L. JANSSENS LA CASTIDAD CONYUGAL EN PERSPECTIVA POSCONCILIAR La Constitución «Gaudium et Spes» (GS), al tratar de la promoción de la dignidad del matrimonio y de la familia (n 47-52), lo hace a partir de una concepción resueltamente personalista. El autor se plantea el problema de ver hasta qué punto las orientaciones del Magisterio que preceden al Concilio tienen todavía valor en este contexto. En concreto, el problema es examinado a partir de la Encíclica «Casti Connubii» (CC) de Pío XI, analizando los presupuestos históricos que ésta suponía ineludiblemente. La chasteté conjugale selon l’encyclique «Casti Connubii»et suivant la constitution pastorale «Gaudium et spes», Ephemerides Theologicae Lovanienses, 42 (1966) 513554 Planteamiento del problema El Concilio considera al amor conyugal, por una parte, en su realidad de relación intersubjetiva y declara explícitamente que este amor está en situación de comunicar una nobleza especial a las expresiones afectivas y corporales, acogiéndolas como partes integrantes y como signos propios de la amistad conyugal. Añade, también explícitamente, que el amor conyugal se expresa y perfecciona de una manera particular por el acto sexual, y que este acto. realizado de manera verdaderamente humana, significa y promueve el don recíproco (n 49). Considera, por otra parte, la procreación -y la educación, que es su prolongación- no sólo como fin del matrimonio en cuanto institución, sino también como fruto propio del amor conyugal (n 48). Los esposos son los colaboradores y en cierto sentido intérpretes del amor de Dios Creador. Por esta razón, en un diálogo iniciado y mantenido delante de Dios, deben asumir la responsabilidad personal de su misión procreadora. Habrán de tener en cuenta razones e indicaciones objetivas, pero en última instancia la decisión depende de su responsabilidad personal (n 50). En esta perspectiva personalista, no se puede eludir la cuestión de un eventual conflicto entre las exigencias del amor conyugal y la necesidad de renunciar temporal o definitivamente a la generación de una nueva vida. ¿Cómo deben comportarse los cónyuges en esta situación de conflicto? Hace algunos años, Pío XII respondía a esta cuestión afirmando que para los católicos la única solución era la de una continencia total o periódica. El Conc ilio no dice nada ni de la continencia periódica ni de otras posibilidades concretas. Se limita a recordar que no puede haber una contradicción real entre las leyes divinas relativas a la procreación y a la promoción del verdadero amor conyugal, y a enunciar los principios que deben regir la solución del conflicto. A continuación el Concilio añade una nota -la nota 14- en la cual declara que no tiene la intención de proponer directamente soluciones concretas porque el Soberano Pontífice ha reservado el examen de estas cuestiones a una comisión especial. En espera de su decisión, el Concilio remite a tres documentos pontificios entre los cuales cita, en primer lugar, la encíclica Casti Connubii de Pío XI. L. JANSSENS En el texto de la CC al cual se refiere el Concilio (AAS t. 22, 1930, p 559-561), el acto conyugal es llamado un acto de la naturaleza (naturae actus) y está destinado por su misma naturaleza (suapte natura) a la procreación. Consecuentemente, se condenan las prácticas anticonceptivas porque -al privar al acto de su potencia natural de procrearvan contra la naturaleza (contra naturam) y son intrínseca y gravemente inhonestas, ya que ninguna razón, por grave que sea, puede hacer que lo que es intrínsecamente contra la naturaleza sea al mismo tiempo conforme a ella, es decir honesto. Este pasaje de la CC utiliza varias veces los términos naturaleza y natural. Es evidente que la significación de estos términos depende del sentido de la expresión acto de la naturaleza (naturae actus). Esta expresión aparece en los textos teológicos en un momento determinado de la historia, y fue preparada y elaborada en el contexto de una concepción antropológica que implicaba una interpretación particular del sentido de la corporalidad y de la sexualidad humanas. Por tanto nos podemos preguntar: ¿En qué medida la CC no es tributaria de esta visión antropológica cuando define el acto sexual como un acto de la naturaleza? ¿Su argumento y sus consecuencias, tienen todavía valor en el contexto personalista de la GS? En otras palabras, ¿la referencia a la CC, es apropiada para aclarar las cuestiones de castidad conyugal que el Concilio ha querido dejar abiertas? ANTECEDENTES HISTÓRICOS Y EVOLUCIÓN DE LA NOCIÓN "ACTO DE LA NATURALEZA" Doctrina agustiniana San Agustín no cesa de repetir -sobre todo en su polémica con los maniqueos- que la razón de ser natural (causa naturalis) del matrimonio es la procreación