La Historia del Libelo de Sangre

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Transcripción del Video: El Poder de una Mentira: La Historia del Libelo de Sangre
Los odios tienen su origen en estereotipos y en mitos. Las mentiras persisten a pesar de los
esfuerzos que se hacen por aclarar los hechos. Vamos a examinar una de las más poderosas y
perniciosas de esas mentiras, el libelo de sangre. Es una falsa acusación que afirmaba que los
judíos participaban en asesinatos rituales —es decir, asesinatos autorizados por la religión. Esto
se remonta a la Inglaterra del siglo XII.
En la época de los años 1100, a muchos cristianos les indignaba que los judíos rechazaran
convertirse al cristianismo. Veían el rechazo de los judíos como una negación intencionada y
obstinada de lo que los cristianos percibían como la “verdad de Dios”. Expresaban su ira en
palabras e imágenes que deshumanizaban y demonizaban a los judíos. Fue en ese tenso
ambiente que algunos cristianos comenzaron a acusar a los judíos de asesinatos rituales. La
acusación surgió en un momento en el que la vida era precaria en Europa. Y, al igual que en
otras épocas de gran temor y ansiedad, a muchas personas les resultaba demasiado fácil
culparlos a “ellos” —las personas que no son como “nosotros”— por cada tragedia, cada
dificultad, cada pérdida.
El libelo de sangre surgió a partir de un incidente que se produjo en Norwich, Inglaterra,
en 1144. Un día de Viernes Santo, un leñador descubrió el cuerpo de un niño perdido en un
bosque cerca de su casa. El hombre afirmó que la muerte del joven Guillermo debía ser obra de
los judíos, porque ningún cristiano podría haber asesinado a un niño con tanta brutalidad. La
familia del niño, angustiada, pensaba lo mismo. Las autoridades no. Con firmeza, sostuvieron
que no había evidencia de que algún judío estuviera involucrado. Nadie fue castigado por la
muerte del niño.
Cinco años después, un monje llamado Tomás de Monmouth llegó a Norwich. Tras escuchar este
rumor, decidió que la muerte del niño no era un asesinato común, sino un asesinato ritual. Santo
Guillermo de Norwich afirmó que “los judíos” estaban recreando la crucifixión. Los acusó de
asesinar, todos los años, a un niño inocente casi de la misma manera en que “ellos” asesinaron a
Cristo. Insistió en que, en 1144, el país que eligieron fue Inglaterra y la ciudad, Norwich. El niño
elegido había sido Guillermo de Norwich.
En tan solo un período de 50 años, los cristianos de 8 ciudades europeas habían acusado a los
judíos de asesinato ritual. En 1255, se añadió un nuevo elemento a esas acusaciones en la ciudad
alemana de Fulda. Era la extraña idea de que “los judíos” asesinan a niños inocentes “para
obtener su sangre”. Para fines del siglo XIII, la cantidad de acusaciones se había más que
triplicado, y estas se habían difundido, prácticamente, a todas las regiones de Europa, a pesar de
los muchos soberanos y papas que insistieron en que tal acusación era falsa. Insistían en que el
judaísmo no permite el asesinato ritual.
Con el paso de los siglos, el libelo de sangre se arraigó en la cultura cristiana, en parte, porque
aprovechó los temores y las ansiedades de los padres y los hijos por igual. También resultó de
particular interés para los avaros y los corruptos. Como observó el papa Gregorio X en 1271,
algunos cristianos escondían a sus hijos intencionalmente, para poder usar el libelo de sangre
con el fin de extorsionar a los judíos y quitarles dinero.
En los siglos XII y XIII, el libelo de sangre se arraigó en las creencias religiosas. Cuando
cambiaron esas creencias, la mentira persistió. Hacia la década de 1800, se lo solía vincular con
nociones de la “raza”. Las acusaciones que afirmaban que los judíos participaban en asesinatos
rituales ahora se consideraban “evidencia” de la depravación de la denominada “raza judía”. En
las décadas de 1930 y de 1940, Adolf Hitler y sus seguidores usaron el libelo de sangre como
propaganda.
Para sorpresa de muchas personas, el libelo de sangre continuó incitando violencia mucho tiempo
después de que terminara el holocausto. El 4 de julio de 1946, un niño de 9 años en Polonia
afirmó falsamente que “los judíos” lo habían metido en una bolsa y que, luego, lo habían llevado
a un sótano donde presenció el asesinato de 15 niños cristianos “para obtener su sangre”. A horas
de su supuesto escape de “los judíos”, 5000 manifestantes polacos enfadados rodearon un edificio
que era propiedad de la comunidad judía y atacaron a los judíos que estaban adentro —los cuales
eran, prácticamente, todos sobrevivientes de Auschwitz y de otros campos de exterminio. Cuando
finalizó el disturbio, alrededor de 75 judíos resultaron heridos y 41 fueron asesinados, incluyendo
varios niños. Los soldados y los oficiales de policía se dirigieron a la escena rápidamente, pero ni
siquiera intentaron detener la violencia.
Y casi 700 años después de que Inocencio IV se convirtiera en el primer papa en confirmar que
los judíos no practicaban asesinatos rituales, el cardenal de Polonia y todos los obispos, menos
uno, insistieron en que el problema todavía no se había resuelto. Hacia fines de 1946, un
antisemitismo virulento había desplazado a miles de judíos de Polonia, y muchos otros estaban
dispuestos a seguirlos.
El libelo de sangre revela mucho sobre la manera en que una mentira se arraiga en una
sociedad. También revela por qué persiste el antisemitismo: es un odio muy conveniente.
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