La escenificación de imaginarios en el discurso televisivo como

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La escenificación de imaginarios en el discurso televisivo
como barreras de acceso a la diversidad
Rubén Dittus B.
Presentación
El presente trabajo pretender abordar los efectos que tienen los imaginarios sociales como
parte del discurso televisivo, y las barreras que generan en la comprensión de la diversidad
cultural. La tesis que postulo es la siguiente: los imaginarios están presentes en el discurso
televisivo como verdaderos imaginarios escenificados, generadores activos de nuevas
imágenes y representaciones colectivas que se autoproducen como un verdadero sistema
cerrado, provocando con ello, una distorsión en la comprensión de la realidad multicultural.
En otras palabras, el discurso televisivo es autosustentable a partir de lo imaginario, no
requiriendo del mundo real. La televisión se exhibe y se promociona a sí misma, actuando
como un sistema autopiético que pone en duda su rol como espejo de la realidad. El principal
efecto que tiene esta autosustentabilidad es la producción de desequilibrios de identidad en el
mundo real. A través de los imaginarios escenificados, la televisión crea una realidad paralela
que define como públicamente relevante, impidiendo una justa accesibilidad de las minorías
culturales en los espacios públicos. En definitiva, se trata de un discurso retórico que se
convierte en ideología, a través de los personajes, formas de vida y significaciones que
muestran una realidad social, paradójicamente, cada vez más monocultural, estereotipada y
arquetípica.
Desarrollaré estas ideas abordando, primero, algunos términos y modas conceptuales; y en
segundo lugar, explicaré los enunciados que dan respaldo a la tesis general.
Conceptos operativos: lo imaginario y lo discursivo
Lo imaginario ha sido descrito de muchas maneras. El chileno Manuel Antonio Baeza lo
entiende como un patrimonio representativo, o sea, como un conjunto de imágenes mentales
acumuladas por el individuo en el transcurso de su socialización. Castoriadis niega que se
trata de la representación de algún objeto o sujeto, sino que se trata de la incesante y
esencialmente determinada creación socio-histórica y psíquica de figuras, formas e imágenes
que otorgan de contenidos significativos a las estructuras de la sociedad. El español Juan
Luis Pintos enfatiza en que los imaginarios sociales rigen los sitemas de significación y de
integración social, haciendo visible la invisibilidad social. En tanto, para Baczko, el
imaginario social es una de las fuerzas reguladoras de la vida colectiva, dada su
inseparabilidad del poder.
Más allá de las diferencias y semejanzas conceptuales plantedas, existe consenso desde una
perspectiva epistemológica de que la estructura social es una mezcla de dimensiones
materiales y abstractas. Lo contrario afectaría negativamente el nivel de comprensión que
tenemos de nuestro entorno. El conocimiento descansa sobre sólidas bases en un sistema de
significaciones construida y asimilada culturalmente. Y es que el hombre necesita de una
especie de banco de imágenes que nutra sus relaciones sociales. De este modo, son
imaginarios el amor, la libertad, la patria, la belleza, o cualquier otra imagen colectiva que
ayude a ser tangible lo intangible. Permiten concebir la realidad desde una dimensión
simbólica, superando la materialidad de los objetos que forman parte de nuestro entorno. Son
la base de nuestras abstracciones, y junto al lenguaje, son el fundamento del pensamiento
racional. Se trata de representaciones que dan sustento a lo que en psicología social crítica y
la lingüística del texto denominan discurso, término que hace referencia a un conjunto de
significados, metáforas, imágenes, historias y afirmaciones que producen colectivamente una
determinada versión de los acontecimientos. Por lo tanto un discurso es un sistema de
afirmaciones que construye y, por ende, legitima una realidad representada. De este modo
existe el discurso del éxito, del feminismo o del buen padre. Todos y cada uno de ellos se
transforman en una perspectiva necesaria para enfrentar las relaciones sociales, y son
indispensables para nuestra comprensión del mundo real.
La forma en que cada uno de estos discursos se expresa se denomina texto. Un texto es
cualquier cosa capaz de generar lecturas e interpretaciones, como una carta, las imágenes, la
ropa, la comida o una conversación. Por lo tanto cualquier cosa susceptible de ser leída o
interpretada puede considerarse texto, y como tal constituye la manifestación de uno o más
discursos.
Desde este razonamiento, la televisión se puede considerar como el medio por el cual se
manifiesta una forma de percibir la realidad, por lo tanto, como un discurso. Y los elementos
programático-estructurales de la televisión serían textos discursivos. A través de este
discurso televisivo se legitiman instituciones sociales como la familia, el matrimonio, el
Estado, la democracia o los partidos políticos. ¿De qué manera? A través de representaciones
que la propia televisión crea, que son sólo parte de la televisión, y no se encuentran fuera de
ella. Son los géneros televisivos que a través de décadas han ayudado a comprender nuestro
entorno. Las telenovelas, los noticieros, los concursos, los talk show y las coberturas
deportivas son ejemplos de cómo el discurso televisivo nos dice qué es lo importante, qué es
lo bueno o cómo debemos tratar al prójimo.
Multiculturalismo y discurso televisivo
El discurso de la televisión frente a la diversidad cultural recoge las múltiples
manifestaciones que históricamente se han planteado respecto a la forma en reconocer y
enfrentar el pluriculturalismo. De ese modo, la televisión tampoco escapa al determinismo
histórico que ha impulsado modas ideológicas tan diversas que van desde la negación de lo
ajeno hasta la victimización de las minorías transformadas en exóticos modelos de sociedad.
