Notas: Juan Arturo Brennan 1 HÉCTOR BERLIOZ (1803-1869) Obertura El carnaval romano, op. 9 Si las autoridades francesas del siglo XIX se hubieran decidido a aplicar con todo rigor las leyes y los reglamentos en materia de explosivos y armas de fuego, seguramente que Héctor Berlioz habría protagonizado diversos encuentros con las fuerzas del orden público. Esto, simple y sencillamente porque, como es bien sabido, Berlioz ha sido uno de los más notables artilleros musicales de la historia. Antes de entrar en la materia de su obertura El carnaval romano, se antoja explorar un poco este asunto. Es preciso aclarar, ante todo, que el calificativo de artillero le fue aplicado a Berlioz en su tiempo con una intención estrictamente peyorativa. ¿Quiénes fueron los culpables de ello? Simple y sencillamente, los espíritus timoratos que no concebían cómo un compositor podía atreverse a vulnerar los sacrosantos principios orquestales heredados de Ludwig van Beethoven (1770-1827) y sus contemporáneos. En efecto, Berlioz tuvo la curiosidad, el oído y la vocación para proponer cosas nuevas en la orquesta, para sacar de ella nuevas sonoridades y colores, y para caer de vez en cuando en el saludable impulso de obsequiar al público con algunas poderosas y extrovertidas acumulaciones acústicas. Las críticas en contra de esta visión sonora de Berlioz no se limitaron a la palabra escrita; existe una caricatura contemporánea del compositor que muestra a Berlioz dirigiendo una orquesta enorme en la que no sólo hay cantidades industriales de metales y percusiones, sino también obuses, bombardas, cañones y diversas piezas de artillería surtida. La caricatura, vista en el contexto actual, resulta inofensiva y divertida y nos recuerda que, en efecto, Berlioz supo acercarse a la orquesta con una nueva y poderosa proposición sonora. No hay que perder de vista, sin embargo, que no toda su música es un gran espectáculo acústico. De hecho, las grandes baterías de artillería en la obra de Berlioz están presentes sobre todo en su Gran misa de muertos y en su Sinfonía fúnebre y triunfal. Para el resto de sus obras orquestales, Berlioz no aplicó tanto la cantidad, sino la calidad, y esto es especialmente evidente en sus oberturas, que en conjunto son una parte importante del catálogo del compositor. Vale la pena citar, entre ellas, las oberturas Rey Lear, El corsario, Los jueces francos, Waverley, Benvenuto Cellini, Beatriz y Benedicto y El carnaval romano. La obertura El carnaval romano fue escrita por Berlioz con la intención original de utilizarla como introducción al segundo acto de su ópera Benvenuto Cellini. El material musical de la obertura tiene como fundamentos, por una parte, el aria del primer acto de la ópera, Oh, Teresa, a la que amo, y por la otra, el vivaz saltarello que se baila en la Plaza Colonna de Roma durante el segundo acto. Al parecer, este saltarello le dio a Berlioz muchos dolores de cabeza, porque François Habeneck, el director encargado del estreno de la ópera, no supo qué hacer con la música ni con los bailarines, de modo que Berlioz no pudo o no quiso ocultar su hostilidad, misma que le fue reciprocada por Habeneck. El resultado de todo esto (que no de la música de Berlioz) es que en su estreno la ópera fue silbada, pero la obertura fue aplaudida. La obertura El carnaval romano se inicia con una poderosa introducción que recuerda un fragmento de una tarantella. En seguida, el aria de Benvenuto Cellini es cantada por un lánguido corno inglés, y esta sección conduce a la aparición del saltarello que tantas amarguras le produjo al compositor. Este saltarello domina el resto de la obertura, en cuyo final Berlioz construye un interesante montaje sonoro con entradas sucesivas, pasajes en canon y cambios de tempo que, aunados a la brillante orquestación, hacen de esta pieza una exuberante experiencia sonora. Como de costumbre, no faltaron los espíritus conservadores que se asustaron con la música novedosamente concebida por Berlioz; el 15 de diciembre de 1886, el compositor estadunidense George Templeton Strong (1856-1948) escribió en su diario: No puedo comparar El carnaval romano de Berlioz con nada que no sean los bufidos y aullidos de un mono enorme, sobre-excitado por una severa dosis de alcohol. Evidentemente, el alcohólico era el señor Templeton, y los únicos bufidos que se escuchaban eran los suyos propios. Berlioz terminó la obertura El carnaval romano en 1843, y la estrenó dirigiéndola él mismo en la Sala Herz de París el 3 de febrero de 1844. 