.
La sonrisa de aquel hombre no se extendió a sus ojos.
—Tal vez me corresponda a mí hacerlo.
Meredith dio un grito ahogado. ¿Acaso aquel hombre
no sentía respeto por el Señor? «¡Oh, esa es una pregunta estúpida, por supuesto!», la reprendió una voz interior. Su sola
presencia en aquel lugar le dictaba la respuesta.
—A ningún hombre le corresponde juzgar tal cosa.
Sólo a Dios —replicó Meredith, que intentaba con fuerzas
que no le temblara la voz.
—Sin embargo, difícilmente sea ése el caso, ¿no es
verdad? ¿Cuántas criaturas del Señor mueren a causa de una
enfermedad? —Aquel hombre no reflexionaba ni esperaba
que Meredith le respondiera—. Los niños y los ancianos, quizá. Pero los hombres… ah, bueno, los hombres matan a otros
hombres… y a veces mujeres también.
Un frío le recorrió la columna en forma descendente,
puesto que esta vez era imposible confundir la amenaza implícita en su tono de voz. Meredith no pudo evitarlo: se sintió palidecer.
—Las demás —dijo con voz trémula—. La madre
Gwynn, la hermana Amelia, ¿están…?
—Están todas sanas y salvas, y arrebujadas en sus lechos.
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Meredith inspiró y contuvo el aire. Lo dejó salir luego
lentamente, al tiempo que trataba con desesperación de no
dejarse vencer por el pánico. ¿Por qué había venido por ella?
¡Seguramente no estaba allí porque su padre lo hubiera enviado! ¡Oh, pero Meredith tenía que escapar de aquel lunático, porque sólo un lunático podía atreverse a invadir un lugar
sagrado como aquél de ese modo! Escapar era lo primero que
tenía en mente. En su corazón…
Meredith echó a correr.
¡Oh, pero debería haberlo sabido! Si ella era veloz, su
captor lo era aún más. No había alcanzado a dar tres pasos
cuando ya lo tenía encima. Dos fuertes brazos la sujetaron y
detuvieron en seco. Meredith se sintió arrastrada hacia atrás,
mientras que su cuerpo entero era forzado a enderezarse contra él. Fue como si hubiera golpeado una pared de piedra.
Su reacción fue más instintiva que resultado de un pensamiento consciente. Meredith se enroscó y retorció en el intento salvaje de escapar del grillete que formaban sus brazos.
—¡Quédate quieta! —le ordenó él entre dientes.
No. No podía. No lo haría. Reanudó su lucha con vigor,
sólo para escuchar una vívida maldición resonarle en el oído.
—¡Por Dios, detente!
Su captor tensó el antebrazo con el que sujetaba su cintura. Aquel movimiento amenazaba con quebrarle las costillas y cortarle la respiración. Meredith podía sentir la fuerza
de aquel hombre, percibirla en cada uno de los músculos de su
cuerpo. Le resultaba difícil respirar, y fue entonces cuando
advirtió que él podía quebrarla con la misma facilidad con la
que arrancaría una rama de un árbol.
Su cuerpo perdió toda capacidad de resistencia. Volcó
la cabeza. Un sonido ahogado emergió de su garganta, un lamento de desesperación. Meredith odiaba el modo en el que le
temblaba el cuerpo… y odiaba saber que seguramente
también él era capaz de percibirlo. Si había de morir (¡y que
todos los santos perdonaran semejante cobardía!), entonces
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rezaría para que su muerte ocurriera con prontitud, con una
daga enterrada en el corazón. Así de simple.
Pero no habría de morir.
Sin más, Meredith sintió cómo sus pies abandonaban el
frío suelo de piedra. Se quedó estupefacta al encontrarse con
que la habían depositado en el banco situado frente a la mesa.
—Ahora, pues, harás lo que yo te diga.
Y entonces un pensamiento cruzó su mente con rapidez, como una ráfaga de viento que atraviesa los árboles. Ya la
habían forzado una vez a abandonar el lecho en medio de la noche. ¿Serían las mismas las consecuencias? Que Dios no lo
permitiera. Si así fuera, no podría tolerarlo… No otra vez.
