Primeras páginas - La esfera de los libros

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CONQUISTADOR
La historia épica de Kublai Khan,
nieto de Gengis
QUINTO VOLUMEN
Traducción
teresa martín lorenzo
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I
L
a tormenta bramaba sobre la ciudad de Karakorum y, en la
oscuridad, la intensa lluvia había transformado en torrentes
sus calles y avenidas. Al otro lado de las gruesas murallas,
miles de ovejas se apiñaban en sus rediles. El aceite de su
vellón las protegía de la lluvia, pero sus dueños no las habían dejado
ir a pastar y, acuciadas por el hambre, emitían quejosos balidos. A
intervalos, una o varias ovejas se subían sin darse cuenta sobre sus
compañeras, creando un montón de pezuñas pataleantes y ojos desorbitados que, al poco, volvía a deshacerse de nuevo en la masa
temblorosa del rebaño.
Numerosas lámparas chisporroteantes, colocadas sobre las
murallas exteriores y las puertas de entrada, iluminaban el palacio
del khan. En el interior, el sonido del aguacero era como un grave
rugido cuya intensidad crecía y disminuía en oleadas. Cortinas de
agua inundaban los claustros, mientras los sirvientes, reunidos en
grupos, se asomaban a los patios y jardines, atrapados en la muda
fascinación que despierta la lluvia. Habían abandonado sus tareas
hasta que amainara la tormenta y sus ropas empezaban a despedir
un desagradable olor a lana y seda mojadas.
Guyuk estaba irritado, y el sonido de la lluvia no hacía más
que incrementar su agitación, como si alguien hubiera interrumpido
sus pensamientos tarareando una canción. Con cuidado, le sirvió
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una copa de vino a su invitado y se alejó de la ventana abierta, donde
la humedad ya había oscurecido el alféizar. El hombre que había
hecho venir ante él, nervioso, recorría con la mirada la sala de audiencias. Guyuk supuso que su tamaño resultaría imponente para
una persona más habituada a las bajas gers de las llanuras. Se acordó
de sus primeras noches en el silencioso palacio, abrumado por la idea de
que un peso tan enorme de piedra y tejas a la fuerza acabaría derrumbándose sobre él y aplastándole. Ahora se reía de ese tipo de cosas,
pero notó cómo, en varias ocasiones, la mirada de su invitado se
alzaba un instante hacia el techo. Guyuk sonrió. Su padre, Ogedai, había soñado el sueño de un gran hombre cuando construyó
Karakorum.
Mientras Guyuk depositaba la jarra de vino de piedra en la
mesa y regresaba junto a su invitado, la intensidad de sus pensamientos transformó su boca en una fina línea. Su padre no había
tenido la necesidad de halagar a los príncipes de la nación, de sobornar, rogar y amenazar solo para que le concedieran el título que era
suyo por derecho.
—Prueba esto, Ochir —dijo Guyuk, entregándole a su primo
una de las dos copas—. Es más suave que el airag.
Estaba tratando de mostrarse cordial con un hombre al que
apenas conocía. Pero Ochir era uno de los cientos de sobrinos y nietos del khan, hombres cuyo respaldo Guyuk necesitaba. El padre de
Ochir, Kachiun, había sido un personaje de renombre, un general
cuyo recuerdo todavía se reverenciaba.
Ochir le hizo la cortesía de beber sin vacilar, apurando la copa
en dos grandes tragos y eructando al final.
—Es como agua —respondió Ochir, pero volvió a alargar la
copa hacia Guyuk.
La sonrisa de Guyuk se convirtió en una mueca tensa. Uno de
sus compañeros se alzó en silencio y trajo la jarra de vino, rellenando
las copas de ambos. Guyuk se acomodó en un diván alargado enfrente de Ochir, haciendo un esfuerzo por relajarse y ser agradable.
—Seguramente te imaginas por qué te he pedido que vengas a
visitarme esta tarde, Ochir —dijo Guyuk—. Perteneces a una buena
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familia, una familia influyente. Estuve presente en el funeral de Kachiun allá en las montañas.
