142 Los comienzos del gran arponero

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LIBROS
Los
comienzos
del gran
arponero
Incluye remedos convincentes de
los tonos bíblicos, de los monólogos
shakespearianos, del infierno de Dante,
de la voz de Walt Whitman
y preludios de los agobios
de Dostoievski. ¿Hay quien de más?
fernando savater
Patrick Mallet, Achab (4 vols.) Editorial Treize Étrange, París, 2009-2011.
La pregunta tantas veces repetida “¿qué libro te llevarías a
una isla desierta?” (a la que George Bernard Shaw proponía
responder “Cómo construir un barco en quince días”) resulta
mucho más angustiosa que estimulante para cualquier verda-
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dero aficionado a la lectura. Lo hermoso de los libros es que
son muchos, sumamente distintos, incomparables. El placer
de leer es el placer de elegir, cambiar, descubrir lo inesperado. Nuestro libro predilecto dejaría de serlo si no tuviésemos
ya ningún otro a mano, lo mismo que nuestro plato favorito se
volvería aborrecible al tener que comerlo todos los días sin
remedio. De modo que en la dichosa isla ese libro aislado no
nos haría compañía sino que estrecharía la soledad forzosa.
Ya, bueno, pero se trata de un juego nada más. Todo el mundo
sabe que no quedan islas desiertas, se han convertido ahora
en clubes de vacaciones para jubilados o paraísos fiscales. De
modo que no hay peligro y podemos responder despreocupadamente: “¿Qué libro, entonces…?”. De acuerdo, ahí va: yo me
llevaría Moby Dick” de Herman Melville. ¿Por qué? Primero
y principal, porque me gusta. La conocí, en versión abreviada
y jibarizada para la infancia –por cierto, benditos sean esos
resúmenes que tanto indignan a los Harold Bloom de este mundo– cuando tenía nueve o diez años. Desde entonces, nunca he
dejado pasar doce meses sin releerla, del todo o en parte, siempre con gozo y espanto.
Pero es que además se trata, a mi juicio, del libro total, en
la medida muy relativa en que tal cosa puede darse. Es desde
luego y originariamente –sobre todo para mis nueve años– una
novela de aventuras, la crónica de la mayor de las cacerías, la
travesía más desesperada que lleva hasta el abismo definitivo.
Es también ensayo metafísico sobre la condición de ese abismo,
estudio psicológico sobre la rebelión humana contra lo irremediable, descripción social de un oficio ayer económicamente
importante y hoy desaparecido (o sea, transformado en industria
impersonal), junto a una poética del compañerismo y la compasión desdeñada, libro de viajes, tratado de cetología, glosa
multicultural de la diversidad de quienes vamos en el mismo
barco por el mundo… Incluye remedos convincentes de los tonos bíblicos, de los monólogos shakespearianos, del infierno de
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Dante, de la voz de Walt Whitman y preludios de los agobios de
Dostoievski. ¿Hay quién de más?
Pues sí, hay más. Ofrece por encima de todo tres personajes
inolvidables. El primero es el mar, al cual ya conocíamos poéticamente desde la Odisea de Homero, pero que aquí se revela
resueltamente como el campo de la verdad donde se manifiesta el destino y se prueba la voluntad más fiera. También
es el hogar más ancho de lo sereno, incluso de lo acogedor:
sus aguas ocultan monstruos que destruyen pero también son
capaces de mecer como si de una cuna se tratase el ataúd en
que renace de las aguas el solitario huérfano de Pequod. Y recordamos al Lear de Shakespeare reclamando silencio: “¿Oís?
Es el mar…”.
El segundo gran personaje es el capitán Ahab. Tan obcecado
como valiente, cabalga sobre su barco ballenero como sobre un
tigre del que nadie puede bajarse más que para hallar la muerte.
¿Es un loco por enfrentarse a un simple animal, dañino sólo por
seguir su instinto, es decir, a una manifestación de la naturaleza, de la que todos formamos parte nos guste o no? Pero Ahab no
acepta esa filiación: sería demasiado cómodo y también demasiado
decepcionante que Moby Dick o él mismo fuesen simples manifestaciones de un ciego continuo de efectos y causas, de necesidades
e instintos. No, el universo es moral y habitamos en la leyenda, no
en la biología. El Bien existe solo como anhelo imposible, pero el
Mal es real y está siempre presente: nos ataca sin tregua ni piedad
disfrazado tras las máscaras de la naturaleza. Para la roma sensatez de Starbuck es demencial enfrentarse con lo natural, sea fuera
o dentro de nosotros, pero Ahab piensa de otro modo: sigue una
razón más alta e injustificable, la del orgullo humano ofendido y
desesperado por su finitud. Contra la Naturaleza y sus leyes inexorables se alza la única rebelión que merece la pena: la que más
penas causa.
