El Viaje de Gaia

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El Viaje de Gaia
Gaia
La vieja usina donde vive el abuelo Nicolás está muy cerquita de la laguna. Tiene tres
chimeneas altas y negras de las que hace muchos años no sale humo pero desde
donde puede verse un panorama completo de la ciudad: el puente colgante, la
estación de trenes, la Casa de la Cultura, el Club de Regatas, las casitas de Alto Verde.
—Cuando era chico —recuerda el abuelo Nicolás mientras se ceba unos mates—
todavía podía bañarme en el agua de la laguna y también pescar, mirar el cielo azul.
Pero eso era antes, cuando el sol no estaba tapado totalmente por la contaminación
como ahora, cuando aún había pasto, árboles, pájaros, flores… Pero no hay por qué
afligirse, hoy por fin estoy seguro de que mis nietos van a vivir en el mundo que
siempre soñé.
La primera nieta de Nicolás se llamó Gaia, en honor a la diosa griega. Dicen que por
eso es fuerte como la Tierra, luminosa como el cielo y profunda como el mar.
—Cuando crezcas habrá autos voladores —le prometió el abuelo Nicolás a Gaia
cuando nació. Habrá construcciones aéreas y livianas, las ciudades serán todas de
cristal con torres altísimas y pistas de aterrizaje en los balcones.
Gaia hoy tiene diez años. Es una chica de ojos negros y asombrados, algunas pecas en
la nariz y en los cachetes, de cabello lacio y muy largo, atado con una colita. Le gusta
mucho andar en bici, pero más le gustan los libros de figuras que le muestran un
mundo antiguo pero lleno de sol. Por eso pintó en su remera verde un girasol amarillo
y brillante. Una flor que sabe moverse sola, según le contó el abuelo Nicolás. Gaia vive
con él en la vieja usina abandonada. Ella es observadora y silenciosa, y tiene la ilusión
de encontrarse por fin con el mundo luminoso que le prometió su abuelo. Pero lo que
ve es tan diferente…
La nafta se agotó. También el carbón y el gas. Las usinas ya no producen electricidad.
En las ciudades ya casi nada funciona. Las calles están repletas de cachivaches
eléctricos: televisores, licuadoras, computadoras, juguetes a pila, heladeras y otras
chucherías. Tampoco hay árboles porque el sol se asoma muy pocas veces.
—Ufff, ¿cuánto falta para que llegue el mundo que el abu me prometió? —pregunta
Gaia todo el tiempo a quien encuentra a su paso. Pero nadie le contesta.
Las plantas no crecen, las frutas y verduras son sólo para pocos. Es que sin sol no hay
oxígeno puro, ni color, no se respira bien, no hay flores que perfumen las calles, ni las
plazas, ni los patios.
La gente va y viene en patines y en bicis con caras largas y paliduchas. De noche usan
velas como cuando no había luz eléctrica y comen un alimento sintético, parecido al de
los perros.
La atmósfera está llena de gases tóxicos y, por el efecto invernadero, hace tanto calor
que los pajaritos andan confundidos, en vez de piar y volar, caminan lentamente por
las veredas.
La laguna Setúbal parece dulce de leche y nadie se anima a bañarse en sus aguas.
El experimento de Nicolás
—Siempre me tocan los mandados a mí… me da una bronca… —se quejó Gaia. Bueno,
pero este mandado me regusta.
—Nena, tenés que buscar diez monedas de cobre, diez clavos de cinc, cables de
distintos colores y una aceituna —así dijo el abuelo. Y acordate de usar los guantes
gruesos y la máscara protectora porque todo está contaminado y maloliente.
Gaia miró a su abuelo, tranquila. Ella sabe que su nombre la va a llevar por buen
camino para encontrar semejantes tonterías.
Partió confiada y, a poco de andar, tuvo una sorpresa que le puso más grandes y
redondos sus ojos negros. En medio de un montón de basura vio un libro viejo de
hojas amarillas. Lo desenterró con mucho cuidado y lo leyó todo entero en un ratito.
¡Qué bueno! Un montón de figuras de animales y plantas desfilaron ante su mirada.
Los chicos de la usina no se asombraron, no era la primera vez que la veían ir y venir
con libros y cosas raras. Pero a ella eso no le importa nada, lo que se dice nada.
La vieja usina termoeléctrica es un edificio gigante. Nicolás vive ahí desde muy chico y
trabajó ahí cuando era joven, pero ahora que está abandonada la usa para hacer sus
experimentos. ¿Será por eso que le dicen el loco de la usina? Bueno, la verdad es que
tiene pinta de eso. Es alto, flaco y de pelos revueltos. Además, enojadizo y gruñón. Se
viste como los científicos de las películas de terror, con un delantal larguísimo, guantes
y antiparras de soldar. Sabe hacer muchas cosas de mecánica, herrería, carpintería y
hasta de botánica. Cuida mucho a su nieta Gaia y se preocupa por su futuro. ¡Eso es lo
que más hace por su nieta!
—Vamos nena, vamos que hoy es el gran día. Hace mucho que lo estoy esperando,
¿me conseguiste todo lo que te pedí?
—Eh, bueno, bueno, qué tanto apuro… Sí, está todo en la mochila. ¿Sabés, abu, que
también encontré este libro lleno de figuritas y plantas? Son más viejas estas plantas…
El libro dice que son del siglo dieciocho.
—Mirá nena —dijo el abuelo y se enredó en un manojo de cables que sacó de su
mochila— el día que naciste yo prometí hacer todo lo que estuviera a mi alcance para
dejarte un futuro mejor, sabés… y todo sigue peor. Eso es lo malo.
Entonces agarró un pizarrón lleno de fórmulas y dibujos, se paró firme como un
maestro de escuela y le explicó:
—Desde su aparición en el planeta Tierra, el hombre necesita dominar y consumir a
otras especies y los recursos naturales para crecer y desarrollarse. Como todos los
seres vivos el hombre necesita consumir energía bajo distintas formas. Esas energías
nunca desaparecen, sólo cambian de forma. La principal y única fuente de energía para
la Tierra es el Sol.
Se acomodó un poco las antiparras que, cosa rara, también usaba de lentes y
continuó:
—El sistema formado por todos los seres vivos del planeta tenía la capacidad de
renovarse y mantener su equilibrio. Pero el hombre empezó a consumir el petróleo, el
gas y el carbón que a la Tierra le llevó millones de años fabricar, y a crear desechos que
contaminan y rompen ese equilibrio.
—¿Y yo qué tengo que ver con esta historia, abuelo? —los ojos se le entrecerraron y se
empezó a volver chiquita, chiquita.
—¡Cómo no vas a tener que ver, nena! ¿Vos te acordás que te llamás Gaia? Gaia es la
madre Tierra, nuestro hogar. El único lugar donde podemos vivir. Y la madre Tierra,
vos y los demás chicos se merecen un futuro mejor.
—Uhh bueno, siempre con tu perorata, como decís vos. ¿Y yo qué culpa tengo, decime,
eh?
—Es que no me dejás terminar la historia —gritoneó Nicolás, mientras acomodó de
nuevo sus antiparras—, mirá bien esta foto, acá estás vos cuando eras muy pequeña y
esta plantita que ves es un limonero que planté el mismo día que naciste, hace
exactamente diez años. Tuve que trabajar muchísimo todos estos años para que este
limonero creciera y diera los limones que necesito para este experimento.
Ante el susto de Gaia, que cada vez se volvía más chiquita, el abuelo bajó un poco la
voz gritona, pero muy firme le dijo:
—Quiero que sepas, nena, que sos la parte más importante. Vos me vas a ayudar a
cambiar el futuro. La Tierra tiene que volver a ser el paraíso donde yo viví.
—Ay, abuelo, otra vez con las historias de cuando eras chico… Yo me pregunto: ¿todos
los abuelos serán así? Y bue… a mí me tocó éste...
—Estos chicos no entienden ni jota, no sé qué será de ellos… —pensó Nicolás y,
armándose de paciencia, la tomó del brazo y la llevó hasta el salón principal de la
usina, donde los esperaba un gran artefacto tapado con una tela, entre pedazos de
autos desarmados.
—No podemos perder más tiempo, nena, tu misión empieza ya mismo, ¿entendiste?,
¡ya mismo!