Ochir, interesado, se echó hacia delante en su asiento.
—Mi padre habría lamentado no ver las tierras a las que fuisteis —dijo Ochir—. Yo no… no le conocía demasiado bien. Tenía
muchos hijos. Pero sé que quería estar junto a Tsubodai en la gran
marcha hacia el oeste. Su muerte fue una terrible pérdida.
—¡Por supuesto! Era un hombre de honor —coincidió Guyuk
enseguida. Quería tener a Ochir de su parte y un par de cumplidos
vacíos no le hacían daño a nadie. Respiró hondo—. En parte, es debido a tu padre por lo que te he pedido que vinieras. Esa rama de las
familias te considera su líder, ¿no es así, Ochir?
Ochir desvió la mirada hacia la ventana, donde la lluvia seguía
tamborileando sobre los alféizares como si no fuera a cesar jamás.
Estaba vestido con un simple deel, que llevaba sobre unas calzas y
una túnica. Sus botas estaban gastadas y desprovistas de ornamentos. Incluso su sombrero resultaba inapropiado para la opulencia del
palacio. Manchado del aceite de su pelo, su gemelo podría haberse
hallado sobre la cabeza de un pastor cualquiera.
Con cuidado, Ochir posó su copa en el suelo de piedra. Su
semblante poseía una determinación que a Guyuk realmente le recordaba a su difunto padre.
—No sé lo que quieres, Guyuk. Lo mismo les he dicho a los
hombres de tu madre cuando han venido a cubrirme de regalos.
Cuando se celebre la reunión, daré mi voto en el momento en que lo
hagan los otros. No antes. No voy a precipitarme o dejarme persuadir para hacer una promesa. He intentado dejárselo claro a todo aquel
que me ha preguntado.
—Entonces, ¿no prestarás juramento ante el propio hijo del
khan? —preguntó Guyuk. Su voz se había tornado áspera. El vino
tinto había sonrojado sus mejillas y Ochir vaciló al notarlo. A su
alrededor, como perros inquietos ante una amenaza, los compañeros
de Guyuk se removieron en sus asientos.
—No he dicho eso —contestó Ochir con precaución. Estaba
empezando a sentirse cada vez más incómodo rodeado por aquellos
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hombres y decidió marcharse en cuanto se le presentara la ocasión.
Al ver que Guyuk permanecía callado, siguió explicándose.
—Tu madre ha gobernado bien como regente. Nadie se atrevería a negar que ha mantenido a la nación unida, mientras que muchos otros habrían tenido que ver cómo se rompía en mil pedazos.
—Ninguna mujer debería gobernar la nación de Gengis —respondió Guyuk con sequedad.
—Quizá. Aunque lo ha hecho, y bien. Las montañas no se han
derrumbado —Ochir sonrió ante sus propias palabras—. Estoy de
acuerdo en que con el tiempo tenemos que nombrar un khan, pero
debe ser alguien que cuente con las lealtades de todos. No debería
haber ninguna lucha por el poder, Guyuk, como la que hubo entre
tu padre y su hermano. La nación es demasiado joven para sobrevivir a una guerra entre príncipes. Cuando haya un hombre a quien la
nación prefiera de forma clara, le daré mi voto.
Guyuk estuvo a punto de ponerse de pie, incapaz de controlarse.
¡Tener que soportar que le dieran un sermón así, como si no entendiera nada, como si no llevara dos años esperando lleno de frustración!
Ochir le estaba observando y lo que vio le hizo fruncir el ceño.
Una vez más, lanzó una mirada disimulada al resto de hombres que
ocupaban la estancia. Eran cuatro. Tras haber sido cacheado minuciosamente a la entrada, no llevaba armas. Ochir era un joven serio
y no se sentía a gusto entre los compañeros de Guyuk. Había algo en
la forma en que le miraban… como un tigre miraría a una cabra
amarrada a una estaca.
Guyuk se puso en pie despacio y se dirigió hacia la jarra de
vino, que seguía en el suelo. La levantó, sintiendo su peso.