2 HÉCTOR BERLIOZ (1803-1869) D’amour l’ardente flamme, de La condenación de Fausto, op 24 Una vez más, hay que empezar con un poco de historia. En el siglo XIX, el orgulloso pueblo húngaro se hallaba sometido por los austriacos, específicamente por la reinante dinastía de los Habsburgo, y lo que hoy conocemos como Hungría era entonces considerada por el imperio como una simple frontera de conveniencia política. Como suele ser en este tipo de casos, los húngaros buscaron y hallaron diversas formas de mantener su identidad nacional, aun bajo la dominación. Surgieron entonces los llamados kuruc, que eran como guerrilleros, partisanos de la baja nobleza que luchaban contra el imperio. Además de la lucha armada, los kuruc tenían como objetivo la preservación del patrimonio cultural húngaro, por lo que se dedicaron a la conservación de la música y el folklore de su patria. El repertorio de melodías y canciones de los kuruc se basaba fundamentalmente en la tradición popular húngara, pero contenía también elementos de la música barroca y rococó de la Europa central y occidental. Estas melodías solían ser tocadas en los instrumentos tradicionales: el violín, el cymbalom (especie de salterio) y el taragota (instrumento de viento de doble caña). Uno de los personajes importantes de este movimiento étnico y musical húngaro fue Janos Bihari (1764-1827). Aunque el dato no está confirmado, se dice que él pudo haber sido el autor de la famosa Canción de Rakoczy, que se convirtió en una especie de himno libertario entre los patriotas húngaros. La melodía original de la Canción de Rakoczy tuvo su origen en la música de los kuruc. Desde la mitad del siglo XVI la familia Rakoczy fue notoria en la parte norte de Hungría. Varias generaciones de este clan estuvieron involucradas continuamente en el quehacer político y social de la región. El miembro más notable de la familia fue sin duda Ferenc Rakoczy II, importante patriota húngaro quien, a pesar de su origen noble, su riqueza y su patrimonio, se alió con los campesinos de su país en la lucha contra la opresión de los Habsburgo. En el año de 1703 Rakoczy se puso a la cabeza de un levantamiento popular conocido como la Rebelión de los Kuruc, y durante toda su vida fue un ferviente patriota. Fue en honor de Ferenc Rakoczy II que surgió del pueblo la Canción de Rakoczy, conocida en distintas versiones a lo largo del tiempo. Sobre la melodía original de la canción, Héctor Berlioz compuso la famosa Marcha Rakoczy, también conocida como Marcha húngara, que es el fragmento más conocido de su leyenda dramática La condenación de Fausto. Hacia 1828 Berlioz compuso la obra que habría de llevar el número de Opus 1 en su catálogo, las Ocho escenas de Fausto, sobre el drama de Goethe según la traducción de Gérard de Nerval. Berlioz nunca estuvo del todo satisfecho de esta partitura, llegando incluso a destruir todas las copias que pudo encontrar, pero conservó algunas ideas que más tarde habría de incorporar a La condenación de Fausto. Esta nueva obra fue iniciada en 1845, al retomar Berlioz la figura de Fausto como protagonista de su música. El compositor realizó la mayor parte de La condenación de Fausto durante una extensa gira de conciertos por Austria, Hungría, Bohemia y Silesia, y concluyó la obra ya de regreso en París el 19 de octubre de 1846. Concebida como una especie de ópera en concierto, de estructura y características muy similares a las de un oratorio, La condenación de Fausto fue estrenada en la Ópera de París el 6 de diciembre de 1846, resultando inicialmente un fracaso. Sólo la Marcha Rakoczy fue recibida con algún entusiasmo, lo que llevó a Berlioz a plantear algunos cambios en el