SUEÑO ARENA ROJA -selección de cuentos- Carlos Rodrigues Gesualdi AL LECTOR El globalizado ciber espacio atrapó al autor de estas historias y están ahora ahí, en un eterno presente mientras él vive, efímero, en Buenos Aires frente al Río de la Plata confiando en que alguien, al que quizás nunca llegue a conocer, tenga este libro entre sus manos, lo lea, sienta en sus dedos la tersura del papel, el peso del ejemplar y la perfecta impresión de esas letras que ha agrupado formando palabras para hilvanar historias tal vez ya conocidas por el lector -o no- desde otra mirada. Una mirada que, al ser humana, es propia, única, irrepetible, nueva. Aunque sucumbe al embrujo de la tecnología -el sumergirse en este medio es el mejor ejemplo- su intención, creo, es recordarnos que toda tecnología está a nuestro servicio y que la capacidad de crear, pensarse a sí mismo, cuestionarse y desde luego caer en el pozo del equívoco, son algunas de las cualidades que nos han sido dadas. Estos cuentos son un juego que espero juguemos juntos. Lamento, sí, no poder firmar el ejemplar que ahora posees, como es de uso; o como lo era cuando en 1982 publiqué, en Madrid, mi “Diario privado de Leonardo de Vinci” por Editora Nacional. No habrá ahora reportajes ni críticas ni festejos. En realidad, no sabré si algo habrá. Sí, espero, un lector -o cientos- en algún lugar de este mundo cada vez más pequeño. Y espero también que nos encontremos en ese espacio en el que mi placer de escribirlos se reconozca con el tuyo de leerlos, ahí adonde ahora estás y sólo puedo imaginarte. Un fuerte abrazo CRG [email protected] 5 SUEÑO ARENA ROJA Sí, ahora camino por la playa. Porque tengo ganas de caminar por la playa. No por María. Ella es libre de elegir. Como todos. Y a mí me encanta caminar por la playa, en especial por la orilla y dejar que las olas me mojen los pies y que la espuma quede enredada entre mis dedos y sentir el fresco del viento que viene desde África sin que se le note cansancio y que seguirá no sé hasta donde. También yo seguiré no sé hasta donde; la playa es inmensa y jamás alcancé su límite, allá en el sur. Me entretengo con los caracoles y las conchillas que alguna vez fueron casa de algo y ahora son -algunas- minúsculos y secos recuerdo para turistas; las demás… arena del próximo siglo. Como María. Pero María no existe. Ahora estoy en la playa y debo concentrarme. Pablo, mi editor, quiere una nueva novela policial. El crimen perfecto. En realidad no es que lo quiera, sino que me lo exige en base a un contrato que jamás leí ni me importa. Los contratos son asunto de él. El crimen perfecto queda a mi cargo. Por eso bajé a la playa desierta, es el lugar ideal para pensar. La inmensidad y el silencio. “Pablo -le pregunto- por qué eso de perfecto” Él se ríe y promete mandarme una lista desde la Rue Morgue al Cuarto Amarillo, luego preguntará si estoy de broma. Es por eso que no lo llamo. No entiende nada. La arena si, y el mar. Crimen perfecto, repiten las olas. ¿Perfecto para quién? En lo que hace a la víctima, no hay duda en absoluto: ahí queda, perfectamente muerta. ¿Y el victimario? A eso me refería, Pablo, a que consideramos “perfecto” al asesino que logra encubrir su hecho, no dejar huellas, escudarse en una coartada. Eso es lo perfecto… un despiadado asesino buen jugador de ajedrez ¡Mira a qué le estamos llamando perfecto! Bueno, en realidad lo que el pobre Pablo me pide es un trabajo que continúe el molde de aquellos escritores que imaginaban ese lugar cerrado en el que nadie podía entrar -ni salir- y en el que se encontraba la victima ya desangrada por la navaja… de un mono (sí, hoy suena un poco absurdo, aunque me encanta Poe), o el cuchillo o el disparo o lo que 6 fuese; la intriga se