Meredith levantó la cabeza poco a poco.
—Si intentáis…
Necesitaba fe. ¡Pero no podía hallarla en su interior ni
siquiera para pronunciar aquellas palabras!
No es que hubiera necesidad.
—¿Deshonrarte?
Meredith sintió su piel enardecerse a causa de una inmensa vergüenza.
—Sí —murmuró.
La risa de aquel hombre carecía de regocijo… y no había en ella piedad alguna.
—No lo creo, Meredith Munro. Si necesitara una mujer, es seguro que no serías tú. De hecho, debo obligarme a
padecer tu presencia.
Aquella aseveración no la tranquilizó en modo alguno.
Sintió entonces el chasquido de sus dedos, con el cual uno de
los otros hombres apareció trayendo consigo un pergamino,
tinta y una pluma, que colocó delante de ella.
—Le escribirás una nota a la madre Gwynn en la que
declararás que, desafortunadamente, no puedes entregarle tu
vida al Señor ni permanecer en el mundo terrenal puesto que
te sientes profundamente avergonzada de tu debilidad de espíritu y devoción.
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Meredith se quedó boquiabierta. ¡Dios bendito, aquel
hombre la haría renunciar a su propia vida!
—¡No, no puedo hacerlo! Quitarme la vida sería pecado mortal.
Aquel extraño sombrío sólo tenía que colocar su mano
en el puñal.
Ella sacudió la cabeza.
—No sé escribir —comenzó a decir con desesperación.
—Mientes. Tú llevas las cuentas para la priora.
¿Cómo sabía aquello? ¿Quién era él, que sabía todo
acerca de ella? Su intento de mirarlo con ferocidad resultó lamentable —¡puesto que ella misma daba lástima!—.
¡Meredith nunca había sentido por sí misma el desprecio que experimentaba en aquel momento! Bajó la mirada a
fin de que él no alcanzara a notar su desesperación y luego
tomó la pluma. Con los ojos llenos de lágrimas, fue observando
cómo poco a poco sus palabras adquirían forma.
«Madre Gwynn y queridas hermanas en Cristo:
A pesar del profundo dolor que me invade, no me queda otra opción al respecto. Me temo que no podré continuar
al servicio del Señor. Me avergüenza inmensamente mi gran
debilidad de espíritu y devoción, por lo que debo ponerle fin a
todo. Perdonadme, hermanas, por lo que debo hacer, y rezad
por mí, para que mi alma no deambule en eterna perdición».
En un intento desesperado por calmar sus temblores
interiores, Meredith estampó su firma. Con un sentimiento
abrumador en lo más profundo de su pecho, alzó la mirada.
Él estaba observándola; su mirada era como la punta de
una lanza. Tomó la carta y la escudriñó velozmente.
—«Rezad por mí» —citó —. Esperemos que alguien lo
haga. —Dejó la carta sobre la mesa, en el medio del aposento.
—Levántate —ordenó.
La idea de desafiarlo cruzó la mente de Meredith…
pero sólo por un momento. En rigor, era un alivio tal estar
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viva todavía que por un vertiginoso instante temió que sus
piernas fueran incapaces de soportar el peso de su cuerpo.
—Coloca tus manos como si fueras a rezar.
Meredith cumplió aquella orden sin decir una palabra.
Ante el gesto de asentimiento de su líder, uno de los otros se
aproximó con obediencia. Luego ató las manos de Meredith
delante de su cuerpo con un trozo de cuerda. Una vez concluida la tarea, se volvió y procedió a abrir la puerta.
Aquellos ojos en llamas atraparon los de Meredith.
—Ven —fue todo lo que dijo.
Meredith retrocedió en forma instintiva, pero fue en
vano. Los dedos de su captor se cerraron alrededor de su codo.
