La ciudad de Dios San agustin http://www.corazones.org/santos/agustin.htm http://es.wikipedia.org/wiki/La_ciudad_de_Dios La ciudad de Dios (cuyo título latino original es De civitate Dei contra paganos, es decir La ciudad de Dios contra los paganos) es una obra en 22 libros de Agustín de Hipona que fue escrita durante su vejez y a lo largo de quince años, entre el 412 y el 426. Es una apología del cristianismo, en la que se confronta la Ciudad Celestial a la Ciudad Pagana. Las numerosas digresiones permiten al autor tratar temas de muy diversa índole, como la naturaleza de Dios, el martirio o el judaísmo, el origen y la sustancialidad del bien y del mal, el pecado y la culpa, la muerte, el derecho y la ley, la contingencia y la necesidad, el tiempo y el espacio, la Providencia, el destino y la historia, entre otros muchos temas. Importancia y valor de la obra A pesar de la designación del cristianismo como religión oficial del Imperio, Agustín expuso que su mensaje es más espiritual que político. El cristianismo, según él, se debe referir a la ciudad mística y divina de Jerusalén (la nueva Jerusalén) y no tanto a la ciudad terrenal. Su teología sirvió para definir la separación entre Iglesia y Estado, algo que caracterizaría a las relaciones políticas de Europa occidental, frente al Este bizantino, en donde lo espiritual y lo político no mostraba una separación tan evidente. SAN AGUSTIN Y LA CIUDAD DE DIOS Al igual que todos los libros de San Agustín, La Ciudad de Dios, fue escrito para responder a una necesidad determinada, contrarrestar las acusaciones contra el cristianismo. En cierto modo, esta obra es un símbolo sobre las relaciones entre el estado y la comunidad fundada bajo los principios cristianos. San Agustín nos propone en ella, un hombre de dos ciudades, en cierto modo manteniendo el dualismo Platónico. Sin embargo, este problema es bien conocido para los primeros cristianos que, debían convivir en un imperio , muchas veces hostil a la práctica de su religión, tratando de conciliar con escasos resultados su vida espiritual y su vida política. Frente a la opción, el cristiano prefería los goces futuros en el Reino de los Cielos a las promesas de la sociedad civil, existía un contraste marcado entre ambos órdenes, como lógica consecuencia se sigue el natural desapego por las cosas terrenales. El cristiano reconocía los poderes del mundo en tanto el fundamento último de la autoridad estriba en Dios, pero esa lealtad era puramente externa, no había un vínculo de confraternidad espiritual entre los miembros de ambas sociedades, en sus relaciones con el estado el cristiano se consideraba extranjero, su verdadera "ciudadanía" estaba en alcanzar el reino de los cielos. Esta situación se va a mantener durante largo tiempo, incluso cuando el Imperio Romano adopta como religión oficial el cristianismo. Según el pensamiento agustino, el pueblo es "una congregación de personas unidas entre si en la comunión de los objetos que aman", por lo tanto el juicio sobre un pueblo deber tener en cuenta cuales son los objetos de su amor. Si la sociedad esta unida en el amor a lo que es bueno, ser una sociedad buena, si los objetos de su amor son malos, ser mala. Aunque los deseos de los hombres parezcan ser infinitos, en realidad pueden reducirse a uno solo. Todos desean la felicidad y todos buscan la paz, todos sus anhelos, esperanzas y temores se dirigen a ese fin; la única diferencia radica en la naturaleza de la felicidad y la paz que se desean, al poder elegir libremente su propio bien, el hombre puede encontrar esa paz subordinando su voluntad al orden divino o someterse a la satisfacción de sus propios deseos, aquí encontramos la raíz del dualismo, en esta oposición entre el hombre que vive para sí mismo anhelando la felicidad material y la paz temporal y el hombre espiritual que vive para Dios y busca la beatitud espiritual y una paz que sea eterna. Estas dos tendencias de la voluntad, dan origen a dos clases distintas de hombres y a dos tipos de sociedad: "dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el menosprecio de Dios, fundó la ciudad terrena y, el amor a Dios hasta llegar al desprecio de si mismo, fundo la Ciudad de Dios. De esta generalización surge toda la teoría agustina de la historia, puesto que ambas ciudades "han seguido su curso mezclándose una con la otra a través de los tiempos desde el inicio de la raza humana y seguiran de esta manera andando juntas hasta el fin del mundo", recién entonces se producir la separación entre ambas, con la victoria definitiva de la Ciudad