y que solamente el acto sexual ordenado a la procreación es conforme con el orden de la naturaleza (ordo naturalis). Pero, ¿qué entiende exactamente por naturaleza y natural? Sus explicaciones muestran claramente que en este terreno de la moral sexual, su apreciación descansa sobre una concepción de la naturaleza considerada biológicamente, es decir, determinada por la diferencia del sexo y por la función biológica de los órganos genitales. No olvidemos que en lo que se refiere a la materia depende muy estrechamente de una corriente filosófica, sobre todo estoica y neopitagórica, seguida ya antes que él por numerosos Padres. En efecto en la obra De natura universi atribuida a Ocellus Lucanus, se puede leer que los órganos genitales han sido dados al hombre no en vistas del placer sino para la conservación de la especie. Atanágoras recuerda esta misma norma biológica. San Clemente de Alejandría declara que tener relaciones sexuales por otro motivo que el de la procreación es ultrajar la naturaleza; y las mismas ideas se encuentran en Lactancio. De un modo parecido, San Agustín establece que se cede a la voluptuosidad y que, por tanto, se obra mal cuando en las relaciones sexuales se sobrepasan las exigencias de la procreación. Esta interpretación biológica del orden natural se apoya también en paralelismos tradicionales tomados de la agricultura -Plutarco, Filón- o del comportamiento de los animales -Séneca, San Ambrosio. Como estos autores, Agustín invoca el ejemplo de los L. JANSSENS animales que persiguen la propagación de la especie antes que la propia satisfacción, y afirma que la mujer es una ayuda para el hombre en vistas a la procreación, como la tierra es una ayuda para la simiente de cara a la cosecha. El respeto del orden natural consiste, pues, en acomodarse a la función biológica de la sexualidad y, por tanto, limitar su ejercicio según las exigencias de la procreación. Pero esta interpretación exclusivamente procreadora del acto matrimonial, ¿no se opone al mandato de San Pablo (1 Cor 7, 3) según el cual el marido debe conceder el débito a su mujer y la mujer a su marido? San Agustín comenta este precepto declarando que es obligación de la persona casada responder a la petición del cónyuge para defenderlo del peligro de incontinencia; pero pedir las relaciones sexuales más allá de lo necesario para la procreación, es un pecado venial. Esta pecaminosidad la deduce de la afirmación de San Pablo en 1 Cor 7, 6: "Dico secundum indulgentiam" (o, en la versión que sigue de ordinario, secundum veniam). Siguiendo la interpretación de San Jerónimo, traduce venia por perdón, y hace notar que allí donde hay perdón hay falta. ¿Dónde está esta falta? No en el matrimonio que es honesto, ni en el acto sexual en cuanto es necesario para la procreación; luego en el acto sexual que no sea, necesario para este fin. Esta interpretación biológica y pesimista del orden natural de la sexualidad determina un dualismo en la concepción agustiniana del matrimonio. Este, en efecto, tiene un solo fin -la procreación-, pero contiene otros bienes entre los que sobresale la sociedad natural de los esposos. Esta societas naturales -comunión de corazón y de alma en la amistad- se relaciona con el carácter social del hombre y es considerada como un gran bien, en cuanto que es la primera expresión y realización de la sociedad natural humana. Surge de la esencia del matrimonio y tiene un valor propio, hasta tal punto que los cónyuges no están obligados a buscar la procreación. Más aún, San Agustín se esfuerza en mostrar que la sociedad conyugal es tanto más perfecta -especialmente en los matrimonios cristianos- cuanto más exenta de toda aspiración carnal sea aquella amistad espiritual. Si los esposos se comprometen de común acuerdo a la continencia completa, el lazo conyugal no se rompe; al contrario, se refuerza con su amor espiritual. Así, pues, tenemos que el matrimonio, por una parte y "en virtud de la naturaleza social del hombre" es la sociedad humana natural que une al marido y la mujer en una amistad espiritual; y, por otra parte, "la diferencia biológica del sexo" hace que la razón de ser natural del matrimonio sea la procreación y determina el orden natural según el cual el acto sexual tiene una significación exclusivamente procreadora. El hijo es el fruto del acto sexual, no de la sociedad conyugal, que es exclusivamente espiritual. Para San Agustín -como para la tradición que le precede y le sigue- es inconcebible que el acto conyugal pueda tener el sentido intrínseco de ser expresión y encarnación del amor conyugal. Para San Agustín, el adulterio es un pecado mortal, el exceso en las relaciones sexuales de los esposos es venial, el acto conyugal realizado para procrear no es una falta, pero la continencia es mejor. El deseo y placer sexuales son un mal que sólo pueden ser compensados por el bien de la procreación. He aquí, pues, en resumen las posiciones del Obispo de Hipona: 1.