Toleró el contacto lo mejor que pudo. No tenía otra opción
más que seguirlos mientras batallaba contra una frustración
repleta de impotencia y de un miedo paralizante. ¿Quién era
aquel hombre? ¿Qué quería de ella? ¿Por qué no la había matado ya? De hecho, ¿por qué la querría muerta? ¿Por qué querría mantenerla con vida? ¿O realmente era su intención que
Meredith se suicidara?
Habían pasado por los aposentos de la madre Gwynn.
La mirada de Meredith dio un brinco hacia delante, para luego retroceder con rapidez. Se mordió el labio. El pulso se le
aceleraba. Se estaban aproximando a la puerta de la habitación en la que dormían las monjas. Si Meredith gritaba y daba
la alarma, alguna de sus hermanas podría despertarse. De hecho, quizá alguien se encontrara despierto ya, puesto que seguramente era casi hora de reunirse para la prima en la capilla. Y entonces los intrusos serían descubiertos.
Su captor la atrajo contra su cuerpo. Meredith respiraba con agitación. Su corazón debió de paralizarse, porque de
repente se hallaban unidos: su pecho contra el de él, sus muslos contra los de ella. Meredith se quedó inmóvil y, en ese
preciso momento, la idea de que su pecho se asemejaba a una
enorme pared de hierro atravesó su mente de un salto.
El pánico le recorrió el cuerpo a toda velocidad, puesto
que él había inclinado ahora la cabeza de manera que sus la14
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bios rozaban los de ella. De no haberla sujetado, Meredith
ciertamente se habría escabullido de su propia piel. Jesús bendito, aquel hombre no estaría pensando en…
—No lo hagas —le advirtió él en un tono de voz que
sólo ella podía oír—. Si intentaran socorrerte, sólo resultarían
heridos. Ésta es una batalla que no pueden ganar… ni tú ni
ellos. Estoy resuelto a cumplir con mi propósito, y nadie me
detendrá… nadie. —Antes de retroceder, tensó apenas el brazo con el que sujetaba su espalda. Meredith se convenció con
amargura de que, en efecto, se trataba de una advertencia.
Desesperada ante su debilidad, de su propio desmedro,
Meredith transformó sus manos atadas en puños. Para hacer
aún más inmensa la humillación, aquellos tiesos labios adquirieron la forma de una sonrisa tensa, con lo que Meredith
apretó los suyos.
Sus ojos hallaron los de aquel hombre entre las
sombras.
—Existen otras formas de pelear que no involucran la
espada. —¿De dónde habían surgido sus palabras? ¿O su coraje? Era una pregunta que Meredith siempre se haría.
Se oyó una risa corta y áspera.
—Sí, en efecto.
Con aquel comentario enigmático, su captor volvió a
asir su brazo y la guió al interior del corredor, por las angostas escaleras. Los otros dos venían rezagados detrás de él.
Al conducirla a través de la nave de la capilla, aquel hombre parecía saber exactamente hacia dónde se dirigía. Bordearon
el presbiterio, apresuraron la marcha a través del claustro y doblaron a la izquierda al aproximarse al refectorio. En menos de
lo que esperaban, emergieron en la libertad inundada de luna de
la noche. El paso enérgico de su captor jamás vacilaba. Continuaron la marcha, más allá de las dependencias de madera y
abriéndose paso a través de los jardines y al interior del huerto.
En breve habían atravesado la elevada pared de piedra que encerraba el priorato, y sólo entonces se detuvieron.
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Se ubicaron frente a la cercada cruz de granito de San
Miguel, que hacía siglos se hallaba en aquel lugar. El olor del
mar era acre y penetrante, pero Meredith apenas podía percibirlo, presa de los azotes del dolor causado por sus recuerdos.
Y debió hacerle frente a un torrente de lágrimas repentino y
abrasador. El sufrimiento que le hacía arder los pulmones era
tan intenso que casi termina de rodillas. Había sido allí, en ese
preciso lugar fuera del priorato de Connyridge, donde se había despedido de su padre. Le había suplicado que no regresara, no hasta que ella se lo pidiera. Mejor dicho, a menos que
ella se lo pidiera, puesto que temía que, de volver su padre,
podría sucumbir a la tentación de partir con él, de retornar al
castillo Munro, al hogar de su juventud. A Meredith se le retorcía el corazón, puesto que casi podía volver a verlo: sus ojos
azules tan similares a los suyos, brillando trémulos y llenos
de unas lágrimas que no había hecho ningún esfuerzo en
ocultar. Había llorado tan abiertamente…
Y también ella.