—Estás sentado en la ciudad de mi padre, en su hogar, Ochir
—dijo—. Soy el hijo primogénito de Ogedai Khan. Soy el nieto del
gran khan y, aun así, te niegas a prestar tu juramento de lealtad ante
mí, como si estuviéramos regateando por una buena yegua.
Le tendió la jarra, pero Ochir cubrió su copa con la mano, negando con la cabeza. Era evidente que tener a Guyuk tan cerca, de
pie junto a él, había puesto nervioso al joven mongol. Sin embargo,
habló con firmeza, sin dejarse intimidar.
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—Mi padre sirvió al tuyo con lealtad, Guyuk. Pero hay otros.
Está Baidar en el oeste…
—Baidar, que gobierna sus propias tierras y no tiene ningún
derecho sobre estas —le cortó Guyuk con hosquedad.
Ochir dudó un momento y luego continuó:
—Si tu padre te hubiera nombrado en su testamento, sería
más fácil, amigo. La mitad de los príncipes de la nación ya te habría
jurado lealtad.
—Era un testamento antiguo —dijo Guyuk. De modo apenas
perceptible, su voz sonó un tono más grave y sus pupilas se agrandaron, como si solo viera oscuridad. Se le aceleró la respiración.
—También está Batu —añadió Ochir, con la voz cada vez más
tensa—, el mayor de los descendientes del linaje de Gengis, o incluso Mongke, el hijo mayor de Tolui. Hay otros que también tienen
derecho al khanato, Guyuk, no puedes esperar…
Con un movimiento destemplado, Guyuk levantó la jarra de
piedra y sus nudillos se tornaron blancos alrededor de la pesada asa.
Ochir alzó la vista hacia él, repentinamente asustado.
—¡Espero lealtad! —gritó Guyuk y golpeó fuertemente a
Ochir en la cara con la jarra, haciendo que su cabeza girara con brusquedad hacia un lado. Por encima de los ojos de Ochir, empezó a
manar sangre de un corte en la carne y este levantó las manos para
defenderse de nuevos golpes. Guyuk avanzó hacia el bajo diván, poniéndose a horcajadas sobre Ochir, y volvió a dejar caer la jarra sobre él. Con el segundo golpe, se abrió una grieta en las paredes de
piedra y Ochir gritó pidiendo ayuda.
—¡Guyuk! —exclamó uno de sus compañeros, escandalizado.
Todos ellos se habían puesto en pie, pero no se atrevían a intervenir. Los dos hombres luchaban sobre el sofá. La mano de Ochir
había encontrado la garganta de Guyuk. Tenía los dedos resbaladizos de sangre y Ochir no pudo mantener la presión mientras la jarra caía una y otra vez, hasta que se rompió y, de pronto, todo cuanto Guyuk sostenía en la mano era el óvalo del asa, mellado y con
picos. Guyuk jadeaba como un animal, eufórico. Con la mano libre,
se limpió la sangre de la mejilla.
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El rostro de Ochir era un amasijo rojo y tenía solo un ojo
abierto. Sus manos volvieron a levantarse, pero ya sin fuerza. Riéndose, Guyuk las retiró con un manotazo, fácilmente.
—Soy el hijo del khan —dijo Guyuk—. Di que me darás tu
respaldo. Dilo.
Ochir no podía hablar. La sangre le había obstruido la garganta y se atragantó con violencia, mientras su cuerpo se agitaba, sacudido por terribles espasmos. De sus labios entreabiertos brotó un
estertor gorgoteante.
—¿No? —continuó Guyuk—. ¿Ni siquiera eso me vas a dar?
¿Algo tan pequeño como eso? Entonces, tú y yo hemos terminado,
Ochir —y dejó caer la dentada asa sobre Ochir mientras sus compañeros observaban horrorizados. El sonido gorgoteante se desvaneció
y Guyuk se levantó, soltando el trozo de piedra. Bajó la vista y se
miró la ropa con asco, dándose cuenta de repente de que estaba cubierto de la sangre de Ochir, que le había salpicado el pelo y le había
dejado una gran mancha viscosa en el deel.
