carta de nueva york expresamente escrita para la

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CARTA
DE
NUEVA YORK
EXPRESAMENTE ESCRITA PARA
LA OPINIÓN NACIONAL
Italia.―Benjamín Mecalusso.—Loco de hambre.—«Los nobles
deben encabezar la democracia».—Buena reina Margarita.—
Quirinal y Vaticano.—Despedida de los prelados.
Nueva York, diciembre 24 de 1881
Señor Director de La Opinión Nacional:
Italia es tierra de pobres resignados, de nobles que venden en
silencio reliquias de familia, que han venido a ser reliquias de
arte, de alegres zíngaros, para los cuales la luz del sol, la
sombra de los árboles y el beso de la mujer amada son alimento.
Allí la cólera hierve, como en pecho de moro, y se desvanece,
como cólera de mujer. Allí parece el amor ley suave, benéfica y
perpetua. Allí se mata de exceso de cariño, no de exceso de
odio. Los bandoleros mismos son a veces azote, y a veces
amparo, de las míseras aldeas. La pobreza es una buena
compañera, y se vive en paz con ella. El hambre es una
menguada sierpecilla, a quien se adormece al son del órgano o
del arpa. Hay consuelo en los efluvios de aquella perfumada
naturaleza, en los coloquios melodiosos de aquellas arboledas
musicales, en la paz soberana de aquellas vastas playas
límpidas, en
la
imponente
majestad
del
mar sereno.
La
desesperación no es de aquella tierra plácida, donde los hombres
pálidos del Norte van a deshacer, al sol de Nápoles, las brumas
frías que traen, como alas de ave fúnebre, asidas a la frente. Allí
donde la penuria es hábito, no se concibe que sea ira. Por esto
se vio con extrañeza y como hecho nimio, el de Benjamino
Mecalusso, un mísero, que en medio de animada sesión en la
Cámara de Representantes lanzó un revólver al aire, y exclamó
con un grito impotente: «¡A Depretis!» Más que crimen, fue
aquel acto una queja. Más que queja, la concepción enfermiza de
un vagabundo.
«Estaba loco»—dice—«no de odio, sino de miseria. Pedí
socorro a la policía, y la policía no quiso socorrerme. De larga
pobreza y de escasez de alimentos me vino el valor necesario
para este acto mío».
Ni enternecido, ni convencido, pidió el fiscal siete años de
prisión para Benjamino; pero el tribunal, generoso, ya porque
certificase la penuria del vagabundo, ya por más altas razones,
entre las que tal vez no haya sido la menor la utilidad de la
clemencia,—desoyó al fiscal rudo, y ha sentenciado al preso,
culpable de atentado contra el Presidente del Consejo de
ministros, a un año de reclusión, y un año de libertad previa en
la isla de Ischia, más doscientas liras de multa. No parece que
fuera Mecalusso culpable en realidad de propósito de crimen
contra el anciano y meritorio Depretis, sino buscador de
escándalo, y hombre sin lazos ni respetos hecho a prisiones, no
contento con la pobreza que no sabía vencer con su labor
honesta, ni desagradado de saciar ruidosamente sus rencores.
Así imaginan la venganza los espíritus ruines: quieren vengar en
los demás impotencias propias, de que debieran en sí tomar
venganza. Parece a estos bellacos que la vida les debe premios y
regalos, y no se paran a ver que en la tierra no hay más que un
goce real—el de labrarse a sí propio, el de cavarse en la roca
hueco holgado, el de triunfar de la casualidad indiferente, el de
ser criatura de sí mismo.