El abuelo descorrió la tela con gran cuidado, cual artista cuando descubre su máxima
obra de arte y entonces… ¡apareció el gran invento! Mientras abría y cerraba sus ojos
negros llenos de luces brillantes, Gaia preguntó con una mezcla de asombro y
desilusión:
—¿Y este catafalco qué es, abu?
—Te presento a Mulita. Pero también le podés decir tatú, armadillo, cusuco, como
quieras.
Cuando yo era chico había muchos por acá. Yo tuve uno de mascota que lo llamé
Charango. Corrían muy rápido, hacían pozos en la tierra y cuando se sentían en peligro
se cerraban como una bola. Pero ahora ya se extinguieron.
Lo que veía la pobre Gaia era un animal con una especie de armadura. Pero, en
realidad, se trataba de un antiguo colectivo al que el abuelo había cortado en pedazos
y vuelto a armar. Tenía cuatro grandes patas con uñas, una cola muy larga, un lomo
curvo dividido en fajas y una pequeña cabeza con dos faroles de ojos.
Había que estar preparada para entender esa locura… Bueno, por suerte el nombre
que su mamá le puso al nacer le vino muy bien.
La gran misión
Gaia y el abuelo subieron por la puerta de los pasajeros.
Dentro del vehículo, en una maceta medio descascarada, estaba el famoso limonero.
—Pasame las diez monedas de cobre, los diez clavos y los cables.
—¿Y la aceituna? Mirá que es lo que más trabajo me dio conseguir.
—Sí, claro, dámela ya mismo.
Nicolás agarró la aceituna, la miró detenidamente, la tiró para arriba y la atrapó con la
boca —ñan ñan ñan, me encantan las aceitunas.
Gaia ni se asombró, siempre esperaba rarezas del abuelo; al contrario, sabía que era
mejor así. Señal de que estaba sano y vivo. Eso, revivo.
Después agarró los limones, les hizo pequeñas incisiones, insertando hasta la mitad las
monedas en un extremo y los clavos en el otro y unió con los cables las monedas y los
clavos de los diez limones del árbol.
—Ya está —dijo el abuelo y señaló un gran reloj con una agujita oscilante que marcaba
la carga de energía. Lista nuestra batería de limones.
—¿Cambiar el futuro con una limonada? —en ese mismo momento Gaia tuvo la
certeza de que su abuelo estaba completamente loco.
A Nicolás se le cayeron las antiparras de un manotazo. ¡Quién creía su nieta, con
apenas diez años, que era él! Pero trató de armarse de paciencia y le explicó:
—La moneda de cobre y el cinc son el cátodo y el ánodo. Y el ácido cítrico del limón
hace de puente a la transmisión de electrolitos que libera el clavo de cinc. ¿Y vos sabés
lo que produce esto, eh? Electricidad, mi querida nieta, sí, eso mismo: electricidad
para mover esta fabulosa nave. Es un experimento que me enseñaron en la escuela
primaria. Preparate, nena, que hoy mismo vas a cumplir la gran misión.
¿Queeeeé? —exclamó Gaia, pero sabiendo, a su vez, que ya era una aliada en la locura
del abuelo.
Nicolás, todo orondo y como alzando un trofeo, levantó un sobre amarillento.
—Adentro de este sobre está la carta que vos misma entregarás.
—¿A quién abu? No me asustes, porfi…
—Mejor preguntame cuándo… —gritó el abuelo con los pájaros bastante volados a esa
hora. Escuchame bien. Necesitás estar atenta a lo que te voy a decir. Mulita está
diseñada para viajar en el tiempo. Cuando aprietes este botón verde, ella empezará a
girar en sentido contrario a la rotación de la Tierra. Cuando cuentes cincuenta vueltas
justas, ni una más, ni una menos, vas a apretar este botón rojo para parar.
Gaia ni respiraba, sólo miraba al abuelo con ojos de fuego.
—Necesito que vuelvas cincuenta años atrás en el tiempo —continuó Nicolás— y les
avises a las personas más importantes del mundo que si no paran de quemar petróleo,
carbón y gas, van a dejar nuestra pobre Tierra hecha un desastre, ya sin arreglo, eso
mismo, sin arreglo, nena. Y cuando llegues al pasado, debes dirigirte a esta misma
usina. Allí me encontrarás, joven, fuerte, valiente y dispuesto a ayudarte en tu misión.
En medio de la bruma habitual, un rayo de sol atravesó la conversación del abuelo y
su nieta.
Viaje en Mulita
El abuelo colocó en la espalda de Gaia una mochila con provisiones, un poco de
comida sintética, una botellita de agua y una bufanda. También el nuevo libro de
figuritas que Gaia había rescatado de la basura y le dijo:
—Acordate que tenés sólo diez horas para cumplir la misión. En ese tiempo, el ácido
de los limones terminará por disolver el cinc de los clavos y la batería dejará de
funcionar. Si las personas más importantes del mundo leen esta carta y reaccionan, tu
vida y la de los demás chicos cambiarán. Ahora ponete el cinturón de seguridad y no te
distraigas. Cuidate mucho, nena, que te voy a estar esperando. Esta misión la
cumplirás muy bien. Yo sé que sos generosa y valiente como tu nombre. Si lo sabré…
El abuelo le dio un besito en la frente, se bajó de la nave y se subió a una bicicleta
sostenida por un armazón con muchos cables. Empezó a pedalear y dijo con voz de
mando:
—Cuando la aguja llegue al máximo, apretá el botón verde y abrochate el cinturón de
seguridad y no andes papando moscas, por favor.
—¡Uia! —pensó Gaia— mirá si funciona de verdad… por fin podremos conocer el sol,
los girasoles, todas las flores que desaparecieron antes de que yo naciera y jugaremos
al “te quiero mucho poquito nada”, deshojando margaritas como me contó una vez mi
mamá.
Sentada al volante del colectivo-mulita Gaia miraba muerta de risa al abuelo que
pedaleaba sudando la gota gorda para cargar la batería de limones.
Y al grito de ¡ahora, ya!, Gaia apretó el botón verde y Mulita empezó a moverse.
Primero se paró sobre sus patas, se rascó una oreja, se sacudió como un perro recién
salido del agua y empezó a girar como un trompo, hasta alcanzar gran velocidad y
meterse adentro de la tierra.
Una vuelta, dos, tres, cuatro, cinco, quince, veinte, treinta y cinco, cuarenta y siete…Uf,
ella quería contarlas… imposible.
Pero, claro, Mulita tenía lo suyo, en un camino medio fangoso se empacó y quedó allí
parada como si no le importara seguir. Entonces Gaia apretó el botón rojo y con un
gran esfuerzo —cranc cranc cranc— Mulita trepó de nuevo a la superficie. Desde ahí
ella miró por la ventanilla, pero no vio nada parecido a la usina del abuelo. Todo era
un desierto árido.
En el suelo se veían grietas humeantes y a lo lejos le pareció ver un dinosaurio como
los de los libros, se acercó lo más que pudo porque era gigantesco y metía un poco de
miedo el bicho… muy parecido a Mulita, ¡pero gigante!
Sí, se trataba de un gliptodonte. Ah, qué raro era todo, mamita, qué miedito…
—¿Será que conté mal las vueltas? —pensó Gaia, preocupada.
Y volvió a contar para atrás…cincuenta, cuarenta y nueve, treinta y cuatro, veintidós,
ocho, y apretó el botón verde.
Lo que vio por el parabrisas tampoco se parecía a la usina del abuelo. Un señor
parecido al Juan de Garay de los libros de la escuela encabezaba una ceremonia frente
a un tronco.
Revoleó su espada con una mano y con la otra clavó una banderita de la corona
española. Con tanta mala suerte que la pinchó a Mulita. La pobre se volvió loquita y se
puso a saltar renga de una pata, tac tac tac, hasta que por fin se calmó.
—¡Uia! Esta vez me quedé corta —y volvió a apretar el botón verde.
Mulita giró y giró hasta que su motor hizo un ruido raro y se detuvo aterrizando sobre
sus cuatro patas. El reloj que indicaba la carga de la batería marcaba cero.
—¿Y ahora? Claro, con tantas idas y vueltas, la batería se quedó sin pilas.
Otra vez con su santa paciencia fue hasta la puerta de atrás del cole, tocó el timbre y
se bajó.
