1 ¿Cambiar el mundo sin tomar el poder? Elementos

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¿Cambiar el mundo sin tomar el poder? Elementos para una lectura crítica del
significado político de las tesis de John Holloway, o escritos sobre las consecuencias
históricas de dejar de pensar en el Estado como objeto de la política∗
Katia I. Marro∗∗
1. Introducción
Nos proponemos con el siguiente trabajo, efectuar una lectura crítica de algunos
puntos del último libro de Holloway, “Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado
de la revolución hoy”, a partir de preguntarnos por las potenciales consecuencias históricopolíticas de dejar de pensar al Estado como objeto de la praxis política.
Es importante destacar la relevancia del levantamiento crítico de problemas que el
autor pretende realizar con su propuesta, y del debate suscitado en diversos sectores
progresistas de América Latina a partir de dicha obra. Básicamente, su crítica se orienta a
determinada forma histórica de entender el problema de la conquista del poder político. La
propuesta de revisar los modos de entender los procesos de cambio social; la necesidad de
comprender la potencialidad de nuevas expresiones de lucha; el ejercicio de la democracia en
las experiencias organizativas contemporáneas y el rechazo a formas autoritarias, constituyen
preocupaciones que nos acercan al autor y al espíritu de la obra que emprende. Sin embargo,
las diferencias aparecen con relación a las soluciones teóricas propuestas. Aunque
reconozcamos que dichas propuestas no son “nuevas” en la tradición revolucionaria, nuestro
interés se centra en descifrar sus potenciales consecuencias políticas, en el escenario actual.
El polémico, necesario y desafiante ejercicio de reflexión que Holloway nos trae, no
puede llevarnos a subestimar las consecuencias regresivas y autoritarias, en las que puede
potencialmente derivar la propuesta de dejar de pensar en el Estado como objeto de la
política. He aquí nuestra apuesta.
2. El “nudo” principal del debate
La hipótesis central del último libro de Holloway, “Cambiar el mundo sin tomar el
poder”, propone que la aparente imposibilidad de la revolución a comienzos del siglo XXI,
reflejaría en realidad, el fracaso histórico de un concepto particular de revolución: aquel que
la identificaría con el control del Estado (Holloway; 2002: 28). En el recorrido del autor, esta
reflexión cobra dimensiones tanto históricas como teóricas. El argumento de que los
∗
Este trabajo desarrolla algunas líneas argumentativas de nuestro Paper de selección de Doctorado presentado a
la ESS/UFRJ en diciembre de 2003.
∗∗
Lic. en Trabajo Social por la Universidad Nacional de Rosario (Argentina); Mestre en Servicio Social por la
ESS/UFRJ; Doctoranda de la misma institución. Integrante del Núcleo de Estudios y Pesquisas Marxistas y del
Grupo de Estudios de América Latina de la ESS/UFRJ. Rua Gustavo Sampaio 738/509 – Leme – Rio de Janeiro
– Cep: 22010-010. [email protected].
1
gobiernos “comunistas” de la Unión Soviética y de China – aunque incrementaran los niveles
de seguridad material y disminuyeran las desigualdades sociales – desatendieron la creación
de una sociedad autodeterminada, se complementa con la explicación de que el problema de
aquel enfoque residiría en que el objetivo principal del proceso revolucionario sería la
conquista del poder político. De ahí que, el error de los movimientos marxistas
revolucionarios no habría sido la negación de la naturaleza capitalista del Estado, sino una
comprensión equivocada de su grado de integración en la red de relaciones capitalistas. De
esta manera, Holloway propone a lo largo de su libro, romper el enlace entre revolución y
toma del poder, porque el objetivo de aquella – la disolución de las relaciones de poder – sería
incompatible con este último. De allí que sea, para el autor, “el desafío revolucionario a
comienzos del siglo veintiuno: cambiar el mundo sin tomar el poder” (Ídem: 41).
3. Estado y poder político: debatiendo con la lectura de Holloway
Podríamos decir que, en relación con la invitación que nos hace el autor de revisar las
formas de entender la revolución, el nudo problemático mayor lo ubicamos en su concepción
de Estado. Partamos entonces de explicitar que coincidimos con el autor que constituye un
reduccionismo identificar un proceso revolucionario con el control del aparato de Estado, e
inclusive con la problemática idea de concebir dicho control como el “punto de partida” de la
transformación de una sociedad. Las prácticas históricas de algunas izquierdas partidarias y el
fracaso de muchas de sus propuestas políticas en el marco de experiencias de gobierno, no
sólo demuestran los equívocos de las concepciones arriba señaladas, sino que nos invitan a
pensar en formas contemporáneas de transformación.