Y en esa Cámara de Diputados, cuyos debates detuvo un
momento el revólver de Mecalusso, se han dicho estos días
cosas excelentes, tales como las que dijo el marqués Alfieri, que
estima indispensable que las clases directoras encabecen las
huestes democráticas, no para oponerse a ellas, ni extraviarlas,
ni engañarlas, sino para hacerlas ir por sendas útiles, no por
aquellas en que claman, y se fatigan y perecen en vano,
azuzadas de coléricos y de fanáticos, o en seguimiento de
fantasmas. ¡Qué tacto se ha menester para llevar un pueblo de
un mundo a otro! Del Gobierno de los Este y de los Borbones a
aquella república que preparó Guillermo de Orange, o a esta en
que ahora prosperan, libres de reyes, de perezosos y de
advenedizos que medren a su arrimo, los cantones suizos! Así
los ciegos avarientos de luz, suelen enfermar de nuevo, de darse
al goce de la luz sin cordura ni medida. Y a los pueblos, como a
los corceles indómitos, ha de dirigírseles sin que ellos entiendan
que se les dirige. Mostrarles la obra, es perderla. El patriota
bueno ha de hacer a su patria, en vida al menos, el sacrificio de
su mayor gloria. Con tal cautela y juicio parece que guían a la
renaciente Italia el generoso Humberto y sus Ministros.
En tanto, la amable Reina, que ve en el trono más que propia
hacienda casual y pasajero beneficio, abre con asombro unas
cajas colosales que encaminadas a ella han ido de América, y
con sus elegantes manos hojea llena de gozo aquí una novela de
Cooper, allá un estudio sobre los grandes hombres de Emerson,
de este lado la historia de Bancroft, de este la admirable Historia
de Holanda que escribió Motley, y el «Hiawatha», poema indiano
de Longfellow, y el «Thanatopsis», meditación filosófica de
Bryant, y un discurso de Webster, y otro de Clay, y «El Cuervo»,
creación magna de Edgar Poe, e Irving, y Greeley, y Prescott, y
Payne; y toda la cohorte de pensadores y poetas de la Unión
Americana:—que dicen que la Reina preguntó con gracioso
mohín, como de persona discreta que duda sobre la existencia
real de la literatura de los Estados Unidos, a un poderoso
americano, y el poderoso le envía en esas colosales cajas su
respuesta. La reina, agradecida, aprende: no hay joya que le
guste como un libro.
Más sombras que en el Quirinal hay en el Vaticano, a cuyo
anciano Jefe fatigan, más que los dolores de su cuerpo, las
amarguras de la Iglesia. A veces pasean tristemente, poniendo
en contraste el rostro apenado con el alegre vestido de franjas
rojas, amarillas y negras que inventó Rafael para ellos—los fieles
alabarderos del Pontífice; y es que esos días se murmura en
Palacio que el papa León XIII sufre con más viveza de sus males.
En esta semana ha visto con pesar cómo lo más granado de
Roma celebraba, en memorable banquete, al caballero Mario,
condenado días antes a multa y prisión por estimarse injuriosos
al Pontífice varios artículos que publicó en la Lega della
Democrazia; mantenedores de la monarquía y de la República se
unieron en esta faena de plácemes, y en torno a la brillante
mesa se juntaron radicales, republicanos, y anticlericales, sin
que fuera aquella fiesta desordenada ni bulliciosa, sino propósito
grave y deliberado, nacido de mentes poderosas, y puesto en
acción por personas de popular renombre y fama de sensatos.
Ya ha bendecido el Pontífice una capilla nueva, en honor de los
santos de Italia y de Francia que canonizó poco ha y, cuando vio
reunidos en redor de su trono, a los altos dignatarios de la
Iglesia que volvían, rematadas ya las fiestas, a sus diócesis, les
pidió,—como si respondiese con su súplica a secreta queja, y
diese cuenta pública del enconado cisma que reveló el canónigo
Campoello,—gran paz y fraternal armonía, por ser más que
nunca necesarias a la cura de la Iglesia las amistades de sus
hijos. «En estos muros»—les decía— «puso Dios el poder de
contener a las masas encrespadas, y en estas manos débiles ha
puesto, como en las de todos sus vicarios, la fortaleza necesaria
para embridar las pasiones de los hombres. ¡Ved cómo injurian a
nuestra Iglesia, a despecho de estos poderes con que protege y
salva! ¡Con locura y audacia nos niegan estos beneficios que
hacemos, de refrenar y de calmar! ¡Pueda Italia algún día
entender a qué la obliga su amor a la libertad, y pueda llegar a
creer que el Papa sólo ha de traerle prosperidad, y no riesgos!»
JOSÉ MARTÍ
La Opinión Nacional. Caracas, 10 de enero de 1882.
[Mf. en CEM]
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