- Todo acto conyugal debe estar ordenado positivamente a la procreación. L. JANSSENS 2.- La limitación de las relaciones sexuales a los momentos en que la fecundación no es posible - y con más razón, toda práctica anticonceptiva- va contra el orden natural. Doctrina tomista La moral sexual de San Agustín, fue tomada substancialmente por los grandes escolásticos. Sto. Tomás se limitará a precisarla y reforzarla con las exigencias de la ley natural. Sto. Tomás enseña que el orden de las tendencias naturales determina el orden de los preceptos de la ley natural. Y distingue tres niveles en las tendencias naturales del hombre: el que tiene en común con todos los seres, el que comparte con los otros animales y el propio de su naturaleza racional. En el nivel genérico -común al hombre y al animal- sitúa las prescripciones de la ley natural relativas a las relaciones sexuales. En el nivel específicamente humano coloca el carácter social del hombre. Ya se ve que este cuadro es muy apropiado para adoptar la concepción dualista de San Agustín. El contenido de la ley natural, en dicho segundo nivel, es descrito por Sto. Tomás, según la definición de Ulpiano, como "lo que la naturaleza enseña a todos los animales". En este terreno, la ley natural viene determinada por la misma realidad biológica que tenemos en común con los animales. En cambio, en el tercer nivel el contenido de la ley natural se refiere a lo que es específico del hombre en cuanto ser espiritual. Aquí será natural lo que la razón nos dicte, por ejemplo, las relaciones de justicia que debemos mantener en la vida social. Con respecto a la relación que existe entre ambos niveles, Sto. Tomás establece que la razón -al elaborar las exigencias de la ley natural- debe admitir como dato primordial e inquebrantable lo que está determinado por la naturaleza genérica, puesto que Dios mismo es el autor de esta naturaleza. Siendo esto así, se comprende que para Sto. Tomás el orden de la naturaleza genérica sea el primero y más fundamental, y que el orden de la naturaleza específica esté sobreañadido, construido sobre el primero como sobre su fundamento. En este contexto natural, los actos de la naturaleza brotan evidentemente del orden de la naturaleza genérica. Por tanto, la finalidad natural de estos actos y la medida y el orden que es necesario observar en su realización,. vendrán delimitados por su función biológica. Una vez establecidos estos principios, se comprende que el acto menos grave cometido contra el orden genérico - lo que él llama pecados contra naturaleza- sobrepasa al mayor de los cometidos contra el solo orden específico. Así la masturbación sobrepasará en gravedad al incesto. Semejante afirmación nos choca profundamente. Sin embargo, una vez admitidas sus premisas, una lógica implacable impone su conclusión. Se comprende mejor lo que nos parece exagerado en esta conclusión si se tiene en cuenta el hecho de que Sto. Tomás, siguiendo a Aristóteles, pensaba que el esperma contenía una vida humana en germen y que, por consiguiente, el abuso de esta función biológica era casi un asesinato. L. JANSSENS Para Sto. Tomás -como para la tradición agustiniana- la finalidad natural del acto sexual es la sola procreación. Este acto sólo está exento de pecado para los dos esposos si los dos lo realizan en vistas a la sola procreación, pues en las relaciones que van más allá de lo necesario para ella, el que hace la petición comete un pecado y sólo el que responde por fidelidad es irreprochable. Sto. Tomás permaneció rigurosamente fiel a esta severa concepción. En resumen, para el Dr. Angélico, el acto sexual es un acto de la naturaleza que brota de un orden natural que nos es común con los animales. Su finalidad natural está inscrita en su función biológica y esta última consiste en asegurar la procreación. De esto se sigue: 1.- Que en las relaciones sexuales los cónyuges deben pretender positivamente la procreación. 2.