Ah, qué bueno, ahora sí estaba en una canchita de fútbol frente a la usina de Nicolás.
La presencia del sol era muy imponente, por eso se puso las antiparras de soldar, que
se humedecieron un poquito ante la emoción de Gaia.
El aire estaba limpio y fresquito. Un perfume de flores silvestres inundaba la calle
bordeada de eucaliptus altísimos, mientras los pájaros piaban con un trino sonoro y
feliz. Gaia sintió una alegría que le puso grande el corazón.
Y así, a corazón abierto, se tiró panza arriba en el pastito y se quedó mirando el cielo y
los pajaritos que todo el tiempo planeaban y hacían piruetas sólo para ella.
Un encuentro esperado
Al ver tantas alas volando por los aires, a Gaia le dieron ganas de buscar los nombres
en el libro que guardaba en su mochila: gorrión, calandria, zorzal, golondrina parda,
cardenal, benteveo, hornerito.
Para Santa Fe era el día más común del mundo, pero para Gaia era una fiesta de color
y brillo. Sentada en el suelo, una chica de rulos negros le cantaba una canción de cuna
a una muñeca de trapo de patas largas. Los autos iban y venían a toda velocidad por la
calle, que separaba la canchita de fútbol de la usina.
La usina tenía un cartel iluminado con letras que se prendían y apagaban como
luciérnagas.
—El abuelo tenía razón cuando decía que en su época la Tierra era un paraíso. Acá hay
energía por todos lados. Yo, de este paraíso, no me voy más. Ah, no, no, tengo que
entregar la carta, si no, quién lo aguanta a mi abuelo...
Un sonido de corneta la sacó de sus pensamientos. El churrero ambulante, con gorro y
delantal blanco, se bajó de su bici-carro con visera y le ofreció un churro relleno con
dulce de leche. Cuando lo probó se acordó del abuelo y le dedicó una sonrisita dulce y
crocante.
—Eh, escuchemé jovencita, ¿este cachivache con patas es de su propiedad? —le dijo
un vigilante con acento correntino a Gaia, mirando extrañado a Mulita—. Si no lo
estaciona bien, le haré una multa, ¿sabe usted?
—Perdón señor. Yo me llamo Gaia, vengo del futuro y tengo una misión muy
importante que cumplir. Ahora ya salgo rápido, porque no tengo mucho tiempo —le
contestó mostrándole la carta.
Gaia intentó cruzar la avenida que separaba la canchita de la usina. Le costó entender
las señales del semáforo y avanzar por la senda peatonal, porque en su época los
autos ya no funcionaban.
Esquivó como pudo la fila interminable de autos que iban y venían echando humo por
sus escapes, hasta que llegó frente a la reja de entrada.
Tocó el llamador y la reja se abrió sola. Con la carta en la mano Gaia miró asombrada
esa puerta fantasma, hasta que se dio cuenta de que era un nene muy petisito quien
la había abierto.
Rápidamente se puso en cuclillas para hablar con él.
—Hola, yo me llamo Gaia y vengo del futuro. Necesito hablar con tu papá, porque es
urgente y estoy muy, pero muy apurada.
—Hola, yo me llamo Nicolás y mi papá no está. Dijo el nene medio ofuscado y gruñón.
Estaba vestido como los científicos locos de las películas de terror, delantal largo,
antiparras de soldar y guantes.
Gaia se tambaleó para un lado y para otro, le tembló un poquito la pera, le clavó los
ojos y le pasó su mano sudorosa por la cabeza encrespada.
—Abuelo Nicolássssss. ¿Qué te pasó? Sos un piojito. ¿Cómo me vas a ayudar a salvar el
futuro si medís medio metro?
—Qué tiene que ver, ya te parecés a la gente grande que no cree en los chicos. Yo sé
hacer muchas cosas. No entiendo para qué querés hablar con mi papá.
—Bueno, en realidad, yo vengo a buscarte a vos, pero se ve que conté mal las vueltas
de nuevo —lo dijo lamentosa y con la cara entre las dos manos—. No sé qué vamos a
hacer. Mulita se quedó sin pilas, me estoy quedando sin tiempo para entregar la carta
y mi abuelo es un nenito que ni sabe limpiarse los mocos.
—Eso es mentira, vos serás una mocosa —dijo, mientras se sacaba un moco y se lo
comía sin ningún disimulo—. Decime, ¿ese bicharraco de metal es tuyo?
—Sí —contestó Gaia—, es mi nave, Mulita. Sabe correr muy rápido, hacer pozos en la
tierra, convertirse en una bola cuando está en peligro y, además, sirve para viajar en
el tiempo.
—Faaaaaaaaa, ¡qué pedazo de inventor el que la inventó! Pero, ¿cómo se quedó sin
pilas?
Gaia sentó a Nicolás en su falda y le explicó con su santa paciencia.
—En un futuro cercano, escuchá bien, todas estas cosas lindas y llenas de energía de
hoy van a estar agotadas, porque las están gastando a lo loco, y no son renovables.
Por eso tengo que entregar esta carta con un mensaje a la gente más importante del
planeta. Mi Mulita tiene una pila que se carga pedaleando mucho con una bicicleta y
convirtiendo la energía del pedaleo en electricidad. Pero acá no tengo una bicicleta.
—¿Y por qué no vamos a una estación de servicio y le cargamos nafta? eh, eh —dijo el
nene a quien ya se le estaban volando los pájaros de la cabeza.
—Es que Mulita no anda a nafta, ni a gas, ni a carbón. Sólo se carga con la energía que
produce la naturaleza y que nunca se agota. Y ahora,¿qué hacemos?
—Pero eso es muy fácil de arreglar, Gaia —dijo Nicolás y se metió corriendo en la
usina.
Gaia esperó mirando cuanto pajarito volaba a su alrededor. Al rato escuchó un
rechinar de engranajes. Apareció una sombra proyectada en la pared de la usina,
parecida a las sombras chinescas que ella hacía con sus manos cuando estaba
aburrida. Y por fin, la imagen del niño-loco, pedaleando en un triciclo con aire triunfal.
—Vamos, yo te llevo —una decisión sin vuelta atrás.
Los pájaros vecinos de la usina se pusieron a revolotear sobre las cabezas de los niños
entre confundidos y contentos.
Juanito, el reciclador
Gaia se subió al parante trasero del triciclo y los dos cruzaron la calle hasta Mulita.
Subieron e inspeccionaron el limonero. Nicolás conectó dos cables a uno de los
limones y el otro extremo a la lamparita de su triciclo. Le pidió a Gaia que se pusiera al
volante y ella pedaleó, pedaleó, pedaleó. Cuando no pudo más se bajó del triciclo y,
con la lengua afuera, miró la aguja del medidor de batería.
Gaia intentó darle marcha al motor, pero sólo consiguió que Mulita tosiera un poco y
se volviera a quedar quieta.
—Oh, qué bueno, se cargó un poquito, pero necesito más energía. Para cumplir la
misión y volver a casa, la batería tiene que estar completa.
Se quedaron unos segundos cabizbajos, hasta que Nicolás tuvo la gran idea:
—Ya sé adónde buscar más energía. Juanito nos va a ayudar.
Atravesó corriendo la canchita hasta un árbol donde estaba atado un caballo sujeto a
un carro de madera.
—¡Guau! un caballito de verdad —dijo Gaia con los ojos salidos de sus órbitas— como
el de los libros. ¿Éste es Juanito? ¿Y cómo nos va a ayudar a encontrar más energía?
Detrás del caballo se asomó un nene con todos los pelos despeinados debajo de su
gorrita roja y con los pies descalzos.
—Yo soy Juanito, mi caballo se llama Antonio.
—Buen día Juanito —dijo Nicolás poniéndole la mano en el hombro—, te presento a
Gaia, ella es pariente mía y viene de muy lejos para cumplir una misión, ¿nos darías
una manito?
—Bueno, si puedo… a ver, ¿en qué quieren que los ayude?
—¿Ves aquel colectivo raro? Es la nave de Gaia y necesitamos cargarle la batería para
hacerla arrancar. Necesitamos que nos enseñes cómo se fabrica electricidad con lo que
la gente tira a la basura.
—Muy bien —dijo Juanito muy convencido—súbanse a mi carro que les muestro.