Sus ojos enfocaron, regresando de muy lejos. Entonces vio las
bocas abiertas de sus compañeros, tres de los cuales estaban de pie
con cara de bobos. Solo uno de ellos se había quedado pensativo,
como si hubiera presenciado una discusión en vez de un asesinato.
La mirada de Guyuk se posó en él. Gansukh era un guerrero alto y
joven del que se decía que era el mejor arquero entre los hombres de
Guyuk. Él fue el primero en hablar, con voz y expresión serenas.
—Le echarán de menos, mi señor. Déjame que me lo lleve
antes de que se haga de día. Si lo dejo en algún callejón de la ciudad,
su familia pensará que ha sido atacado por algún ladrón.
—Mejor sería que no le encontraran jamás —dijo Guyuk. Se
frotó las salpicaduras de sangre de la cara, pero sin mostrarse irritado. Su ira se había evaporado y se sentía completamente en calma.
—Como desees, mi señor. Están construyendo un nuevo alcantarillado en el barrio sur…
Guyuk alzó la mano para atajarle.
—No necesito saberlo. Haz que desaparezca, Gansukh, y tendrás mi gratitud —se volvió hacia los demás hombres—. ¿Y bien?
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¿Se va a encargar Gansukh de solucionarlo él solo? Uno de vosotros
tiene que hacer que se vayan mis criados. Cuando os pregunten, diréis que Ochir se marchó pronto. —Sonrió a través de las manchas
de sangre—. Decidles que me prometió su voto en la reunión, que
hizo un juramento solemne. Quizá ese necio pueda beneficiarme
de muerto como no quiso hacer en vida.
Sus compañeros se pusieron en marcha y Guyuk se alejó de
ellos, dirigiéndose a un baño al que podía llegar sin cruzar ningún
pasillo principal. Durante un año o más, no se había lavado sin la
ayuda de sus sirvientes, pero la sangre que tenía pegada a la piel le
picaba y quería lavarse. Los problemas que le habían enfurecido al
principio de la tarde parecían haberse volatilizado y caminaba con
zancadas ligeras. El agua estaría fría, pero era un hombre que se había bañado en ríos helados desde una edad temprana. El frío le dejaría la piel tersa y le tonificaría, recordándole que estaba vivo.
Guyuk estaba desnudo dentro de una bañera de hierro de diseño
Chin en cuyo borde se retorcían unos dragones ornamentales. Mientras levantaba un cubo de madera lleno de agua y se lo vaciaba sobre
la cabeza, no oyó cómo se abría la puerta. El agua estaba helada: soltó un grito ahogado y, sacudido por un escalofrío, notó cómo se le
encogía el pene. Cuando abrió los ojos, dio un respingo al ver a su
madre de pie en la habitación. Giró la vista hacia el montón de ropa
que había dejado tirada en el suelo. La sangre de la ropa ya se había
mezclado con el agua y por el suelo de madera corrían varios hilos
teñidos de rojo.
Guyuk depositó el cubo con cuidado. Torogene era una mujer
alta y fuerte, y parecía llenar por completo la pequeña estancia.
—Si deseas verme, madre, estaré limpio y vestido en unos
momentos. —Guyuk vio que su mirada se posaba en el remolino de
agua ensangrentada del suelo y retiró la vista, cogió el cubo y lo
volvió a llenar con el agua rosada de la bañera. El palacio contaba con
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sus propios desagües, que habían sido especialmente construidos por
expertos Chin con cañerías de cerámica endurecida al fuego. Cuando
quitara el tapón, el incriminatorio líquido se perdería por debajo de
la ciudad, mezclándose con las heces y la inmundicia de las cocinas
y nadie sabría nada jamás. Un canal discurría junto a Karakorum y
Guyuk suponía que sería allí adonde iría a parar el agua, o a algún
profundo hoyo donde podría ser absorbida por la tierra. Ni conocía
los detalles ni le importaban.