- Que toda práctica que impide la generación es un pecado contra la naturaleza. Hacia una nueva teoría Entre los autores de la Edad Media, sólo San Alberto Magno parece haber visto que el acto conyugal, además de un acto de la naturaleza al servicio de la procreación, es también un acto personal, que puede ser justificado por un fin personal. Se trata de una motivación subjetiva sobreañadida que hace mejores o más meritorios los actos. Además, la bondad de las relaciones sexuales sólo se puede salvaguardar si estas son necesarias para la procreación. Sto. Tomás considera el acto sexual tan' exclusivamente como un acto de la naturaleza que se opone, incluso explícitamente, a toda motivación subjetiva de las relaciones conyugales. La evolución de los moralistas en los siglos siguientes consistirá precisamente en el creciente reconocimiento de los motivos subjetivos, capaces de justificar por sí mismo las relaciones sexuales. La evolución fue lenta y progresiva. La legitimidad de ciertos motivos se reconoció sin demasiadas discusiones mientras que se ha discutido durante siglos acerca del valor de otros. Brevemente recorreremos los temas fundamentales que han abordado los teólogos, y los argumentos que aportan en apoyo de la nueva teoría. Martín Lemaistre, teólogo al que se considera como uno de los promotores más influyentes de la nueva tendencia, rompió conscientemente con la concepción tradicional y, oponiéndose a San Agustín y Sto. Tomás, formuló su propia tesis: "No todo acto conyugal realizado por otros motivos que la procreación es opuesto a la castidad conyugal". Según Sto. Tomás, uno de los cónyuges podía lícitamente tomar la iniciativa del acto conyugal para preservar al otro del pecado de fornicación. A partir de esta afirmación los teólogos se preguntaron si cada uno de los esposos no tendría ese mismo derecho; con más razón, cuando siente que su propia castidad está en peligro. Se planteó la cuestión y la respuesta afirmativa se convirtió en doctrina común a mediados del siglo XVII. La controversia fue mucho más movida y larga -sé prolongó hasta finales del siglo pasado- con la cuestión de si la búsqueda del placer puede ser un motivo subjetivo L. JANSSENS suficiente. Los puntos esenciales de la respuesta a la que se llegó son los siguientes: Dios ha unido a ciertos actos una delectación que puede impulsarnos a realizarlos. Pretender esta delectación no está, pues, en oposición con la intención divina. El placer sexual no debe ser juzgado de distinta manera que el placer inherente a otro tipo de actividades. Puede, pues, buscarse porque puede ser un fin honesto. Para que este fin sea honesto se requiere que los cónyuges respeten los límites de la moderación y que no excluyan positivamente los fines intrínsecos al matrimonio y a las relaciones sexuales. Esto significa que el acto de la naturaleza no debe ser viciado en su estructura material. Así, pues, respetada la moralidad objetiva del acto, la exclusión negativa -el no pretender intencionadamente los fines intrínsecos- no es ningún pecado. Otro de los motivos subjetivos discutidos fue el de la preservación y mantenimiento del amor mutuo de los esposos. Desde comienzos del siglo XVII, ciertos teólogos defendieron la licitud de las caricias e intimidades corporales, incluso fuera del contexto inmediato del acto conyugal, en la medida en que eran indispensables para la conservación del amor conyugal. Pero sólo a partir del "Compendium theologiae moralis" de J. Gury, del siglo pasado, los manuales emprenden la tarea de hacer valer este motivo para legitimar el acto conyugal. Un duro golpe para la concepción tradicional y el gran mérito de la nueva teoría, fue el haber reencontrado la doctrina cristiana tal como San Pablo la anuncia en 1 Cor 7, 1-6. La tradición teológica había seguido la interpretación que San Jerónimo y San Agustín habían dado a la frase secundum indulgentiam entendida en el sentido de perdón de un pecado. Ya Abelardo combatió esta interpretación errónea. Es evidente que en este pasaje el apóstol justifica el matrimonio y las relaciones sexuales por otros motivos que la procreación. De ésta no dice nada. En nuestros días algunos exegetas piensan incluso que, en, este texto, San Pablo reaccionaba expresamente contra las tendencias rigoristas que, directa o indirectamente, habrían inspirado la concepción tradicional. Si se confirmase esta hipótesis, la nueva teoría nos habría librado de una concepción no cristiana, combatida por el apóstol y puesta, erróneamente, bajo su patronazgo. El reconocimiento de la legitimidad de la continencia periódica introducirá todavía una modificación ulterior en el concepto de acto de la naturaleza. En 1853, el Obispo de Amiens somete a la Penitenciaría la cuestión de la licitud de esta práctica. El 2 de Marzo del mismo año la Penitenciaría responde que se puede dejar en paz a los fieles casados que la practiquen, con tal que no hagan nada que impida la concepción. En una respuesta del mismo tribunal -16 junio 1880- se añade que los confesores pueden insinuar con prudencia esta práctica a los esposos si se considera que es el único medio de apartarles del "detestable pecado que es el onanismo". Después de las publicaciones de Ogino y Knaus -1929 y 1930- el problema moral relativo a este método tomó mucha importancia. Las anteriores respuestas dé