Juanito, Gaia y Nicolás se pusieron en marcha camino a la ciudad, en el carro tirado
por Antonio, mientras remolcaban a Mulita que no tenía más batería.
Mientras atravesaban la ciudad, Juanito iba señalándoles los contenedores que
rebalsaban de basura de todo tipo. Y entonces les contó:
—Ustedes ni se imaginan lo que la gente tira todos los días: diarios, revistas, cajas,
ropa, zapatos, botellas, aparatos rotos, aparte de desechos orgánicos.
Miles y miles de kilos de cosas que la gente ya no quiere y que pueden seguir
usándose o reciclarse y que guardan energía en su interior.
La gente piensa que lo que tira al volquete desaparece mágicamente, pero nada
desaparece en el aire, sólo cambia de forma y de estado y vuelve a la tierra.
—Ay, si supieran cómo vamos a quedar dentro de unos años si todo sigue así… —la
voz de Gaia sonó entrecortada y flaquita.
Juanito siguió contando:
—Mi familia y yo trabajamos en el relleno sanitario clasificando basura junto a muchas
otras familias. Y hay muchísima basura, como 250 toneladas por día. Ahí, en vez de
apilar la basura a cielo abierto, se la selecciona, se la compacta y se la entierra en
capas separadas para envenenar lo menos posible el aire y el suelo.
Gaia se sentó en canastita y Nicolás quedó tieso como un palito para escuchar atentos
este relato que no era para perdérselo.
—Hay muchísimas cosas que se pueden reciclar —dijo Juanito—: papeles, cartones
plásticos, latitas y otros desechos orgánicos, que, cuando se pudren o se queman,
liberan energía en forma de gas. Este gas metano es muy malo para la atmósfera,
aparte de llenar la zona de mal olor.
Juanito hizo una pausa porque escuchó a Nicolás repetir en verso “gas metano, gas
metano ¿adónde nos vamos?” Gaia ni se inmutó. Quería seguir escuchando.
—Aquí y en varios lugares de nuestra provincia —continuó Juanito— se puede
convertir la basura en energía. Hay unos tanques herméticos de cemento o plástico
que se llaman biodigestores, ahí se mezcla la basura orgánica con unas bacterias que
pueden producir el famoso biogas, una mezcla de gas metano y dióxido de carbono.
—¿Dio… qué? —preguntó Nicolás queriendo entender tanta palabra importante.
—Dióxido de carbono —repitió Juanito y siguió sin pestañear. Estas bacterias que
viven en lugares sin oxígeno se llaman anaeróbicas y se pueden obtener del estiércol
de los animales.
—Oh, mirá vos a las bacterias —dijo Nicolás más serio que una estatua.
Juanito siguió explicando:
—El biogas es un combustible biológico que puede sustituir al gas que proviene del
petróleo. Es una fuente inagotable, ya que, mientras haya desechos orgánicos, habrá
biogás. Además su uso evita la emisión de gases malos a la atmósfera y genera, en los
desechos ya procesados, un material fertilizante similar al humus. El biogas puede
usarse para hacer funcionar estufas, calderas, cocinas y producir electricidad por
medio de turbinas y motogeneradores a gas.
—¿Motos a gas? ¡Qué lindo!, vamos a volar con esas motos.
—Motogeneradoras a gas —agregó medio molesto Juanito—, ese gas sirve para
abastecer todo el consumo de aquella escuelita que ven enfrente y, con el abono
producido, alimentamos aquel montecito de frutales que vemos más allá de la escuela.
Después de este relato que dejó boquiabiertos a los dos visitantes, Juanito señaló un
enchufe en la base del tanque y la invitó a Gaia a enchufar a Mulita para cargar la
batería. Ella lo hizo con sumo cuidado.
Mulita pegó un salto violento, se sacudió para acá y para allá y encendió sus faroles
delanteros.
Los chicos locos de contentos miraban a Gaia que acarició a su Mulita y le besó la pata
derecha. Su corazón volvió a latir esperanzado.
Nuevos viajeros
—Bueno, por fin llegó la hora, me voy urgente a entregar la carta del abuelo, porque
se me acaba el tiempo.
—Sos mala, eh… te vas sin llevarnos a dar una vueltita —dijo Juanito con ganas de
andar en ese bicho raro.
—Buenísimo, total entramos los tres y de paso me ayudan con la misión.
Subieron como tiro los dos, no vaya a ser que la chica se arrepintiera. Juanito saludó a
Antonio que lo miraba con ojos de caballo desorbitado, sin entender ni jota. Gaia le
hizo upa a Nicolás que se creía el conductor y le dio marcha a Mulita.
—Ahora sí, a buscar a las personas más importantes del mundo para que salven la
Tierra. Veremos por dónde empezar…
La aguja de la batería subió hasta un cuarto del total. Lo único que hizo Mulita fue
girar como un trompo.
—Uhhhhh, me parece que estamos fritos —dijo Gaia.
—No se hagan problema, chicos, que mi primo Rufino nos puede ayudar —se le
ocurrió a Juanito.
Pero también aclaró que vivía a cuatro horas de viaje hacia el sur.
Entre caprichos y gritos de Nicolás por querer manejar, Gaia y Juanito le inventaron
una especie de pata de palo, y le pusieron una pila de almohadones de asiento, para
que pudiera conducir a la pobre Mulita que ahora no sufría a una sola, sino a tres que
la zarandeaban de acá para allá.
Así fue como tomaron por la ruta hacia el sur a pleno trote. Los colectiveros del Tata y
los camioneros que llevan los cereales al puerto los saludaban despavoridos.
Gaia miraba el paisaje con piel de gallina y haciendo todo tipo de comentarios. Todo
está muy verde. ¡Cuántas plantitas y flores a la orilla de la ruta! ¿Esas son vacas? Y
esos bichitos que cruzan por la ruta sin miedo de ser aplastados, ¿cómo se llaman?
Cuando ya estaban a la altura de Coronda, a Juanito le empezó a hacer ruido la panza.
—Eh… ¿ustedes se acuerdan de que con tanto lío, nos olvidamos de comer?
Gaia, con su santa paciencia, sacó de la mochila las provisiones que le había dado el
abuelo para el viaje: un tupper con comida para perros y una botellita de agua.
—Chicos, podemos compartir mi almuerzo, eso sí, un poquito para cada uno.
Juanito olfateó la comida sintética del futuro y, aunque tenía mucho hambre, la
devolvió, tratando de no ser maleducado. Gaia y Juanito volvieron a mirar por la
ventanilla y vieron un campo todo cubierto de frutitas rojas.
—¡Paren a Mulita! —dijo Gaia—. Creo que vi una frutilla, sí, una frutilla como la de mi
libro, ahhh, se me hace agua la boca... Bajemos.
Mulita entró caminando entre las líneas de arbustitos de la plantación y se echó muy
pancha a descansar al sol, mientras los tres chicos cortaban algunas frutillas.
Gaia las mordía y se le chorreaban los dedos de una agüita roja entre dulzona y agria.
Los tres comieron hasta que llenaron bien sus panzas hambrientas.
—Bueno, ahora sí me siento con más energía para seguir el viaje, vamos chicos y no
perdamos más tiempo —ella siempre decidía, por supuesto.
—Claro —dijo Juanito—, las frutas son como una batería que se carga con la energía
del sol, el agua y los minerales del suelo. Al comerlas, estamos cargando esa energía en
nuestro cuerpo.
—Sí, sí, ya cargamos nuestras baterías, vamos rápido a ver a Rufino, que tengo que
cumplir la misión. Menos mal que ustedes me acompañan, ¡qué bueno!
Nicolás, que estaba tirado panza arriba casi medio dormido con la pancita llena, no
tuvo empacho en decirle:
—Vos sos una mandona.
—Y vos un nenito llorón. Retomaron la ruta con Mulita a todo lo que daban sus patas.
Pasaron por Rosario, pasaron por Casilda y, de golpe, Nicolás frenó en seco.
—Uhh, sin batería de nuevo—pensaron los pasajeros.
No. Bajaron porque se encontraron con un enorme cartel que anunciaba: BIENVENIDO
A LOS QUIRQUINCHOS
Y lo mejor de todo: Mulita estaba nariz con nariz con una mulita de verdad que le
lamía el paragolpe. Parecía una nena con un juguete nuevo.