Y claro está, el tercer personaje es Moby Dick, el inmenso cachalote blanco destructor e inconquistable cuya sola
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existencia es una provocación no inhumana sino antihumana.
Moby Dick es el emblema de todo lo que los hombres han tenido que combatir para llegar a serlo: es el depredador carnicero
que perseguía a nuestros antepasados cuando aún no sabían
que la unión social hace la fuerza (lo aprendieron gracias a él),
es el torrente y el terremoto, el vendaval que se burló desde
el origen de nuestros esfuerzos y así nos obligó a redoblarlos.
Moby Dick es la primera fiera y la última, la que tuvimos que
vencer en el alba de la especie y la que seguirá invicta tras su
crepúsculo. Nuestro enemigo de compañía, sin cuya perenne
amenaza no viviríamos más seguros sino más solitarios y aún
más desconcertados. No viene a buscarnos ya a casa sino que
nos espera, oculto en la inmensidad del océano que es el espacio y en la inmensidad del tiempo, desafiando las coordenadas
que trazamos y que nos guían fatalmente hasta la ineludible
batalla.
Soy afortunado propietario de varias ediciones en distintas
lenguas de Moby Dick, la mayoría de ellas ilustradas con mayor
o menor acierto (¡cuánto me hubiese gustado conocer lo que
podría haber hecho Gustavo Doré con este tema tan apropiado
para su talento!). Y también tengo versiones en cómic de la novela, alguna de ellas muy aceptable al menos como incitación
a la lectura del libro. Pero mi preferida en este género no es
exactamente una puesta en imágenes de la historia de Melville
sino una precuela, como se dice ahora (con un término que la
RAE se resiste a aceptar y no sin motivo, al menos de eufonía).
Se trata de Achab, del francés Patrick Mallet (cuatro álbumes:
1. Nantucket; 2. Premières chasses; 3. Les trois doublons; 4. La
Jambe d’Ivoire. Editorial Treize Étrange). Su argumento narra
los orígenes del capitán Ahab, desde su infancia en Nantucket
hasta la pérdida de su pierna por culpa del chachalote blanco,
pasando por los diversos avatares de su formación como ballenero y sobre todo las raíces familiares y personales de su
incansable odio contra la gran bestia marina.
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Patrick Mallet ya había contado antes en viñetas de modo
competente otros relatos literarios, como el episodio de las
Memorias, de Casanova, en que narra su fuga de la prisión de
los Plomos en Venecia; el Smarra, de Charles Nodier, o el Vathek de William Beckford. Su dibujo es una variante personal
de la línea clara, sugestiva y a menudo impresionante, que en
los episodios de Achab cuenta con la colaboración de Laurence Croix para el coloreado. Pero sobre todo lo más excelente
es el guión del cómic, debido al propio Mallet. Una narración
densa y compleja al modo de las mejores novelas gráficas anglosajonas, donde la acción a mar abierto está convenientemente dosificada entre momentos de intimismo psicológico y
descripción costumbrista. Para urdir las peripecias de esta
trama, se adivina que Mallet recurre –además de a su imaginación– a otros libros del siglo XIX que cuentan las gesta de
los últimos balleneros, los de barcos veleros y arpón lanzado a mano, como el espléndido de Frank Bullen La travesía
del Cachalot, elogiado por Rudyard Kipling y Jack London…,
nada menos.
La saga ideada y dibujada por Patrick Mallet tiene algunos
momentos sobrecogedores, de los que estremecen al lector y
no se olvidan. A mí me marcó especialmente el del cachalote
que sube desde las profundidades para devorar los cadáveres
envueltos en lona cosida de la mujer y el hijo abortado de
Ahab… También es hábil la introducción de los otros personajes secundarios que después serán relevantes en la novela
de Melville. Quizá haya algunos meandros innecesarios en la
narración y alguna longitud excesiva en ciertos pasajes, pero
en conjunto se trata de un logro más que satisfactorio. Cualquier verdadero amante de la leyenda del cachalote blanco
disfrutará leyendo Achab.
Descubrí casualmente este cómic en una librería de la localidad bretona de Saint-Malo, donde nació y está enterrado
frente al mar el incomparable Chateaubriand. Figuraba en una
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sección de álbumes dedicados a temas marineros, donde quizá
se codeaba con otras joyas de similar valía. Allí siguen tal vez,
esperando mi regreso o el de otro aficionado a la voz de alerta
de “¡Por allí resopla! ¡Ballena a la vista!”.
Catedrático de Ética. Autor de La
Amador, El jardín de las dudas, Las
preguntas de la vida y Los invitados de la princesa.
Fernando Savater
es filósofo y escritor.
ética como amor propio,
Ética
para
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