Follet, Ken - La caída de los gigantes

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último re curso, un ejército ad hoc, formado para llevar a cabo una misión específica y
desmantelado cuando el trabajo se hubiera terminado.
Sin embargo, Bourgeois decía que nada de eso habría protegido a Francia de
Alemania. Los franceses no podían concentrarse en nada más. A lo mejor era
comprensible, pensó Gus, pero no era forma de crear un nuevo orden mundial.
Lord Robert Cecil, quien había realizado gran parte de la redacción, alzó un dedo hue
sudo para pedir la palabra. Wilson asintió: le gustaba Cecil, que era un férreo defensor
de la sociedad. No todo el mundo pensaba igual: Clemenceau, el primer ministro
francés, decía que, cuando Cecil sonreía, se parecía a un dragón chino.
- Discúlpenme por ser tan directo -dijo Cecil-. La delegación francesa parece decir
que, puesto que la sociedad a lo mejor no será tan fuerte como ellos esperaban, la
rechazarán por completo. Permítanme señalar con toda franqueza que, en tal caso, es
casi seguro que se produzca entre Gran Bretaña y Estados Unidos una alianza bilateral
que no le ofrecería nada a Francia.
Gus reprimió una sonrisa. «Eso sí que es decir las cosas», pensó. Bourgeois puso cara
de espanto y retiró su enmienda.
Wilson le dirigió una mirada de gratitud a Cecil, al otro lado de la mesa.
El delegado japonés, el barón Makino, quería la palabra. Wilson asintió y consultó su
reloj.
Makino se refirió a una cláusula ya acordada del pacto, la cual garantizaba la libertad
de culto. Deseaba añadir una enmienda a efecto de que todos los miembros trataran a los
ciudadanos de los demás países de forma igualitaria, sin discriminaciones raciales.
A Wilson se le heló la expresión.
El discurso de Makino era elocuente, aun en su traducción. Las diferentes razas
habían luchado en la guerra codo con codo, señaló.
- Se ha establecido un vínculo común de simpatía y gratitud.
La sociedad sería una gran familia de naciones. ¿No habrían de tratarse, sin duda,
como iguales?
Gus estaba preocupado, aunque no sorprendido. Los japoneses llevaban hablando de
ello una o dos semanas, y ya había causado consternación entre los australianos y los
cali fornianos, que querían mantener a Japón fuera de sus territorios. A Wilson lo había
descon certado, ya que ni por un instante creía que los negros estadounidenses fueran
sus iguales. Pero sobre todo había molestado a los británicos, que gobernaban sin
ninguna clase de democracia sobre cientos de millones de personas de diferentes razas y
no querían que pensaran que eran igual de buenos que sus caciques blancos.
De nuevo, fue Cecil quien habló.
- Vaya por Dios, se trata de un asunto muy controvertido -dijo, y Gus casi podía
haber se creído su tristeza-. La mera sugerencia de que pudiera discutirse ya ha
generado dis cordancias.
Se produjo un murmullo de aquiescencia en toda la mesa. Cecil prosiguió:
- En lugar de retrasar el acuerdo de un borrador del pacto, quizá deberíamos posponer
la discusión de… hmmm… la discriminación racial a una fecha posterior.
El primer ministro griego tomó la palabra:
- Toda esta cuestión de la libertad religiosa también es un asunto peliagudo. A lo
mejor deberíamos dejarlo correr de momento.
- ¡Mi gobierno jamás ha firmado un tratado que no apelara a Dios! -exclamó el deleg
ado portugués.
Cecil, un hombre profundamente religioso, replicó:
- Puede que esta vez todos tengamos que arriesgarnos. Se oyeron algunas risas, y
Wilson, con evidente alivio, dijo:
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