Descubrieron que esa escena era observada por otras mulitas que miraban tímidas
desde sus agujeros.
—¡Iupiiii! A estos bichos yo los vi en mi libro…Gaia buscó y encontró: “el quirquincho
es un mamífero con caparazón, también conocido como mulita, peludo, toche, pirca o
cachicamo. Está casi extinguido porque fue cazado y depredado indiscriminadamente,
ya que su carne es muy sabrosa y su caparazón y su cola tienen usos medicinales”.
Los tres viajeros volvieron a mirar a Mulita embobados porque se dieron cuenta de
que había encontrado a un amigo. Gaia aprovechó a invitarlo:
—Nosotros tenemos que seguir viaje. Si querés venir sos bienvenido.
El quirquincho no contestó pero hizo un ruidito agudo y saltó a los brazos de Gaia. De
ahora en más serían cuatro los responsables de la gran misión. Y juntos partieron
hacia lo de Rufino, quien los ayudaría a terminar de cargar la batería.
Hicieron un tramo bastante largo hasta que Juanito avisó que estaban llegando,
porque pasaron junto a un cartel que decía “Parque eólico”. Lo primero que vieron en
el horizonte fue un montón de barriletes de distintos modelos y colores. Después
vieron cuatro grandes molinos de viento montados sobre columnas altísimas.
A Mulita se le ocurrió frenar justo donde se juntaban todos los piolines de los
barriletes. Allí, a los pies de esas enormes columnas había un nene de ropas chillonas
con los pelos al viento. Se dieron cuenta desde las ventanillas que había mucho viento
porque volaba todo tipo de cosas.
Los tres chicos y el quirquincho bajaron de la nave saludando con los brazos en alto.
—¡Hola Rufino!
Tuvieron que hacer mucho esfuerzo para avanzar porque tenían el viento en contra,
hasta que llegaron al chico de los barriletes.
—Uffffff, qué fuerza tiene el viento acá —dijo Gaia. Y los barriletes volaron a todo
color para saludar a estos chicos que no le tenían miedo a nada.
El cuidador de los molinos
—Primo, estos son mis amigos, Gaia, Nicolás y el quirquincho. Te venimos a pedir un
favor.
—Bueno, por supuesto, siempre que pueda… —dijo Rufino, tratando de correr de los
ojos sus pelos lacios despeinados por tanto viento.
—Gaia vino del futuro a entregar una carta, pero su nave se quedó sin batería. ¿Vos
nos podés ayudar?
—Sí, claro, energía es lo que sobra por acá. En esta zona hay viento casi todos los días.
Yo soy el cuidador de los molinos, especialista en energía eólica y en avioncitos de
papel, molinetes y barriletes. Con un sistema muy simple de imanes y bobinas de
alambre de cobre, se puede convertir la fuerza del viento en electricidad. En cualquier
casa se pueden instalar molinos pequeños. Dale, enchufá acá a tu mulita —agregó
Rufino que hablaba como un chico sabio—. ¿Sabían, además, que los vientos también
dependen de la energía del sol? El sol calienta la atmósfera a distintas temperaturas,
según la altura y la región. Esa diferencia de temperatura y presión de aire es lo que
provoca los vientos.
Mulita se sacudió, prendió y apagó sus faroles varias veces mientras tocaba su bocina.
Por lo menos, su amigo quirquincho la hacía morir de risa con el baile del peludo.
—Buenísimo, mil gracias, ahora nos vamos urgente a entregar la carta. Los tres chicos y
el quirquincho iban hacia la nave, mientras Rufino se metió los dedos en la boca y les
chifló bien fuerte.
—Ey, esperen un cachito. Si se quedan, les enseño cómo hacer un molinete. No se
vayan…
—Oh, un molinete, sí, sí, siempre quise tener un molinete —dijo Gaia e intentó chiflar
así de fuerte como Rufino, pero sólo le salió un silbidito ahogado. Y bueno, a silbar
también se aprende.
Fue así como todos los pasajeros recortaron y doblaron papelitos de colores y
fabricaron tantos molinetes, tantos, que no les daban las manos para hacerlos girar
con el viento. Y terminaron condecorando a Mulita que no entendía nada, pero los
miró con cara de mulita feliz.
Cuando cada uno había ocupado su lugar para continuar el viaje, la aguja de la batería
sólo marcaba la mitad de la carga. El limonero no aguantaría mucho más. Pero justo en
ese momento apareció un carancho que se paró sobre Mulita.
—¿Qué se te ocurre, genio?¿Atar una bandada de caranchos a la mulita para hacerla
volar?—dijo Nicolás bastante ofuscado.
—No, no, este pajarito que se llama carancho, caricari, caracará o carcaña, me hizo
acordar al río Carcarañá que está más al norte. Sí, en el Carcarañá vamos a encontrar
mucha energía para cargar la nave.
—Vamosssssss —gritó Juanito acostumbrado a los “¡vamos!” dichos a su caballo
Antonio.
—Esperen, esperen, se me ocurrió algo. Sólo necesito tela, dos ramas y sogas.
Apabullado con tanta genialidad, Nicolás agarró su guardapolvo, le puso una cruz
hecha con dos ramas y fabricó una vela para aprovechar el viento.
—Los hombres conocen esta tecnología desde hace miles de años. Es bueno saberlo,
chicos.
Y dio resultado. Mulita empezó a moverse sola, arrastrada por el viento que
embolsaba la vela. Los cuatro chicos y el quirquincho empezaron a avanzar a toda
velocidad. Nicolás, haciéndose el desentendido, se escondió detrás del limonero
porque abajo del guardapolvo tenía un calzoncillo con corazones y una camiseta de
fútbol y se moría de vergüenza. Los otros dos, sin perder tiempo, buscaron en un mapa
de Santa Fe donde estaban marcados todos los proyectos de energías alternativas. El
quirquincho caminaba para acá y para allá por encima del tablero de control. Le llamó
la atención un botón anaranjado que decía “Modo bolita” pero como no sabía leer,
sólo lo olfateó y lo pisó con su patita.
Enseguida nomás, Mulita empezó a hacer un ruido raro, arqueó el lomo para un lado y
otro y se cerró sobre su barriga como una pelota. Así y todo no dejó de avanzar.
Los chicos gritaban como si estuvieran en una montaña rusa, mientras la gran pelota
de metal giraba a lo loco por el campo.
Una vaca que pastaba al lado de un molino de agua fijó sus ojos de vaca mansa en esa
cosa rara que iba rodando a toda velocidad.
Mulita al fin llegó, hecha pelota, hasta el borde de las barrancas del río Carcarañá y
frenó como pudo. Osciló un poquito para adelante y para atrás. Finalmente, rodó
barranca abajo hasta caer al agua para darse un gran chapuzón.
Al agua, chicos
Una vez debajo del agua, Mulita se dejó llevar por la corriente. Los cinco navegantes
miraron por las ventanillas. Montones de peces curiosos venían de todos lados a ver
ese bicho de metal.
Gaia sacó su libro ilustrado y fue nombrando los distintos peces, señalándolos con el
dedo. Amarillo, armado, boga, dorado, pejerrey, moncholo, patí, surubí, mandubí,
mojarra, pacú y sábalo. Avanzó unas páginas hasta el mapa de ríos. “El Carcarañá nace
en Córdoba, tiene 240 kilómetros de largo y desemboca en el río Coronda, que a su vez
desemboca en el Paraná. Como atraviesa la pampa ondulada, tiene barrancas muy
altas y en su recorrido hay pequeñas diferencias de altura que producen saltos”.
Justo Mulita había empezado a corcovear por los mismos saltos que anunciaba el
libro.
Los chicos estaban muy entretenidos con el viaje subacuático, cuando una línea con un
anzuelo enganchó a Mulita por el paragolpes y los arrastró hasta la superficie.
En la orilla del río, una nena con los pies metidos en el agua y un sombrerito de paja
hacía mucha fuerza con el riel de su caña para sacar a semejante pez. De pronto,
Mulita se asomó a la superficie, mostrando su cabezota de metal.
—Faaaaaa, loco —dijo la nena— ¡Qué pedazo de boga! Observando bien a su presa, se
llevó la mano al mentón.
—La verdad, no parece una boga, ni un dorado, ni un sábalo, ni una vieja del agua, ni
siquiera parece un pescado.
