La puerta dorada. Libro IV. La horda del diablo

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Antonio Martín Morales
Ilustración de cubierta
Miguel Navia
Dedico este libro a mi madre Mercedes.
capítulo 1
Buscando a Lania
En algún lugar del océano Avental…
Sala aceptó de buen grado ir a
pescar con Éder, un día caluroso, con el cielo vestido de
celeste nacarado y el sol vibrando muy arriba, como un
disco lanzado por los arrabales del horizonte nuboso.
—Ven conmigo a echar la red; el agua está quieta como
la de un lago. Te vendrá bien respirar aire libre.
Eso le había dicho Éder. Salió por fin de su confinamiento en el camarote. Cualquier opción que la sacara de
aquellos maderos barnizados, de la alfombra con la que
siempre tropezaba, las escaleritas para ir a cubierta que
cuando se mojaban se convertían en peldaños de jabón,
los diminutos barandales del castillo de popa, los líos de
maromas enredadas que saltaba siempre con dificultad,
el chillido de algunas poleas, la mirada despectiva de los
marineros… Salir del barco, con el pretexto que fuera, le
parecía bien. Lo único que le gustaba de la nave eran las
velas, aunque fuera incapaz de memorizar sus nombres.
Adoraba contemplarlas cuando estaban hinchadas y no
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había muchas olas, cuando hacían avanzar la embarcación
con rumbo uniforme y sin balancearse violentamente. Entonces podía mirar al horizonte que relajaba sus náuseas.
Sin embargo, la idea de Éder no salió bien. El mar
prestaba un vaivén casi imperceptible a la balsa, suficiente
para retorcer la barriga de Sala y provocar tirantez en las
cuencas de sus ojos, que trataban de rebelarse ante ese
contoneo girándose en dirección contraria.
—Creo que volveré a vomitar.
—Vamos…, te acostumbrarás. Mira al horizonte, esas
nubes imposibles de alcanzar.
Sala no pudo resistirlo e impregnó las aguas con lo que
salió de su boca.
Ella no entendía cómo se mareaba en barco. Recordaba una semana de viaje desde las costas de Plúbea hasta
Mesolia, en su juventud. Entonces era una adolescente
y cruzó el Tesén en una nave comercial, un carguero de
gran calado con el que llegó por primera vez a Vestigia.
Recordaba haberse divertido buscando con la mirada
peces que brincaban en las aguas; escuchaba el casco del
barco sesgar el mar y exploraba cada una de las cubiertas
y entresijos del navío.
—Intentaremos pescar otro de estos… y volveremos al
barco. Creo que la balsa te sienta peor.
Éder tenía paciencia. No la reprendía o atosigaba.
Granblu era distinto. «¡Quién se presta a venir a un viaje
como este si se marea en barco!», había tronado el primer
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día que la mujer dejó de hablar sudando y cubrió la mesa
donde almorzaban de trocitos malolientes. Vomitar fue a
partir de ese momento un espasmo rutinario, imposible de
evitar, que la convertía en una inútil para cualquier tarea.
Su malestar la agotaba tanto como subir montañas. En
las noches difíciles, cuando arreciaba el viento y las olas
rodeaban la embarcación como rifándosela, Sala pensaba
que surcaba su castigo en el inframundo, en el infierno
más oscuro que allí existiese.
—Creo que necesito pisar tierra de una vez.
—Sí.
Éder lanzó la red de nuevo y ella lo admiró observándolo. Tenía la destreza de un bailarín y se esforzaba en no
alterar mucho la estabilidad de la barca mientras pescaba.
Solo había conocido a una persona que se movía con más
elegancia que él y también los acompañaba en el viaje. Era
Azira, la hermana de Granblu: una pantera humana.
—Convenceré a Granblu y nos dentendremos en el
primer peñasco que divisemos para que tu cabeza vuelva a
estar quieta y puedas recuperarte un poco.
—Gracias.
La salud hace que los propósitos, las misiones o cualquier cosa planificada queden en segundo lugar. Cuando el
barco se le venía encima; cuando creía que el mar le caería
desde el techo del camarote; cuando veía los aparejos, las
sogas, los barriles y los cachivaches que tenían por cubierta
resbalarse por la inclinación a la que las olas sometían a la
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pequeña goleta; cuando vomitaba restos de la nada que
circulaba todavía por sus entrañas, sintiendo que en uno de
esos espasmos podría escapársele el corazón abrazándose a
su gaznate para luego retornarle dentro…, sí, le daban ganas de morirse, de no estar allí. Maldecía el momento en que
había tomado aquella decisión. Cuando se agobiaba por su
mal estado, se decía a sí misma que tenía que haberle dado
el oro a Granblu y no haberse empeñado en acompañarlo.