—Pero ¿qué has hecho? —preguntó Torogene. Su rostro empalideció mientras se paraba junto al montón de ropa y recogía su
túnica, empapada y arrugada.
—Lo que tenía que hacer —contestó Guyuk. Todavía estaba
temblando y lo que menos le apetecía era que le interrogaran—. No
es nada que te ataña. Haré que quemen estas ropas. —Guyuk alzó el
cubo una vez más, pero se cansó del escrutinio de su madre. Lo soltó
y salió del baño.
—He pedido que me traigan ropa limpia, madre. Ya la deben
haber llevado a la sala de audiencias. A menos que pienses quedarte
ahí parada mirándome todo el día, a lo mejor podrías ir a recogerla.
Torogene no se movió.
—Eres mi hijo, Guyuk. Me he esforzado por protegerte, por
conseguir aliados para tu causa. En una sola noche, ¿cuántos de mis
logros has anulado? ¿Acaso crees que no sé que habías invitado a
Ochir a venir aquí? ¿Que nadie le ha visto marcharse? ¿Es que eres
un idiota, Guyuk?
—Así que me has estado espiando —replicó Guyuk. Intentó erguirse y parecer despreocupado, pero los temblores se acrecentaron.
—Saber lo que sucede en Karakorum forma parte de mis funciones. Conocer cada trato y cada pelea… o cada error, como el que
has cometido tú esta noche.
Exasperado por su altivo tono de reprobación, Guyuk renunció a seguir fingiendo.
—Ochir nunca me habría apoyado, madre. No perdemos nada
con su desaparición, al contrario, puede que con el tiempo llegue a
beneficiarnos.
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—¿Eso crees? —preguntó Torogene—. ¿Crees que me has facilitado el trabajo, eh? Entonces, ¿es que he criado a un idiota? Sus
familias, sus amigos, sabrán que se presentó desarmado ante ti y que
ha desaparecido.
—No encontrarán el cadáver, madre. Supondrán…
—¡Supondrán la verdad, Guyuk! Que eres un hombre en el
que no se puede confiar. Que eres el único de toda la nación cuya
oferta de hospitalidad no garantiza la seguridad del invitado. Que
eres un perro salvaje capaz de matar a un hombre que ha bebido té
contigo en tu propia casa.
Abrumada por la ira, Torogene abandonó la habitación. Guyuk apenas tuvo tiempo de reflexionar sobre lo que le había dicho
antes de que regresara y, con brusquedad, le pusiera en las manos un
montón de ropa seca.
—Durante más de cuatro años —prosiguió—, he dedicado
cada día a congraciarme con todo el que pudiera convertirse en tu
seguidor. Los tradicionalistas a quienes podía apelar para defender
que deberías ser tú quien gobernara la nación basándome en que
eres el hijo mayor del khan. He sobornado a hombres con tierras,
caballos, oro y esclavos, Guyuk. He amenazado con revelar sus secretos a menos que recibiera sus votos en una reunión. Y todo eso lo
he hecho para honrar a tu padre y todo lo que construyó. Su linaje
debería heredar el khanato, y no los hijos de Sorhatani o Batu o
cualquiera de los demás príncipes.
Guyuk se vistió a toda prisa, colocándose el deel con brusquedad sobre la túnica y ciñéndoselo con un cinturón.
—¿Quieres que te dé las gracias? —respondió él—. Tus planes
y tus ardides todavía no me han hecho khan, madre. Tal vez si hubieran funcionado, no habría actuado por mi cuenta. ¿Es que creías
que iba a quedarme esperando eternamente?
—No creí que pudieras matar a un buen hombre en la casa de
tu padre. No me has ayudado esta noche, hijo mío. Estoy tan cerca.
Todavía no sé cuánto perjuicio has causado, pero si esto sale de
aquí…
—No saldrá.
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—Pero si sale, habrás fortalecido las pretensiones al khanato
de todos los demás hombres en la línea de sucesión. Dirán que no
posees más derechos sobre este palacio, sobre esta ciudad, que Batu.
