Un cayo y varias historias

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NACIONAL
MARTES
23 DE SEPTIEMBRE DE 2014
juventud rebelde
Un cayo y varias
historias
Una pequeña ínsula tunera ostenta el orgullo
de acoger en su litoral el primer pedraplén construido en Cuba
La recuperación de un espacio con escombros propició crear un área junto
al mar donde los jóvenes se divierten.
texto y foto JUAN MORALES
AGÜERO
[email protected]
CAYO JUAN CLARO, Puerto Padre.— En los lejanos tiempos en
que las aguas adyacentes a Cuba
estaban infestadas de piratas,
uno de aquellos aventureros de
pata de palo, argolla y parche sobre un ojo levantó campamento en
un islote cercano a este municipio. Durante varios años, él y sus
forajidos fueron los únicos habitantes del paraje. El filibustero, a
todas luces de origen español,
tenía por nombre Juan Claro. Así
que, a falta de otro mejor, la gente
de la línea costera dio en llamar
Cayo Juan Claro al inhóspito segmento de tierra.
Se ignora hasta cuándo permaneció allí el bucanero, al acecho
quizá de algún desprevenido galeón repleto de oro y plata con destino a la Madre Patria. Sí está probado que a inicios del siglo XX,
Mario García Menocal, un ingeniero graduado en la Universidad de
Cornell y fichado por una empresa
norteamericana en calidad de
administrador, descubrió en el isleño litoral las condiciones ideales
para construir un puerto por donde exportar la producción azucarera de los novísimos centrales Chaparra y Delicias hacia la gran
nación del norte. Menocal, por
cierto, era mayor general del Ejército Libertador y llegó a ser presidente de la República.
La primera urgencia consistió
en establecer alguna conexión
entre la costa y el cayo. Para eso
pensaron en una vía férrea. Pusieron manos a la obra en una franja de casi dos kilómetros de longitud, en un sector poco profundo
de la bahía de Puerto Padre. Luego de rellenarla, se empotraron
horcones de madera en su lecho
y los aseguraron con tablones en
forma de crucetas y con un recubrimiento de piedras. Finalmente,
sobre la estructura se tendieron
los rieles.
Según reseñan los anales de
la época, los trabajadores empleados en las faenas procedían
de Cascarero, zona costera próxima al Cayo Juan Claro y, hasta
entonces, puerto por donde se
embarcaba el azúcar de los citados ingenios. Sus familias devinieron fundadoras de la comunidad y las primeras en dinamizar
su entorno en medio de los resoplidos de las locomotoras de
vapor y de los pitazos de los barcos que pedían autorización para
arrimar sus costillares al muelle.
Esta empalizada de madera se construyó en 1910, en una zona baja de la bahía, para tender sobre su estructura una vía
férrea desde tierra firme hasta Cayo Juan Claro. Foto: Archivo
CAYERO DE PURA CEPA
José Luis Pérez tiene 83 años
de edad, todos vividos en Cayo
Juan Claro. Conoce al dedillo la
historia de su terruño, y su mirada
denota agrado cuando explica a
varios jóvenes el contenido de
unas viejas fotografías exhibidas
en un mural. Su palabra es como
un paseo por las etapas de una
comarca isleña en cuya evolución
él ha puesto su granito de arena.
«Aquí la mayoría de los barcos
que atracaban antes de 1959
eran norteamericanos. En los
años 40, durante la Segunda Guerra Mundial, algunos venían hasta
con cañones emplazados en la
popa, para defenderse en caso de
algún ataque alemán. Cuando sus
marineros bajaban a tierra, siempre formaban líos y hacían lo que
les daba la gana sin que las autoridades de la localidad hicieran
nada por impedirlo», recuerda.
«Tan pronto llegaban, comenzaban a hacer de las suyas en el pueblo. Se emborrachaban, se metían
con las mujeres, entraban sin permiso en las casas, compraban y se
negaban a pagar, disparaban al
aire… Y todo con una impunidad
absoluta. El que tocara a uno de
aquellos energúmenos, iba directo
para el calabozo. Fíjese qué tremenda injusticia,¡encerrar a alguien
por defender sus derechos! Eran
cosas del pasado».
José Luis reseña lo que ocurría
otrora en el puerto y en los almacenes donde se amontonaban los
sacos de azúcar.
«Yo fui lo que se llamaba por
entonces un “caballo”. Era denigrante, pero había que aceptarlo
para no morirse de hambre. El
caballo le trabajaba al dueño de
una plaza para que este, cuando
cobrara su salario, y sin haber
doblado el lomo en los muelles, le
diera unos pocos pesos. En los
almacenes ocurría igual con las
carretillas. Lo hacíamos gratis
para que nos tuvieran en cuenta
para trabajar cuando arribara
algún barco mercante», recuerda.
«La compañía americana nos
explotaba y engañaba como si
fuéramos esclavos. Me viene a la
mente lo ocurrido a un gallego
estibador de nuestro grupo. El
hombre estaba casi derrengado
por el peso de aquellos sacos
enormes donde se envasaba el
azúcar. Una tarde casi se cae con
uno encima. Dijo: “Qué va, este
saco pesa más de 325 libras”. Lo
llevó hasta una báscula y totalizó
407. Dimos la tángana con el sindicato y la compañía tuvo que
pagarnos sobrepeso».
INDIGNACIONES DE UNA ÉPOCA
Nacido y criado en Cayo Juan
Claro hace 76 años, Máximo
Ramos recuerda la etapa capitalista como la más difícil de todas.