planteamiento de la obra para conservar esta pieza en su revisión de La condenación de Fausto. No fue sino hasta el 3 de febrero de 1893 que la obra fue representada como lo que en realidad es, una ópera en cinco actos, en Monte Carlo. El desarrollo narrativo de esta obra sigue de cerca el original de Goethe, a través de un libreto escrito originalmente por el propio Berlioz y más tarde revisado por el compositor en colaboración con Almire Gandonniére. En medio de graves dudas existenciales y filosóficas, el doctor Fausto es tentado por Mefistófeles con placeres mundanos diversos, entre los que destaca la conquista de la bella Margarita. Después de muchas peripecias, cuyo núcleo es el pacto por el que Fausto ofrece su alma a Mefistófeles a cambio de los placeres y las conquistas, Margarita es falsamente acusada de haber dado muerte a su madre y es enviada a prisión. Al final de la obra, Fausto debe pagar su deuda con Mefistófeles y cae a los infiernos, mientras que Margarita, purificada, asciende al cielo. La condenación de Fausto está dividida en cuatro grandes secciones, y a lo largo de su desarrollo el coro juega un papel de gran importancia, alternando la personificación de ciudadanos, estudiantes, soldados, parroquianos, gnomos, silfos, campesinos, condenados en el infierno y almas en el cielo. Hacia el fin de la primera sección de la obra de Berlioz se escucha la Marcha húngara o Marcha Rakoczy, como elemento musical que justifica el cambio de la acción dramática a los llanos de Hungría. Si bien la leyenda dramática La condenación de Fausto no suele interpretarse completa con frecuencia, tres de sus piezas instrumentales suelen aparecer de vez en cuando en las salas de conciertos: la Danza de los silfos, el Minueto de los duendes y la Marcha Rakoczy, sin duda la más famosa de las tres. 3 GIUSEPPE VERDI (1813-1901) Obertura de la ópera Luisa Miller La ópera Luisa Miller fue compuesta por Verdi en 1849, el mismo año en que compuso La batalla de Legnano. Esta cronología indica que aún habrían de pasar dos años para que Verdi diera a conocer la primera de sus óperas verdaderamente maduras, Rigoletto, en 1851. Durante la composición de Luisa Miller, Verdi vivía en París con la soprano Giuseppina Strepponi, quien habría de ser su compañera por el resto de su vida. En agosto de 1849, la pareja abandonó París y volvió a Italia, instalándose primero en Busseto (localidad vecina a Roncole, pueblo natal del compositor) y más tarde en una propiedad recientemente adquirida por Verdi en Sant’Agata. La historia de Luisa Miller transcurre en el Tirol en la primera mitad del siglo XVIII, y el argumento de la ópera es el siguiente. La joven Luisa, hija del viejo soldado Miller, está enamorada de Rodolfo, hijo del conde Walter. Sin embargo, por presiones familiares, Rodolfo debe casarse con la duquesa Frederica de Ostheim, y cuando se rehúsa a hacerlo, es puesto en prisión por su padre, junto con el padre de Luisa. Después, el conde Walter logra que Wurm, uno de sus seguidores, convenza a Luisa para que escriba una carta en la que le dice a Rodolfo que está enamorada de otro hombre. Cuando Rodolfo es liberado de la prisión, le hace confesar a Luisa haber escrito la carta. Después, envenena a la joven y se envenena él mismo. Antes de que el veneno surta efecto, Luisa le revela a Rodolfo que ha sido Wurm quien la ha obligado a escribir la carta. Rodolfo aún tiene fuerzas para matar a Wurm antes de morir. El libreto de Luisa Miller fue escrito por Salvatore Cammarano y estuvo basado en la tragedia Kabale und Liebe (Intriga y amor) de Friedrich Schiller. Esta obra fue escrita en 1783 y editada en 1784, y resultó uno de los primeros éxitos de Schiller en la escena, al ser muy bien recibida por el público y la crítica en el Teatro de Mannheim, en el que Schiller era dramaturgo residente. Antes de redactar el libreto para Luisa Miller, Cammarano había colaborado con Verdi en las óperas Alzira y La batalla de Legnano, y más tarde habría de crear el libreto para El trovador. Respecto a la elección del texto de Schiller, el musicólogo Andrew Porter, especialista