El mar no descansaba, nunca estaba totalmente quieto,
y llegó a albergar el temor a que su mareo le afectase seriamente, como a esos marinos borrachos que iban de cantina en cantina perdiendo el equilibrio antes de desayunarse
el golpe de whisky habitual.
—Este barco es precioso, Ablúfeo.
Había dicho esa memez enfilando la pasarela cuando
estaban en el puerto de Mesolia y su gigantesco compañero le mostraba la goleta. Ahora pensaba que aquella vaina
con velas era horrenda, la madriguera de un demonio
invisible que abusaba de ella, que la dominaba y rendía
enfermándola.
Sala odiaba sentirse mal, odiaba arruinarles el viaje a los
demás. Más que nunca odiaba a esa mujer misteriosa tras
la que iban: Lania. La odiaba a ella y lo odiaba a él…, a
Remo. Odiaba todo lo que pudiera fundamentar el hecho
de estar en alta mar descendiendo sobre laderas de agua.
Cuando se encontraba mejor, en los momentos en los
que el barco varaba en aguas calmas, Sala comenzaba a
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razonar. Entonces todo regresaba a la normalidad. A una
realidad devastadora. Ella había aceptado ir con Ablúfeo
a rescatar a la mujer de Remo. Pensaba cumplir, no fallar,
traerla de vuelta costase lo que costase. Sentía decididamente que podía lamentarse cuando viera a Remo abrazar
a Lania. Cuando se fundieran en ese reencuentro. Sin
embargo, viajaba a su destino sintiendo que, realmente, no
tenía más opción que la de actuar de ese modo apartando
la poca esperanza que albergaba en un rincón oscuro y mal
ubicado en su corazón.
—¿Estás bien? —había preguntado Éder la noche pasada, entrando en tropel a su camarote.
Sala estaba medio desnuda.
—Duérmete, Éder; no pasa nada.
—¿Y el estruendo? ¿Ese espejo…? ¿Estás bien?
—¡Que te largues!
La rabia la poseía. Era capaz, en esos instantes en los
que pensaba en Lania y Remo, en su reencuentro, de
romper cosas, de acuchillar su almohada. Soñaba con ese
momento hecho temido casi todas las noches. Lo detestaba, como también le aterraba conocerla a ella. Cuando
la tuviera enfrente, ¿y si era demasiado guapa, demasiado
buena, demasiado perfecta como para que ella pareciese
horrenda a su lado? Lania era grácil, bella, no una mujer
guapa o resultona, ni siquiera una mujer voluptuosa como
Sala, no… Ella la pintaba en su mente como una mujer
bella, con todo lo que el aplastante diseño de los dioses
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pudiera donarle a una mujer frágil, de hermosura delicada,
de mirada descorazonadora. Una criatura anómala a la que
adorar. Sala sufría, sufría una espera vilipendiada por sus
mareos en un viaje suicida para su corazón.
Una noche habían abordado el tema de la misión.
Granblu era muy hablador en cosas banales, podía estar
horas relatando peleas y comidas, viajes y suertes pasadas,
pero no deseaba dar detalles de las etapas del viaje, ni
dar pistas de lo que fuera que los esperase. En su trayecto hacia Mesolia desde Venteria, Sala había conseguido
sonsacarle que Lania costaba tanto dinero porque no se
trataba de una compraventa «habitual» de esclavos… No
había dicho más.
—Vamos, Ablúfeo, tienes que contarme toda la historia.
—A su debido tiempo sabrás todos los detalles…, y
prefiero que me llames Granblu, si no te importa…
Sala, mareada desde el primer día que se subió a la goleta de Granblu, perdió la voluntad y sus ganas de saber.
Sus preguntas iban encaminadas solo a conocer el tiempo
de viaje en barco que les quedaba, pero las conversaciones
iban y venían sobre esos y otros asuntos, sobre Remo y
cómo se conocieron todos. Durante la jornada diurna solían repartirse tareas de ayuda a los tripulantes. Éder sabía
navegar y era quien ordenaba el rumbo que tenían que
seguir. El contramaestre y principal valedor del resto de la
tripulación se llamaba Solandino. Era un tipo maleducado
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que miraba lascivamente a Sala y a Azira. No hacía más
que escupir y sorber, cuando no estaba colgando insultos
en el viento que soplaba las velas para que sus muchachos
trabajasen con más brío. Sala se sorprendió de lo variopinto de sus parrafadas y de los tacos y juramentos tan
rebuscados del gremio.
—¡Hinchaos, malditas telas hechas por mil diablos,
podridos jirones de mierda tejidos sobre los pelos de mil
Jerchas!