Tanto en la obra analizada como en la recopilación titulada “Marxismo, Estado y
Capital” (Holloway; 1994), el autor recibe importantes influencias de la llamada “Escuela de
la derivación”. Sin el objeto de realizar una evaluación exhaustiva de lo que ha significado el
aporte teórico de dicha corriente, en explicitar la importancia de la crítica de la economía
política para la comprensión de los fenómenos políticos, buscaremos preguntarnos por la
pertinencia de dicho ángulo de abordaje del problema del Estado, cuando se trata de la
necesidad de subsidiar procesos políticos de intervención en la realidad histórico-concreta. El
autor concentrará la atención, no tanto en las funciones, sino en la forma del Estado, como
expresión histórica de relaciones de dominación – como un momento del desarrollo histórico
del modo capitalista de producción.
Es importante rescatar esa línea de reflexión presente en algunos escritos juveniles de
Marx y de Engels, la cual señala al Estado – como consecuencia de la división de la sociedad
2
en clases –, no sólo como encarnación formal y alienada del supuesto interés universal, sino
como aquella instancia que asegura y reproduce dicha división de la sociedad, asumiendo el
monopolio de la representación de todo lo que es común, tornando la esfera política
“restricta” y “despolitizando” la sociedad (Coutinho; 1996: 20).
A su vez, para Holloway el fetichismo representaría el núcleo central de la discusión
de Marx sobre el poder, a partir de lo cual el Estado deviene un aspecto de la fetichización de
las relaciones sociales – una forma de dominación que deriva de la lógica de la acumulación
capitalista (Holloway; 2002: 141). El intento por derivar el Estado del capital, no supondría
derivar “lo político de lo económico”, sino la separación de lo político y lo económico, como
una realidad derivada de la estructura de las relaciones sociales de producción capitalista1. De
donde, “[...] la intervención de la administración estatal [...] es opresiva por su forma misma,
independientemente del contenido real de la acción del Estado” (Ídem: 116). Por un lado,
podemos afirmar que el enfoque asumido por Holloway contiene importantes aportes para
pensar no sólo el proceso de alienación de la política respecto a las relaciones sociales de
producción, sino también la fetichización de dicha esfera en un ámbito aparentemente
“separado”, y la consecuente negación de la capacidad política creativa de los hombres.
Por otro, podemos pensar que desde una dimensión gnosiológica, su lectura del
fenómeno, al concentrarse sólo en la determinación del dominio de clase de la esfera estatal,
resulta de un ángulo abstracto de abordaje. En este sentido creemos a partir de los aportes de
Coutinho (1996:15) que, si bien la ubicación del análisis en dicho nivel abstracto –
constituido por el “modo de producción” –, es fundamental y necesario (porque nos permite
entender al Estado en su dimensión de clase), éste se torna insuficiente para la aprehensión de
las múltiples determinaciones que caracterizan al fenómeno estatal en sus manifestaciones
concretas. El núcleo central de nuestras críticas al planteo del autor, se alimentarán de la
necesidad de escoger un ángulo más concreto de abordaje, facilitado por la articulación
dialéctica de los momentos abstractos – obtenidos en el análisis del modo de producción –,
con las determinaciones más concretas que resultan del examen de la formación económicosocial en cuestión, en cuanto nivel más complejo de la totalidad social2. Porque cuando se
1
Por ello, el autor rechaza también la distinción estructura/superestructura por considerarla propia de la naturaleza de las
relaciones capitalistas, sin diferenciar que una cosa es la necesidad de comprender que el trabajo es protoforma de la praxis
social y de él derivan otras formas de praxis que lo superan ampliamente y otra distinta es la lectura teórica, fetichizada, que
asume al Estado separado de las relaciones sociales de producción, esto es, disolviendo en la “autonomía”, la determinación
de la dominación de clase.
2
Esta opción en el plano del conocimiento se condice con la propia dinámica histórico-objetiva de lo real, ya que la
ampliación del fenómeno estatal (experimentada por algunos países europeos, en el último tercio del siglo XIX, y
generalizada a partir de la 1º posguerra), tornó necesaria la superación dialéctica de una concepción “restricta” del Estado.
3
trata de acción política, comprender las particularidades del Estado en determinada realidad
histórico-concreta se torna fundamental a la efectividad de dicha acción.