Gaia asomada a la puerta del conductor, le pidió:
—Hola, ya que estás por aquí, ¿nos arrimarías hasta la costa?
Con el gran pez ya encallado en la orilla, los navegantes bajaron a la playa de arena
mojada. Gaia se presentó:
—Yo soy Gaia y vengo del futuro. Mi abuelo me pidió que entregue esta carta a…
Juanito, Rufino y Nicolás recitaron a coro: “a las personas más importantes del
mundo”. Hasta el quirquincho asintió convencido.
—Ah, mirá vos, qué importante —dijo la nena pescadora— mis amigos me dicen
Mojarra. Decime ¿qué hacen todos metidos en ese colectivo tan raro?
Gaia tomó la palabra como lo hacía habitualmente.
—Resulta que mi medio de transporte se quedó sin pilas y desde hoy andamos meta
juntar energía por todos lados para cumplir la misión encomendada por mi abuelo.
Acá el amigo Rufino nos dijo que en el río podíamos encontrar un montón de energía.
—Por supuesto. ¿Ven aquel molino harinero? Bueno, usa la fuerza del agua en estos
saltos del río a través de turbinas que transforman la fuerza en electricidad, para
alimentar sus máquinas.
—Uf, otra sabia que me pone la cabeza así... -Rezongó Nicolás. —El agua del río y los
océanos está llena de vida y energía. Ocupa tres cuartas partes de la superficie de la
Tierra. Es todo un sistema que es la casa de organismos vivos y que está en
permanente movimiento, en forma de fluido, de vapor y de hielo. Sin los ríos y los
mares, la vida en la Tierra no sería posible.
—Decímelo a mí —dijo tristona Gaia— en mi época es muy difícil encontrar agua
limpia y pececitos.
—Aparte, los seres humanos tenemos un 80% de agua —por fin pudo acotar algo
Nicolás entre tantos sabios—. Ah, hablando de agua, me dieron ganas de hacer pis —y,
rescatando su guardapolvo, se perdió detrás de un arbusto.
Juanito se subió al lomo de Mulita y dijo:
—Euuu, se están olvidando de algo importante. El agua sirve para refrescarse, jugar y
chapotear —y se tiró de cabeza al río.
Rufino se entusiasmó y se tiró de bomba, dejando círculos de agua que el quirquincho
miró con cara de bicho raro, hasta que desaparecieron. Mojarra invitó a Gaia al agua
dándole la mano porque la vio con un poquito de miedo. Y sí, nunca había nadado en
ningún río. Pero, como vio tan confiados a sus amigos, se decidió. Todos jugaban en el
agua y fluían como peces, mientras el quirquincho nadaba panza arriba usando su
caparazón de canoa. La verdad, no todos, Nicolás quedó en la orilla y se negaba a
mojarse los pies.
—Sí, sí, todo bien, pero tenemos cada vez menos tiempo para la misión. Hay que
terminar
de cargar la batería y salir corriendo a entregar la carta.
Los chicos, después de chapotear un rato en el agua, salieron y se tiraron en la playita
a secarse al sol. Recién ahí Gaia notó que detrás de los pastos de la costa había ojitos
mirones. Desde más cerca vio que eran ranitas, caracoles, hasta cangrejos chiquitos.
Sacó su libro, buscó el capítulo del río y encontró los nombres de esos bichos que
nunca había visto en el mundo del futuro. Nicolás interrumpió ese momento de paz, a
los gritos.
—Eh, eh…yo también soy un genio… miren, miren lo que inventé. Con el dínamo de la
lamparita de mi triciclo conectado a una rueda, y usando como aspas estas cucharitas
de morondanga para que el agua haga fuerza y la haga girar, podemos convertir la
fuerza del agua en electricidad y terminamos de cargar el limonero. ¿Qué tal mi
invento?
—¡Viva Nicolás! —gritaron los chicos a coro y lo levantaron en andas.
—Ahora sí vamos a entregar la carta —otra vez Gaia— pero, ¿quién nos servirá de guía
en el río?
—Yo me muevo en el río como pez en el agua. ¡Voy con ustedes! —decidió Mojarra sin
pedir permiso.
Con la complicidad de un río amigo se hacía mucho más fácil seguir la corriente. Más
cerca de la misión Gaia, Nicolás, Juanito, el quirquincho y Mojarra emprendieron viaje
en una mulita condecorada con los molinetes de Rufino en el lomo y la turbina de
cucharitas de Nicolás girando en un costado. Un adornito más y ya era una carroza de
los carnavales correntinos.
Mientras Gaia y Nicolás estaban sentados al volante, los otros cuatro miraban el
paisaje sentados en el lomo. Con libro en mano fueron reconociendo árboles de la
costa: sauce, ombú, ceibo, timbó, palo borracho…
Nicolás, que estaba bastante hinchón porque nunca terminaba de acomodarse, le dijo
a Gaia, señalándole el limonero:
—La batería no se termina de cargar y el tiempo está llegando a su fin. Hay que hacer
algo rápido o la misión va a fallar y no vas a poder cambiar el futuro, nena.
Gaia acarició las hojas del limonero y se quedó cabizbaja, mirando el piso.
—Necesitamos más energía, ufff, a ver, ¿cuál es la fuente de energía más potente que
te puedas imaginar y que nunca se agota? —miró su remera y cuando vio su girasol
pintado, pegó un grito que hizo trastabillar a Mulita— ¡EL SOL! ¿Pero cómo metemos
la energía del sol en nuestra nave?
Gaia se agachó para hablar frente a frente con Nicolás, mientras los chicos
despreocupados jugaban al “veo veo” con todas las maravillas que veían a su
alrededor. Hasta el quirquincho participaba sin decir ni mu.
—Cuando vos eras viejito, y mucho más alto, me dijiste que los girasoles, además de
ser hermosos, aprovechaban toda la energía del sol girando a medida que el sol
cambiaba de lugar.
—Eh, eh, eh… ojito con lo que decís, yo seré más petiso, pero sé muuuuuchas cosas. El
girasol es una flor muy alta que sirve para fabricar aceite, pero también combustible
biodiesel. Se la conoce como Mirasol, Jáquima o Maravilla y tiene una hormona que le
permite a la flor cambiar de posición siguiendo la orientación del sol para captar mejor
su energía.
—Faaaaaa… Nicolito sos un geniecito. ¿Y dónde encontramos girasoles?
—En el norte de la provincia, por supuesto —acotó Nicolás levantando su dedito y con
cierto aire de suficiencia.
Gaia se asomó por la puerta de Mulita y les gritó a los chicos que estaban de fiesta
corrida en el techo.
—Agárrense fuerte que vamos río arriba hacia el norte. Hasta Reconquista no
paramos. ¡Allá vamos!
Mulita pataleó y pataleó con todas sus fuerzas río arriba hasta que vieron una isla
bordada de flores amarillas, casi anaranjadas. Gaia corrió como loca para tocar los
pétalos de los girasoles con la puntita de sus dedos. ¡Ahhh, qué suaves esos pétalos!
Todo muy lindo para los ojos y el corazón de los viajeros, pero en el momento menos
pensado, la plantación de girasoles se terminó y Gaia desembocó en un descampado.
Ahí mismo se encontró con una nena sentada solita en la puerta de una casa de
madera elevada sobre pilotes.
—Hola. Yo me llamo Gaia y vengo del futuro. Aquella mulita de metal que ves es mi
nave y todos esos chicos son mis amigos. ¿Vos vivís acá? ¡Qué hermoso lugar! ¿Qué
hacés solita?
La nena era petisita y de pelo muy oscuro y lacio. Estaba sentada en el piso de tierra
modelando unas esculturas con arcilla.
—Hola. Yo me llamo Ra a asa, que en la lengua de mis antepasados quiere decir Sol.
El corazón de Gaia latió con más fuerza y los ojos le brillaron como dos soles de
verano.
—¿Tus antepasados también te enseñaron a hacer estos animalitos?
—¿Te gusta mi mulita? Si la querés, te la regalo. Las mujeres de mi familia modelan
estos animalitos con arcilla de la costa desde hace mucho tiempo… yo soy
descendiente de la familia Mocoví. Los mocovíes habitaban este territorio desde hace
muchos siglos. Vivían en el monte y creían que las cosas vivas eran divinas. Muchos se
ponían nombres de pájaros y usaban las plantas del monte para curar.