—¿Qué ha dicho? —preguntó Sala en un susurro a
Éder.
—Quiere viento.
Por las noches se juntaban en una pequeña estancia
junto a la cocina y, después de que los tripulantes cenaran, Ablúfeo, Éder, Azira y Sala solían pasar largas horas
charlando sobre cualquier cosa, siempre que ella pudiera
soportar el paseo rocambolesco que debía hacer desde su
camarote y no se quedara postrada por sus constantes y
febriles desequilibrios en el catre estrecho, aunque bien
mullido, que le tocaba en el barco.
—Agarró a dos mujeres por el pelo y las puso a sus pies
con la espada en alto, totalmente roja, después de haber
matado a los guardias del jardín…
Sin lugar a dudas, el relato del rescate de la hermana
de Granblu era el favorito de todos. Éder tenía especial
curiosidad por Remo. También participó en el torneo
de Nellinor, pero no llegó a conocerlo personalmente.
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Hacía numerosas preguntas sobre él y ese combate que
tuvo con Granblu. Se maravillaba cuando el grandullón
narraba aquellas embestidas o lo que sentía cuando Remo lo golpeaba.
—Era como si sus puños fueran mazos. No exagero,
¡que parta un rayo este barco ahora mismo si estoy exagerando! —gritó como si una simple mirada de desconfianza
lo ofendiera después de explicar aquellos sucesos.
—No… Deja el barco tranquilo, que el rayo te parta
a ti —dijo Sala con la mano en el vientre, suplicando no
volver a sentir náuseas.
Las risas no se hicieron esperar.
—Sala…, ¿puedo hacerte una pregunta?
Ella estaba encantada porque la barca se había puesto
en marcha gracias a las remadas de Éder y habría respondido cualquier cosa con tal de que él no detuviera el
avance.
—Sí, pero te suplico que no pares de remar. Me hace
bien la brisa en la cara y el impulso de tus remadas evita
el maldito vaivén.
—¿Por qué te has embarcado en este viaje? Me refiero
a que… ¿qué sacas tú de todo esto?
Sala miró a Éder, desnudo hasta la cintura, aceitado por
el calor, remando mientras su rostro mostraba un interrogante gentil, donde dormía un interés más amplio que la
mirada que contenían sus ojos afilados. Era un hombre
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atractivo. De rostro un poco aniñado, pero con un físico
portentoso, de fibras flexibles, Éder lucía varias cicatrices
que desentonaban con su mirada inocente. Granblu le
echaba piropos a su destreza en las artes de lucha cuando
no estaba alabando al ausente, a Remo.
—Creo que todos le debemos algo a Remo…
—Según lo que me ha contado Granblu, Lania, la
chica…, estaba casada con Remo. El gigantón tiene una
teoría: dice que tú y Remo… sois algo más que amigos.
¿Qué hizo ese hombre para merecer dos mujeres? ¿Crees
que Remo se quedará contigo cuando ella regrese?
Éder ponía una cara amable cuando preguntaba por mil
diablos. Sala no se sintió violenta pese a lo directo que había
sido. Sintió, sin embargo, que debía desconfiar y no decirle
toda la verdad. Su orgullo salió a flote con ese tema.
—Remo y yo no tenemos una relación… estable.
Se puso tan roja como su malestar le permitía, más allá
de la palidez de no estar ahora incrementando sus náuseas.
—¿Lo amas?
Se derrumbó.
—Sí, Éder, yo amo a ese hombre. Ahora pensarás que
soy estúpida. Quizá sea la mujer más estúpida sobre la faz
de este mundo extraño, pero lo amo. Lleva años buscándola…, no hago nada más que lo que me dicta mi buen
juicio.
—Vaya… Siempre pensé que las mujeres eran celosas y
que no cedían terreno.
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—La mujer es generosa por naturaleza, imbécil.
—Sí, sí…
—Pues sí. Tu madre al menos lo era, aunque tú no
aprendiste la lección.
Éder la miró extrañado. Parecía un golpe muy rastrero
mentar a su madre.
—Vale…, tranquila. No creo que seas estúpida por
estar aquí. Solo digo que es una situación, cuanto menos,
incómoda para ti…
Sí, era idiota, imbécil… ¿Qué demonios estaba haciendo en ese viaje sino rescatando a la única mujer que podía
arrebatarle a Remo? Si Remo había estado bien junto a alguna mujer en todo el tiempo después de su desgracia, sin
duda era junto a Sala. Y ella estaba sirviéndole en bandeja
a Lania. Notó que la ira disimulaba mejor que cualquier
otra cosa su mareo.
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