Consideramos que el Estado ampliado devela dimensiones esenciales de las
relaciones de poder, propias de la sociedad capitalista avanzada; lo que Gramsci llamó como
sociedades occidentales3. Por ello, el proceso de socialización de la participación política que
(con base en el progresivo proceso de socialización de las fuerzas productivas) caracteriza a
las democracias modernas, posibilitó el surgimiento histórico de diversos sujetos políticos
colectivos que consolidaron significativos mecanismos de participación política. Situación
histórica que, dando lugar a un proceso de autonomización material y funcional de la esfera
ideológica con relación al Estado en sentido estricto, asiste a la fundación ontológica de la
sociedad civil como una esfera específica.
Es justamente este fenómeno de ampliación del espacio de la lucha política, lo que
demanda como necesidad, la conquista del consenso activo y organizado como base de
determinado sistema de dominación. Ello está señalando que, aunque los mecanismos de
gobierno político y militar sean una instancia importante en la determinación de la supremacía
de la clase dirigente, lo que en realidad juega un papel principal, es la capacidad hegemónica
de la misma; esto es, su potencial para mostrarse como representante del conjunto social. Es a
través de los organismos privados de hegemonía, que las clases y grupos sociales disputan el
sentido y dirección de dicha sociedad, representando ésta una mediación esencial entre los
procesos estructurales y la realidad de la esfera política, del Estado en sentido estricto. Es
justamente la existencia de ese conjunto diversificado de mediaciones político-sociales, lo que
está indicando que el Estado no es ya expresión directa e inmediata del dominio de clase
(aunque conserve esta determinación), porque dicha sociedad civil posee una estructura
compleja y resistente, que media entre lo económico y lo político. Es esa misma relación
equilibrada que existe entre la sociedad civil y la sociedad política, la que coloca
precedentemente a la conquista del poder político, el problema de la dirección intelectual y
moral. En este sentido, la lucha de clases, encuentra como terreno previo y decisivo, los
aparatos privados de hegemonía, el escenario de la sociedad civil. La conquista del poder del
Estado supone ser precedida por una larga y creativa batalla por la hegemonía. De esta
3
Hace referencia al proceso histórico a partir del cual, en diversas formaciones económico-sociales, la sociedad civil fue
ganando un peso importante en relación al Estado, configurando una relación “equilibrada” entre ambos. La autonomía
relativa que el Estado obtuvo respecto a la clase burguesa (esto es, la explotación que la clase dominante ejerce y su
expresión en la dominación de clase a través del aparato de Estado, supondrá una relación mediada), será producto del
desarrollo de la lucha de clases, y por ello, constituye un elemento dinámico a ser analizado en cada situación históricoconcreta.
4
manera, el concepto de Estado ampliado nos permite comprender el proceso histórico por
medio del cual, esa alienación y restricción de la política al aparato de Estado (propia de la
sociedad capitalista hasta el último tercio del siglo XIX), es contestada por un movimiento
gradual y contradictorio en pro de la apropiación de dicha esfera, de recuperación de la
capacidad política de los sujetos sociales y de su dirección hacia proyectos de transformación.
El Estado se constituye como arena privilegiada de la lucha de clases y se torna permeable a
sucesivas conquistas de las clases populares.
Como ya lo expresamos con anterioridad, es claro que no basta el control del aparato
de Estado para pensar en procesos de transformación. El hecho de que hayan existido
experiencias históricas donde el control del aparato de Estado haya sido considerado como
punto de partida de un proceso revolucionario, ello no puede llevarnos a dispensar su
importancia en el mismo. Por ello, el hecho de que la lucha de clases encuentre como terreno
previo y decisivo el escenario de la sociedad civil, supone que la conquista del poder del
Estado es expresión de un proceso de transformación que lo precede, no como centro que
irradiará un proyecto que se pretende antagónico al capital (como sugiere Holloway), sino
como expresión máxima del desarrollo de dicho proyecto. El Estado constituye una cuestión
central en un proceso revolucionario porque representa, para la clase trabajadora y los
diversos sujetos políticos aglutinados en torno a un proyecto emancipador, el organismo
político capaz de crear las condiciones favorables a su máxima expansión, que tendrá por
función la búsqueda de su propia disolución/superación.
