La mesa junto a la ventana ¿Quién dijo que los seres que parten nos abandonan? Sección: Cuento contigo Autor: Liana Castello Habían tomado la costumbre de desayunar en la misma mesa todos los días hacía ya muchos años. Elsa y José mantenían un hermoso ritual. Desayunaban siempre en el mismo café, en la misma mesa junto a la ventana, pedían todos los días lo mismo y conversaban con el mismo amor que los unía desde mucho tiempo atrás. Amaban ese ritual de café humeante y dulces medialunas, conversar ese rato antes de que cada uno se ocupase de sus cosas y que los atendiera siempre el mismo camarero, con igual cordialidad, una gran admiración y un dejo de envidia. No bien abría el café, Mario reservaba la mesa junto a la ventana. Sabía que sus clientes preferidos no tardarían en llegar y nunca se hubiese perdonado que otra persona se sentase a la mesa antes que ellos. Intercambian un muy cordial saludo, algún comentario, y Mario ya no les preguntaba qué deseaban tomar porque lo sabía. Una mañana la mesa quedó vacía tanto tiempo que fue ocupada por otras personas. Ese día Elsa y José no llegaron, pero tampoco al día siguiente, ni los muchos otros que siguieron. Mario estaba preocupado, tal vez alguno de los dos estaba enfermo, o habrían viajado y se habían olvidado de comentárselo. “¡Qué extraño! ─pensó─. Tantos años viéndonos todos los días y no sé dónde ubicarlos”. Cada mañana Mario esperaba a la pareja que no acudía a la cita, cada día, cuando podía, daba una vuelta por el barrio para ver si los veía o averiguaba algo sobre ellos. Se podría decir que los extrañaba. La noche anterior a que la mesa de la ventana no fuese ocupada como era costumbre, Elsa había fallecido en un accidente, y, en cierto modo, si bien José estaba ileso, había fallecido con ella. El tiempo pasó, y José jamás se animó a volver a desayunar en ese café, en esa mesa, en ese lugar que tan propio les era. “No tiene sentido, sin ella no”, se dijo. Junto a su tristeza, se acostumbró a desayunar un té con sabor a soledad y una tostada untada con el más triste de los silencios. ¿Cómo hacer para empezar una vida sin ella? ¿Cómo seguir? José sabía que algún día debía retomar, aunque más no fuera, parte de sus rutinas, pero nunca era el día ideal. Ya no existían días ideales, se habían ido con Elsa. Una mañana, luego de estar sentado una hora frente a la taza de té y con la tostada en la mano, decidió salir a caminar. No sabía hacía adónde y tampoco le importó, se dejó llevar. Cuando se dio cuenta, estaba parado frente al café, ese café que tantas mañanas hermosas le había regalo junto a Elsa. Se quedó en la vereda mirando su mesa, recordando, intentando volver el tiempo atrás como si eso fuese posible. De pronto, el saludo de Mario lo sobresaltó. El camarero estaba feliz de volver a verlo, pero poco duró su alegría cuando se enteró de la noticia. ─¿Y por qué no volvió usted? ─preguntó Mario. ─No, sin ella no. Sin ella imposible, tantos recuerdos. No, no podría ¡La extraño tanto! ¿Sabe? ─Entiendo, ¿cambió de confitería? ─No hay más confiterías para mí, no más cafés, no más charlas, todo eso terminó. Es tan difícil no verla, no sentirla, no escuchar su voz, no sé cómo haré para seguir, sinceramente. ¿Entiende? Mario entendía, claro que entendía. Él había visto el amor en los ojos de ambos, había compartido, en cierto modo, ese hermoso encuentro de cada mañana, había visto cómo siempre llegaban tomados de la mano y cómo se iban de la misma manera. Claro que entendía, por supuesto. ─¿Y cómo comienza su mañana? ─preguntó Mario ante la sorprendida mirada de José─. ¿Toma un rico café? ¿Come algo? ─Me hago un té y una tostada que me obligo a terminar de comer y no siempre lo logro. ─¿Desayuna con alguien? ─Ya no tengo con quién desayunar. ─Lo espero mañana ─dijo Mario. ─No, por favor, sin ella no. No podría sentarme a esta mesa sin su presencia. ─¿Quién le dijo que ella no estará? ─No estoy para bromas ─respondió confundido José. ─Por favor, no me malinterprete ─se apresuró a aclarar Mario─. Lo que le quiero decir es que, cuando la realidad no puede revertirse, cuando el dolor no tiene solución ni remedio, lo que nos queda es buscarle a esa oscura realidad su lado menos opaco. José miraba al hombre sin entender demasiado. Mario prosiguió: ─Tal vez el lado brillante de esta realidad sea el recuerdo de esos desayunos, de esas mañanas mágicas, haga la prueba, nada pierde, ¿acaso puede ser peor que tomar un té solo en su casa? Mario aceptó el consejo y, a la mañana siguiente, fue al café. La mesa estaba vacía casi como esperándolo. Se le hizo un nudo en el alma, la misma mesa, la misma vista, la misma espuma en el café y ese aroma casi embriagador. Pensó en levantarse e irse, pero, de pronto, acudieron a él infinitos recuerdos, largas charlas, la sonrisa de Elsa, sus manos tomadas, alguna discusión, muchas risas. Se dio cuenta de que, tal como había dicho Mario, Elsa también estaba allí, como si nunca se hubiese ido. Con el tiempo, retomó esa costumbre diaria, pues no lo hacía solo; cada vez que se sentaba a la mesa, sentía a Elsa junto a él. Era como que ese ratito de la mañana, antes de comenzar su día, seguía siendo de ellos, como antes, como siempre. Después de todo, ¿quién dijo que los seres que parten no están con nosotros? ¿Por qué pensar que si no los vemos no están? Quien nos ama no nos abandona cuando parte, escucha nuestros llamados, calma nuestro dolor, comparte nuestros recuerdos y, ¿por qué no?, también acude a una cita por la mañana temprano, taza de café por medio.