“SEÑOR, SI QUIERES, PUEDES LIMPIARME” (LC. 5, 12). Jesús, el Señor, está en una ciudad. Su misión le lleva allí donde están los hombres. Un grupo numeroso de personas se acercan para oír al joven profeta de Galilea. Y, de pronto, ocurre algo muy extraño. Se presentó un hombre cubierto de lepra, ¡un leproso en la ciudad!. La confusión seria total, unos corriendo para un lado, otros para otro, y solo Jesús, el Señor, quedó donde estaba, mirando a aquel hombre. Y aquel hombre, que padecía la terrible enfermedad de la lepra, al ver a Jesús allí, delante de él, no duda en arrojarse al suelo y pedirle lo que tanto deseaba:”Señor, si quieres puede limpiarme”. Seguramente, aquel hombre aunque de lejos, había oído a Jesús, había escuchado su palabra, y eso había encendido en él la llama de la fe, y la esperanza de recobrar su salud corporal. Aquel hombre nos muestra el camino para acercarnos a Jesús, el Señor. Primero, escuchamos su palabra, oímos lo que el Señor nos dice en la Sagrada Escritura y “aunque sea de lejos”, dejamos que esa palabra llegue hasta nosotros. Y entonces nos damos cuenta de cómo estamos, de cómo nos encontramos tanto en el cuerpo como en el alma. La totalidad de nuestro ser se ilumina por la Palabra de Dios. Entonces nos damos cuenta de lo que también nosotros estamos cubiertos, percibimos “la lepra” que nos envuelve y nos mantiene alejados de los demás, percibimos lo que nos ha mandado fuera de la ciudad, fuera de la Iglesia de Dios. Aquel hombre tomó conciencia de cuál era su enfermedad, porque su corazón percibió la grandeza de la misericordia de Dios en Jesús, el Señor. Y no dudó en arrojarse al suelo. No dudó en mostrarse humilde delante del Señor, “cuando vio a Jesús se echo rostro a tierra”. Al ver al Señor uno percibe la carga que lleva, toma conciencia de lo que lo ata y lo inmoviliza y solo puede pegar su rostro a la tierra, diciendo: “Señor, si quieres, me puedes liberar de este peso que me inmoviliza, de esta carga que me oprime, si quieres, Señor.” ¡Al ver al Señor!. Es necesario poder ver al Señor, saber descubrirlo entre la multitud y tener el valor, el coraje, de acercarnos a Él. Pero no siempre es fácil poder ver al Señor, porque no siempre es fácil descubrir “la enfermedad” que nos ata. En cierta ocasión, Jesús, el Señor, se dirigió a un grupo de personas diciéndoles que ellos tenían más culpa que la gente sencilla, porque la gente sencilla necesitaba, y así lo reconocía, una luz que guiara sus pasos y sus vidas, pero ellos, aquellas personas, estando ciegos como realmente estaban, presumían de que veían estupendamente y no necesitaban nada de nadie. Cuando vemos al Señor, su luz ilumina nuestro cuerpo y nuestra alma y, entonces, bañados en esta luz de Dios, “descubrimos nuestra enfermedad”. Es necesario descubrir nuestra enfermedad en su raíz, porque, de lo contrario, sólo haremos “reformas exteriores” dejando intacta la raíz de la enfermedad. Para poder decir al Señor:”Señor, si quieres, puedes limpiarme”, primero tenemos que ser conscientes de “nuestra propia enfermedad” y, luego, percibir la misericordia de Dios en la presencia de Jesús, el Señor.