Mohammed Alí: La poética del ring

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PORTAFOLIO
De las patrias mías
Carlos Monsiváis
AÑO 6 / NÚMERO 296 DOMINGO 19 DE JUNIO DE 2016
Mohammed Alí: La poética del ring
CARLOS YUSTI
E
l boxeo en su época de esplendor se convirtió en una justa a la
antigua. Poseía algunas características inconfundibles que lo
acercaban bastante a un enfrentamiento
caballeresco del medioevo. Dejando de lado su puntual brutalidad, el boxeo contemporáneo fue, por así decirlo, el deporte de caballeros por antonomasia. Dos
hombres median su fortaleza física, sus
destrezas para moverse en el cuadrilátero
y su habilidad para esquivar, propinar y
recibir golpes. No había artilugios en el
deporte de los coliflores, que diría Cortázar, no había truco, pero sí una magia dolorosa que canalizaba nuestros instintos
menos espirituales. Uno de sus gladiadores más connotado, una de sus grandes leyendas es, y será por siempre, Mohammed Alí o Cassius Clay.
David Remnick en 1999 publicó una impresionante biografía sobre Clay titulada:
El rey del mundo: la ascensión de Mohammed
Alí. Remnick rastrea la vida del pequeño
bocazas de Lousville, Kentucky, quien a
fuerza de coraje, inteligencia y fanfarronería publicitaria llegaría a la cima de los
pesos pesados. Remnick narra con exacto
pulso novelesco los pormenores de sus
combates decisivos y su activismo ciudadano con los musulmanes negros en un
tiempo (años sesenta) en el que abunda-
ban los héroes contraculturales que acaparaban la atención de un público siempre ávido de héroes, sean deportistas, músicos que cantan al diablo, líderes políticos infectados de anticomunismo, o santurrones, que por televisión hicieron de la
fe un negocio tan desproporcionado y tan
degradado como el de la comida chatarra.
Mohammed Alí fue el símbolo distintivo de una época que se caracterizó por un
movimiento cultural bullicioso e irreverente que amaba la paz y la droga. Aportó
al boxeo cierta pompa, cierto estilo inconfundible en el que mezcló el más aparatoso histrionismo de payaso con la inteligencia de un zorro para hacer frente a sus
adversarios. Quizá fue el primer boxeador
que comenzó a utilizar el cerebro para imponer un ritmo de pelea inusual y aunque
nunca fue un noqueador efectista/efectivo, su talento para moverse, su agilidad
para mover sus manos le permitió ganar
muchos combates. Era un negro pendenciero, un bocón redomado y escurridizo
que se burlaba de sus oponentes fuera y
dentro del cuadrilátero.
Su frase «soy el más grande», proferida a
grito herido, le acaparó del público el odio
y el amor en una equilibrada proporción.
Muchos querían verlo morder el polvo, pero al mismo tiempo deseaban que el bocazas se saliera bien librado. Clay tenía carisma, poseía un ángel especial que le situaba más allá de su pellejo negro y de su jactancia barriobajera, herencia de las brava-
tas parlanchinas e histéricas que armaba
su padre Cassius.
Los sentimientos que despertaba Clay,
en sus admiradores y detractores, no le
importaron nunca. Iba a su propio ritmo.
Tenía un olfato para la pasta, poseía un
sentido innato para el espectáculo y no
veía al boxeo como un deporte sino como
un show donde él era la estrella principal,
lo demás era sólo relleno, parte del decorado. Actuaba ante el público, ante las cámaras de Tv y ante los periodistas. Luego
se subía al ring todo grave y circunspecto.
Allí, frente a su oponente, era tan veloz
como su lengua. Iba y venía como una
danzarina, pero siempre golpeando a su
contrincante. Con lentitud los iba desmoronando. Entre golpe y huida iba escribiendo su leyenda, iba escribiendo una
singular poética. Al ver a Clay en viejas películas desplazándose y golpeando con tal
facilidad parece que el boxeo fuese cosa
de niños. Clay peleaba con su cabeza y esa
fue la gran diferencia. Pensar y golpear.