la Penitenciaría determinaron la solución. El admitir la continencia periódica supone un nuevo paso, porque los moralistas, al tratar de los actos conyugales, habían dicho que éstos eran buenos si no excluían positivamente su fin intrínseco. Añadían que la exclusión puramente negativa de este fin no era culpable. Pero esta exclusión, en la continencia periódica, toma otro sentido, pues en ésta se tiene precisamente la intención actual de evitar la procreación. Precisamente en este momento de la evolución de las ideas se sitúa la CC. Esta encíclica confirma las conclusiones adquiridas por la teología moral acerca de los temas que L. JANSSENS hemos mencionado y exige de nuevo que en todos estos casos se salvaguarde la naturaleza intrínseca del acto conyugal y su ordenación obligatoria al fin primario¡ que es la procreación. Esta condición esencial supone la condenación y prohibición de las prácticas anticonceptivas. Para fundar esta prohibición, la encíclica se apoya en la ley natural, en la Escritura -refiriendo que Dios castigó con la muerte el pecado de Onán- y en la tradición, tal cual ha sido transmitida desde el comienzo y guardada fielmente. El argumento tomado de la ley natural, entiende la definición de práctica anticonceptiva como un viciar el acto de la naturaleza a fin de impedir la procreación. Y como la procreación es el fin natural de este acto, resulta que aplicarse deliberadamente a privarle de su fuerza y eficacia natural es intrínsecamente contra la naturaleza y una ofensa a la ley de Dios. La terminología y la argumentación de la CC. son perfectamente tomistas. Pero la noción escolástica del acto de la naturaleza -el pivote del argumento- ha sufrido una importante modificación de sentido antes de ser tomada por la encíclica. La argumentación es concluyente si se toma la noción en su significación tomista, pero precisamente esta significación es la que ha sido combatida por la nueva teoría, que encuentra su confirmación en la encíclica. En esta nueva situación, ¿la argumentación conserva todavía su valor? Es decir, dado que se admite que las relaciones sexuales pueden ser lícitas aunque los cónyuges no busquen la, procreación, multiplicándose así los motivos subjetivos susceptibles de justificarlas y reconociéndose la licitud de la continencia periódica, ¿tiene todavía sentido el apoyarse en las exigencias del acto de la naturaleza para probar que la integridad de la estructura material del acto conyugal constituye un límite absolutamente infranqueable ? APORTACIONES DEL CONCILIO: NATURALEZA DE LA PERSONA Y DE SUS ACTOS Después de la publicación de la CC se produjo en el pensamiento teológico una nueva evolución más fundamental que la anterior. Sobre todo, dos temas de capital importancia llaman la atención: el sentido esencial del acto conyugal y la regulación de nacimientos. El acto conyugal como signo y plenitud de amor Respecto al primero, la encíclica CC enseñaba que el acto conyugal puede estar justificado - incluso cuando la concepción no es posible- por el deseo de fomentar el amor, y que el, responder a la petición del cónyuge debe considerarse como una norma de caridad más que como una ley de justicia. Pero en este contexto, y en la teoría que lo preparó, el amor se considera sólo como un motivo subjetivo capaz de legitimar las relaciones sexuales. En cambio, en la renovación posterior se ha llegado a la afirmación de que el acto conyugal es una encarnación y una promoción del amor conyugal, en virtud de su mismo sentido intrínseco. Esta nueva concepción -preparada por una corriente personalista- fue introducida en el mundo teológico por Herbert , Doms en 1935. Para este autor -especializado en biología antes de ser sacerdote y obtener el doctorado en filosofía y teología- el acto conyugal es esencialmente, por su mismo sentido inmanente, la expresión de una unión interpersonal L. JANSSENS en el amor. La finalidad biológica nunca puede ser la primera. De hecho, son raras las relaciones sexuales entre personas que pueden provocar la concepción; y, sin embargo, en el plano humano, todos los actos conyugales, en virtud de su sentido ontológico, deben expresar y realizar el don mutuo y personal de los esposos. Esta significación, llamada relacional, es evidentemente apta para comunicar a las relaciones sexuales durante el embarazo, después de la menopausia y en los matrimonios estériles, un valor que escapa a la concepción tradicional. Si la sexualidad humana es esencialmente una realidad relacional y el amor de los esposos se encarna y se expresa en las relaciones sexuales, el hijo que se "producirá" en estas relaciones será, en él sentido estricto de la palabra, el " fruto" del amor conyugal. De esto se sigue que la discusión acerca del