017 La leyenda del vigoréxico alto

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La leyenda del vigoréxico alto
Muchos navegantes cuentan que conocen a otro navegante que, en días de poniente, se
ha visto sorprendido en alta mar por un joven alto, armónicamente musculado pidiendo
auxilio montado en una tabla de surf. Una vez a bordo explica su peripecia y la remata
diciendo: “tened cuidado con el viento del oeste. Un día de poniente, como hoy, el mar
se me llevó y nunca he podido volver a tierra”. A continuación desaparece sin dejar
rastro. Este suceso lo refieren centenares de marinos, los cuales aseguran que alguien les
ha contado que ha visto al vigoréxico alto ya en el Caribe, ya en el Índico, ya en el
Tirreno, ya en el mar del Norte o avistando las costas brasileñas. No hay lugar en el mar
donde no haya sido referido el caso. Incluso los estudiosos de Defoe intentan ubicar al
vigoréxico alto en la isla, junto a Robinsón Crusoe. Los de Stevenson van más allá y no
dudan en explicar que la adicción al ron de John Silver el Largo es una clara alusión al
gusto por esta bebida que, según relata el voyeur de gafas negras y ridículo bigotito,
tenía el vigoréxico alto.
Pero es el propio voyeur de gafas negras y ridículo bigotito quién niega tajantemente
estos puntos ya que, asegura, la leyenda del vigoréxico alto tiene un origen mucho más
reciente. Y el voyeur de gafas negras y ridículo bigotito sabe de lo que habla porque lo
vivió en primerísima persona, debajo de una sombrilla, agazapado detrás del periódico.
¿Por qué se agazapaba el voyeur de ridículo bigotito detrás del diario y de las gafas
negras? Elemental: para poder recrearse disimuladamente en la contemplación de los
cuerpos del grupito de tanoréxicas que, con sus minúsculos tangas y sus voluminosos
pechos desnudos, competían por captar la mayor cantidad de rayos solares posible.
Solamente con lo que Natura les había regalado, unido a su insultante juventud, las
tanoréxicas eran preciosas. Pero si a esos dos factores, naturaleza y mocedad, unimos la
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acción del sol y la de la silicona estratégicamente repartida, y le añadimos un
concienzudo régimen a base de chocolatinas saciantes y batidos anticelulíticos, el
resultado es estéticamente espectacular aunque, seguramente, desastroso para su salud.
Allá ellas, babeaba el voyeur de ridículo bigotito, mientras se contorsionaba para
disimular delatoras erecciones.
El senescente narra que cada día, a eso de las doce, aparecían por la playa, cargados de
tablas de surf, balón de voleibol, raquetas de bádminton, aletas, tubos y gafas de buceo,
el vigoréxico alto y el vigoréxico bajito.
Saludaban efusivamente a las tanoréxicas pero, incomprensiblemente, no se recreaban
en la contemplación de sus cuerpos. Ellas, por su parte, manifestaban gran alegría al ver
a los recién llegados. Sin embargo, tampoco parecían reparar en aquellos remedos del
David. En aquellos torsos esculpidos durante horas y horas de gimnasio y deporte; litros
y litros de batidos proteínicos y grandes cantidades de barritas energéticas. El efecto, al
igual que en el caso de las tanoréxicas, era sensacional pero, tal vez, catastrófico para el
organismo.
A partir de aquí el ritual se repetía inexorablemente: los vigoréxicos se adentraban en el
mar ayudados por el efecto del viento de levante sobre las velas de sus tablas.
Pirueteaban allá al fondo y regresaban después de un buen rato para, ipso facto,
engancharse a cualquier otro de los múltiples deportes que practicaban, ante la pasiva
admiración de las tanoréxicas que el único ejercicio que hacían era girar periódicamente
sobre su propio eje y, también de manera sistemática, untarse cremas que atrajeran e
imantaran el sol sobre su piel.
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Aquel miércoles de julio el viento de mistral no aconsejaba el baño y así lo proclamaban
las banderas rojas que ondeaban en la playa de la Patacona. Pero ya sabemos del natural
alocado de la juventud y, por lo tanto, podemos suponer lo que a nuestros vigoréxicos,
al alto y al bajito, les importaron las dichosas banderitas.