Ese fue su gran secreto. La frase que definía su estilo: «Vuela como una mariposa y
pica como una abeja», fue puntual.
En 1964 venció a Sonny Liston. De pronto su habladuría de ser el más grande se
convirtió en realidad. Era el campeón indiscutible de los pesos pesados. Hoy en día
esa figura temblorosa y débil que está presente en algunos acontecimientos deportivos, y que es objeto de infinidad de homenajes, dista mucho del Clay inicial.
Luego de coronarse campeón mundial no
estaba dispuesto a ser un negro modelo
como algunos de sus predecesores. Como
era ya un hombre-anuncio decidió explotar esa cualidad. Se cambió de nombre y
comenzó a hacer propaganda por los musulmanes negros.
Sus combates contra Foreman y Frazier
fueron legendarios. Llegó un momento en
su carrera pugilística en la que no tenía rivales y ya en el declive, Clay se asumió
mucho más como atracción circense que
como boxeador. En una ocasión se enfrentó a un boxeador tailandés, también campeón mundial en su estilo, que se limitó a
golpearlo durante quince asaltos en el
muslo. La pelea defraudó a todo el mundo.
Su ocaso estuvo teñido por el cariño de
la gente común, y aquejado del mal de
Parkinson no se rindió nunca y se limitó a
pasear su resentido cuerpo por los escenarios del mundo. Silencioso y con un brillo
ajado en sus ojos recibió los homenajes y
las condecoraciones de rigor. Hasta el final fue un hombre-anuncio aunque sin la
ferocidad de abeja de antaño. El boxeo en
la actualidad no ha muerto del todo a pesar de que por el ensogado pasa mucho
bulto, mucho boxeador inflado con publicidad y peleas arregladas. No hay ya ningún Clay con el seso suficiente que encienda las pasiones más dispares. Sólo hay
bestialidad torpe sin ningún asomo de esa
poesía épica que le imprimió al boxeo el
más grande de todos: Mohammed Alí.
2
LETRAS CCS / CIUDAD CCS / DOMINGO 19 DE JUNIO DE 2016
Tres lugares amables
FREDDY ÑÁÑEZ
La biblioteca secreta
I.
Si me estuviera pidiendo el lector enumere jerárquicamente tres lugares predilectos para pasar los últimos días—yo mismo me lo pregunto— vendrían a mi mente un torbellino de imágenes imposibles:
cuerpos mezclados con paisajes, una quimera-ciudad amujerzada en el centro de
todas las cosas. Y tras la orgía imaginaria
viene sosegado un anhelo, ya no asediado
por la muerte sino dictado por el deseo de
durar, ¡una temporada en mi pequeña biblioteca!
II:
Una biblioteca, más que un patrimonio
de sabiduría universal, es un lugar donde
reescribimos nuestra historia. Lee lo que
has subrayado. Esas palabras de las que te
has apropiado son las hebras con las que
vas tejiendo tu propia vida. Una biblioteca
es una casa de espejos: a cada autor le hemos prestado un rostro que previamente
hicimos tasar en el temperamento de cada
obra. Todos inscribimos en la página blanca de cada libro, lo hayamos leído o no,
nuestra rúbrica. Si esas palabras son las últimas de la obra, también serán las definitivas. Hacemos una pausa para meditarlas.