centraba en descubrir cómo había sido posible el hecho, daba para cien o más páginas y en especial para demostrar la sagacidad del autor. El perfecto era él, señores lectores. Me detengo a conversar con un pescador, ha tirado su línea y espera, espera más allá del tiempo o en un lugar donde el tiempo no hace caso de relojes. Parece atrapado por un estado vegetativo, quizás sueñe con el tiburón que no le será esquivo, la sabrosa corvina… Espera. Sueña. Nadie lo pude culpar por eso. Dejo atrás al pescador porque una nueva idea me asalta sobre la evolución de las especies y don Calderón. Darwin y “La vida es sueño”, quiero decir. Bueno, es así como salen las novelas, al menos las mías: de pensamientos caóticos. Ordenemos: en la época de los románticos parecería que la vida humana gozaba de otro valor y no era tan simple ponerle fin (dejemos de lado las guerras, no entran en este esquema), por lo tanto resultaba imperioso crear situaciones lo más complejas posibles para cometer un simple asesinato. Hoy el mundo ha hecho un giro copernicano: un hombre en la Luna, el corazón que puede cambiarse a voluntad, automóviles que desarrollan la justa velocidad para que el conductor se mate mientras en la misma África, que me regala este viento, miles de personas -sí, personas- tratan de llegar al Mediterráneo y acá, demasiado cerca, tantos otros son abandonados en una miseria estructural. En nuestro tiempo, el valor que damos a la vida, la astucia del matador y la incapacidad de la policía (el viejo Sherlock ha muerto) son una interminable línea de montaje de “crímenes perfectos”. La evolución de las especies. Con sólo abrir el periódico tenemos una lista más extensa de la que pudiera mandarme Pablo. Hoy, para tentar al lector habría que escribir sobre crímenes simples, para los otros, los “perfectos”, tenemos a la vida cotidiana. Pero esto es el borrador de ideas para mi novela, no un panfleto político. Para que no queden dudas: no es necesario ningún cuarto, por más sellado que esté, para que ahora el crimen quede impune. Sea “perfecto”. 7 A esta generación no le interesa el tamaño de la ventana del cuartito de le Rue Morgue y las víctimas; mucho menos el drama de la pobre Matilde en el Cuarto Amarillo, dirán: “algo habrán hecho”, y a otra cosa. Y basta, que ya cayó el sol y es justo lo que esperaba: que la oscuridad me cubriera, que la espuma resaltara su blancura sutil de jabón escapado del lavarropas (esta es una metáfora desagradable) y que yo siga caminando por la arena hasta extenuarme, caer, dormir. Dormir es no estar ni con Pablo ni con María. O con los dos. O con muchos más. Conmigo en una playa desierta, solo, caminando. Ser un pescador que saca del mar una ballena con Jonás adentro mientras yo lo miro y junto caracoles… Por algo Hamlet temía dormir. Tanto preguntarse y no alcanzó a entender que no hay culpa en los sueños. El miedo le ganó. Yo no tengo miedo. Porque la vida es sueño y los sueños, sueños son. Por la mañana me despertaré desconcertado, me costará reconocerme así, tirado en la arena y pensaré si todo mi caminar y hasta el pescador y los caracoles no fueron más que un sueño, o si fue un sueño haberla acuchillado a María, su primer y único grito, ese cuerpo que ya no era ella y se deslizaba con delicadeza a la arena, mi estupor, una mano que es la mía pero que no reconozco como mía, la playa inmensa y tres gaviotas (¿por qué tres gaviotas?), el cielo negro y la arena roja. ¿Dónde, sino en un sueño, se puede encontrar arena roja? 8 PAPEL OLVIDADO “…(al pasado) es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia; se oculta fuera de nuestros dominios y de su alcance, en un objeto material que no sospechamos… y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca…” Rescataste