Montaron en sus carabelas y, en un santiamén, se encontraron a la deriva, a media milla
de la costa, sin saber controlar el velamen y cada vez más lejos del litoral. Otros
vigoréxicos, estos de la Cruz Roja (a partir de ahora guardacostas), acudieron con una
lancha neumática, subieron a bordo a los vigoréxicos, ataron las tablas a la embarcación,
y los devolvieron sanos y salvos ante la curiosidad de la masa playera y la bulla de las
tanoréxicas, que se morían de risa procurando, eso sí, no gesticular para no marcar
arrugas en sus delicados cutis. Naturalmente, aquellas burlas causaron la reacción
esperada en el orgullo de los vigoréxicos que, como todos sabemos o deberíamos saber,
“segregan un alto índice de adrenalina, que deriva, no en la intrepidez como puede
parecer, sino en la pura inconsciencia”, asevera el voyeur de gafas negras y ridículo
bigotito.
Media hora más tarde los guardacostas rescataban de nuevo al par de vigoréxicos,
advirtiéndoles que no volverían a entrar a por ellos, que la bandera estaba roja, que
había mucho peligro y que ellos no iban a jugársela de nuevo por un par de insensatos.
Los murmullos, cuando no aclamaciones, del resto de los bañistas apoyaron sin fisuras a
los salvadores con el mismo entusiasmo que hubieran apoyado lo contrario, si hubiera
surgido la ocasión. La masa, en cuestiones de apoyos incondicionales, es caprichosa y
más inconsciente que los vigoréxicos y las tanoréxicas. Las cuales, por cierto, seguían
riendo y azuzando el fuego.
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Y pasó lo que tenía que pasar: “no hay huevos de volver a entrar”, gritó una de las
hiperbronceadas. “¿Qué no hay huevos?”, respondió el vigoréxico alto mientras,
espatarrado al máximo, amasaba sus atributos viriles con la mano derecha. Soltarse el
paquete, agarrar la tabla y perderse mar adentro fue todo una.
La reacción, según el docto juicio del voyeur de gafas negras y ridículo bigotito, fue la
que cabía esperar de un vigoréxico. Ya que, siempre según el voyeur, que ha dedicado,
desde aquel día, su jubilación al estudio empírico de las diversas y florecientes “exias”
(anorexia, tanorexia, vigorexia…) ––aunque, eso sí, confiesa una especial debilidad por
la tanorexia–– “estos especímenes acusan un elevado, y permanente, nivel competitivo
que se traduce en un afán exhibicionista y una chulería insultantes”.
Un rato después el voyeur despertó de una involuntaria cabezadita y descubrió, con ojos
como platos, una cualidad de los pechos de las tanoréxicas que hasta la fecha le había
sido negada: se meneaban. ¡Sí! Los pechos bailaban hacía arriba y hacia abajo, a
derecha y a izquierda, al compás de las desesperadas carreras que las muchachas,
capitaneadas por el vigoréxico bajito, hacían desde sus toallas al puesto de la Cruz Roja
y desde allí a la orilla y de nuevo a la silla de los salvavidas pidiendo ayuda para su
amigo.
Fueron inútiles, las carreras, digo. Los de la Cruz Roja no volvieron a por él. Ya se lo
habían advertido, aducían apoyados por la masa playera que había encontrado en las
aventuras y desventuras del vigoréxico una manera de pasar la mañana inesperada y
emocionante.
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Poco a poco el vigoréxico alto, su tabla y su vela fueron engullidos por el horizonte. La
tabla arribó días después a las playas de Ibiza; la vela fue recogida en septiembre, hecha
jirones, en una cala de Córcega; del vigoréxico alto nunca más se supo.
Pero la mezcla de culpabilidad y arrepentimiento que las tanoréxicas y el vigoréxico
bajito derrocharon, contando incesantemente por baretos y gimnasios la odisea del
vigoréxico alto, fue pasando de boca en boca y se fue adaptando a los diferentes gustos
narrativos, a las diferentes lenguas; recibió aportaciones de todo tipo y se amplificó de
tal manera que hoy en día no hay nauta que se precie que no conozca a otro marino al
que otro navegante le haya contado que ha visto en algún punto de los mares que nos
envuelven al vigoréxico alto a bordo de su tabla, advirtiendo a los hombres del mar del
riesgo que esconde, bajo su plácida apariencia, el viento de poniente. (Malilla. L’Horta. vint i
tres de febrer de dos mil quinze)
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