Celeste, pues " el bien es inmortal y el triunfo ha de ser de Dios". En la última parte de la obra, San Agustín ofrece una breve sinopsis de la historia del mundo considerada según el punto de vista expuesto. Por un lado observa el curso de la ciudad terrena -encarnada en la mística Babilonia- encontrando su expresión más completa en los imperios de Asiria y Roma. Por el otro, reconstruye el desarrollo de la ciudad Celestial desde sus orígenes con los patriarcas, a través de la historia de Israel, la ciudad Santa de la Primera Jerusalén hasta su última manifestación en la Iglesia Católica. Según San Agustín la raza humana est viciada desde sus orígenes, la vida social est cargada de males hereditarios contra los cuales lucha en vano la voluntad individual, por ello, los reinos del mundo est n basados en la injusticia y prosperan en virtud de los derramamientos de sangre. Contra Cicer¢n, que afirma que el estado descansa en la justicia, San Agustín sostiene que si esto fuera cierto la propia Roma no constituiría un estado puesto que no resulta posible encontrar la verdadera justicia en el orden temporal, el único estado verdadero, desde este punto de vista, sería la Ciudad de Dios. No obstante, el Santo advierte que el estado de fuerza que ha dicho olvidad la justicia no se distingue de una banda de ladrones. Hombres y estados son para él voluntad, pero deben ser voluntad ordenada y sujeta a normas. Es imposible identificar la Ciudad de Dios con la Iglesia y la Ciudad Terrena con los estados civiles, como han pretendido algunos autores, puesto que en la ciudad celestial no hay lugar para el mal y la imperfección, ambas comunidades son espirituales una de ellas se constituye según la Ley de Dios mientras que la otra lo hace contra ella. Tanto la Iglesia como el estado podrían pertenecer a una u otra ciudad, sin embargo la Iglesia es el puente entre lo terrenal y lo espiritual, el nexo a través del cual los hombres pueden pasar del tiempo a la eternidad. Este pensamiento en modo alguno implica el desprecio por la Jerarquía eclesiástica, mas bien por el contrario, la Iglesia es representante de la ciudad de Dios en el mundo. Con respecto a la moral, San Agustín postula la íntima unión entre moral y vida social, la fuerza dinámica del individuo y de la sociedad se encuentran en la voluntad que determina el carácter moral, la corrupción de la voluntad por el pecado original de Adán se convierte en un mal social hereditario, al que se le opone como bien social, el restablecimiento de la voluntad por la Gracia de Cristo, transmitida sacramentalmente por la acción de Espíritu Santo, que une a la humanidad en una sociedad espiritualmente libre bajo la ley de la caridad. La Gracia de Cristo sólo se encuentra en la "sociedad de Cristo", lugar donde debió haber tenido origen la Ciudad de Dios. Del mismo modo, la Iglesia es la nueva humanidad en proceso de formación y su historia terrenal representa la construcción de la Ciudad de Dios que tiene su final en la eternidad, de allí que a pesar de todas sus imperfecciones, la Iglesia terrenal sea la sociedad m s perfecta que este mundo puede conocer porque es la única que tiene su origen en la voluntad espiritual, mientras los reinos de la tierra tratan de obtener bienes materiales, la Iglesia, busca los bienes espirituales y una paz que es eterna. El estado puede ser en el peor de los casos, un poder hostil, la encarnación de la injusticia y de la obstinación y en el mejor de los casos, una sociedad perfectamente legítima que est destinada a someterse a una sociedad espiritualmente m s grande y universal. Es a San Agustín a quien debemos el ideal occidental de la Iglesia como el poder dinámico social en contraste con los conceptos estáticos y metafísicos que dominaron el cristianismo bizantino. Bajo el Imperio romano de oriente, al igual que en las monarquías sagradas de tipo oriental, se exaltaba al estado como un poder sobrehumano frente al cual las personas carecían de derechos y la voluntad individual resultaba inoperante, el imperio bizantino mantuvo este concepto del estado, San Agustín rompió esta tradición despojando al estado de su halo de divinidad y buscando el principio del orden social en la voluntad humana. Es la principal obra de San Agustín. Fue escrita entre los años 413 y 426 para refutar la opinión de que la caída de Roma en poder de los godos de Alarico (año 410) había sido causada por la aceptación del cristianismo y por el abandono de los dioses del Imperio, que en castigo habían dejado a Roma desamparada en manos de los bárbaros. Agustín se enfrenta