Era la primera primavera después de un largo y duro invierno que

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Era la primera primavera después de un largo y duro invierno que trajo por segunda vez la plaga
llamada DR SAM. El sol tenía el brillo propio de abril, pero el viento parecía haberse quedado
en marzo; rugía por la ladera de la montaña con la ferocidad de un león, y levantaba olas en la
superficie de la rápida corriente del río. Delgados tallos verdes luchaban por abrirse paso entre
los tenaces restos de hielo adosados a las riberas. El agua era casi opaca por el fango y los
desechos que arrastraba corriente abajo, como cada año. Para junio se acabaría el arrastre de
sedimentos y el agua volvería a ser clara como el cristal, hasta el fondo del río.
Desde la silla de sus caballos, Janie Crowe y Tom Macalester -marido y mujer- miraban el
puente que unía los campamentos.
-No lo sé -dijo Tom-. No me gusta el aspecto de lo que hay allá abajo.
-A mí tampoco -respondió Janie.
Se suponía que los trolls gobernaban la tierra que se extendía bajo los puentes del mundo. Pero
debajo del que conectaba Northampton con Hadley había colonias de vagabundos que huían del
DR SAM y que no podían -o no querían- unirse a alguno de los grupos de supervivientes
formados en el valle. Eran los bribones, la mala semilla que nadie quería. Se habían agrupado en
terribles bandas de malhechores que robaban todo lo que podían a quienes necesitaban cruzar el
puente.
Tom miró a un extremo y otro del río.
-Dios, cualquiera habría pensado que a estas alturas alguien había comenzado un servicio de
transbordadores.
-Quizá alguien lo intentó -señaló Janie-. Quizá lo expulsaron.
-No veo ninguna otra manera de cruzar. -Tom señaló río arriba-. En agosto probablemente
habríamos podido hacerlo por el vado que había unos cien metros más arriba. Pero ahora.
La corriente era demasiado veloz, por muy fuertes que fuesen los caballos.
-Creo que entonces tendremos que atravesar el puente.
-Sí, eso creo.
Por un momento, Janie miró hacia el sur a lo largo de la costa. Antes había sido un lugar de
recreo, un lugar maravilloso abierto a todos los que podían llegar allí. Los bajos del río se
extendían bien adentro, así que los niños podían jugar en el agua, que les llegaba a la altura de la
cintura hasta casi unos quince metros de la orilla; las embarcaciones más grandes solo podían
navegar en el centro de la corriente. Se había convertido en un lugar de reunión para pequeñas
embarcaciones de placer de toda clase: piraguas, kayaks, motos acuáticas, lanchas motoras,
pontones. En el calor de agosto, era la mejor manera de pasar un día en Massachusetts.
Ahora era un obstáculo, un frío e imponente desafío. Para llegar a su destino, Tom y Janie
tendrían que cruzarlo.
-Pasamos ahora o nos volvemos -manifestó Tom-. Si queremos aprovechar la luz del día, no
podemos retrasarnos.
Pasaron diez segundos.
-Adelante -dijo Janie.
-De acuerdo -respondió Tom-. Galoparemos a toda velocidad y no nos detendremos.
¿Comprendido?
Su esposa asintió con aire grave.
-De acuerdo. ¿Preparado?
-Preparado.
Tom fustigó su caballo con el látigo de cuero, y el castrado salió como una flecha. Janie clavó las
espuelas a la yegua, que se desprendió de la dócil naturaleza que su amazona había llegado a
amar y se convirtió en un purasangre de carrera.
Los cascos de los caballos retumbaron con estrépito en el puente; debajo de él se despertaron los
renegados y se prepararon para la acción. Mientras Janie y Tom se acercaban a la bajada del
puente, donde se unía con la carretera al otro lado, los trolls que vivían debajo del acero y el
cemento invadieron lo que quedaba de calzada. Avanzaron hacia el centro de esta, por donde
galopaban los caballos, y con sus manos como garras intentaron sujetar a los asustados animales,
buscando cualquier agarradera que les permitiese tumbar al jinete y quedarse con el caballo.