La propuesta de Holloway de disociar revolución y toma del poder, bajo la convicción
de que la conquista del poder político sería una premisa que quitaría riqueza a las diversas
experiencias de lucha, corre el riesgo de derivar en dicho temido empobrecimiento. En un
proceso de transformación, la conquista del poder político expresa la construcción de una
voluntad política hegemónica; unidad de diversos sujetos colectivos en un momento políticouniversal capaz de superarlos y potenciarlos en su sectorialidad. Dejar de pensar en la
necesidad de esa conquista, conlleva el peligro de que el pluralismo de diversas experiencias,
se imponga como corporativismo.
Es importante esclarecer que el momento hegemónico que se impone como desafío en
los días actuales – necesariamente construido por una amplia trama de instituciones sociales y
políticas – debe suponer una relación donde el predominio de la voluntad general no reprima
las voluntades singulares que contiene, sino que las potencie. Al resultar fundamental para
toda construcción hegemónica, no el consenso pasivo e indirecto, sino la participación
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anclada a la fuerza de una conciencia colectiva, diversas tareas y funciones políticas se tornan
necesarias. El hecho de que en determinadas experiencias históricas, la hegemonía haya sido
practicada como negación y supresión de las diferencias, ello no puede llevarnos a despreciar
la importancia que cobra, en la construcción de un proyecto de transformación, su dirección
intelectual y moral.
En esta línea de reflexión, Holloway expresa, “[...] si nos revelamos en contra del
capitalismo no es porque queremos un sistema de poder diferente, es porque pretendemos una
sociedad en la cual las relaciones de poder sean disueltas” (Holloway; 2002: 36). En el
entendimiento del autor, el intento de conquistar el poder implicaría la extensión del campo de
relaciones de poder, al interior de la lucha en contra del poder.
Nos parece entender, el problema que pretende ser señalado con esa afirmación – la
fuerza que busca contraponerse al proyecto del capital, no es ni puede ser simétrica a ese
proyecto –, a pesar de ello, surgen algunos problemas teóricos que pueden tener sus debidas
consecuencias políticas. Hay en la obra analizada, una concepción negativa del poder,
entendido como poder-sobre, el cual derivaría de la negación de la capacidad creativa de
trabajo, que subyace en la separación capitalista de los medios de producción de dicha
capacidad4. En el entendimiento del autor, el ejercicio del poder sería inherente a la división
de la sociedad en clases y a la constitución de lo político y lo económico, como distintas
formas de relaciones sociales.
En realidad, el poder como opresión, está expresando una dimensión esencial de la
forma histórica que el mismo toma en la sociedad capitalista. Sin embargo, hemos
comprendido que el poder – en tanto forma contradictoria, expresión de las relaciones sociales
– posee una naturaleza antagónica. La distinción que Gramsci efectúa en su obra, entre
política en sentido amplio – como momento ineliminable y constitutivo del ser social – y
praxis política en sentido estricto – como conjunto de prácticas ligadas a las relaciones de
poder entre gobernantes y gobernados, y por ello, históricamente transitoria –, puede
ayudarnos en la subsiguiente reflexión. Si por un lado, comprendemos como históricamente
transitoria a la sociedad que tiene como premisa la dominación, por otro entendemos que el
4
En esta fundamentación y a lo largo del libro, la noción de trabajo, es sustituida por la de “hacer”, “no simplemente porque
sería una pre-condición material para la vida” (como lo señalarían Marx y Engels en “La Ideología Alemana”), sino porque la
preocupación central estaría puesta en cambiar el mundo negando lo que existe (Holloway; 2002:45). Esta opción
metodológica, presente también en el rechazo de la distinción estructura/superestructura, de quitarle especificidad al trabajo,
deriva en la pérdida de especificidad de otras formas de la práxis social. Y conlleva el peligro de creer que entre el trabajo/
producción material y la praxis política hay una relación inmediata.
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poder – en cuanto capacidad creativa – es una dimensión de la condición humana. Desde esta
perspectiva, pensar en la disolución de las relaciones de poder, es simplemente imposible.