Tenía la sensación de que había sucedido hacía tanto,
tanto tiempo… Parecía haber ocurrido el día anterior. Meredith recordaba vívidamente de qué modo se había odiado a sí
misma, odiado el hecho de haber defraudado a su padre.
Como única hija, y en ausencia de hermanos varones, Meredith sabía que el verdadero deseo de su padre era que algún
día se casara y le diera nietos…
Meredith sabía que nunca iba a casarse… nunca.
Jamás le contó a su padre lo ocurrido aquella noche nefasta. Y nunca lo haría. ¡De hecho, se trataba de algo que no
había compartido con nadie sobre la faz de la tierra! Si bien
le había hecho añicos abandonar su hogar, no podía quedarse.
No podía vivir temerosa de cada uno de los hombres que viera, preguntándose en cada caso si se trataría de aquél que la
había tocado, de aquél que la había agraviado de ese modo. Y
tampoco podía decirle a su padre la verdad sobre los acontecimientos de aquella funesta noche… En rigor, ni ella misma
sabía cuál era esa verdad.
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Era ése el motivo por el cual se había alejado de su padre tan amado… y por el cual jamás regresaría a su hogar.
Cuando Meredith le había pedido que la llevara a
Connyridge a fin de unirse a las hermanas, su padre se había
quedado perplejo. Le había hecho muchas preguntas, pero al
final no se había rehusado a cumplir con su ruego. Ella tenía
la dolorosa certeza de que su padre esperaba que aquel claustro durara para siempre.
Meredith había llegado a Connyridge solamente en
busca de refugio. Y fue allí en donde el terror cuyo origen se
remontaba a aquella noche había finalmente comenzado a cesar. Meredith había hallado asilo entre aquellas paredes, había empezado a recuperar parte de esa paz que había creído
perdida para siempre. Si bien le había llevado tiempo, se hallaba a gusto en el priorato, a pesar del frío que se colaba a través de sus sandalias y en el interior de sus huesos. No hacía
mucho tiempo atrás, había decidido entregar su vida a Dios.
Como monja al servicio del Señor, se hallaría protegida del
apetito de lujuria de los hombres…
¡Sin embargo, su lucha había continuado de otras maneras! Una profunda confusión había invadido su ser. De hecho, aquel estado no había cesado aún. Si bien se trataba de su
decisión, no tenía la misma seguridad… ¿Estaría haciendo lo
correcto al tomar los hábitos? ¿Se trataba de su vocación? ¡Su
corazón debería habérselo dicho, pero no lo sabía! Durante las
semanas previas a su rapto, Meredith había rezado en forma
diaria en busca de una guía que le permitiera saber si había tomado la decisión correcta.
Meredith tomaría sus hábitos ese mismo mes… ¿Estaría viva para entonces?
Para algunos, una vida como ésa podría haberse tornado una prisión, puesto que en un convento todo lo que se hacía era rezar, trabajar, estudiar, dormir y comer. Se creía que
el ocio era enemigo del alma. Con la mente ocupada de aquel
modo, no era necesario que pensara en… otras cosas.
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Sin embargo, el asilo buscado había dejado de serlo.
Todo a causa de aquel hombre.
Otro hombre cuyo nombre desconocía.
Meredith no podía evitarlo. Al observar a su captor, lo
hacía con recelo. En la oscuridad de la noche, parecía moreno
y anodino. A Meredith le provocaba escalofríos imaginarse
qué aspecto tendría a plena luz del día. Tenía la impresión de
que era joven, no de la edad de su padre o de su tío Robert.