en la música de Verdi, comenta lo siguiente: Kabale und Liebe de Schiller es una “tragedia de clase media”, y Luisa Miller, la ópera basada en ella, refleja la nueva preocupación de Verdi sobre gente ordinaria (pero interesante) metida en predicamentos interesantes. Quienes conocen de ópera afirman que en su caracterización del personaje de Luisa el compositor dio los primeros pasos firmes hacia el dominio pleno de la materia dramática. Delineada con mayores matices psicológicos que las anteriores heroínas de Verdi, esta Luisa Miller representa un importante punto de partida para el posterior refinamiento de los personajes femeninos de sus óperas. Hay quienes afirman, incluso, que en las cualidades y defectos de Luisa Miller es posible hallar el germen de la estupenda caracterización de Violeta Valéry, la desdichada heroína de la ópera La Traviata (1853), una de las creaciones operísticas más completas de Verdi. Sobre la obertura de la ópera Luisa Miller, que suele ser interpretada con alguna frecuencia en las salas de concierto, el musicólogo Guglielmo Barblan comenta lo siguiente: Es innegable que en el fogoso discurso de la admirable obertura de la ópera vibra una irrefrenable violencia trágica que da lugar al inquietante ambiente de insidia y maleficio que domina al drama. Aquí, la mano del sinfonista experimenta con los recursos de las modulaciones más convincentes, de los contrapuntos más lógicos, de las imitaciones temáticas dinámicamente activas, para desembocar en un misterioso episodio en el que el tema principal, elaborado a base de delicadas tensiones modulantes, parece fragmentarse en inesperados silencios que se repiten varias veces antes de llevar al tejido sinfónico a un claro do mayor. Verdi teje aquí los hilos de la unidad dramática de la ópera, concebida y desarrollada cada vez más como un bloque teatral unitario, siguiendo un plan de continuo crecimiento de las tensiones emocionales. Luisa Miller fue estrenada en el Teatro San Carlo de Nápoles el 8 de diciembre de 1849, bajo la dirección musical del propio Verdi. 4 GIUSEPPE VERDI (1813-1901) Mi parea… Piangea cantando nell’erma landa, de la ópera Otelo Las minucias, ligeras como el aire, son para el celoso confirmaciones tan fuertes como la Sagrada Escritura. Estas palabras, dichas por Iago en la tercera escena del tercer acto de la tragedia Otelo de William Shakespeare, bien pudieran servir como resumen del tema principal de la obra. De manera más detallada, una hermosa y antigua edición (de 1937) de las obras completas de Shakespeare describe así el arranque de esta historia de envidia, celos y muerte: Otelo es un noble moro al servicio del duque de Venecia. Iago, su subalterno, está enfermo de celos por su éxito y progreso. Otelo escapa con Desdémona, hija del senador Brabantio, lo que Iago informa al padre, quien a su vez se queja con el duque. La historia de amor de Otelo y Desdémona ablanda al duque, quien da su consentimiento para el matrimonio de los enamorados, en parte porque requiere de los servicios de Otelo en contra de los turcos. Iago planea aprovechar la naturaleza crédula de Otelo para socavar su confianza en Desdémona. A partir de ahí, Iago urde y pone en práctica diversas tramas para enfrentar a Otelo con Desdémona, utilizando al caballero Rodrigo como carne de cañón en su intriga. En el centro de su plan está el dejar el pañuelo de Desdémona en la habitación de Casio, fiel lugarteniente de Otelo. Como suele ocurrir en este tipo de historias, el desenlace es bastante sangriento: Otelo golpea a Desdémona en público, Iago mata a Rodrigo y hiere a Casio, Otelo mata a Desdémona, Iago apuñala a su esposa Emilia, Otelo hiere a Iago y después se mata. A los 74 años de edad, y con el éxito de su ópera Aída a sus espaldas, Giuseppe Verdi requirió los servicios del compositor y libretista Arrigo Boito (1842-1918) para adaptar la potente tragedia de Shakespeare como libreto operístico. Suele decirse que, debido a su riqueza y complejidad, son pocas las obras de Shakespeare que han sido adaptadas con fortuna al terreno de la ópera, debido a que