De esa página lo sabemos todo, es la antesala de un destino que se nos suma. Mi firma, por parca, se hacía acompañar con este anticipado anatema: «Este libro ha sido
robado de la biblioteca de Ch, maldito
aquél que mutiló esta alma». Da lo mismo
si a continuación se leía Las confesiones de
San Agustín o Las flores del mal. De cualquier
modo no pretendemos salvarlos de los ladrones sino trascender con ellos, como
una mirada que está impresa junto a las
palabras, un estigma, una sombra del autor. Después de todo es nuestra lectura lo
que hace única a una novela, un tratado
un poema. Estamos atados a algunas frases. Vamos con ellas, ellas se quedan con
nosotros, da igual. Cada uno de los ejemplares que ha sobrevivido tus frecuentes
mudanzas, tu constante mala racha económica y hasta una separación de bienes;
es tu testigo, tu biógrafo ignorado. Ábrelos
al azar, cada libro tiene tu marca, tus fechadas caídas: ¿no son el memorial de tu
dolor y tus euforias? Eso hacen: calcan la
forma de tu existencia y nosotros respondemos y encajamos en esos párrafos. No es
extraño pues que el hombre se refugie en
su biblioteca antes que en su soledad, ni
tampoco que en este espacio aprenda
amarse como es.
III.
Diré algo más. Cada libro erguido en tus
peldaños es un espacio que has abierto y
que has llenado, tal intervención en la columna invisible del cielo, debe justificarse
algún día. Nadie modifica el peso del aire
impunemente. Cuando menos para mí eso ciegas y distantes, parecen reprochar con
representan, entre las fisuras del tiempo, su tedio toda alteración de la luz, del aire y
las obras completas de Platón y sus vecin- los ángulos de su espacio. Al comienzo es
dades: los Trópicos de H. Miller hacia el igual: imaginas que todos son escritores
Sur, dos tomos que conforman la Rulfote- humillados por la frivolidad del mundo y
ca hacia el Este. Para los visitantes estos li- que en los maletines abandonados al pie
bros dicen lo mismo y hacen lo mismo: in- de la silla hay obras maestras de las que
quisiciones del hombre y su acaecer; para eres testigo privilegiado. En realidad aquí
mí, son la prueba física de tres derrotas di- hasta el más vulgar guarda un secreto, es
ferentes. En la mía, cada vez más conden- lo que los une en la espera. Las alegrías, desada y sin embargo más poderosa; prolife- rrotas o tristezas no cuentan. En un café se
ran los papeles, hay más papelitos que li- está porque se ha sobrevivido a ellas. Los
bros. Esta es la biblioteca oculta, la que vi- alegres bailan afuera, los derrotados camive dentro de los libros y detrás del polvo: nan, los tristes se ausentan. Hablo como
latiendo sus palaespectador pues
bras en morse paSomos intérpretes que ante la seducción de la nada nunca pude perra mí solo. Es ésta decidimos conferir a la palabra la fe que perdimos en el tenecer enterala que a la larga hombre para recobrar nuestra humanidad.
mente a un café.
quiere uno leer.
Hoy pienso, desPapeles doblados llenos de notas, caen de pojado de vergüenza, que es una cuestión
las páginas rayadas de los libros que visita- de temperamento. Ocupar un lugar ahí
mos con más frecuencia. ¿Qué dicen del exige mucho. Hay almas a quienes cuesta
amor, del dolor y de la muerte? En mi caso más sostenerse en la bocanada de las hoabundan transcripciones fragmentarias ras. Pero siendo su excluido puedo hablar
de los mismos libros, como si las grandes con tanta más propiedad. Mi suerte fue ir y
obras de la humanidad se dictaran en cla- venir. Ahí estuvieron siempre, como palave. Comentarios febriles, réplicas y en- bras bíblicas, las miradas chovinistas de
miendas contra mis autores predilectos. los del café. Tanto vencer el oprobio de no
Páginas enteras y a veces libros repasados tener mesa fija me enseñó a descifrar el
a mano quién sabe por qué capricho inte- encanto de estos recintos. La indiferencia.
lectual. Mi biblioteca está hecha de frases El ruido del viento sobre las sillas deshabitomadas, palabras descubiertas, ideas y tadas, las miradas perdidas. Y también a
ocurrencias que nacen al pie de la página; inventar las historias de los otros, imagimás que de clásicos y modernos. No es pa- nación con la que gratuitamente me hacía
trimonio, insisto, de sabiduría universal: de una ciudadanía temporal. Aprendí a
es mi cuaderno secreto.
distinguir a los verdaderos escritores de
quienes olvidaron su nombre, y a desenmascarar a quienes corrompían los cafés
El café
usándolos como oficinas. A éstos aún me
cuesta perdonarlos.