Janie sintió unas manos en el muslo y las apartó con un golpe de látigo. Entonces vio a un
hombre sucio y harapiento que sujetaba el bocado de la yegua. Sacó un pie del estribo y le dio un
puntapié con todas sus fuerzas. El asaltante cayó hacia atrás, con las manos en la mandíbula.
Vio que Tom se había desembarazado de sus atacantes y la esperaba en el borde de la carretera.
-¡Vamos! -la animó-. ¡Ya casi estás aquí!
Incapaz de mirar, Janie cerró los ojos y confió en su caballo. No podía hacer otra cosa.
De alguna manera se encontraron sanos y salvos al otro lado, con los trolls derrotados. por el
momento.
-Eres toda una guerrera -la felicitó Tom.
-No -respondió ella, temblando de pies a cabeza-. No lo soy.
-Pero lo hemos conseguido. Hemos cruzado el puente. El resto del viaje será fácil.
Janie pensó que era una suerte que aún les quedase una hora hasta la biblioteca; necesitaría ese
tiempo para recuperar la compostura y que Myra Ross no la viese en tal estado de nervios. Pero
su ansiedad disminuyó cuando se acercaban al destino.
Y reapareció cuando llegaron, porque el lugar parecía desierto. Janie se ciñó el abrigo mientras
avanzaba con cuidado entre las ramas y hojas amontonadas en la entrada de la biblioteca. Se hizo
sombra con una mano sobre los ojos y miró el vestíbulo a través del cristal esmerilado, con la
esperanza de ver señales de vida. Al no ver a nadie, intentó abrir la puerta.
-Está cerrada -le dijo a su marido. Golpeó para ver si alguien la atendía, pero no apareció nadie.
Volvió a golpear, esta vez más fuerte, con el puño enguantado-. No hay nadie.
Tom se apeó del caballo.
-¿Hay una entrada trasera?
-Sí, pero es una salida de incendios -repuso Janie-; no se puede abrir desde el exterior.
-Muy bien, déjame que pruebe -dijo Tom. Movió el pomo con todas sus fuerzas, pero no cedió.
Miró a su esposa con una expresión desconsolada-. ¿De verdad quieres entrar?
-Para eso hemos venido hasta aquí.
-Puedo romper el cristal, pero entonces el lugar ya no será seguro.
Janie miró la puerta durante unos momentos, y pensó en los tesoros que había en el interior. Para
el ladrón vulgar, los libros y los manuscritos tendrían poco valor. Solo un conservador de
antigüedades tendría interés en ellos.
-Si está aquí -dijo Janie-, nos la llevaremos con nosotros, así no tendremos que preocuparnos por
ella. Si no está. no lo sé.
Las cosas que colecciona no se pueden reemplazar.
-Al igual que ella -repuso Tom.
Janie apretó la nariz contra el cristal y miró una vez más.
Una pequeña figura se movió entre las sombras.
-¡Veo a alguien! -Llamó con fuerza, pero la figura no reapareció. Se volvió hacia su marido-.
Tendremos que entrar.
-Vale -dijo Tom, que sacó su revólver-. Apártate.
Disparó al cristal de la puerta, cerca del pomo. El cristal se rajó, pero no se rompió.
-¡Maldita sea! No bromeaba cuando dijo que este lugar estaba blindado. ¿Estás convencida de
que quieres hacer esto?
-Sí.
-De acuerdo. Solo quería estar seguro antes de usar balas que no podremos reponer.
Disparó una vez más contra el pomo. El eco del disparo resonó en sus oídos y aparecieron más
grietas, pero el cristal resistió. Mascullando para sus adentros, Tom cogió la cuerda que llevaba
en el arzón de la silla. La dobló, la deslizó por el pomo de la puerta y la volvió a atar alrededor
del arzón. Luego montó de nuevo y clavó las espuelas. El animal arrancó con un relincho de
protesta. A los pocos pasos la puerta se abrió y los cristales cayeron como placas de hielo sobre
el suelo de cemento.