las mejores cualidades del texto original se pierden en el proceso. En este contexto, se dice también que la de Boito es una de las mejores adaptaciones operísticas que se han hecho sobre Shakespeare, y que su potente y concentrado libreto recibió de Verdi un tratamiento musical igualmente efectivo. Por razones de estructura y concisión, Boito omitió en su libreto el primer acto de la tragedia de Shakespeare, cuya acción ocurre en Venecia. Habían pasado quince años desde Aída, y prácticamente la única obra importante creada por Verdi entre esta ópera y Otelo había sido su Misa de Réquiem en memoria de Alessandro Manzoni. Después de la difícil y conflictiva (pero finalmente productiva) relación de trabajo con Boito durante la gestación del libreto, Verdi logró en su música para Otelo un discurso más fluido y orgánico de lo que era tradicional en aquel tiempo, y entre los dos se acercaron a una forma de arte escénico que integraba magistralmente la música, la literatura y las artes visuales. Es decir, ni más ni menos, una interesante aproximación al concepto de “obra de arte total” que impulsaba Richard Wagner (18131883), el principal rival de Verdi. Sobre esta interesante e importante confrontación en la historia de la ópera, El libro de la ópera editado por la casa Simon & Schuster ofrece esta interesante reflexión: Lejos de poner fin al conflicto que dividía a verdianos y wagnerianos, Otelo mostró que el viejo maestro había comprendido, durante sus años de meditación, que era posible aprender de experiencias distintas y a veces opuestas a aquellas a las que uno ha permanecido fiel a través de toda una vida de trabajo. Otelo fue estrenada en el Teatro de La Scala de Milán el 5 de febrero de 1887. El papel titular fue cantado por el famoso tenor Francesco Tamagno, quien fue elegido especialmente por Verdi para protagonizar esta ópera. Cabe recordar que el 4 de diciembre de 1816 se había estrenado en Nápoles el Otelo de Gioachino Rossini (1792-1868), con Isabella Colbran, esposa del compositor, en el papel de Desdémona. 5 PIOTR ILYICH TCHAIKOVSKY (1840-1893) Polonesa y Escena de la carta, de la ópera Eugene Onegin Eugene Onegin es, sin duda, la más popular de la docena de óperas compuestas por Tchaikovsky. Data de 1878, lo que la coloca, cronológicamente, entre las óperas Vakula el herrero (1875) y La doncella de Orleans (1879). No hay duda de que uno de los atractivos principales de Eugene Onegin es el hecho de que su libreto, escrito por el compositor en colaboración con Konstantin Shilovski, está basado en un poema de Alexander Pushkin (1799-1837) que es más bien una novela en verso. En el desarrollo de Eugene Onegin es posible hallar no sólo un buen trazo de la historia individual de un personaje, sino también una interesante descripción de muchos aspectos de la vida en Rusia en los inicios del siglo XIX. En la adaptación de Tchaikovsky y Shilovski, el libreto nos cuenta la historia del amor de Tatiana (epítome de la mujer rusa de su tiempo, idealización poética del carácter femenino) por Eugene (escéptico y dubitativo) quien al principio no le corresponde. San Petersburgo, al inicio del siglo XIX. La noble dama Madame Larina tiene una joven y hermosa hija, Tatiana, quien se ha enamorado de Eugene Onegin, un hermoso joven que es amigo de Lensky. A su vez, Lensky es el novio de Olga, la hermana de Tatiana. Durante toda la noche, Tatiana escribe una larga carta a Onegin, en la que le confiesa sus sentimientos. Al día siguiente, Onegin se encuentra con Tatiana en el jardín. Le dice que las jovencitas como ella deben ser discretas y prudentes, que él no es merecedor de sus atenciones, y que debe olvidarlo. Más tarde, se celebra una fiesta por el cumpleaños de Tatiana. Entre los asistentes a la fiesta comienzan a correr chismes sobre Tatiana y Onegin, quienes han estado bailando. Molesto por las habladurías de la gente, Onegin decide bailar con Olga, quien había prometido bailar con Lensky. Enojado, Lensky le reclama a Olga y ella, más enojada todavía, le ofrece a Onegin bailar otra pieza con él. El tutor francés de la familia, Monsieur