fin primario y secundario es, por lo menos, superflua. Los puntos de vista de Doms inspiraron directamente a otros teólogos. B. Krempel sobrepasó incluso la posición de Doms considerando la unión permanente y personal de los cónyuges como el solo fin esencial del matrimonio. El 1 º de Abril de 1944 el Sto. Oficio se pronunció en favor de la concepción tradicional, añadiendo que estas nuevas opiniones daban a los términos utilizados por la enseñanza de la Iglesia un sentido que no era conforme con el uso habitual de los teólogos. Ni que decir tiene que esta intervención retardó la adopción de las nuevas ideas. Pero la inspiración profundamente personalista de Doms era tan fecunda y tan adaptada a las exigencias de las nuevas condiciones de la vida, que éstas se encargaron de mantenerla viva y profundizarla. Durante el tiempo en que la inmensa mayoría de las familias se ocupaba en la agricultura o en una pequeña empresa familiar, el hogar constituía una comunidad de vida y también una unidad económica. La colaboración continua en los mismos trabajos contribuía grandemente a la estabilidad de la unidad conyugal. Hoy en día los matrimonios disponen cada vez menos de los lazos de la colaboración económica y la familia pierde, cada día, más funciones. Por este mismo hecho, los matrimonios deben buscar la base de su estabilidad en lo que constituye la esencia misma de su unión conyugal. Las teorías no pueden permanecer por mucho tiempo extrañas a la práctica; y así la concepción personalista llega a ser defendida por moralistas que gozan de una gran autoridad. Por ejemplo, J. Fuchs enseña desde hace años que la actividad sexual, aun siendo ordenade in se a la procreación, está igualmente destinada in se a ser la expresión íntima del amor conyugal, hasta el punto de que la realización del acto conyugal sin amor viola el orden objetivo y su sentido intrínseco. EL CONCILIO HA PERSONALISTA SUBRAYADO Y CONSAGRADO ES TA VISIÓN El problema de la regulación de nacimientos y criterios de solución El segundo tema, cuyo interés práctico va creciendo, es el de la regulación de nacimientos. La cuestión se ha planteado gracias al progreso de la ciencia biológica y médica. Al disponer de conocimientos más precisos, la procreación se ha convertido en una tarea consciente cuya responsabilidad personal han de asumir los esposos. Este progreso implica que nos separamos cada vez más de la concepción tradicional, según L. JANSSENS lo cual los esposos debían limitarse a los relaciones necesarias para la procreación. Ahora la justa medida de la procreación no se refiere tanto a los actos conyugales cuanto a la situación concreta del matrimonio y de la familia. Es decir, el criterio de la misión procreadora es el conjunto de los valores que hay que salvaguardar en el matrimonio y la familia. El Concilio ha confirmado esta norma declarando que la colaboración generosa de los esposos al amor del Creador y del Salvador en la extensión de su familia ha detener en cuenta los otros valores de la vida conyugal y familiar. El hecho de que el Concilio confirmase estos dos temas capitales, tuvo por consecuencia que se viese enfrentado con el problema de la castidad conyugal a partir de una situación tan nueva como delicada: la que plantea la conciliación de las exigencias del amor y de la procreación, y que concierne directamente a la armonía misma de la vida conyugal (n 51). ¿Cuál es la norma que, según el Concilio, debe presidir la solución de estas dificultades? Y ¿en qué medida esta norma puede apoyarse sobre la argumentación que hemos encontrado en la CC? La Constitución enseña que esta norma debe estar constituida por criterios objetivos fundados en la naturaleza de la persona y de sus actos (personae eiusdemque actuum natura). La constitución no habla, pues, de acto de la naturaleza. No se limita a la consideración de la función biológica de las relaciones sexuales sino, que las examina al nivel de la persona. Más aún, declara que la consideración de la sola función biológica es inadecuada, porque la sexualidad del hombre y la facultad humana de procrear sobrepasan maravillosamente lo que se encuentra en las especies vivientes inferiores. Desde este momento la moralidad de las relaciones sexuales consistirá en la conformidad con su sentido humano. Y las exigencias de este sentido nos vendrán dadas por los criterios objetivos deducidos de la naturaleza de la persona y de sus actos. La constitución explica la norma precisando que estos criterios garantizan el "sentido integral del don mutuo y de la procreación humana en el contexto de un verdadero amor". En esta expresión tenemos el contenido de la norma de castidad conyugal. La norma de castidad y las prácticas anticonceptivas Pero este contenido, ¿exige