I.
Si en la pequeña biblioteca buscamos
III.
una soledad hacia el interior de nuestra
Es cierto, están desapareciendo estos luhistoria personal, en los cafés de la ciudad gares. Y es porque abandonamos la cosencontramos dónde exhibirla. Por esto les tumbre de estar en ellos. Mientras haya un
corresponde ocupar el número dos en la hombre que ocupe una mesa y la reclame,
lista de lugares amables. Y porque es allí se siente frente a ella como en la muralla
donde ciertos vacíos son conmensurables, de su propio imperio. Mientras lo haga solos asiduos se hacen acompañar de fantas- lo y sólo para ver la vida pasar, así, con el
mas (que sirven para ahuyentar las visitas mismo desinterés con el que la vida pasa
no deseadas y evitar conversaciones inne- frente a un café; serán, de los lugares amacesarias). Bisagra entre el camerino y el bles, los más urgentes para resistir la soleproscenio de nuestra vida un café es el dad del claustro y del gran afuera.
más público de los escondites. Todo el silencio y la castidad de la que somos incaEl teatro
paces en la iglesia o la cama, es realizable
allí, en esa mesita sitiada por el mundo.
I.
Aparentemente igual a las demás pero
Fue Néstor Caballero quien definió la
única porque alguien la hizo suya y por- semblanza del teatro en un lúcido discurque probablemente sea lo único que ese so. Con maestría de dramaturgo —y para
alguien posea. Lo que yo más admiro de evitar sustracciones— puso en escena esesa comunidad de anacoretas es la fideli- tas tres palabras: biblioteca, iglesia, asamdad con que se asume ser del café. Hay ho- blea. No hizo una comparación rasa entre
rarios infalibles: llegadas, permanencia y recintos ni rituales, demostró en cambio
hora fija de salida. Como si cada quien cómo hasta las instituciones más disímiles
cumpliera con su ocio un papel determi- están contenidas en este lugar de aparicionante en el taller del tiempo.
nes. Seamos fieles a su argumento. Una biblioteca: sí pues todo lo visible y sonoro
II.
organizado en aquel espacio está hecho de
Cuando te inicias es natural la sensación palabras. Es, sobre todo, un diálogo con
de rechazo. Los habitantes, esas figuras los tiempos desde una minuciosa lectura
de los cuerpos, las imágenes y la idea que
los configura. Y cada uno de nosotros es
un proscenio donde el texto despliega su
acción. Como todo lo que anima la palabra
el teatro requiere un poco de fe. Convengamos con el dramaturgo en que también
es una iglesia donde ateos y creyentes perdonamos a nuestros dioses. Donde cada
cual prende una vela al hombre porque
allí, como quería Vallejo, «el dios es él». Pero Iglesia tiene su origen no religioso en el
concepto de asamblea. En el silencio de cada butaca se debate y se realiza una elección frente a esas verdades de las que sólo
El Teatro, en un teatro, es capaz de producir.
II.
¿Qué nos pasa cuando vamos al teatro?
Es cierto que nos conmovemos, sea por
controversia o por exceso de simpatía, con
las ideas que se materializan en escena,
pero es más cierto aún que cada cual lo hará a su manera. La pregunta verdadera es
quiénes somos cuando preferimos ir a ver
teatro y por qué elegimos, entre tantos
edificios, éste. Somos intérpretes que ante
la seducción de la nada decidimos conferir
a la palabra la fe que perdimos en el hombre para recobrar nuestra humanidad. Y
estamos en los teatros para hacer parte de
una concurrencia tan plural que el solitario que somos encuentra su rima en otras
soledades, y se funde en una singular experiencia de comunidad. Por eso se nos llama con cierta reverencia «el público». El
teatro no capta a un individuo, no provoca
un encuentro íntimo, allí somos el sujeto
de miles de ojos y brazos que hace posible
a la más múltiple de las artes. Y ese híbrido que somos juntos es lo que sostiene el
silencio donde nace la representación, labrando una trascendencia a su efímera
suerte: nosotros, monstruo de mil almas,
nos tatuamos en los ojos las palabras. Hacemos tangible el eterno del teatro.
