Johann Gottfried Herder: Filosofía de la historia

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Johann Gottfried Herder: Filosofía de la historia
Johann Gottfried Herder
Filosofía de la historia
De: Herder J. G. , Obra selecta. Madrid: Alfaguara, 1982, Otra filosofía de la historia para la
educación de la humanidad. Traducción de Pedro Ribas.
Nadie en el mundo siente más que yo la debilidad de las caracterizaciones generales.
Pintamos un pueblo entero, una época, una región, ¿a quién hemos pintado? Resumimos los
pueblos y las épocas que se suceden en una alternancia infinita, como las olas del mar, ¿a
quién hemos pintado? ¿A quién se refiere la palabra que describe? En definitiva, no los
resumimos más que con una palabra general con la que cada uno piensa y siente acaso lo que
quiere. ¡Imperfecto medio de descripción! ¡Con qué facilidad podemos ser entendidos de forma
equivocada!
¿Quién ha observado que es imposible expresar la peculiaridad de un ser humano, señalar su
distintivo distinguiéndolo, el modo como siente y como vive, la diferente y peculiar manera de
apropiarse de todas las cosas una vez que su ojo las ve, que su alma las compara, que su
corazón las siente? ¡Qué profundidad reside simplemente en el carácter de una nación! Por
muy a menudo que la hayamos percibido y nos hayamos asombrado de ella, huye de la
palabra y, al menos en ésta, ocurre tan pocas veces que todo el mundo reconozca que la
comprende y comparte. Si es así, ¿qué sucederá al pretender abarcar el océano de todos los
pueblos, épocas y países, al pretender resumirlos en una mirada, en un sentimiento, en una
palabra? ¡Pálidos e incompletos reflejos las palabras! A ellas debiera seguir, o bien preceder, el
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cuadro completo y vivo del modo de vida, de las costumbres, necesidades y peculiaridades del
país y de su cielo. Para sentir una sola tendencia o acción de una nación, para sentir el
conjunto de las mismas, debiera comenzarse por simpatizar con esa nación, encontrar una
palabra en cuya plenitud pensáramos todo eso; de lo contrario, leemos... una palabra.
Todos nosotros pensamos poseer aún los instintos paternales, familiares y humanos del
oriental; pensamos ser capaces de conservar la fidelidad y el celo artístico del egipcio, la
actividad fenicia, el amor a la libertad de los griegos, el alma fuerte de los romanos. ¿Quién no
cree sentirse dispuesto a todo ello si el tiempo y la ocasión...?; pero mira, lector, ahí es donde
nos encontramos. El más cobarde malvado sigue indudablemente poseyendo una lejana
disposición y capacidad para convertirse en héroe generoso, pero entre éstas y «el sentimiento
completo del ser, de la existencia según ese carácter»... ¡un abismo! Por lo tanto, aunque no te
faltara más que el tiempo y la ocasión para transformar en habilidad y en instinto genuino tu
disposición para seguir al oriental, al griego, al romano, ¡un abismo! No se trata más que de
instintos y de habilidades. Hay toda una naturaleza anímica que domina sobre todo, que
modela todas las demás inclinaciones y facultades del alma de acuerdo consigo misma, que
colorea incluso los actos más indiferentes; para compartir tales cosas, no basta que respondas
de palabra; introdúcete en la época, en la región, en la historia entera; sumérgete en todo ello,
sintiéndolo; sólo así te hallas en camino de entender la palabra, pero de esta forma se
desvanecerá también el pensamiento, «como si tú mismo fueses todo eso tomado en particular
o en su conjunto». ¿Tú todo eso en su conjunto? ¿Tú quintaesencia de todas las épocas y de
todos los pueblos? Ello pone de manifiesto, por sí sólo, la insensatez de la pretensión.
¡Carácter de las naciones! Sólo los datos de su constitución y de su historia deben decidir.
Aparte de las inclinaciones que asignas a un patriarca, ¿no tuvo, no pudo tener acaso otras
distintas? A ambas preguntas respondo simplemente: por supuesto que sí; por supuesto que
tuvo otras, rasgos secundarios que se desprenden por sí solos de lo que he dicho o de lo que
no he dicho, rasgos que yo conozco en la palabra, y conmigo quizá otros que tienen presente
la historia patriarcal; es preferible que pueda tener otros muchos rasgos, en otro lugar,
conforme a la época, al progreso de la cultura, bajo otras circunstancias. ¿Por qué no iban a
ser elegantes hombres de nuestro siglo un Leónidas, un César, un Abraham? ¿Por qué no
podían serlo? ¡Pero no lo fueron! De esto se trata; sobre ello hay que preguntar a la historia.