Gaia, tratando de aquietar su corazón, sacó el libro de su mochila y le mostró.
—Mirá Sol, encontré este libro en una pila de basura. Tiene unos dibujos geniales
hechos hace como 250 años acá en el norte de Santa Fe. El autor es un monje jesuita
polaco que vivió como 20 años por estos lugares. En una de esas, algunos de éstos son
tus tataratatarabuelos —dijo Gaia mostrándole unas imágenes de hombres y mujeres
mocovíes.
—Huy, qué lindo…mirá, mis antepasados eran muy buenos jinetes. Los más antiguos,
me contó mi mamá, eran muy sanos porque comían lo que había en el monte. Su
única enemiga era la serpiente. Pero no se enojaban con ella, porque tenían poderes
para atraer la lluvia o convertirse en animal.
Sol se levantó, muy prolijita se sacudió la cola y preguntó:
—¿Vos qué andás haciendo en la isla Guaycurú?
Gaia, como de costumbre, le mostró la carta amarillenta y le explicó:
—Mi abuelito me mandó a entregar esta carta a una gente muy importante, pero
conté mal las vueltas y mi nave se quedó sin pilas. Y como la batería sólo se carga con
energía de la naturaleza, vinimos hasta acá para cargarla con la energía del sol.
Decime, ¿vos sabés cómo podemos aprovechar la energía de los girasoles?
Sol se rió y unos dientes blancos y parejitos aparecieron haciendo contraste con su piel
oscura.
—Acompañame hasta mi escuela que te muestro.
Más cerca aún
En el camino, Sol se detuvo frente a una media esfera plateada tan alta como ella,
sostenida por unas patitas.
—Este es un horno solar. Los rayos del sol concentrados por los espejos se convierten
en calor —dijo Sol y sacando una pava humeante del horno solar, le cebó un mate a
Gaia con unas cascaritas de naranja.
—Uh, gracias, nunca lo probé. En mi futuro no existen las cosas verdes —Gaia chupaba
de la bombilla disfrutando del ruidito del agua. Un mate dulzón era casi una golosina
para un día complicado.
Con la pava en una mano y el mate en la otra, Sol le mostró su escuela.
—Mirá, como en la isla no hay electricidad ni gas tenemos paneles solares que
convierten la luz del sol en electricidad. También tenemos estos calefones solares que
usan la luz del sol para calentar el agua y poder bañarnos. Aunque el sol es una
estrella que está a 150 millones de kilómetros de nosotros, toda la vida de la Tierra
depende de él, de su luz y de su calor.
Mientras tomaba otro mate, Gaia pensó en voz alta:
—La luz del sol, la fuerza del agua, la fuerza del viento, la energía guardada en la
basura orgánica… Toda esa energía está disponible todo el tiempo alrededor de
nosotros y nunca se termina.
—¡Claro! y no contamina el medio ambiente con desechos, por eso se llaman Energías
Renovables —agregó Sol convencida.
Gaia miró la altura del sol, también la bandada de patos que pasaba dibujando en el
cielo una V corta, se puso un poco tristona y le dijo a su nueva amiga:
—Sol, tu isla es hermosa, pero tengo que ir a entregar la carta del abuelo, si queremos
que cambie el futuro. A mi limonero no le queda mucho tiempo de carga. Y a mi
Mulita le falta un empujoncito más de energía.
—Nosotros te podemos prestar dos paneles, pero yo quiero viajar con ustedes para
ayudarlos en la misión, dale, dejaaame.
—Sí, sí, decí que Mulita es más buena que el pan —y se metió el dedo índice y pulgar
en la boca, como le había enseñado Rufino para chiflar, porque era hora de llamar a
los chicos que habían quedado con sus pies en el agua, comiendo mandarinas. Qué
pena. Sólo le salió un silbidito ahogado. Entonces haciendo bocina con sus manos les
pegó un grito. El primero en llegar fue el quirquincho. Los demás, aparecieron con
pocas ganas. Estaba bueno el río. Gaia le presentó a Sol uno a uno a sus amigos.
—Este enanito se llama Nicolás y es mi abuelito. Te va a parecer raro, pero no te
preocupes, ya entenderás. En el futuro, va a ser alto y arrugadito. Este más grandecito
es Juanito y sabe cómo sacar energía de la basura. Este más alto es Rufino, el primo de
Juanito y es especialista en molinos y molinetes, avioncitos y barriletes. Ella es
Mojarra, la que sabe todos los secretos del río. Ah, y éste es el quirquincho o mulita,
armadillo, peludo, tatú bolita, en fin, tenés varios nombres para elegir.
—Guau, qué manera de tener nombres, yo ya ni me los acuerdo.
Y para terminar con las presentaciones:
—Chicos, ella es Sol de Guaycurú y nos va a ayudar a dar la energía del sol a Mulita,
usando estos paneles solares que transforman la energía en electricidad.
—Uhh, mirá vos la nenita… ¿cómo no se me ocurrió a mí primero? —se preguntó
Nicolás. Vamos a conectarla al limonero y urgente a entregar la carta.
Los cinco chicos y el quirquincho acomodaron los dos paneles solares a los costados de
Mulita, como si fueran las alas de un avión. Después, todos juntos la empujaron —
¡fummmm!— hasta que arrancó el motor.
El pobre carromato, ya un poco agotado de tanto andar, marchó lento entre el campo
sembrado de girasoles altísimos, tratando de cargar su batería de limones con la
energía del sol, hasta que por fin la aguja indicó que ya estaba lista. Empezó a andar
más rápido hasta que las alas solares lo despegaron del suelo y lo elevaron por los
aires.
Qué linda estaba Mulita con alas, claro que era un avión pesado, bueno, pero avión al
fin. Por eso voló bajito sobre la superficie del río mientras los chicos organizaban cómo
cumplir la misión.
—Yo te dije que sólo tenías diez horas, acordate bien —dijo Nicolás-abuelito— ¿a
quién le llevamos la carta?
A Gaia le temblaron un poquito las piernas.
—A ver chicos, ustedes que son de esta época, díganme ¿quiénes son las personas más
importantes del mundo?
—Y… los presidentes, los jugadores de fútbol, la gente que sale por la tele...
—Pero, ¿cómo vamos a hacer para encontrar a toda esa gente en tan poco tiempo?
Ufff, seguro que vamos a necesitar más ayuda.
Nicolás se puso a caminar en círculos, con cara de pocos amigos.
—A ver, pensá, pensá, cabecita loca —mientras se golpeaba la cabeza. Hasta que se
paró en seco y pegó un gritó que atravesó el aire: ¡Ya sé!
Los chicos se quedaron parados como estacas y el quirquincho corrió a esconderse
detrás del limonero. Es que había que prepararse para todas esas locuras.
—Ey, casi nos matás de un susto —lo retó Gaia— a ver… ¿qué se te ocurrió ahora?
Nicolás levantó el asiento de conducir lo más que pudo y desde esa altura alzó su
dedo de dar órdenes.
—Tenemos que enchufar a Mulita a una antena suficientemente grande como para
transmitirle el mensaje de la carta a todo el mundo al mismo tiempo. ¡Vamos ya!
Al fin, la carta
Así fue como la mulita voladora aterrizó en la terraza del canal de televisión local
junto a su antena de transmisión. Los chicos y el quirquincho bajaron corriendo detrás
de Gaia, quien iba gloriosa con carta en mano a cumplir la gran misión, debajo de un
cielo de atardecer entre rosado y violeta, cuando ya la ciudad de Santa Fe empezaba a
encender sus luces.
Nicolás, con su acostumbrada voz de mando se paró en el capot de Mulita y dio las
siguientes instrucciones:
—Vos Rufino, volá a hacer cientos de copias. Vos Juanito, conseguime un parlante de
lata como los que usan los verduleros ambulantes. Mojarra y Sol vayan a reunir a los
chicos que están jugando en el parque y tráiganlos para acá, y vos, Gaia, preparate
para ser famosa. ¡Vamos, vamos, muévanse, nos quedan nada más que diez minutos!