III.
Al ir al teatro nos abandonamos a su ley.
El uno separado que fuimos va tomando la
más anónima de las máscaras: somos el actor a la sombra, el ser del asombro. Si entramos divididos por la trivial soledad salimos conformados por otra más genuina,
más nuestra. El teatro hace soportable todo lo que no nos perdonamos en la cotidiana comedia, en la vulgar tragedia: ese
nuestro yo contradicho y ambiguo, bipolar, bifronte, divergente, de sí mismo antagonista; encuentra letra y espacio para su
doble papel. Reconciliados con esa íntima
diatriba, el peso exterior de las contradicciones muestra su verdadera dimensión.
Lo que quiero decir es que nadie va al teatro a evadir el mundo sino a hacerle frente. Y en aquel lugar ganar o perder no es lo
que cuenta, apenas son matices de una acción esencial: pensar fuera de todos los
consensos y por encima de todos los desengaños. Con razón amamos tanto estos
lugares.
DOMINGO 19 DE JUNIO DE 2016 / CIUDAD CCS / LETRAS CCS
Portafolio
Monsiváis por sí mismo
[04.05.1938-19.06.2010]
[Estudioso de la historia, cultura, política, cambios sociales,
movimientos artísticos de su
país, el mexicano Carlos Monsiváis, renovó con su pensamiento
humanista la crónica y el ensayo
en América Latina. Su prosa,
que desborda intelectualidad y
genio, está compilada en más de
90 libros de distintos géneros:
crónica, ensayo, biografía, literatura, antologías, colectivos,
traducciones y en colaboración.
Merecedor pues, de grandes reconocimientos, Letras Ccs lo recuerda a propósito de la conmemoración del aniversario de su
fallecimiento, con una crónica
publicada en un diario mexicano, en febrero de 2005, en el que
celebra la existencia de un muro;
uno que no divide, uno que no es
un agravio para los mexicanos,
uno que no habla del rechazo de
una nación a otra; sino de un
muro que se extiende convertido
en arte por la ciudad de Tijuana.
Leamos a Monsiváis. ]
De las patrias mías*
A los muros les toca una tarea múltiple, que se intensifica en las fronteras. Dividen, limitan, señalan
que por lo pronto o a largo plazo viajar es dar de vueltas, rechazan su papel de alegorías y son alegorías implacables. En México, por la influencia de la Revolución y la inspiración del Renacimiento italiano, en el
periodo de 1920-1950 (aproximadamente) los muros
se habilitan como el espacio de la Escuela Mexicana
de Pintura o el muralismo, el movimiento que le da
fama a Diego Rivera, José Clemente Orozco y David
Alfaro Siqueiros. En su primer momento, en el ex colegio de San Ildefonso en la Ciudad de México, los
muralistas se proponen educar a
las masas, sensibilizarlas, llevar el arte a la calle, los
edificios públicos, transformar con pintura
la conciencia nacional.
Ochenta años más
tarde en Tijuana, Baja California, un
grupo de artistas y
un grupo de activistas y promotores del arte público
ejercen un muralismo
alterno, que coincide con el anterior en el uso de
los símbolos (la realidad que renace en las imágenes), la vocación didáctica (la enseñanza como
transformación del espacio creativo en lenguaje de
los vislumbramientos), el juego de las significaciones donde el lector de imágenes o espectador ve y,
al tiempo, recuerda lo que contempla. En 2004 y reelaborado en 2005, el muro de Tijuana o La tercera
nación no surge de una idea cuyo tiempo ha llegado
(en la primera mitad del siglo XX, la destrucción
del orden), ni de la metamorfosis de una realidad
histórica y política vuelta mitología de redención
trágica (la Revolución Mexicana), sino —y esto es lo
distintivo— de la necesidad de acercarse a una ciudad singular y devolverla convertida en un proyecto de arte y de humanización artística.