Así me dispongo igualmente a las insignificantes contradicciones extraídas del gran detalle de
los pueblos y de las épocas: que ningún pueblo continuó siendo lo que fue, ni podía serlo; que
cada uno, al igual que todo arte y toda ciencia -¿y qué excepción hay en el mundo?- , ha tenido
su periodo de auge, de florecimiento y de decadencia; que cada uno de esos cambios no ha
durado más que el tiempo que la rueda del destino humano podía otorgarle; que, finalmente, no
hay en el mundo dos momentos que sean idénticos; que, por consiguiente, tampoco los
egipcios, ni los romanos, ni los griegos, fueron iguales en todo tiempo. Me estremezco
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pensando en las objeciones que pueden presentar a este respecto las personas sabias,
especialmente los conocedores de la historia. Grecia se componía de múltiples países:
atenienses y beocios, espartanos y corintios, estaban muy lejos de ser iguales. ¿No se
practicaba ya en Asia la agricultura? ¿No llegaron los egipcios a comerciar tan bien como los
fenicios? ¿No fueron los macedonios tan conquistadores como los romanos? ¿No fue acaso
Aristóteles una cabeza tan especulativa como Leibniz? ¿No superan en bravura a los romanos
nuestros pueblos nórdicos? ¿Eran todos los egipcios, griegos y romanos, iguales, lo son todas
las ratas y ratones? ¡No!, pero son ratas y ratones.
*****
¡Nuestro sistema comercial! ¿Puede imaginarse algo más refinado que esta ciencia que lo
abarca todo? ¡Qué miserables eran los espartanos, que empleaban a sus ilotas para la
agricultura! ¡Qué miserables los romanos, que encerraban a sus esclavos en prisiones
subterráneas! En Europa se ha suprimido la esclavitud, porque se ha calculado cuánto más
costarían y cuánto menos aportarían los esclavos que la gente libre. Sólo una cosa nos hemos
seguido permitiendo: utilizar tres continentes como esclavos, traficar con ellos, desterrados a
las minas de plata y fábricas de azúcar. Pero no son europeos, no son cristianos, y nosotros
obtenemos a cambio plata, piedras preciosas, especias, azúcar y... enfermedades internas:
todo ello, pues, a causa del comercio, en favor de la mutua ayuda fraternal y la comunidad de
los países.
«¡Sistema comercial! » Es evidente la grandeza, el carácter único de esta organización. Tres
continentes asolados y organizados por los europeos, nosotros, en cambio, despoblados,
castrados, por ellos, hundidos en la opulencia, el desollamiento y la muerte; esto se llama
traficar rica y felizmente. ¿Quién no toma parte en la gran nube de la que chupa Europa, quién
no penetraría en ella y vendería, a falta de otros, a sus propios hijos como supremo
comerciante? El antiguo nombre, «pastor de los pueblos», se ha convertido en el de
monopolizador; si la nube rompe en mil vientos huracanados, ¡gran dios Marnmon, al que todos
servimos ahora, socórrenos!
«¡Modo de vida y costumbres!» ¡Qué miserable época, cuando había todavía naciones y
caracteres nacionales!, ¡Qué odio y aversión recíprocos frente a los extranjeros, qué limitación
al alma propia, qué prejuicios ancestrales, qué apego al terruño donde hemos nacido y en el
que nos pudriremos, qué mentalidad local, qué estrecho círculo de ideas, qué eterna barbarie!
Entre nosotros han desaparecido, gracias a Dios, todos los caracteres nacionales; todos nos
amamos, o mejor: nadie necesita amar al otro; tenemos relaciones, somos iguales: educados,
corteses, felices, no tenemos patria, no tenemos gentes «nuestras», para las que vivir, pero
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somos, en cambio, amigos de la humanidad y cosmopolitas. Todos los gobernantes de Europa,
todos nosotros, pronto hablaremos francés y entonces, ¡felicidad!, la edad de oro vuelve a
comenzar, «toda la tierra hablaba la misma lengua, habrá un sólo rebaño y un sólo pastor».
Caracteres nacionales, ¿dónde estáis?
«¡Modo de vida y costumbres de Europa!» ¡Qué virtudes góticas: la modestia, la timidez juvenil,
el pudor! Nos deshacemos pronto del equívoco e inútil manto de la virtud; tertulias, mujeres
(que ahora son las que más prescinden del pudor y las que, también es cierto, menos lo
necesitan). Incluso nuestros padres lo borran pronto de nuestras mejillas y, si no ellos, los
maestros de buenas costumbres. Si vamos de viaje, ¿quién llevará de nuevo el vestido de la
infancia, una vez que se ha quedado pequeño, pasado de moda y fuera del buen gusto?