Triquet, canta una canción de alabanza para Tatiana. Cuando el baile se reanuda, Lensky discute con Onegin y lo reta a duelo. Temprano a la mañana siguiente, los dos caballeros se encuentran a la orilla de un arroyo, cerca de un viejo molino. Ninguno de los dos da el primer paso para reconciliarse, y deciden llevar a cabo el duelo. Con su primer disparo, Onegin mata a Lensky. Han pasado seis años, durante los cuales Onegin ha estado en el extranjero. El joven regresa a San Petersburgo. Se ofrece un baile en el palacio del príncipe Gremin, quien ahora es el esposo de Tatiana. Entre los invitados al baile está Onegin, quien al encontrarse de nuevo con Tatiana se da cuenta de que la ama. Le escribe una carta a la dama y le pide que se encuentre con él. Ella acepta la cita y cuando se encuentran, Onegin le declara de nuevo su amor y le pide que huya con él. Al principio, Tatiana no sabe qué decir. Después, le responde a Onegin con palabras de amor. Pero finalmente Tatiana le recuerda a Onegin que ella tiene un compromiso de esposa con el príncipe Gremin, y lo despide para siempre. La merecida popularidad de que Eugene Onegin goza entre los públicos melómanos de todas las latitudes ha sido avalada en diversas ocasiones por músicos ciertamente exigentes. El gran compositor checo Antonin Dvorák (1841-1904) escribió estas palabras a Tchaikovsky después de haber asistido a una representación de Eugene Onegin: Le confieso con placer que su ópera me dejó una muy profunda impresión, una impresión como la que espero de una verdadera obra de arte, y no dudo en afirmar que ninguna de sus composiciones me ha proporcionado tal placer. Se trata de una obra espléndida, llena de poesía y cálidos sentimientos y, a la vez, trabajada y desarrollada hasta su último detalle. En suma, esta música nos habla y penetra de manera tan profunda en nuestra alma que es inolvidable. Lo felicito, y nos felicito, y ruego a Dios que sea usted preservado para darle al mundo muchas composiciones como ésta. Se dice que la intensidad dramática y musical lograda por Tchaikovsky en Eugene Onegin (sobre todo en su primer acto) tiene su raíz en las evidentes analogías que hay entre la narración de Pushkin y las circunstancias reales de la vida del compositor, quien en julio de 1877, un par de meses después de iniciar la composición de esta ópera, había tenido la pésima idea de casarse con una tal Antonina Milyukova, lo que ocasionó la crisis emocional más terrible de su vida. Quizá como reflejo de ello, destaca en Eugene Onegin la evidente simpatía con la que Tchaikovsky caracterizó a Tatiana. Es precisamente Tatiana la encargada de interpretar la más famosa y la más lograda de todas las escenas operísticas de Tchaikovsky, la escena de la carta del primer acto de Eugene Onegin. Ésta, la más popular de las óperas del compositor ruso, recibió un estreno semiprofesional en el Conservatorio de Moscú el 29 de marzo de 1879, bajo la dirección de Nicolás Rubinstein, y fue recibida con cierta frialdad, debida probablemente a que a pesar de su intenso contenido expresivo, se trataba de una ópera con poca acción escénica. El estreno oficial ocurrió en el Teatro Bolshoi de Moscú, el 23 de enero de 1881, bajo la batuta de Enrico Bevignani. 6 PIOTR ILYICH TCHAIKOVSKY (1840-1893) Marcha eslava, op. 31 A partir de la complicadísima historia de la región de Europa Central que hoy conocemos como Serbia, y después de un exhaustivo trabajo de asimilación, proceso y eliminación de datos, fechas, y referencias sobre temas conexos y afines, es posible intentar una aproximación a los orígenes de la Marcha eslava de Tchaikovsky. El hecho de que actualmente Turquía esté metida en una enorme bronca político-militar con Grecia por el asunto de la posesión y el dominio sobre Chipre (o su eventual partición), tiene numerosos antecedentes geopolíticos; entre ellos está el que se narra brevemente a continuación. En la segunda mitad del siglo XIX, los turcos tenían bajo su dominio a varias provincias balcánicas, cuyos habitantes solían rebelarse de vez en cuando, dando origen a alguna de las numerosas