este breve escrito en un papel arrugado, de entre los muchos que condenabas a la destrucción. Te intrigó no recordar que lo hubieses copiado (¿de dónde?) en algún momento; también que lo despreciaras. Ignorabas quién era el autor. Para eso pediste mi ayuda. Sin ninguna razón pensé en El Aleph, en Beatriz Viterbo, en realidad, el personaje enigmático por el que Borges se enfrenta al lugar en que convergen todos los lugares; pero desde luego no era de ahí que provenía. Me contagiaste tu inquietud y rastrillé en mi memoria, sin resultados positivos; luego en mi biblioteca y, decepcionado, volví con las debidas disculpas a mi memoria, que ratificó su negativa con la obstinación a que me tiene acostumbrado. Te pregunté qué tenía de especial la cita y qué era lo que te aferraba a ella. Desde luego, no lo sabías. Lo único que sabías y te atormentaba era que tu amada Beatriz se había ido, jurando no volver a verte. “Beatriz, te das cuenta, después de dos años -nada más y nada menos; un día, toda la vida- perfectos, de armonía, de comprensión… Es increíble. Y justo me encuentro con este papel, te das cuenta”. Admití que no, y que lo más probable fuese que nadie se diera cuenta de lo que trataba de explicar si no comenzaba por explicarlo. No le dije, es cierto, de mi asociación de ese escrito con Beatriz Viterbo; para qué complicar las cosas. “Es que nuestro pasado común se me ha borrado, cuando trato de pensar en qué me equivoqué, en qué cosa, acción, desplante, error…Dónde y cómo se desencadeno esta ruptura… se repiten como en una pesadilla la valija con su ropa, el golpe de la puerta al cerrarse… No puedo pensar en otra cosa”. 9 Tomamos unas copas. Las historias de amor no son mi fuerte, y si para colmo resultan ser desventuradas trato de escapar de ellas, tanto como protagonista cuanto de tercero que se inmiscuye con su mejor voluntad para solucionar el problema desde otra mirada y termina, inevitablemente, perdiendo no un amigo, sino dos. Porque Beatriz y Pablo eran mis amigos desde siempre, quizás desde antes de la Facultad, donde nos conocimos. Quiero decir que nos unía eso que va más allá del tiempo, o que lo deja atrás, sin importancia. Es válido el “desde siempre”. Él era tan buena persona, un amigo, un hermano; y ella… Ella. Me pareció perfecto que se unieran; formaban lo que absurdamente se llama “la pareja perfecta” y así se comportaron, lo fueron y se lo creyeron. Hasta hoy, ésta brumosa noche en que Pablo viene con un papel estrujado como pretexto para descargar su dolor en el amigo. Hubiéramos comenzado por ahí. “Algo ha pasado -atiné a decir- Beatriz no es una histérica que tira platos y revienta puertas. Es una histérica común, de las que amamos”. No le gustó la broma y prefirió continuar con el vino, perfecto fertilizante de lamentos. Antes de que cayera en la melancolía del “percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida”, le aconsejé que lo tomara con calma, que tratara de revisar qué los había separado. Qué había hecho él -sí, élpara que ella tomara tan dura decisión. “Es que no puedo, comprendés, no puedo, tengo la mente en blanco insistía- trato de volver a nuestro pasado y no encuentro nada. La puerta al cerrarse borró mis recuerdos, todo. Quizás mi desesperación… Quizás, no sé; no sé ni puedo encontrar nada donde no hay nada”. Ya era tarde, le recomendé que volviera a su casa, que encontrar ese papel quizás no había sido azaroso y le marcaba un camino: El objeto material que no sospechamos… quizás el objeto mágico estaba ahí, en algún lugar del espacio antes compartido con ella, esperándolo para abrirle los recuerdos que su cofre personal se empeñaba en mantener ocultos. Se fue animado. El azar es siempre tentador. 10