«Aquí, prácticamente, no teníamos vida. Todo se volvía trabajar,
trabajar y trabajar… cuando encontrábamos algún empleo. Las
humillaciones que sufríamos de
parte de los marineros de las
goletas norteamericanas todavía
me encienden de rabia. Llegaban
al pueblo y tiraban algunas monedas al suelo para que los niños
nos fajáramos por cogerlas. Para
ellos era una gracia. Al vernos
revueltos en el polvo, los muy sinvergüenzas se reían a carcajadas», asegura.
«Cuando alguien, en medio de
los aprietos actuales, me dice que
aquí antes se vivía mejor, le pongo
un ejemplo. Le digo: “A ver, ¿tú te
acuerdas de la carnicería del pueblo? ¿Sí? Bueno, entonces te acordarás también que cuando no teníamos dinero para comprar carne,
y la de los ganchos amenazaba con
pasarse de tiempo, el carnicero la
metía dentro de un hueco, la regaba
con gasolina y le prendía candela
para no tenerla que regalar. ¿Se te
olvidó eso?” Y lo dejo sin palabras».
Máximo conserva intacto en su
recuerdo aquella mañana en que el
primer barco procedente de la
Unión Soviética atracó en el muelle.
Según él, a algunos militantes del
Partido Socialista Popular en la zona
se les ocurrió hacerle un recibimiento a la tripulación y compartir
un rato con sus miembros. No llegaron a hacerlo, porque, al enterarse, desde el puesto de la Marina de
Guerra llamaron a la Guardia Rural y
hubo que suspender el agasajo
para una mejor oportunidad.
«Con nosotros trabajaban españoles, holandeses, jamaicanos,
ingleses, haitianos, barbadenses…
A casi todos los trajo la compañía
americana como mano de obra
barata. Vivían en cuarterías, se cocinaban sus caldos y dormían en
hamacas de saco. En los años 40
deportaron a casi la mitad. Se decía
que ya eran demasiados. No fue
solo aquí, sino en toda Cuba».
PRIMER PEDRAPLÉN CUBANO
La construcción del pedraplén
que corre paralelo a la vía férrea
alimenta aún la autoestima de
los habitantes de Cayo Juan Claro. La vía tiene 5,5 metros de ancho y 1 600 de largo. Estudios de
la Academia de Ciencias avalan
que su curso no afecta el ecosistema de la zona. Por su connotación, esta obra figura en la lista de
las siete maravillas de la ingeniería
civil tunera de todos los tiempos.
«Fue la mayor hazaña realizada
por nuestra gente —asegura Víctor
Ramos Pérez, un septuagenario
también nativo de esta diminuta
ínsula puertopadrense. Sucedió en
1960, ya con la Revolución en el
poder, y movilizó durante un buen
tiempo a casi todos los vecinos,
incluyendo mujeres y niños.
«Toda la piedra utilizada en el
pedraplén la acopió la población a
mano, encima de varias góndolas
cañeras tiradas por una locomotora
de vapor. Íbamos hasta los lugares
donde abundaba ese material y
cargábamos todo lo que podían
nuestras fuerzas. Cualquier día era
bueno para la tarea. Pero los domingos la movilización era masiva. El
premio fue nuestro pedraplén, el
pionero de su tipo en Cuba. Por primera vez pudieron llegar vehículos
automotores a la comarca».
Vitico —antiguo jefe de operaciones en el puerto— cuenta que
no fue el único momento trascendental de Cayo Juan Claro. El 20 de
enero de 1978, el Comandante en
Jefe Fidel Castro inauguró en el islote la terminal de azúcar a granel de
Puerto Carúpano, una de las más
eficientes del país, llamada así en
honor a una rada venezolana del
mismo nombre, donde el 4 de
mayo de 1962 se produjo una rebelión militar contra el Gobierno del
presidente Rómulo Betancourt. En
lengua indígena, carúpano significa
«tierra que tiene casa».
POR NOSOTROS MISMOS
Hoy Cayo Juan Claro transita con
paso seguro al socaire del proyecto
comunitario Por nosotros mismos,
un movimiento generador de transformaciones tanto de infraestructura como de mentalidad. Al calor de
su influjo, sus habitantes han
impulsado tareas ligadas al mejoramiento socioeconómico. Ahí están
para probarlo los más de 2 000
metros cúbicos de escombros
movidos, la rehabilitación de viviendas, las inversiones eléctricas, las
instalaciones recuperadas…
En sus predios instaló su puesto de mando un presidente de
Consejo Popular pletórico de entusiasmo: Ernesto Mulet.
«El puerto y la pesca son nuestras
principales actividades económicas.
Pero trabajamos en numerosos frentes. Aquí tenemos escuela primaria,
instalaciones deportivas, círculo sociocultural, consultorio médico, campamento de pioneros, áreas recreativas, destacamento Mirando al mar
y hasta escritores y poetas aficionados que se inspiran en su terruño. A la gente solo hay que motivarla», afirma.
Sí, Cayo Juan Claro ha cambiado mucho. Ya ningún marino borracho mancilla la dignidad de su
gente. Ni el puerto es un antro de
injusticia y explotación. Ni la Guardia Rural coacciona el derecho a
recibir a un colega de oficio. Ni
nadie les lanza monedas a los
niños para verlos pelear…
Ahora les toca a los cayeros preservar lo conseguido con sus iniciativas y sus ardores. Y convertir cada
conquista en un acicate para lograr
la próxima. Y, sobre todo, convertir
el trabajo comunitario en una conducta, en un estilo de vida.
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