El pobre quirquincho tiró del delantal del mandamás para que le asignara también a él
una tarea. Nicolás sacó un par de cables del interior de Mulita y le dijo alguna cosita
en el oído. Quirquincho rápidamente entendió la orden. Subió corriendo con los dos
cables atados a su cola, hasta la punta de la antena del canal.
En pocos minutos todos estuvieron de vuelta con su misión cumplida. Un grupo de
chicos que jugaban en el parque rodearon a Mulita con las copias de la carta en la
mano. Entonces, sin perder un minuto más Nicolás acomodó el parlante de lata en el
techo de Mulita y le dio a Gaia el micrófono.
—¡Vamos, ahora es el momento!
El grupo de chicos recién llegados era muy bochinchero. Gaia, muy enérgica se metió
los dos dedos en la boca y le salió un chiflido tan fuerte que consiguió la atención de
todos. Tomó la carta del abuelo, miró agradecida el cielo rosado del atardecer y leyó
bien derechita, con voz firme:
“Señores importantes del mundo: aquí les mando esta carta de mano de Gaia, mi
nietita, mi tesoro más preciado”.
Gaia acomodó un poco mejor la hoja porque una ráfaga de viento la hacía flamear y
siguió:
“A Gaia le tocó crecer en un mundo sin sol, sin flores, sin manzanas, ni bananas, ni
mandarinas, ni frutillas. De nuestras canillas sale agua sucia y espesa como dulce de
leche y por el efecto invernadero el calor nos agobia. Ni Gaia ni los demás nenes
pueden jugar en la plaza, ni chapotear en el río, ni subirse a los árboles para hacer
fuego o muebles o papel, porque el río está contaminado y la plaza está repleta de
basura. Nuestra comida es malísima y cara y hace mucho que por ningún lado se
consiguen milanesas con puré”.
Gaia carraspeó y como todos tenían la copia de la carta, una locutora del noticiero
continuó leyendo el mensaje del abuelo:
“Ustedes que están ahí lo más panchos, con tanta maravilla al alcance de sus manos,
reflexionen un instante. Sus autos, sus heladeras, sus televisores funcionan con
energías que vienen de combustibles fósiles, que en poco tiempo se van a agotar y
que, además, ensucian el suelo, el aire y los ríos. Les pido que no sean necios y que
miren a su alrededor. La energía que necesitamos para vivir está en todos lados, en el
viento, en el río, en la tierra, en el sol”.
Una nenita que estaba con su abuela medio sorda, le siguió leyendo bien cerquita de
la oreja:
“Cada vez somos más humanos sobre la tierra y cada vez consumimos más rápido.
Debemos empezar a reciclar los materiales y a reemplazar las fuentes de energías
fósiles por las energías renovables, limpias e inagotables”.
Un locutor de la radio siguió leyendo la carta del abuelo:
“Es muy importante que todos sepan que están consumiendo los recursos de la Tierra
un 50 % más rápido que lo que la Tierra puede reponer y dentro de 15 años harán
falta dos planetas Tierra para abastecer el consumo humano. Debemos tomar
conciencia de que los recursos naturales son limitados. Sólo tenemos una sola casa,
nuestro planeta Tierra. Usen la imaginación. El futuro de Gaia y de todos puede ser
luminoso”.
—¡Viva Gaia! —gritaron a coro todos los chicos que estaban reunidos alrededor de
Mulita.
Nicolás envolvió a Gaia en un abrazo tan fuerte que sus corazones quedaron latiendo
juntos un rato largo, mientras le decía en el oído:
—Bueno, ahora, aunque no me guste mucho la idea, tenés que volver al futuro
rapidito.
El sol de esa tardecita santafesina hizo brillar sus últimos rayos tibios en los cabellos
de Gaia.
Un mundo mejor
Gaia miró a sus nuevos amigos y, mientras abrazó y besó muy fuerte a cada uno, les
dijo:
—Amigos queridos, yo tengo que ir corriendo a encontrarme con mi abuelo y contarle
todo lo que aprendí con ustedes. ¿No quieren venir conmigo al futuro? Estoy segura
de que Mulita también quiere lo mismo.
Juanito, Rufino, Mojarra y Sol subieron y se acomodaron enseguida nomás, no vaya a
ser que Gaia se arrepintiera o Mulita se empacara. El abuelito, en cambio, se quedó
mirando el piso, medio tristón.
—¿No querés venir con nosotros a conocer el mundo del futuro?
—Me encantaría ir, pero me doy cuenta de que para ser un gran inventor primero
tengo que aprender a leer y escribir, ir a la escuela primaria, secundaria y a la
universidad y recién después hacer experimentos —dijo, mientras pateaba un
cascotito porque le costaba mirar a la cara de Gaia.
—Y… sí, me parece que tenés razón. Bueno dame otro abrazo y nos vemos dentro de
un ratito.
Y se fue decidida hacia la nave. Mientras saludaban desde la puerta, ella, Juanito,
Rufino, Mojarra y Sol vieron al quirquincho que se trepó a los brazos de Nicolás
pidiendo upa, como queriendo quedarse con él.
Y así fue nomás.
—Ahora vos vas a ser mi amigo. Y como toda mascota necesita un nombre, de aquí en
más vos te llamarás, te llamarás, a ver… Charango.
Eso mismo, Charango. A todo esto Mulita corcoveó, se paró sobre su cola y empezó a
girar como un trompo hasta que se enterró en el suelo.
Cuando volvió la superficie, se encontraron con un paisaje que les llenó los ojos de
color y brillo. Sobre la Tierra reinaba la flora y la fauna. Todo tipo de árboles, plantas,
flores y frutas emanaban aromas deliciosos. Pajaritos de todos los colores iban y
venían en bandadas.
Juanito, Rufino, Mojarra y Sol se bajaron de la mulita boquiabiertos y salieron a correr
por ese paisaje que los invitaba a jugar. Gaia se quedó para el final y bajó lentamente
los escalones, hasta que pisó el suelo verde y fresco. Tenía muchas ganas de ir a correr
con sus amigos, pero se volvió y sacó el limonero de la nave, hizo un pocito en la tierra
y lo plantó.
—¡Muchas gracias, limonero! nos diste la energía necesaria para ir y volver sanos de
este viaje. Ahora a seguir creciendo —mientras acariciaba una a una sus hojitas y su
tallo—. ¡Ahora sí, a disfrutar!
Y se subió a un árbol para ver mejor. Desde esa altura vio cómo se asomaban torres de
molinos de viento y brillaban los campos a la luz de los paneles solares.
Mucho más arriba flotaban fantásticas construcciones aéreas, blancas, livianas,
elevadas por globos, velas y hélices silenciosas, ancladas a la tierra por largas
escaleritas marineras. Entre los edificios paseaban personitas con extrañas mochilas
voladoras. Entre las plataformas flotantes navegaban en el aire barquitos a vela.
—Uia —dijo Gaia— mientras los otros chicos se asomaban entre las copas de los
árboles. ¿Habré contado bien las vueltas? ¿Estaremos en Santa Fe?
Entre las nubes apareció una construcción voladora como si fuera un puente colgante
y más atrás, un edificio parecido a una usina, del que se asomaban molinos hechos de
telas y cañas.
—Mmmm, seguro seguro que mi abuelo andará por allá.
Gaia, Juanito, Rufino, Mojarra y Sol subieron hasta las nubes por una escalerita
marinera. Al llegar a las puertas de la usina flotante salió a recibirlos un viejito alto,
flaco y con pinta de profe chiflado.
—¡Nieta mía de mi corazón! —el apretón fue tan fuerte que los dejó casi sin
respiración.
Menos mal que lo que sobraba era el aire en este nuevo lugar.
—¿Y estos chicos, quiénes son? —preguntó Nicolás. —Uhhh, si me pongo a contar, no
termino más, es una historia larguísima. Son los amigos que me ayudaron a salvar la
Tierra, abu, sabés… como vos querías.
Gaia miró su mochila viajera donde guardaba su libro de figuras de la naturaleza, un
molinete, un caracol y una flor de manzanilla de su aventura en el pasado. Escuchó las
carcajadas de sus amigos y los vio pegando vueltas en el aire, flotando con unas
mochilas raras y jugando a la pelota en medio de los pajaritos.
Gaia, por fin, volvió a jugar, juntar bichitos y cazar mariposas para mirarles las alas y
echarlas de nuevo a volar.
EL FIN
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