Este procedimiento es distinto al tradicional de
América Latina, donde la ciudad se constituye, elige elementos de su identidad y luego, a partir de su
primera madurez, se organiza como paisaje de estímulos. En el caso de México, para citar un ejemplo
límite en América Latina, la metrópoli acumula
energías y mitos y desigualdades profundas, y luego se los entrega a sus artistas, narradores, músicos, teatristas, ciudadanos culturales. En el caso de
Tijuana, la ciudad elevada en este muro se observa,
analiza, recrea, substituye. Desde hace por lo menos dos décadas, los artistas y escritores tijuanenses inventan y reconvierten su hábitat en la operación de metáforas y símbolos que levanta la ciudad
paralela. En el arte donde el eje temático es la Ciudad de México no hay sino el protagonismo de la gigantomaquia. El arte de Tijuana busca fundar la
ciudad necesaria.
Me explico. Desde su no tan lejano origen, Tijuana ha dependido de sus leyendas estrepitosas, de
su condición de Ciudad de Paso, el puente hacia
mundos más prósperos, el sitio al que se acude para ratificar la prisa de irse y la lentitud del arraigo.
En su primer trazo mitológico, Tijuana es la Mala
Fama que auspicia las migraciones, donde nadie
pregunta para no localizarse en las respuestas, el
emporio de cómics pornográficos (las Tijuana Bibles), la avenida de la Revolución donde junto a burros disfrazados de cebras se retratan los marinos y
las prostitutas disfrazados de parejas amorosas un
viernes de Carnaval, el Casino Agua Caliente donde el Hollywood anterior a los efectos especiales
juega y baila como alud de extras en el filme que
vetará la censura.
La Frontera. Los muros. El propósito último de
esta exposición no es recrear la ciudad que existe sino darle fluidez a la que debe existir. Si el
arte no es presentimiento, se inmoviliza en el
instante en que un grupo de migrantes decidió quedarse a vivir de este lado de la frontera, cerca de California. Y si se petrifican el
espacio de los cruces culturales incesantes,
se traiciona a tres nacionalidades en una,
y no me interesa decirles en qué orden.
*Crónica publicada en febrero de 2005.
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LETRAS CCS / CIUDAD CCS / DOMINGO 19 DE JUNIO DE 2016
Evocación de Hernández, Pessoa y Vallejo
JULIO BORROMÉ
I.
He vuelto a los poemas de Miguel Hernández,
Fernando Pessoa y César Vallejo. No hay una elección esotérica en esta elección. He vuelto a los poemas una tarde lluviosa, convocado por mi propia
soledad. He vuelto a sus versos como quien decide
confesar que el hombre no es otra cosa que amor,
sufrimiento, inseguridad, desamparo, angustia, tedio, creación. He puesto mi alma sobre sus palabras y en relámpago de un presentimiento, sin necesidad de llegar a una constatación, vislumbro
cercanías de los pensamientos, las imágenes, los
símbolos y la existencia en sus poemas.
Qué cosas he hallado en común en la poesía de
Hernández, Pessoa y Vallejo. Tal vez, esto solamente: la pureza del dolor o de la angustia metafísica,
son el único antídoto contra el mal de vivir. Donde
los poetas expresan el dolor y la angustia va la vida
en actitud lucidamente cifrada en lenguaje y pensamiento. El principal factor determinante de esta
constante existencial es la guerra, el envilecimiento del espíritu, la ceguera del poder, el conocimiento, la ilusión del progreso, los desafueros del amor, el extrañamiento de Dios, la muerte.