Guyuk apretó los puños, lleno de frustración.
—Siempre él. Oigo su nombre todos los días. Ojalá hubiera
estado aquí esta noche… Habría quitado una piedra de mi camino.
—Él nunca se presentaría ante ti desarmado, Guyuk. No sé lo
que le dijiste o hiciste en el camino de vuelta a casa, pero es evidente que
ahora me resultará más difícil lograr que recibas tu herencia.
—No hice nada. ¡Y no es mi herencia! —rugió Guyuk—.
Todo esto habría sido mucho más fácil si mi padre me hubiera nombrado en su testamento. ¡Ese es el origen de todos estos problemas!
En vez de eso, no me dejó más opción que competir con todos los
demás, como una jauría de perros peleando para conseguir un trozo
de carne. Si no hubieras asumido la regencia, estaría ahí fuera, en las
gers, contemplando con envidia la ciudad de mi propio padre. A pesar de todo, le admiras. ¡Soy el primogénito del khan, madre! Y, sin
embargo, tengo que regatear y sobornar para conseguir lo que es
mío por derecho. Si hubiera sido la mitad del hombre que tú crees
que fue, habría tenido eso en cuenta antes de su muerte. Tuvo suficiente tiempo para incluirme en sus planes.
Torogene percibió el dolor en el rostro de su hijo y su ira desapareció. Suavizó su actitud y avanzó hacia él, abrazándole con un
gesto automático para aliviar su pena.
—Tu padre te quería, hijo mío. Pero estaba obsesionado con su
ciudad. Vivió con la muerte sobre los hombros durante mucho tiempo. Luchar contra ella agotó sus fuerzas. No tengo ninguna duda de
que su deseo habría sido hacer algo más por ti.
Guyuk apoyó la cabeza en el hombro de su madre, mientras
por su mente pasaban crueles y fríos pensamientos. Todavía necesitaba a su madre. La nación había aprendido a respetarla durante los
años de su regencia.
—Siento haber perdido los estribos esta noche —murmuró.
Emitió un sonido que imitaba un sollozo y su madre le abrazó con
más fuerza—. Es que lo deseo tanto que no puedo soportarlo, madre.
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Todos los días les veo mirándome, preguntándose cuándo podrán
convocar la reunión. Les veo sonriendo mientras piensan en mi derrota.
Torogene le acarició el pelo mojado, alisándolo con la mano.
—Shhh. Tú no eres como ellos —dijo—. Nunca has sido un
hombre corriente, Guyuk. Como le ocurría a tu padre, tus sueños
son más grandiosos que los de los demás, lo sé. Ya cuentas con el
apoyo del hijo de Sorhatani, Mongke. Fuiste lo suficientemente inteligente como para pedirle que prestara juramento de lealtad ante ti
en el campo de batalla. Sus hermanos no desobedecerán a su madre.
Esa es la clave de nuestra posición. Por otro lado, en el oeste, Baidar
ha recibido a mis emisarios. Tengo confianza en que, con el tiempo,
votará por ti. ¿Comprendes ahora lo cerca que estamos? Cuando
Baidar y Batu nombren a su verdadero príncipe, convocaremos a la
nación.
Torogene notó cómo el cuerpo de Guyuk se ponía tenso al
oírle mencionar el nombre que había llegado a odiar.
—Cálmate, Guyuk. Batu es solo un hombre y no ha abandonado las tierras que le fueron concedidas. Con el tiempo, los príncipes que contaran con él verán que está satisfecho siendo un señor
feudal ruso, que no ambiciona gobernar Karakorum. Entonces, vendrán a pedirte que los lideres. Te lo prometo, hijo mío. Ningún otro
hombre será khan mientras yo viva. Solo tú.
Guyuk se separó de ella y la miró a la cara. Torogene vio que
tenía los ojos enrojecidos.
—¿Cuánto tiempo más tengo que esperar aún, madre? No
puedo esperar para siempre.
