2º Premio Narrativa Corta Título : « Un intruso ocasional » Autor : Dª. Amparo Grifol Cuando apareció Pablo tras su acostumbrado viaje de los fines de semana, toda mi fantasía del momento anterior se vino abajo y sentí que la sangre me subía al rostro. Creo que no lo notó o, por lo menos, no lo encontró extraño, porque últimamente me “nota rara”, dice él, y un sofoco más o menos no le sorprende. Afortunadamente venía cansado como siempre, después de dos días de “ajetreado trabajo”, de comidas con proveedores, de entrevistas y regateos con posibles clientes..., así que nos metimos en la cama y él se durmió enseguida. No me ocurrió a mí lo mismo, que no paré de darle vueltas sobre si debía o no contarle lo sucedido. Siempre he pensado que ha de haber transparencia entre la pareja, pero... Miraba a Pablo durmiendo plácidamente y me giré hacia él para acariciarle la cabeza. Y observándole con una mirada indulgente, nueva, con ternura al fin, en medio de una sensación grata, me quedé dormida. Pero hoy al despertar a la clara luz del día, viendo el rostro aniñado de mi marido durmiendo aún, confiado y tranquilo, he notado encendido de nuevo el rostro. Aunque ¿por qué?. Después de todo no ha pasado nada inconfesable; más bien se trata de una anécdota sin consecuencia; pero ¿y si después piensa que hubo algo más?. Sigo paso a paso lo ocurrido hasta lo que mi entendimiento, embotado aún, alcanza y aparte de lo insólito, no queda gran cosa. Primero el pavor que con una sacudida recorrió mi cuerpo entero, al oír pasos en el salón. Luego el impulso instintivo de correr hacia la camita de Laura y el rápido salto del hombre encapuchado cortándome el paso. Me cruzó las manos por detrás atenazándomelas con una de las suyas, mientras que con la otra me tapaba la boca impidiéndome gritar. Me vi obligada a caminar mientras escuchaba: “Hacia la caja fuerte, ligera... sé que hay una. Venga” Todo fue instantáneo. Casi a rastras pude llegar hasta la caja que me obligó a abrir, quitó su mano de mi boca y grité aterrorizada: pero él ejerció tal presión por detrás que pensé que me convenía callar. Cerré los ojos aclamándome al cielo, le oí vaciar el contenido de la caja y luego me empujó hacia el teléfono para arrancar el cable. Entonces me soltó, y cuando huía hacia la habitación de Laura, la vi abalanzarse para agarrarse a mis temblorosas piernas. En ese momento algo extraordinario debió ocurrir para que cambiara el aspecto de la situación. La niña se soltó de mí encaminándose hacia el intruso confiadamente. Yo le miré también con su rostro descubierto ya y, al verlo así iluminado por aquella sonrisa amplia y cordial, me di cuenta de que se trataba de un hombre apuesto. Sí, decididamente su porte arrogante y su cara de tez morena y ojos azules le hacían sumamente atractivo. Laura, muy tranquila le preguntaba: ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?. “Soy el mago Raúl, amigo de tu mamá y tengo una hijita como tú”. “¿Cómo se llama tu hijita?”. “Se llama Lourdes y es muy guapa también”, contestó el hombre al tiempo que, en cuclillas ante la niña, le “sacaba” de la oreja un caramelo. Y casi sin interrupción, con unas manos ligerísimas fue haciendo juegos de magia, sacando ahora una carta de baraja, luego otra y otra... y luego la baraja entera con la que hizo increíble malabarismo. A Lauri, completamente encandilada, se le humedecían los ojos de gozo y reía sin parar hasta que, rendida de sueño, ese hombre extraño la tomó en sus brazos y la llevó a la cama. Yo no sé que resorte había operado en mí, que no hacía ni decía nada. Estaba embobecida, aunque temblorosa aún por la tensión padecida. El intruso de mirada profunda, no se mostraba ya amenazante. Apoyado en el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos, me miraba con cierta ironía en sus ojos. “Es una niña preciosa, se parece a usted”, dijo en tono guasón. Le miraba de soslayo pero seguía callada. Luego él me pidió algo de comer y me dejó ir sola a la cocina. Allí urdí el plan de “servirle” junto con el bocadillo de fiambre, una copa de vino con una dosis de somnífero dentro. Los llevaba en el bolsillo porque últimamente cuando Pablo me deja con esas enormes dudas