¡Oh, pero seguramente un hombre de tal vileza habría de ser
tan horrible como los pecados del mismísimo demonio! Sin
lugar a dudas, sus dientes se hallarían separados, amarillos y
putrefactos, en tanto que su piel morena como la de un salvaje se encontraría repleta de manchas y hoyuelos. Meredith se
estremecía al pensar que tal vez era mejor de aquel modo. ¡Su
aspecto a la luz del día podría haberla aterrado hasta el punto
de mandarla a la tumba!
Meredith aguardó con incomodidad mientras su captor se dirigía a sus hombres en un tono muy bajo que le impedía oír lo que les estaba diciendo. Éstos asintieron con la cabeza y se marcharon. Con la boca seca, Meredith observó cómo
su captor se aproximaba a un carro en el que hasta entonces
no había reparado.
Su aprensión se arremolinó cuando él se volvió y le
hizo señas de que se aproximara. Meredith se acercó con una
gran tensión en la boca del estómago. Sin poder evitarlo, se
asomó al interior del carro. En él yacía una mujer. Su largo
cabello rojizo, sucio y enmarañado, se hallaba derramado sobre las tablas de madera. La inclinación de su cabeza describía
un ángulo extraño, en tanto que sus ojos, inmóviles y carentes de brillo, le devolvían la mirada.
La mujer estaba muerta.
Un grito se le heló en la garganta. Meredith sintió que
se tambaleaba pero, afortunadamente, logró mantenerse de
pie gracias a sus propias fuerzas.
Los delgados dedos de él se cerraron alrededor de su brazo.
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—Quítate el hábito —ordenó aquella voz a la que ya
había comenzado a temer.
Meredith observó cómo su captor retiraba la cuerda
con la que le habían sujetado las muñecas y al hacerlo se preguntaba si habría perdido completamente la razón. ¿Era
aquello un sueño, un horrible engaño perpetrado por su mente? Cerró los ojos con fuerza y se dijo a sí misma que se encontraba de regreso en su celda, arrebujada en su cama. Tragó
saliva y dejó que sus párpados se elevaran.
Entonces pudo ver las botas de un hombre. Desafortunadamente, él permanecía allí, una presencia tan poco grata
como al principio…
E igual de intimidante.
Su mandíbula se desplegó.
—No te lo diré nuevamente.
Una densa bruma parecía danzar en torno de Meredith.
Pensó que no, que no podía haber oído eso. Abrió la boca. Sintió
su mandíbula moverse, pero no emergió sonido alguno.
—De acuerdo, entonces. A mí poco me importa. —Sus
autoritarias manos se posaron sobre los hombros de Meredith
en busca del cuello del hábito. Sintió su cuerpo sacudirse a
medida que aquellos ardorosos dedos rozaban su piel desnuda.
Meredith se apartó como si la hubieran quemado.
—¡No! —repuso jadeando.
—Hazlo… o tendré que hacerlo yo.
Meredith bien podía creer que aquel hombre quería
expresar exactamente lo dicho. No era necesario que observara sus rasgos para darse cuenta de que ésa era realmente su
intención. Podía percibirlo en el tono de su voz, deducirlo de
la postura de sus hombros. En efecto, existía en él un firme
propósito que no podía negarse ni ignorarse.
Su amenaza resonó en todo su ser. Meredith movía los
dedos con torpeza a causa del miedo… y de la dolorosa vergüenza de saber que se hallaría desnuda frente a él. Cumplió
con turbación la orden, al mismo tiempo que se regañaba a sí
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misma. ¡Ah, sí que era tonta al acatar aquello con tal disposición! ¿Por qué no podía ser más fuerte? Por dentro se enfureció. ¿Actuaría siempre con tal docilidad y sumisión? Era una
mujer débil, en mente, cuerpo y corazón, puesto que carecía
de poder para plantarle cara a aquel hombre. A modo de brutal castigo, Meredith pensó que no podría doblegar su fuerza
ni su voluntad.
Con la mirada abatida, dio un paso fuera de la gruesa y
oscura tela que ahora yacía formando un charco a sus pies. Ardiendo de vergüenza, trató de cubrirse el cuerpo con las manos
no sólo para protegerse del aire frío de la noche, sino también
de la intromisión de aquellos ojos enmarcados en acero.