Janie pasó sobre los cristales y probó las puertas interiores, que se abrieron sin dificultad. Tom
ató los caballos, y después él y Janie entraron en el vestíbulo.
-¡Hola! -llamó Janie.
Su voz resonó en las paredes desnudas; ya no había objetos expuestos como la última vez que
había estado allí, en el pasado.
Anduvieron unos pocos metros por el vestíbulo principal. De pronto, Tom sujetó el brazo de
Janie para detenerla y señaló a su izquierda.
Janie miró hacia donde le señalaba. En la penumbra era difícil distinguir detalles, pero vio un
movimiento. Una cabeza asomó por una puerta y después desapareció con la misma velocidad.
-Tú quédate aquí -dijo Tom en voz baja.
Janie lo sujetó por el brazo y susurró:
-Donde vas tú, voy yo.
Él sabía que no era prudente protestar, así que avanzaron silenciosamente por el vestíbulo, bien
pegados a la pared, hasta llegar al hueco de la puerta.
Con el arma levantada, Tom asomó la cabeza y distinguió una figura pequeña y delgada.
-Hola.
Una voz ronca pero desafiante respondió:
-No se acerque. Tengo un arma. Aquí no hay nada más que libros viejos, así que márchese.
El acento era inconfundible.
-¡Oh, Dios mío, Myra! Soy yo, Janie, y Tom está conmigo.
Siguió un largo gemido de incredulidad. Janie entró en la habitación antes de que su amiga de
antaño hablase de nuevo.
-¡Alto! ¡Por favor! ¡No te acerques más!
-Pero ¿por qué.?
-Estoy enferma.
Janie se detuvo en el acto, y lo mismo hizo Tom. Ambos se pusieron las máscaras que llevaban
colgadas alrededor del cuello.
Se encendió una cerilla, y Myra Ross prendió una vela. Levantó la luz hasta alumbrar su rostro.
Janie no pudo evitar una exclamación de sorpresa. Dio otro paso adelante.
-Quizá te pueda ayudar.
Myra soltó una amarga carcajada.
-Dime, mi «hija» doctora, ¿has podido ayudar a alguien más con este problema?
Janie no necesitó responder.
-¿Cuánto tiempo llevas enferma? -preguntó en voz baja.
-Desde anoche.
Solo unas horas, y ya estaba así; no se contaría entre los que duraban varios días. Se iría rápido.
Janie sabía que era una bendición.
-Myra, lo siento muchísimo.
-Sí. Yo también. Después de todo lo que he pasado, ahora me pilla esto. Que acabará conmigo.
-Quizá no lo haga -replicó Janie, expresando una esperanza que no sentía de verdad-. Algunas
personas mejoran.
-No las señoras mayores. No, esta vez me ha llegado la hora. -Tosió en la mano y se limpió la
flema en el pantalón-. Mi madre, que en paz descanse, se habría escandalizado de haberme visto
hacer esto. Pero se me han acabado los pañuelos. ¿Vienes a visitarme, o te trae algún otro
asunto?
Janie y Tom cruzaron una mirada y se entendieron en silencio. El plan de llevarse a Myra a su
campamento ya no tenía sentido. Finalmente, Tom dijo:
-Hemos venido a recoger el libro, si estás dispuesta a dárnoslo. Sabes que nosotros lo cuidaremos
bien.
-¿Dispuesta? -Hizo un pequeño esfuerzo por reírse-. Ahora mismo me pondría de rodillas para
darle gracias a Dios, si creyese que luego me podría levantar. Por favor, lleváoslo. Moriré feliz
sabiendo que está en buenas manos. -Tosió con más fuerza que unos minutos antes, y el sonido
fue como el de una matraca. Myra se puso una mano en el pecho-. Me está llenando los
pulmones -dijo, y jadeó en busca de aire-. Ahora puedo sentirlo de verdad.
(...)
(c) 2006, Ann Benson
(c) 2007, Alberto Coscarelli Guaschino, por la traducción
(c)2008, Random House Mondadori, S.A. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
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