Nosotros tenemos osadía, tono social, facilidad para servimos de todo, bella filosofía,
«delicadeza de gusto y de pasión». ¡Qué gusto más tosco poseían todavía los griegos y
romanos! No tenían la menor gentileza en el trato con el bello sexo. Platón y Cicerón pudieron
escribir tomos enteros de diálogos sobre metafísica y artes viriles sin que hablara nunca una
mujer. ¿Quién soportaría entre nosotros una obra sin amor, aunque se tratara de Filoctetes en
su isla desierta? Voltaire, pero véase la seriedad con que él mismo advierte sobre las
consecuencias. Las mujeres son nuestro público, nuestras Aspasias del gusto y de la filosofía.
Nosotros sabemos poner un corsé a los torbellinos cartesianos y a la atracción newtoniana;
escribimos la historia, los sermones y qué sé yo cuántas cosas más para las mujeres y como
mujeres. Queda demostrada la fina delicadeza de nuestro gusto.
«¡Bellas artes y ciencias! ». Las más toscas pudieron ser desarrolladas por los antiguos, por la
miserable y agitada forma de gobierno de las pequeñas repúblicas. Pero he ahí cuán tosca es
la elocuencia de Demóstenes, cuán tosco es el teatro griego, cuán toscos son los mismos
antiguos, tan celebrados. Su pintura y su música no han sido más que fantasías y voces
infladas. La refinada flor de las artes ha esperado hasta la feliz monarquía. En la corte de Luis
copió Corneille sus héroes y Racine sus sentimientos; se inventó un tipo enteramente nuevo de
verdad, de emoción y de gusto, un tipo del que nada supieron los antiguos con sus fábulas, su
frialdad, su falta de solemnidad: la ópera. ¡Loor a tí, ópera, punto donde se congregan y
compiten todas nuestras bellas artes!
Fue en la feliz monarquía donde se produjeron aún invenciones. En lugar de las viejas y
pedantes universidades, se descubrieron las brillantes academias. Bossuet inventó una
historia, consistente en pura declamación, sermón y registro cronológico, que era muy superior
a la simplicidad de Jenofonte y de Tito Livio. Bourdaloue inventó su género oratorio, ¡cuán
superior al de Demóstenes! Se descubrió una nueva música, armonía, que no necesitaba
melodía; una nueva arquitectura, cosa que todo el mundo había creído imposible, una nueva
columna, y lo que más admirará a la posteridad, una arquitectura sobre la superficie y con
todas las producciones de la naturaleza: la jardinería, llena de proporciones y simetría, llena de
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eterna fruición y una naturaleza enteramente nueva, sin naturaleza. ¡Dichosos nosotros! ¡Lo
que hemos podido descubrir bajo la monarquía tan sólo!
La filosofía fue lo último en comenzar. Y ¡con qué novedad!, sin sistema ni principios, de forma
que tuviese libertad para crear también lo contrario en otra ocasión; sin pruebas, recubierta de
ingenio, pues «jamás una filosofía severa ha mejorado el mundo». Finalmente -¡magnífico
invento!- en forma de memorias y diccionarios, donde todo el mundo puede leer lo que quiere y
cuanto quiere; y el más soberbio de los descubrimientos, el diccionario, la enciclopedia de las
ciencias y artes todas. «Si ocurriera un día que el fuego y el agua hicieran desaparecer todos
los libros, las artes y las ciencias, el hombre extraerá de ti, Enciclopedia, y lo hallará todo en
tí». Lo que la imprenta ha sido para las ciencias, lo ha sido la Enciclopedia para la imprenta:
cumbre suprema de la difusión, exhaustividad y conservación eterna.
Debería celebrar todavía lo mejor, nuestros enormes progresos en la religión: hemos
empezado incluso a recontar las variantes de la Biblia; en los principios del honor, desde que
hemos suprimido la ridícula caballería y hemos convertido las órdenes en cintas para niños y
para regalos cortesanos. Y, sobre todo, debería celebrar la cima alcanzada en materia de
virtudes humanas, paternales, femeninas e infantiles. Pero, ¡quién puede celebrar todo en un
siglo como el nuestro! Basta; somos «el vértice del árbol que se mueve en el aire; la edad de
oro se acerca.
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