II.
Miguel Hernández, pastor de ovejas, rayo que no cesa.
El poeta de la tierra, de la escarcha, del hambre y de la
contemplación. El poeta que supo ver el dolor del mundo sentido en su corazón. De su corazón brota el desasosiego, la aridez, el llanto, el suicidio: la muerte —fiel
compañera— lo llama desde los altos campanarios. Miguel Hernández padece la existencia en su desnudo espanto. El padecimiento es originario, raíz del hombre.
El corazón del poeta está herido y no sabe porqué de la
inquietante angustia de no saber esa condición de estar
vivo y arrojado al mundo, desconocimiento cercano a la
tradición mística. El poeta escribe en Me sobra corazón:
«Hoy estoy sin saber yo no sé cómo».
El desconocimiento —aun pasando por el tamiz de la
experiencia del poeta— es un estado de desaprehensión
del mundo. El poeta renace porque recuerda su naturaleza originaria, sea esta una encarnación o sublimación
del mal o del bien. Dice Miguel Hernández: «Yo nací en
mala luna». Nacer en mala luna es destino. Al sobrar el
corazón desborda cuanto es humano. La angustia y la
tensión metafísica ante la existencia son el remedio, y la
vez, la comprensión del lugar del poeta en el mundo. Miguel Hernández comunica en su experiencia poética el
signo trágico que delata su destino: «No puedo con mi
estrella». El poeta baraja el suicidio en su aflicción. El acto del suicidio es la máxima realización de la angustia
frente al miedo ontológico. Sin embargo, el corazón no
resuelve su destino, arrancándose de cuajo o cortando el
hilo de la vida con las tijeras de las Parcas en noches de
plenilunio.
El poeta desconoce (sintiendo) el llamado de su estrella y su luna, símbolos de la cultura popular andaluz. Este no saber es sufrimiento, lucidez, apertura, conciencia
plena de la unidad y relación de todas las cosas. El no saber es una forma de saber no instrumentalizado, no cifrado en el pensamiento lógico racional, sino estados de
sabiduría, intuición y conciliación con la naturaleza, los
arquetipos y los símbolos. El poeta acepta su «mala es-
trella» y su luna funesta. El remedio contra el Fatum es
la aceptación de singular destino, pero cuya sublimación, fecundidad del existir, ofrece la condición de libertad del poeta.
III.
He visto en la poesía de Fernando Pessoa constantes
humanas y literarias relacionadas con la temática propuesta por Miguel Hernández y César Vallejo. Son poetas contemplativos que andan en ambos lados del lenguaje, la palabra y el silencio. Pessoa y sus heterónimos
hacen coincidir (irónicamente) la perspectiva de ellos
mismos con la de cada existente. Su poesía no está trabada por sus disyunciones, no es la palabra la que dictamina qué nombre llevan las cosas sino la mente en captación de lo efímero del mundo y de la presencia del ser.
La poesía en Pessoa no es solo la disponibilidad de las
imágenes y de la metáfora en lides de vuelo traslaticio,
es más radicalmente la anulación de cualquier posición
con respecto a la experiencia del mundo. La mala estrella, la luna funesta y el saberse ontológicamente huérfano emana hacia la poesía de Pessoa, como un río de fondo inmanente que da acceso a estados de desconocimiento y reminiscencias platónicas. «Sólo la inocencia y
la ignorancia son / Felices, mas sin saberlo.» «Mi alma es
un recuerdo que hay en mí.»
La ignorancia del poeta tiene fundamento metafísico
ya que percibe su fondo originario, sin saber cómo se
puede recordar lo que se alberga sin conciencia. Así pone en perspectiva la temporalidad del poeta desde la nada misma de ser proyecto inacabado: «Si he de ser, siendo nada, el que seré.»