—He enviado unos mensajeros al campamento de Batu otra
vez. Le he prometido que reconocerás sus tierras y sus títulos, mientras él viva y durante las próximas generaciones.
La cara de Guyuk se arrugó en una mueca contrariada.
—¡Pero es que no las reconozco! ¡El testamento de mi padre
no ha sido escrito en el cielo! ¿Acaso debería dejar a un hombre como
Batu rondando libremente junto a mis fronteras? ¿Comiendo los más
ricos alimentos y cabalgando tranquilamente sobre yeguas blancas?
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¿Debería permitir que los guerreros de su Horda de Oro engorden y
tengan hijos mientras yo entablo batallas sin ellos? No, madre. O
bien está bajo mi mando o haré que le destruyan.
Torogene le dio una bofetada en la cara. El golpe fue tan fuerte que le echó la cabeza hacia un lado. Mientras una mancha roja se
extendía por su mejilla, Guyuk se quedó mirando a su madre con
expresión atónita.
—Por eso te dije que no debías tratar de ganarte el favor de los
príncipes tú mismo, Guyuk. Te dije que confiaras en mí. Escucha. Y
escucha con tu corazón y con tu mente, no solo con las orejas. Cuando seas khan, tendrás todo el poder, todos los ejércitos. Tu palabra
será ley. Ese día, las promesas que he hecho por ti serán polvo si
decides hacer caso omiso de ellas. ¿Me entiendes ahora? —aunque
estaban solos, el volumen de su susurrante voz descendió todavía
más para que nadie pudiera oírla—. Le prometería a Batu la inmortalidad si pensara que eso haría que se presentara en la asamblea.
Durante dos años, ha enviado sus excusas a Karakorum. No se atreve a negarse ante mí abiertamente, pero me hace llegar cuentos de
heridas o achaques, diciendo que no puede viajar. Entretanto, no
deja de observar a ver qué sucede con la ciudad blanca. Es un hombre
inteligente, Guyuk, nunca lo olvides. Los hijos de Sorhatani no tienen ni la mitad de su ambición.
—Entonces estás negociando con una serpiente, madre. Ten
cuidado de que no te muerda.
Torogene sonrió y contestó:
—Todo tiene un precio, hijo mío, y eso incluye a todos los
hombres. Simplemente, tengo que averiguar cuál es el precio de
este.
—Te podría haber aconsejado —replicó Guyuk en tono malhumorado—. Conozco bien a Batu. Tú no estabas con nosotros
cuando cabalgamos hacia el oeste.
Torogene chasqueó la lengua, impaciente.
—No tienes por qué saberlo todo, Guyuk. Lo único que tienes
que saber es que si Batu accede, estará en la asamblea del verano. Si
acepta la oferta, tendremos suficientes príncipes respaldándonos
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para convertirte en khan. ¿Ves ahora por qué no deberías haber actuado por tu cuenta? ¿No te das cuenta de lo que has puesto en peligro? ¿Qué importa la vida del jefe de una familia en comparación
con esto?
—Lo siento —respondió Guyuk, bajando la cabeza—. No me
has mantenido al tanto de lo que hacías y estaba enfadado. Deberías
haberme incluido en tus planes. Ahora que los conozco un poco más,
puedo ayudarte.
Torogene contempló a su hijo, con todos sus defectos y debilidades. Aun así, le amaba más que a la ciudad que los rodeaba, más
que a su propia vida.
—Ten fe en tu madre —dijo—. Serás khan. Prométeme que
no habrá que quemar más ropa manchada de sangre. Que no habrá
más errores.
—Te lo prometo —contestó Guyuk, aunque su mente ya estaba repasando todos los cambios que tendrían lugar cuando fuera
khan. Su madre le conocía demasiado bien para poder sentirse cómodo con ella cerca. Le encontraría una casita lejos de la ciudad donde pudiera pasar sus últimos días. Guyuk sonrió al imaginárselo y
ella se animó al ver su sonrisa, reconociendo de nuevo al muchacho
que su hijo había sido una vez.
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