a esta opinión en los cinco primeros libros de los 22 que tiene la obra, mostrando que Roma había caído por su egoísmo y por su inmoralidad. Además, en los cinco libros siguientes, Agustín demuestra que ni el politeísmo popular ni la filosofía antigua fueron capaces de preservar el Imperio y dar la felicidad a sus habitantes. Los otros doce libros están dedicados a presentar el nacimiento, desarrollo y culminación del enfrentamiento entre las dos ciudades, la terrenal y la celestial, encarnada ésta en la Iglesia de Cristo. Así, los libros XI-XIV muestran cómo nacen las dos ciudades, los libros XV-XVIII presentan su desarrollo en este mundo, el libro XIX expone la finalidad de las dos ciudades y los libros XX-XXII están dedicados a su culminación tras el juicio final. El libro XIX, es un libro muy bello, en el que San Agustín hace un profundo análisis de las nociones de justicia, paz y felicidad. En concreto, los capítulos 11-17 están dedicados al tema de la paz: definición (la paz es la tranquilidad del orden), formas de la paz, medios para conseguirla (las leyes), etc. El libro muestra otro enfoque acerca de la creación y lo que nos espera en la vida después de la muerte. No descubre nada nuevo sobre la historia, sencillamente como el resultado, de una serie de principios universales; lo que San Agustín nos ofrece es una síntesis de historia universal a la luz de los principios cristianos. Su teoría de la historia procede estrictamente de la que tiene sobre la naturaleza humana, que a la vez deriva de su teología de la creación y de la gracia. No es una teoría racionalista, si se considera que se inicia y termina con dogmas revelados; pero sí es racional por la lógica estricta de su procedimiento e implica una teoría definitivamente filosófica y racional sobre la naturaleza de la sociedad y de la ley, y la relación entre la vida y la ética. San Agustín piensa que en toda sociedad existen dos ciudades, la de aquellos que se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios y la de aquellos que aman a Dios hasta el desprecio de sí mismos; pero estas dos ciudades no se pueden identificar con el Estado y la Iglesia, respectivamente. Todos los Estados de esta tierra son “Estados terrenales”, incluso cuando los rigen emperadores cristianos. En cuanto tales, tienen que preocuparse exclusivamente de organizar la convivencia entre los ciudadanos de forma pacífica y tratando de que todos tengan acceso a los bienes temporales. Es cierto que la autoridad sólo corresponde a Dios, pero también lo es que quiere que los hombres ejerzan el poder como servicio y responsabilidad: quien ostenta la autoridad debe comportarse con los subordinados como un padre con sus hijos. La autoridad comprende tres funciones: mandato, previsión y consejo. El Estado no es el instrumento a través del cual la Iglesia tenga que llevar adelante los planes de Dios sobre la existencia humana. Tanto la monarquía, como la aristocracia o la democracia son sistema válidos de gobierno: lo importante es que cumplan con sus objetivos. También habla de que las dos ciudades tienen como objetivo último la paz, aunque la ciudad terrenal la busca como un fin en sí misma y la ciudad celestial, como un medio para alcanzar la “paz eterna”. A la ciudad del mundo le tocará una eternidad de dolor, a la vez que moral y física (XXI), eternidad de pena contra la cual no valen ni las objeciones físicas derivadas de la pretendida imposibilidad de fuego que no se consume, ni las morales, que dependen de una pregunta desproporcionada entre el pecado temporal y el castigo eterno: la gravedad del cual será, no obstante, proporcionada en intensidad a la entidad de la culpa. En cambio, a los santos quedará reservada la bienaventuranza eterna (XXII); no sólo para las almas en la contemplación de Dios, sino para los propios cuerpos que resucitaran a una vida real, aunque diversa de la terrena. La forma de la resurrección no esta clara; pero el hecho, a pesar de las objeciones de los platónicos, es cierto; como es seguro que, aun siendo en la ciudad de Dios es primer lugar de predestinación divina, no es diferente para ella la orientación del libre albedrío humano. La observación de la vida psíquica podrá dar a entender cuál ha de ser la bienaventuranza eterna como satisfacción de las exigencias positivas del hombre. Ella será, por lo tanto, el gran sábado, la paz suprema en el reino de Dios. La ciudad de Dios crea la ciudad espiritual propia y la terrenal. Aunque es difícil identificarla de modo preciso con instituciones humanas existentes en aquella época. Ya