Sin embargo, su captor no le dedicó una sola mirada al
inclinarse a levantar su hábito del suelo húmedo. En cambio,
se dirigió hacia el carro, en el que procedió a quitarle el vestido al cadáver de la mujer. Para su asombro, se lo lanzó.
—¡Póntelo!
Esta vez Meredith no se demoró. Se colocó el sucio e
inadecuado vestido con manos temblorosas, agradecida de poder cubrir su cuerpo nuevamente.
Para cuando terminó de hacerlo, los otros dos hombres
habían regresado en compañía de tres caballos. El corazón de
Meredith dio un brinco. ¿Es que acaso planeaban llevarla con
ellos? Su mente apenas se había hecho a la idea cuando las dos
figuras se aproximaron al cadáver desnudo que todavía yacía
en el suelo. Perpleja, Meredith observó cómo le colocaban el
hábito del que ella se había deshecho. ¡Su hábito! Una vez concluida la tarea, dirigieron una mirada inquisitiva a su líder.
—¡Hacedlo! —ordenó éste en voz baja.
Uno de ellos tomó a la mujer del brazo izquierdo; el
otro, del derecho. Juntos la arrastraron unos cincuenta metros hacia el Este. Lo que sucedió luego conmocionó a Meredith hasta las entrañas.
El cadáver fue arrojado por los acantilados contra las rocas salientes ubicadas más abajo. Por supuesto, no se oyó nin20
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gún grito. Aun así, Meredith podía escucharlo en las silenciosas recámaras de su mente. Solo se sintió un golpe sordo…
Meredith sintió náuseas. Las rocas desgarrarían la carne de la mujer como los dientes rechinantes de un monstruo
marino y dejarían su cuerpo desangrado y quebrado… ¡Pobre
criatura! Quizá era una bendición que ya hubiera muerto…
Y sin embargo, ¿por qué la habrían matado? ¿Para qué quitarle la vida si luego la arrojarían por los acantilados…?
Un terror paralizante se apoderó de su ser. ¿Sería ella
la próxima? Nadie podía sobrevivir a la caída desde aquellos
acantilados. Eran mortales; su sola altura bastaba para matar.
De hecho, si bien Meredith no le temía a las alturas, siempre
había evitado los acantilados.
El corazón se le retorció al pensar en aquella mujer.
Había sido bonita, eso estaba claro. Moza y bonita y demasiado joven para morir…
Dirigió una rápida plegaria al cielo por el descanso del
alma de aquella mujer y en ese preciso instante palideció.
Sólo entonces comenzó a comprender el significado de lo que
acababa de presenciar. Aquel flameante cabello rojizo… el cadáver vestido con su hábito…
Su mirada se deslizó hacia él, que permanecía inmóvil,
con los ojos posados en ella, como a la espera de su reacción.
—Por todos los santos —dijo débilmente—. Yo… creerán que… —Y no pudo continuar. Tragó saliva, y lo intentó
una vez más—. Quieres que las hermanas piensen que…
—Esa mujer eres tú. —La satisfacción enmarcaba su
sonrisa, una satisfacción que Meredith ni siquiera podía pretender comprender—. Las rocas mutilarán su cuerpo —expresó en
forma prosaica—. Quedará quebrado y cubierto de sangre.
Dios misericordioso, su captor tenía razón. Poco después de su llegada a Connyridge, el cuerpo de uno de los vecinos del pueblo había sido arrastrado contra las rocas. Se trataba de un pescador. Su carne se había hecho trizas y su rostro
se había hinchado y palidecido de tal modo que había sido im21
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SAMANTHA JAMES
posible reconocerlo. Aquello le había provocado náuseas tales
que había llegado a sentir que echaría todo lo que llevaba en el
estómago. Oh, sí, la nota que había escrito era en efecto prueba irrefutable. Las monjas verían el cabello rojizo de la mujer
y pensarían que se trataba de ella, que se había arrojado desde
los acantilados.