la prohibición absoluta de toda práctica anticonceptiva? He aquí el problema que no se puede eludir. Para responder será necesario examinar los dos aspectos señalados por el Concilio. En primer lugar, ¿no puede darse el sentido integral de la procreación humana en un contexto de verdadero amor si los esposos no salvaguardan la integridad material de todas sus relaciones sexuales? El Concilio subraya varias veces que en virtud de su misma naturaleza el amor conyugal está ordenado a la constitución de la familia. Si, pues, un matrimonio, en una opción fundamentalmente egoísta y hedonista, se entrega sistemáticamente a la práctica anticonceptiva, se opone radicalmente a la orientación natural del amor conyugal. Lo mismo se podría decir de la continencia periódica practicada con la misma intención y el mismo fin. Pero el problema va más lejos. El Concilio (n 50), en vez de recomendar la simple generación fisiológicamente posible, compromete a los esposos a asumir la responsabilidad personal de su misión, procreadora, teniendo en cuenta u propio bien, el de los hijos -ya nacidos o todavía por nacer-, las condiciones materiales y espirituales de su situación, y el bien común de la familia, de la sociedad temporal y de la Iglesia. Además (n 51), reconoce que con L. JANSSENS frecuencia se presentan situaciones de conflicto en que razones imperiosas obligan a espaciar los nacimientos o a renunciar a un embarazo ulterior, y que la continencia puede no raras veces comprometer los valores esenciales del matrimonio y de la familia. Entonces, ¿qué decir de los matrimonios que en una situación de conflicto no pueden recurrir a la continencia periódica y que, sabiendo que en su caso la continencia sería desastrosa, se resignan a realizar actos anticonceptivos precisamente para salvaguardar su fidelidad y el bien de los hijos? ¿No pueden realizar el "sentido integral de la procreación humana en el contexto del verdadero amor" supuesto que es precisamente para salvaguardar este amor por lo que realizan estos actos? Estas cuestiones, planteadas por la orientación personalista del Concilio, son suficientes para considerar que la argumentación de la CC, basada sobre el acto de la naturaleza, difícilmente podrá ser el punto de partida y el fundamento de una respuesta válida. El segundo aspecto de la norma de castidad promulgada por el Concilio plantea el mismo problema. Las exigencias del sentido integral del don mutuo, ¿suponen necesariamente el que toda práctica anticonceptiva sea siempre absolutamente ilícita? Es un hecho que los matrimonios desean las relaciones sexuales completas. Normalmente no se preocupan de privarlas de su integridad en caso de esterilidad, durante el embarazo o después de la menopausia. Este dato psicológico no lo niega nadie. Pero este deseo espontáneo, ¿traduce una verdadera exigencia moral? Para responder a esta cuestión, recojamos algunas ideas de dos estudios particularmente interesantes y complementarios realizados por católicos casados. La pareja H. y L. Buelens se plantea la cuestión de si se puede pasar de lo deseable a lo obligatorio. Según ellos, "la expresión del amor de los esposos no puede considerarse como ligada de una manera rígida a la integridad natural de cada acto en particular. Este modo de ver es tan injustificado como creer que la integridad natural del acto garantiza, a priori, un verdadero amor conyugal. No se puede, pues, establecer un lazo directo y rígido entre la forma del acto y la cualidad de la relación conyugal. Una comparación nos hará captar mejor el problema. Sólo un diálogo directo permite comunicarse plenamente con otra persona. ¿Concluiríamos la inmoralidad de una comunicación telefónica bajo el pretexto de que el contacto pierde plenitud? ¿O nos dejaríamos ganar por el temor de que el teléfono viniera a suplantar el diálogo directo?". El profesor A. Kriekemans parte de la familia como criterio de la moral sexual: "El fenómeno total de la sexualidad humana no está constituido por el acto que procura el placer al individuo (Freud), ni por la copulación pura, ni por el amor personal, ni incluso por el deseo del hijo, ni por el matrimonio que como tal no incluye al hijo. Está constituido precisamente por la familia, en cuanto que es experiencia de la comunidad institucionalizada: comunidad de un hombre y una mujer entre ellos y, en principio, con los hijos. Es la familia la que constituye el sistema de referencia adecuado gracias al cual se podrán definir tanto las formas inmaduras, incompletas y degradadas, como las formas maduras de la sexualidad humana". Pero las familias pueden encontrarse en situaciones de conflicto. "Puede ser que en ciertas situaciones los esposos, por amor, recurran a la continencia periódica