que la iglesia como organización humana visible no era para el lo mismo que el reino de dios, y aun menos idéntico el gobierno secular de los poderes del mal. Creía que el pecado había hecho el empleo de la fuerza por los gobiernos y que este empleo era el remedio divinamente ordenado por los pecados. La ciudad terrenal era de todos los hombres malos; la ciudad celestial, la comunión de los redimidos en este mundo y en el futuro. Estas dos ciudades están en lucha constante hasta que la celestial gane. La iglesia no es el reino de Dios, pero si la representante de éste en la tierra. Y el estado el representante de la ciudad terrenal. En la Ciudad de Dios el hombre tiene fe, mientras que en la ciudad terrenal el hombre no vive con fe, Dios le da bienes para sustentar la vida., es el vehículo de la vida celestial. San Agustín decía que la ley natural se encuentra en el corazón humano y que no es si no la ley divina entregada al hombre. Por lo tanto, la ley positiva debe inspirarse en la ley natural. Para San Agustín, debe distinguirse entre el libre albedrío consistente en la existencia de una posibilidad de elección, y la libertad, que consiste en la efectiva realización del bien con un objetivo de alcanzar la beatitud. Se percibe claramente la afinidad con las ideas antes expuestas por Aristóteles. Siendo el libre albedrío una mera posibilidad de elección, está admitido que la acción voluntaria del hombre pueda inclinarse hacia el pecado; cuanto se actúa sin la ayuda de Dios. La cuestión de la libertad, entonces, consiste en determinar de qué modo puede el hombre usar su libre albedrío para realmente ser libre, es decir, para escoger el bien. Naturalmente, ello conduce directamente a la cuestión relativa al modo en que puede conciliarse la posibilidad de elección constituida por el libre albedrío, con la predeterminación divina. San Agustín, en definitiva, se refiere a esta cuestión como “el misterio de la libertad”; y considera que si bien Dios tiene el conocimiento previo (“presciencia”) de qué elegirá el hombre, ello no determina que de todos modos sea el hombre el que elige, con lo que sus actos no son involuntarios. Una forma consistente en que San Agustín se refiere al problema de tratar con aquellos que te agreden, o que persisten en su pecado, es el de explicar la forma correcta de amar al prójimo pecador. San Agustín rechaza la predisposición de agredir al pecador, como pecador. El empieza, "Ningún pecador, o casi pecador, debe ser amado por cuenta de Dios, y Dios debe ser amado por si mismo. Y si Dios debe ser amado más que ningún ser humano, cada persona debe amar a Dios más que a sí mismo" (doctrina 1 XXVII). El interés de San Agustín es la inteligencia de la verdad revelada. En esa línea, adopta una actitud conciliadora entre filosofía y teología. No se ocupa tanto de marcar fronteras estrictas entre razón y fe cuanto de recalcar que las dos tienen el mismo objetivo: esclarecer la verdad única que es la verdad cristiana. No son conocimientos divergentes ni paralelos sino convergentes. El camino a seguir no es de la razón a la fe, sino a la inversa. La razón sin la fe no es apta para hacernos alcanzar la verdad, pero, al mismo tiempo, hay que comprender lo que se cree. La razón y la fe colaboran, para comprender la Verdad cristiana, por este orden: a) primero, la razón ayuda al hombre a alcanzar la fe, puesto que aunque en gran parte las verdades de la fe no son demostrables, se puede demostrar racionalmente que es legítimo creerlas. La razón ayuda al hombre al presentarle los motivos racionales de su creencia. b) después, la fe orienta e ilumina a la razón (iluminismo agustiniano): la auténtica Sabiduría no se la proporciona al hombre la filosofía -actividad racional orientada al análisis de lo real-, sino la actividad racional volcada sobre los contenidos de la fe. Sin fe no puede haber sabiduría porque la sola razón es limitada, débil e imperfecta. c) finalmente, la razón contribuye al esclarecimiento de los contenidos de la fe: una vez aceptada la fe, la razón le permite al creyente profundizar en lo que la fe dice. La afirmación de San Agustín: "comprende para creer, cree para comprender" expresa perfectamente su opinión acerca de la colaboración de la razón y la fe en la comprensión de la verdad. San Agustín sigue la herencia de Platón y Aristóteles en cuanto a la política ya que postula que el hombre es sociable por naturaleza, llama a su teoría política: historia sagrada, en ésta el motor de todo es el Amor, si el amor es egoísta conduce al mal y si es altruista conduce al bien.