El corazón se le retorció. Al menos aquella pobre mujer ya estaba muerta cuando la arrojaron… De pronto, su respiración se detuvo.
—Tú la mataste, ¿no es verdad? ¡Fuiste tú!
La tensión se prolongó en forma interminable. Él no
respondió… lo que siguió fue un silencio tirante capaz de expresar mucho más que las meras palabras.
Meredith sacudió la cabeza. Por un espantoso momento, temió vomitar allí mismo.
—¿Por qué? —Le ardía la garganta, por lo que le resultaba doloroso hablar—. ¿Por qué harías algo así?
Aquel silencio debilitante se hizo presente una vez más.
—¿Soy la próxima, verdad? —Sirviéndose de una audacia con la que desconocía que contaba, enderezó sus hombros y se dio un puñetazo en el pecho—. ¡Mátame, entonces,
si es que te atreves! ¡Mátame ahora!
—¿Matarte? —Su risa era áspera y quebradiza mientras señalaba los acantilados—. Por Dios. ¿Verdaderamente
crees que me habría tomado todas estas molestias si hubiera
querido matarte? Ahora, pues, ¿vendrás conmigo o tendré
que atarte las manos nuevamente?
Meredith bajó la cabeza, luchando contra sí misma
como nunca antes lo había hecho. ¡Una mujer se hallaba
muerta por su causa y en todo lo que podía pensar era en
cómo salvar su propia alma! ¡No sólo era débil, sino también
egoísta, y únicamente podía esperar que Dios la perdonara!
Pero algo se rebelaba en su interior, algo se negaba a dejar que
aquel hombre infame ganara con tanta facilidad.
Meredith supo que su captor había terminado con ella
tan pronto como desvió la mirada. Éste hizo un gesto a sus
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hombres, quienes trajeron los caballos. Ni siquiera se dignó a
mirarla al hacerle un gesto para que se aproximara.
—Ven —fue todo lo que dijo.
Meredith respiró hondo para fortalecerse.
—No —repuso con toda claridad. Al parecer, lo había
hecho. Sintió entonces el roce de aquellos ojos de fuego helado incluso antes de obligarse a enfrentar su mirada—. Estás
loco y no iré a ninguna parte contigo.
Junto a ella se escuchó que alguien maldijo. Y un golpe
violento en medio de su espalda la envió hacia delante. Fue él
quien la sostuvo y la salvó de caer de bruces frente a sus pies.
—¡No, Finn, déjala!
Meredith casi tenía miedo de respirar. Podía sentir las
manos de aquel hombre alrededor de sus muñecas como grilletes de hierro, capaces de volverla prisionera con la misma
seguridad que una trampa. Oh, sí, podía advertir la fuerza que
lo habitaba y sabía que, si esa fuera su voluntad, ella podría
perder la vida.
Lentamente levantó su cabeza de la imponente anchura de su pecho.
—No iré a ninguna parte contigo.
—Ah, pero lo harás, Meredith Munro. Lo harás.
—No, no lo haré —volvió a decir. Meredith elevó la
barbilla, de pronto no tan segura de sí misma. En su corazón
la sorprendía su audacia. ¡Quizá era ella la que estaba loca!—.
¿Quién eres tú? ¿Por qué haces esto? ¿Qué quieres de mí?
Entonces la soltó. Meredith resistió el impulso de dar
media vuelta y huir. En cambio, se mantuvo firme. Con los dedos de los pies desnudos, escarbaba la tierra cubierta de rocío.
—¿Quién eres? —reiteró—. Pretendes conocerme,
¡pero juro que no te he visto nunca antes de esta noche!
—No, muchacha, no lo has hecho.
—Pues entonces, ¿quién eres? —Su determinación
barrió sus miedos e incertidumbre. Si había de morir, sabría
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al menos los motivos… ¡y conocería al menos la identidad del
hombre que le quitaría la vida!—. ¿Quién eres?
Sus ojos la rozaron, como una espada de acero fundido.
—Mi nombre es Cameron —fue lo único que dijo para
explicarlo. De hecho, era todo lo que necesitaba decir—. Del
clan MacKay.
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