cada vez que sale fuera, tengo que tomar una pastilla para poder dormir. Con un gesto despectivo dejé la bandeja en la mesa del salón, pero él, sin inmutarse, pidió la botella y otra copa para que yo bebiera también. El juego de magia que utilizó para que yo tomara el brebaje, me pasó inadvertido. ¿Cómo pudo adivinar ese gato viejo?. Sólo sé que me quedé dormida como una inocente, y al despertar en plena luz del mediodía, supuse que él me había llevado a la cama como a una niña más. Únicamente me había descalzado, porque seguía vestida como la noche anterior. Le agradecí íntimamente que no se hubiera aprovechado de la situación y me santigüé en un acto reflejo. Al momento percibí un agradable aroma de chocolate recién hecho y de algo más que no acertaba a precisar. Oí también a Laura hablar alegremente, ¿con quién?. El ladrón todavía estaba allí, tan tranquilo, como si se tratara de su propia casa. “¿Qué hace aquí aún?, ¿por qué no se ha largado, no tiene ya lo que quería?”. Estaba furiosa por tanta osadía. “No se sulfure, mujer, he estado vigilando el sueño de los justos, aunque eso no sé si es adecuado tratándose de usted. La niña sí, la niña es un encanto”. “Mamá, mamá prueba esto que ha hecho Raúl, se llaman torrijas”. “Esto es absurdo ¡qué desfachatez!, dije mostrándome indignada; aunque viendo a mi hija comiendo alegremente, me fui tranquilizando. También vi el teléfono arreglado y corrí hacia él. “¡Alto ahí!”, dijo plantándose delante. “No ponga ese gesto tan huraño que no le favorece. Serénese y desayune tranquila que aquí no hay trampa ni cartón”. Yo era incapaz de tomar nada. Él seguía con su sonrisa irónica, adoptando aires de galán. “Pondremos música de fondo para alegrar el ambiente”, y se dirigió hacia el aparato. Sonó la música del disco que estaba puesto y, sin previo aviso, me vi ceñida por la cintura y dando vueltas por el salón. La niña parecía divertida, y yo... yo (aquí viene lo inaudito) me dejé llevar casi sin resistencia, porque al primer intento de rechazo me atrajo suavemente hacia él y eso me resultó insuperable. De pronto todos mis temores se esfumaron, envuelta en un vaho irreal, sin duda a consecuencia del somnífero de la noche anterior. O tal vez, lo pienso ahora, la fascinación que opera el baile cuando el acoplamiento de la pareja es total, hasta en sus más atrevidos giros, había surtido su efecto en mí. De vez en cuando miraba a Laura que pronto pareció indiferente jugando con sus cosas. Y nosotros vueltas y más vueltas... Y como una canción nueva, al paso variable y ligero de cada giro, el espejo apaisado devolvía mi sonrisa fácil. Así transcurrió un tiempo indefinido, ajeno a todo lo que no fuera nuestra propia ensoñación. Sueño, locura, seducción...; pero al atardecer, cuando el sol se filtraba oblicuo a través de la persiana, ese centelleo sobre las baldosas como premonitor del fin de una deliciosa vivencia, me devolvió a la realidad. Pablo podría llegar de un momento a otro y me iba a ser difícil explicarle ese hecho inverosímil. Más aún, me sería imposible relatarle lo ocurrido sin delatar, al mismo tiempo, la emoción sentida. Pero en verdad, nunca, nadie, en ningún momento ni ningún hombre me había hecho soñar así. Rogué a Raúl que se fuera y él no opuso resistencia. Me acarició el rostro y se fue sin volver la vista atrás, como una parición, como un espejismo. Miro ahora con agrado a Pablo, acostado a mi lado, ajeno. No sé si fiel del todo o no, pero constante y protector; y, viéndole dormir como un niño, hasta diría que inocente . Y pienso en Raúl que me llevó por un instante por regiones jamás sospechadas, en una fascinación mágica. ¿A qué ley moral obedece que en ciertos momentos nos dejemos arrastrar por el embrujo de lo inconsciente? ¿Desde qué perspectiva se justifica?. Y la actitud de ese hombre con un encanto extraordinario que entró como un delincuente a robar, ¿es su forma de vida habitual o fue el azar que le llevó por una noche a conducirse de forma caprichosa? Yo me había quedado tras los cristales para verle partir, alto, erguido, con su caminar parsimonioso sin llevarse, después de todo, lo que había venido a buscar. Se llevó, eso sí, un gran pedazo de mi alma.