o abuso de progestógenos. ¿Nos atreveremos a decir que, en el caso en que la continencia periódica o la píldora no aporten una soluc ión, no se podrá jamás recurrir por amor de la totalidad a otros medios anticonceptivos, suponiendo que sean relativamente eficientes e inofensivos? Cuando no puede L. JANSSENS alcanzarse el ideal, se está obligado a realizar el amor más grande y procurar en primer lugar los valores más esenciales". Parece, pues, claro que desde el punto de vista del "sentido integral del don mutuo", la estructura completa del acto conyugal responde a un deseo espontáneo y que psicológicamente permanece siendo un ideal a conseguir. Pero numerosos matrimonios católicos consideran que este deseo espontáneo no es una base suficiente para establecer una obligación absoluta y universalmente válida, y que pueden darse casos en que una deficiencia de la integridad material del acto o una intervención para impedir la fecundación pueda estar justificada por el don mutuo al servicio de la fidelidad y, por tanto, del bienestar de la familia. Conclusiones El Concilio ha considerado la vida conyugal y familiar como una totalidad a la que Dios ha prodigado uña pluralidad de valores y fines. Las exigencias de esta totalidad constituyen el contenido de la norma de castidad conyugal o los "criterios objetivos que garantizan el sentido integral del don mutuo y de una procreación humana en un contexto de amor verdadero". Para elaborar esta norma no basta, pues, el considerar el acto conyugal en su sola realidad biológica, ni decir que su finalidad natural es la sola procreación. Esta consideración biológica es la que durante siglos ha sido la causa de la separación dualista entre amor y procreación. No basta tampoco mantener que el acto conyugal es un acto de la naturaleza, ni aun admitiendo que motivos subjetivos pueden justificarlo. Además, el Concilio no considera al amor conyugal como un simple motivo subjetivo de las relaciones sexuales, sino que afirma que el sentido intrínseco de estas relaciones consiste en ser el signo propio, la expresión y promoción de este amor. Supuesto que las relaciones sexuales tienen la doble misión de realizar la medida de procreación. que conviene a la situación concreta de la familia y la de estar al servicio del sentido- integral del don mutuo, la cuestión de la castidad conyugal es la de saber cuál es el sentido de la corporalidad y qué exigencias presenta su realización en las relaciones entre marido y mujer. El sentido de la corporalidad nos viene dado por nuestra manera de ser. Somos espíritus encarnados. Y así como los elementos que constituyen nuestro cuerpo están animados por nuestra interioridad espiritual, así tamb ién nuestras relaciones subjetivas necesitan relaciones objetivo-corporales a las que vivifican y en las que se manifiestan. En otras palabras, nuestro cuerpo es la posibilidad de comunicarnos con los demás. Gracias a él somos capaces de poner las realidades de este mundo al servicio de nuestras relaciones entre personas. Pero esta corporalidad está caracterizada por una ambigüedad fundamental: es nuestra posibilidad de comprometernos efectivamente en la estima y promoción de los demás, pero igualmente es nuestra posibilidad de explotar nuestras relaciones al servicio de intenciones egoístas o hedonistas. L. JANSSENS El sentido de la corporalidad en las relaciones de la vida conyugal y familiar consiste en encarnar "el sentido integral del don mutuo y de la procreación humana en un contexto de amor, verdadero". Pero también en estas relaciones la intervención corporal puede ser fuente de ambigüedad. Relaciones sexuales perfectas en su estructura material -como también la continencia periódica- pueden ocultar un egoísmo fundamental y no encarnar el "sentido integral". En cambio, se respeta el sentido de la corporalidad cuando los cónyuges pretenden la procreación que conviene objetivamente a su situación familiar y cuando en cada acto conyugal se emplean en favorecer el amor mutuo y en salvar los valores de la totalidad familiar. Siendo este el sentido de la corporalidad, ¿no se debe reconocer que este sentido se respeta también cuando los esposos, desechando todo egoísmo y todo hedonismo, se resignan, en situaciones extremas, a ciertas relaciones sexuales en las que una intervención voluntaria impide la posibilidad de concepción, porque no ven otra salida para salvar su amor en la fidelidad y para preservar los valores esenciales de la totalidad conyugal y familiar? Nos parece que esta cuestión surge ineluctablemente de la norma de castidad conyugal tal como la proclama la constitución, y que la respuesta no será aclarada por la sola consideración del acto de la naturaleza. Tradujo y condensó: MIGUEL SOLAESA