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Deserciones
Manual de Perplejos
Alfredo Gabriel Páramo
A la muerte de mi madre
Margarita Chávez y del Portillo (Tita), mi mamá, murió el jueves de la
semana pasada. Con ella se fue una gran parte de mi vida y eso es
innegable. No importa mucho saber que su rápido fin fue lo mejor, ni
consideraciones de ese tipo. Para mí es un hueco insondable que no
puedo, ni quiero, llenar jamás. Una amiga me dijo: “no importa la
edad de nuestra madre ni la propia, cuando ella muere, es como si
tuviéramos tres años y no entendiéramos qué pasa”. Así es, no
entendemos qué pasa y sólo queremos que ella nos consuele y nos
diga que las cosas van a estar bien.
El sentimiento de pérdida es devastador, pero tal vez sea peor el de
decadencia, como ocurrió en el caso de mi madre. Siempre activa,
hermosa, cariñosa y llena de fuerza, sus últimos días fueron un
infierno en su propio cuerpo. No podía hablar, casi no podía respirar,
se alimentaba por una sonda, necesitaba ayuda para todo, pero
estaba completamente lúcida y en su pizarrón anotaba comentarios,
recomendaciones, órdenes, regaños, instrucciones.
Mi hermana Margarita, quien la cuidó abnegadamente en todo
momento, con una entrega y una fortaleza dignas de ejemplo, me dijo
un día: “Creo que Tita está mejor, porque ya hasta está regañando”.
No es que fuera mi mamá una mujer amargada que le gustara reñir
sin motivo. Esos regaños eran otra cosa, ella, hasta su último
momento fue una líder… y aún ahora sigue siéndolo, cuando los que
quedamos seguimos pensando en su guía, en lo que ella hubiera
hecho o querido.
Poco antes de que ella muriera, escribí un texto sobre su decadencia
física. “… y por fin entraron en la ciudad antigua, en la ciudad
amorosamente construida y cuidada. Arrasaron con las esculturas
centenarias, se orinaron en los vasos sagrados, pisotearon los
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Claroscuros en la educación
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Número 54. (Marzo 2015) La TV en nuestras vidas: enajenaciones y reivindicaciones
retratos queridos, vomitaron los recuerdos. No conformes, rasgaron
la piel, laceraron las carnes y bebieron la sangre de la ciudad
derrotada, hicieron escarnio de su antigua belleza, la despojaron de
toda dignidad”.
Ahora, días después, sigo pensando igual, no veo ningún mérito en la
muerte ni en el sufrimiento inútil, ni me parecen purificadores. El
mérito lo veo, sin embargo, en la gente como mi mamá que no se
rinde, que se enfrenta ante la destrucción, pero lo hace con una
dignidad profunda, que está en el fondo de su ser.
La vida de mi mamá fue difícil. Hija de divorciados en una época
donde eso era un estigma, hija de extranjera cuando no era tan bien
visto, hija rehén de sus padres, hija víctima del machismo social que le
impidió estudiar la carrera que anhelaba, porque al obtener una beca
para estudiar comercio, mi abuela decidió que era lo mejor, que al fin
“ella era mujer y no necesitaba ir a la universidad”.
Sin embargo, mi mamá siempre leyó mucho, tenía una cultura
impresionante en varios aspectos como la ciencia-ficción, la
antropología mesoamericana y la Biblia. Siempre escéptica, jamás
creyó en explicaciones dadas y siempre buscó respuestas y planteó
preguntas. Pocos días antes de su muerte discutimos sobre temas
bíblicos y ella planteaba preguntas interesantes, muy alejadas, por
cierto, de las ortodoxias.
También, mi mamá fue viajera, siempre dispuesta a ver nuevas
cosas, a encontrar nuevos ángulos, a impulsar a sus hijos a viajar por
ella, para que ella pudiera ver a través de nuestros ojos, el cielo
estrellado del Hemisferio Sur o las playas nevadas de Alaska.
Sobre todo, mi mamá fue maestra, tanto de nosotros que aprendimos
con ella a leer, la letra manuscrita, los nombres de los planetas o las
intrincadas relaciones de los panteones nahuas o griegos, como de
incontables generaciones de alumnos de la Escuela de Periodismo
Carlos Septién García quienes antes de las computadoras aprendieron
mecanografía y, como me confiaba una antigua alumna, no sólo
aprendieron a escribir a máquina, sino a hacer las cosas bien, a estar
orgullosas por un trabajo bien hecho. Fue maestra, también, de sus
nietas y nietos quienes ahora la extrañan y la buscan en las cosas que
ella amaba.
Ahora, cierro los ojos y veo los brillantes ojos verdes de mi mamá. Sé
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Número 54. (Marzo 2015) La TV en nuestras vidas: enajenaciones y reivindicaciones
que ya no está conmigo, con nosotros, pero sé que nos ha dejado
mucho de ella aquí. Y eso, por absurdo que parezca, es un consuelo.
(Febrero del 2009)
Alfredo Gabriel Páramo
Escritor, periodista y consultor. Twitter @lavacadiablo www.karacteres.com
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