El problema de esa concepción negativa del poder, está en la potencial imposibilidad
de reconocer que el mismo, al ser expresión de una relación contradictoria, producto de la
lucha de clases, conlleva los trazos y es configurado por la disputa de proyectos sociales
antagónicos. No podemos olvidar que la afirmación histórica de una dimensión consensual del
poder, coexistiendo y en tensión con una dimensión opresiva, es producto de la lucha histórica
de las clases subalternas por la afirmación de su capacidad política creativa. En este sentido,
entender que el poder como dominación estaría sólo presente en el Estado o en las
organizaciones que se propondrían su control, resulta en un límite interpretativo. A modo de
ejemplo, aunque Holloway vea en el EZLN una experiencia de anti-poder, es importante
resaltar la presencia de relaciones de poder, dentro del mismo: por un lado, el principio
zapatista que reza “mandamos obedeciendo”, demuestra una voluntad por organizar de forma
democrática dichas relaciones; por otro, su naturaleza de ejército, está señalando la necesidad
de enfrentar la dominación capitalista, a través de la opción por la construcción de un poder
paralelo. De la misma forma, si la Comuna de París, analizada por Marx, representó una
experiencia histórica de autodeterminación, es porque intentó una forma diversa de
organización del poder.
El poder, en su dimensión opresiva atraviesa a la sociedad, y el Estado en sentido
estricto constituye su máxima expresión. Por ello, un proyecto de transformación que se
proponga la construcción de una sociedad que no encuentre su razón de ser en la explotación/
dominación, no puede dejar de pensar en el Estado. Algunas razones se destacan. El Estado es
expresión de una disputa incesante entre afirmar la dominación y una confrontación a ella,
disputa que supone fuerza. Transformar la forma que el gobierno de los hombres toma en la
sociedad capitalista – en tanto Estado de clase –, supone la superación/disolución procesual
de esa forma a través de la multiplicación de los espacios consensuales, en detrimento de la
dominación/coerción. Si disputa es fuerza, y un momento esencial de dicho proceso es la
superación de la propiedad privada, es imposible imaginar un proyecto de transformación que
proponga “dejar de pensar en el Estado”.
La idea del anti-poder presente en Holloway, si bien expresa la preocupación por la
construcción de una sociedad que no tenga como lógica central la explotación/dominación,
conlleva el peligro que el propio autor teme, de una visión dual de la lucha de clases y del
proceso de transformación: de un lado el poder y su lógica opresiva, del otro lado el anti-
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poder. Nos preguntamos si este enfoque no supone un retroceso a una concepción “restricta”
de la unidad del poder del Estado – donde el poder proletario se situaría enteramente por fuera
del poder de las clases dominantes, producto de una lucha de clases como conflicto bipolar –,
con el agravante de que aquel poder dejaría de ser un escenario de disputa. Porque al dejar de
pensar en el Estado como objeto de la política, además de desdibujarse una transformación
procesual que profundice las conquistas político-democráticas de las clases subalternas en su
proceso de lucha, se esfuma el objetivo de enfrentar esa forma de dominación y la fuerza
opresiva objetiva que supone. No nos queda claro, como es posible pensar en una disolución
de los lazos entre revolución y conquista del poder político, sin que el sentido emancipador de
aquella, quede comprometido.
De esta forma, lo que está en discusión cuando pensamos en praxis transformadora, no
es la importancia de la lucha organizada, ni la necesidad de la diversidad de puntos
conflictivos que la constituyen, sino su fusión en un momento político-universal. Si las
experiencias organizativas, que el autor llama de anti-poder, no inciden en la configuración
del poder dominante, es probable que ellas puedan “convivir”, aunque conflictivamente, con
esa realidad. Nuestro autor propone pensar al proceso de transformación a partir de una
“acumulación no lineal de prácticas de auto-organización oposicional”, una anti-política de
eventos en lugar de una política de la organización, referenciada en: mayo del `68; el colapso
de los regímenes de Europa del Este; la rebelión zapatista y la ola de demostraciones contra el
neoliberalismo (Seattle; Davos; Génova etc.). Desde nuestra interpretación, consideramos
fundamentales los desafíos que estas formas “novedosas” de expresión de la resistencia nos
acercan, en el marco de una necesaria y rigurosa comprensión histórica que releve los lazos de
ruptura y continuidad con experiencias organizativas precedentes.
4. Algunas consideraciones finales
Hemos intentado reflexionar en nuestro breve recorrido sobre la propuesta de romper
el enlace entre revolución y toma del poder. Desde una perspectiva de cambio social, no nos
parece que el objetivo de la conquista del poder político constituya un elemento de
subordinación o empobrecimiento de la lucha, justamente porque estaría representando lo
contrario: la posibilidad de la máxima expresión o potenciación de la diversidad de las luchas
en aquello que las une. Asumiendo la importancia que cobra la existencia de luchas sociales
para pensar el socialismo en el siglo XXI, hemos procurado mostrar que la conquista del
poder político desde la perspectiva aquí defendida, representa necesariamente un proceso de
auto-emancipación. Esto es, la voluntad política colectiva que se proponga la transformación
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de la sociedad capitalista, debe tener capacidad para enfrentarse a dicho poder material
objetivo, no a través de un poder opuestamente simétrico, sino por medio de un proyecto
radicalmente distinto en su naturaleza que busque su superación; un proceso de autoemancipación que represente la universalización de las luchas sectoriales.
