¿Qué hay de malo en estudiar? Los deberes terrenales

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¿Qué hay de malo en estudiar?
Respuesta a una carta por C.H. Mackintosh
Querido joven,
No vemos nada malo en que dediques tus ratos libres para perfeccionarte en las letras, las
matemáticas y la contabilidad, para ser más eficiente en tu profesión, siempre y cuando ello no
te quite tiempo para tu estudio personal de la Biblia y la oración en privado. Pero si fueses a
estudiar estas cosas por ambición, entonces eso sí sería claramente malo. Somos de la opinión
de que el apóstol Pablo no se habría opuesto a leer un tratado sobre cómo hacer tiendas si con
ello se hubiese perfeccionado en su profesión. No obstante, uno debe ser muy cuidadosamente
guiado en tales cosas por los resultados morales que producen en el espíritu de uno. Nos
preocupa sobremanera tu situación y rogamos que el Señor te guíe y te bendiga, así como que
haga de ti una bendición. Nada nos resulta más grato que servir de ayuda, de la manera que
fuere, a un joven creyente.
C. H. Mackintosh
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Los deberes terrenales: ¿constituyen un impedimento?
Por: H. C. A.
Las ocupaciones en las cosas presentes —aunque en alguna medida son necesarias para cada
uno de nosotros— tienden a alejar nuestros corazones de Cristo. Debemos recordar que Cristo
no está aquí abajo, y huelga agregar que lo que sí está aquí son las cosas a través de las cuales
debemos movernos cada día.
A menudo oímos decir: «No son pecados las cosas que constituyen un impedimento para mí,
sino que se trata de obligaciones o ‘deberes’ que debo cumplir». Este razonamiento a menudo
se lo pasa por alto sin que se eleve objeción alguna. Aquel que arguye de esta forma se supone
que no puede recibir ningún tipo de ayuda para su situación, ni humana ni divina. Debo objetar
esta afirmación, así como el estado impasible y, a menudo, de cierta satisfacción personal de
aquel que hace este planteamiento, y hacerle la siguiente pregunta: «¿Qué es lo que usted
quiere decir cuando habla de sus ‘deberes’?» Si entiendo correctamente mi vocación cristiana,
mi gran compromiso, mi gran deber, es vivir para Cristo y Sus intereses. Y si el cristianismo
significa algo, este deber viene a ocupar el primer lugar entre todos. Yo no vivo en función de
mis propios intereses. Cualquier otra exigencia (bien o mal llamada un deber) está supeditada a
ésta. Esta última exigencia solamente es mayor que todas las demás juntas. Cuidado con los
deberes que restan lugar a Cristo.
Ahora bien, si se pretende usar como pretexto las «obligaciones» a fin de paliar o justificar una
baja condición espiritual o una frecuente ausencia a las reuniones de los santos, o, en otras
palabras, si mis «deberes» como cristiano no me conducen hacia Cristo y hacia la compañía de
los Suyos, yo me preguntaría si no cometo un error al llamar a estas cosas mis deberes. ¿Fue el
Señor el que me dio estos deberes o, en cambio, yo mismo fui el que echó mano de ellos?
¿Podríamos suponer por un instante que «el Señor ordenó de tal manera mis asuntos terrenales
que ellos tienden a alejarme cada vez más de Él y de Sus asuntos; y que cuanto más rigurosa y
conscientemente trato de llevar a cabo mis ‘deberes’, tanto más se acentúa dicho alejamiento»,
porque, lamentablemente, hallo que ellos comienzan a absorber todo mi tiempo y a demandar
todas las energías de mi mente?
No puedo pensar así, y la razón es clara. Satanás tiende muchas y variadas trampas, pero a él no
le importa por qué nombre usted decide llamar a aquello que roba su alma, en tanto usted siga
permitiendo que se la roben. Usted bien puede desafiar al más agudo observador a que le
señale algún abierto pecado de su parte. Puede insistir que los santos más bien justifiquen su
ausencia de las reuniones —o su bajo tono espiritual— por el hecho de que usted está
impedido de asistir a causa de sus «deberes u obligaciones». Para su enemigo, y para el
enemigo de Cristo, ello le es indiferente; él no se preocupará por el nombre con que lo llame.
Pero se le roba a Dios (Malaquías 3:8), a usted mismo, y también a los santos.
Satanás usa hoy día una gran variedad de artificios. Uno de ellos —que de ningún modo es
insignificante e ineficaz, sino que es de gran alcance y de mucho éxito en sus manos— es tratar
de hacer que los santos estén satisfechos con un cristianismo de día domingo. Tratar de
persuadirlos de que sus «obligaciones terrenales» forman una serie de cosas, y, por otro lado,
Cristo, los Suyos y Sus intereses, forman otra. Debemos rechazar semejante falsedad con la más
firme entereza. Debemos rechazar —y espero que cada uno de nosotros tenga siempre gracia
para rechazar— todos aquellos «deberes» que nos impidan vivir cada día una vida cristiana en
todas sus manifestaciones reales y presentes, hasta que el Señor Jesús vuelva. El cristianismo
teórico —esto es, la unión de la verdad con los principios del mundo—, estoy convencido de
ello, es el elemento destructivo del día que vivimos.
H. C. A.
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