guerras que ocurrieron en aquel tiempo. Una de estas rebeliones ocurrió en el año de 1875: los serbios de la provincia de Herzegovina se levantaron en armas contra el yugo turco. Los rusos, que como siempre andaban metiendo las manos en todas partes, aprovecharon la ocasión para ofrecer las provincias de Bosnia y Herzegovina al imperio austro-húngaro a cambio de algunas concesiones políticas. El truco les resultó tan mal a los rusos que un par de años después, en 1877, se vieron obligados muy a su pesar a declararle la guerra a Turquía, probablemente con la intención ulterior de apropiarse de toda aquella parte de los Balcanes que pudieran invadir aprovechando la confusión. O sea que los rusos querían “liberar” a los serbios de la misma manera que más recientemente se esforzaron por “liberar” a los checoslovacos, a los húngaros o a los afganistanos. Pero los turcos resultaron un hueso mucho más duro de roer de lo que los rusos imaginaron, y entonces Serbia tuvo que entrar en esta guerra al lado de los rusos y en contra de Turquía. Es decir, los pobres serbios tuvieron que combatir a un enemigo, al lado de otro enemigo. Lo que sucedió después resulta de una complejidad tan extrema que, por desgracia, no hay espacio aquí para narrarlo como se debe. Baste decir, entonces, que Serbia firmó un pacto secreto con el imperio austro-húngaro, pacto que hizo quedar a Serbia como una especie de perrito faldero del imperio y, al mismo tiempo, con la siempre latente amenaza de ser engullida por Rusia. El caso es que mientras la guerra entre Serbia y Turquía se desarrollaba a todo tren, en Rusia se “preocupaban” mucho por los héroes serbios. Fue precisamente para celebrar a estos héroes serbios que Tchaikovsky compuso en 1876 la Marcha eslava, y el estreno de la obra se llevó a cabo en un concierto organizado a beneficio de los soldados de Serbia. No se tiene noticia exacta de cuántos rublos y cuántos kopeks se recaudaron en el benéfico concierto, ni tampoco se sabe a ciencia cierta si los fondos obtenidos fueron a dar en efecto a manos de los heroicos y esforzados serbios, o a los bolsillos de algún infame burócrata ruso. El hecho es que en la Marcha eslava, Tchaikovsky utiliza como materia prima el himno ruso, Dios salve al zar, compuesto por Alexis Feodorovich Lvov. Las melodías del himno son complementadas con diversas melodías folklóricas serbias y eslavas; en particular, el compositor ruso utiliza una canción serbia de amor titulada Dime, mi amado, ¿por qué tan triste esta mañana? La intención primordial de la Marcha eslava era la de fomentar los sentimientos patrióticos de los serbios. Ahora bien, si los serbios ganaban la guerra y declaraban su independencia de Turquía, los rusos podían intentar recuperar algunos de los territorios que habían perdido en la Guerra de Crimea. Como ocurre también en otras piezas musicales que se refieren a guerras o batallas, Tchaikovsky define con claridad, a base de melodías, a los dos bandos oponentes. Y como es más fácil ganar una guerra en una hoja de papel pautado que en un campo de batalla, el ejército triunfador en la Marcha eslava es precisamente el ejército serbio. (Otros ejemplos importantes de batallas musicales claramente resueltas son La victoria de Wellington de Beethoven y la Obertura 1812 del propio Tchaikovsky). Para los interesados en el desenlace de la situación política de Serbia, hay que recordar que después de mil vicisitudes que tuvieron su culminación después de la Primera Guerra Mundial, Serbia pasó a ser una de las repúblicas federales que conformaron lo que fue Yugoslavia, junto con Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Croacia, Macedonia y Eslovenia. Como todo mundo sabe, a finales del siglo XX los serbios se sintieron de pronto dueños del mundo, quisieron crear la Gran Serbia a base de balazos y limpieza étnica y... en fin, el resto es una trágica y bien conocida historia. No está de más saber, por cierto, que el himno ruso Dios salve al zar que forma la médula de la Marcha eslava fue prohibido en Rusia después de la revolución de 1917. ¿Justicia poética, quizá?