En un segundo momento, el darse cuenta ocurre sin la
comprensión objetiva del fenómeno y sin la interferencia de la abstracción como mecanismo de selección artificial del pensamiento que da cuenta del objeto percibido. Alberto Caeiro desacondiciona su memoria, su reflejo especular. Las cosas suceden mientras quien contempla (el poeta) se substrae del objeto del recuerdo (el río).
Las cosas suceden porque son en tanto flujo sin fin, destello, iluminación concreta como en la poesía y en las
acuarelas chinas y japonesas. «El río de mi aldea no hace
Director Freddy Ñáñez Coordinadora Karibay Velásquez. Letras CCS es el suplemento literario del diario Ciudad CCS y se distribuye de forma gratuita | correo-e: [email protected] | Twitter:
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pensar en nada. / Quien está junto a él sólo
está junto a él».
El hecho de estar al lado del río no entraña volver el hecho poético ornamento
trascendente, sino imagen lacrada de las
oposiciones del movimiento y la quietud
del devenir.
Caeiro continúa dos vías armonizadas,
contradictorias y dialécticas de su pensar
poético: el aplazamiento de la tentación
trascendente y la epojé fenomenológica.
De un lado, la acción de ver, mirar y escuchar sin objeto fijo de atención sin haber
sumado y restado nada a las cosas, y del
otro, suspender el juicio basta para hacer
que la cosa en sí, el ser, el logos esté delante desocultado. Es la evidencia del mundo,
las cosas son así. «Lo esencial es saber ver,/
saber ver sin estar pensando,/saber ver
cuando se ve,/y no pensar cuando se ve/ni
ver cuando se piensa». En Miguel Hernández el sufrimiento expresa la sonoridad de
una herida. En Pessoa el dolor está en la
concepción efímera de la vida: acaece el
desplazamiento del ser hacia la nada. El
poeta se vuelve consciente de su inactualidad —rasgo
moderno hallado también en la poesía de Baudelaire—
a través de la reminiscencia, al curso de la existencia
que hace esfumarse la experiencia. La poesía cumple la
función de mantenerla en el sedimento ontológico del
recuerdo aún no vivido. «No soy nada. / Nunca seré nada.
/ No puedo querer ser nada. / Esto aparte, tengo en mí todos los sueños del mundo».
IV.
César Vallejo es la voz del primer dolor del mundo. Su
poesía va desgranándose como un rosario ante la cruz
desnuda, porque Dios lo ha olvidado. Sin embargo, lo
lleva adentro como un estigma resucitado en su propia
vida. Hambre y cruz, dolor y aspiración, cruz y existencia.
Hernández y Pessoa hablan desde el dolor y de la inaccesibilidad de la realidad trascendente que está oculta
de forma inversa en los sentidos. Pues estos describen la
experiencia desde la palabra y la palabra no es la cosa, es
la referencia de la cosa, su sombra. Por eso la razón no
alcanza a conocer lo que sus propios límites describen
como realidad última. Por eso Nietzsche planteaba superar la razón periclitada en su agónica resignación
(Apolo) y la afirmación del delirio y la destrucción (Dionisio). Por eso Vallejo siente esos ramalazos de la vida:
«HAY golpes en la vida, tan fuertes…Yo no sé. / Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de lo sufrido / se empozara en el alma… Yo no sé.»
En el primer poema de Los heraldos negros, la angustia
de Vallejo no encuentra destino. El «Yo no sé» no es una
expresión formal y retórica dentro del conjunto del texto, sino la angustia de no saber de donde proviene la culpa vuelta la mirada hacia Dios, aunque localizada en el
objeto de su búsqueda. Recordemos a Miguel Hernández
«Hoy estoy sin saber yo no sé cómo» y a Fernando Pessoa
«Sólo la inocencia y la ignorancia son / Felices, mas sin
saberlo». Y estos nuevos versos: «¿Qué dolor? No sé.
¿Quién sabe saber qué siente?» De estos dolores enigmáticos está hecha la poesía de Miguel Hernández, Fernando Pessoa y César Vallejo. De ese «no sé qué» está hecha
la vida.
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