Intentamos señalar, a lo largo de nuestra exposición, los peligros potenciales de una
propuesta de transformación que insinúa dejar de pensar en el Estado como objeto de la
política: o porque supondría desistir del enfrentamiento de la dominación capitalista, o porque
la concebiría como una yuxtaposición de experiencias particulares, o porque podría legitimar
contradictoriamente tendencias regresivas o autoritarias. No nos queda claro, cómo es posible
renunciar al problema de la conquista del poder político sin que la dirección intelectual y
moral de los procesos de transformación, quede comprometida.
Aunque el autor termine celebrando la incertidumbre en las últimas páginas de su
libro, el mismo propone una imponente certeza: cambiar el mundo sin tomar el poder.
Nuestra preocupación se torna aún mayor, cuando percibimos el peligro de una
“absolutización” de aquellas formas organizativas sectoriales que no se proponen (estricto
sensu) la conquista del poder político. ¿No podría derivar ello en una consigna, contraria pero
simétrica, a la concepción de toma del poder que Holloway tanto critica en su libro (como
negación de experiencias organizativas diversas, abstracción de diferencias históricas,
generalización de “modelos” organizativos)? Por ello, consideramos que sólo el análisis
concreto de situaciones histórico-concretas, puede indicarnos las posibilidades contenidas en
ellas y los desafíos que los procesos de transformación necesitan asumir – porque es
imposible pretender “recetas” válidas para cualquier tiempo y lugar. Reconocemos la
relevancia de diversas experiencias y escenarios de lucha y organización, lo que no puede
diluir ni la importancia esencial de un momento político-universal, ni su expresión máxima en
la transformación del Estado.
¿Es posible pensar en procesos de cambio social “por fuera” o “a pesar” del Estado?,
¿cómo construir una verdadera universalidad sin incidir en esa “universalidad fracturada” que
se expresa en su existencia? Nos preguntamos por las consecuencias políticas de dejar de
pensar en el Estado como escenario donde materializar las demandas y las luchas por la
conquista de derechos sociales, sobre todo en una realidad como la latinoamericana, que sabe
bien de supresiones antidemocráticas regresivas y autoritarismos genocidas.
El momento histórico contemporáneo, caracterizado por un escenario latinoamericano
que experimenta diversas situaciones políticas conflictivas – las tensiones y la inestabilidad de
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la experiencia venezolana; el carácter “incierto” del rumbo argentino; los elementos
complicados del actual gobierno brasileño; las expresiones recientes del conflicto social en
Bolivia – representa la contrafaz de una “larga” década neoliberal que implicó una
desarticulación significativa de derechos sociales conquistados en luchas históricas de las
clases subalternas. En un contexto de crisis social y política, atravesado por procesos de
desempleo masivo, el desfinanciamento público de áreas sociales esenciales, el traspaso
“ilusorio” de responsabilidades estatales a entidades de la sociedad civil y sus consecuencias
privatizantes, la desuniversalización de políticas sociales y el retroceso a un tratamiento
fragmentario de las expresiones de la “cuestión social”; representan algunos trazos de una
reforma regresiva del Estado. Por ello, no deberíamos subestimar la tentativa neoliberal que,
luego de la búsqueda por la destrucción de las formas históricas organizativas de la clase
trabajadora, se empeñó en orientar a la sociedad, para la defensa de intereses sectoriales y
corporativos. Dicha tentativa “despolitizante”, al asumir la defensa de un pluralismo liberal –
que niega la universalidad del interés público –, conlleva el peligro de posibilitar nuevos tipos
de autoritarismos.
Es en este escenario, que debemos asumir la necesidad de diversos frentes de
construcción de procesos de transformación, que luchen por una inscripción de los mismos en
la materialidad institucional del Estado. Lucha que, al pretenderse transformadora y
superadora de dicha forma capitalista, tan lejos de llevarnos a una generalización de
experiencias sectoriales de organización, debe reconocer la importancia de un momento
político-universal que las potencia/sintetice.
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