No es menor la forma cómo este medio se ha hecho eco del racismo imperante durante años
en nuestros países o cómo ha sido el principal manager de aquellos movimientos pro-defensa
de grupos étnicos, religiosos o sexuales a los que otros han perseguido. Pero ese
determinismo también se expresa de modo inverso, esto es, el grado de influencia del
discurso televisivo en la configuración de nuevos axiomas para enfrentar el
pluriculturalismo.
Entonces, si por un lado, la televisión es el responsable directo de las movilizaciones llevadas
a cabo para terminar con el fundamentalismo etnocentrista, actuando como el verdadero
administrador de una comunicación intercultural cada vez más extendida; también debe
reconocerse el papel del discurso televisivo como causa, es decir, sin el recurso a la televisión,
no son explicables los factores que se reseñan como causas aceptadas y válidas de dicha
práctica aperturista.
Lo anterior puede parecer alentador en relación a la presencia de la diversidad cultural en los
espacios públicos de comunicación, sin embargo, un análisis semiótico aplicado al discurso
televisivo, utilizando los constructos propuestos desde la lógica de los imaginarios sociales,
pone de manifiesto una serie de desigualdades y desequilibrios. La tesis que presento no se
explica por factores económicos o industriales, sino más bien por cuestiones de tipo
estructural, que rigen la naturaleza misma de la televisión como medio y mensaje.
Las causas que reseñaré como barreras de acceso a la diversidad cultural tienen, como podrá
apreciarse, algunas consecuencias que afectan negativamente nuestro nivel de
comprensibilidad de lo humano.
Un discurso televisivo hegemónico y pro-cultura dominante
Postulo que el discurso televisivo lleve un apellido: es retórico, porque además de
representar la realidad de un modo, y no de otro, trata que nadie se dé cuenta de que es una
visión condicionada y parcial, y determinada por la situación histórica y cultural. Lleva
implícita la idea de ideología desde una dimensión amplia. Hay un mundo arquetípico
representado, que se manifiesta en el discurso televisivo. La retórica del discurso televisivo
tiene un norte: hacer creer a la audiencia que lo que muestra la televisión es la verdadera
realidad pero a través de una especie de realidad paralela que se define como públicamente
relevante. La audiencia se presenta como legitimadora de ese discurso retórico siempre
dentro de la pantalla. En otras palabras, es posible hablar de que el público es el mensaje. El
discurso televisivo al ser retórico postula como verdadera una visión de la realidad,
universalizando y objetivando percepciones que han sido fruto de culturas dominantes y
modas conceptuales imperantes. Opera una especie de “falsa conciencia“, pero superando la
concepción marxista de ideología, pues va más allá de una clase social opresora. Se trata de
un grupo humano no necesariamente organizado pero que se beneficia de una hegemonía
cultural que tiene a la televisión como el instrumento más eficaz para mantener un espacio
simbólico esquivo con la diversidad cultural. Por lo tanto tenemos un discurso televisivo que
se hace eco de las ideologías en boga e influyendo en la construcción del sentido común, las
temáticas públicas, la memoria histórica o el proyecto de nación. En él se presenta un espacio
de consenso, pero no definitivamente apaciguado. Se destacan los discursos alternativos,
poniendo el énfasis en su condición de minoritarios, identificando las demás culturas no
desde una visión integrista, sino fragmentaria, mostrándolas siempre en oposición a algo. Se
institucionalizan televisivamente las dicotomías mayoría-minoría, dominantes-dominados,
normal-raro o lo incluído-excluído. Se representa un mundo social extremadamente
arquetípico.
Un sistema televisivo autopoiético no representativo de la diversidad
La televisión se exhibe y se promociona a sí misma. Si entendemos la televisión como
sistema, que se autoproduce a sí misma, sin necesidad de tener contacto con el exterior, es
posible hablar de una autopoiesis televisiva. La televisión crea sus propias reglas, sus propios
personajes, crea lo que sea a partir de sus propios criterios de publicidad, espectacularidad y
noticiabilidad. Ella define lo que está de moda. Ella sube y baja de la fama a personas de
carne y hueso. Ella decide cuándo alguien debe pasar al olvido, independiente de lo suceda
en el mundo real.
Pero para entender este razonamiento hay que ir a los orígenes del término, popularización
que se debe a la biología del conocimiento. Según los términos conceptuales de Humberto
Maturana, la autopoiesis es la capacidad de un sistema para organizarse de tal manera que el
único producto resultante es él mismo. La palabra autopoiesis se compone de dos vocablos
griegos. Autos, que quiere decir sí mismo, y poiesis, que significa producir. No hay
separación entre productor y producto. El ser y el hacer de una unidad autopoiética son
inseparables y esto constituye su modo específico de organización.
De acuerdo a Maturana y Varela (1972), un ser vivo es un sistema autopoiético organizado
como una red cerrada de producciones moleculares, en la que las moléculas producidas
generan la misma red que las produjo, y especifican su extensión. En otras palabras, los seres
humanos son máquinas que se definen por su organización, por sus procesos de conservación
y que se distinguen de las otras máquinas por su capacidad de autoproducirse. Lo vivo de un
ser vivo está determinado en él, no fuera de él.
La autopoiesis televisiva confirma la imposibilidad de que este medio sea un espejo natural
de la realidad. No le es exigible dicha condición. Y hacerlo implica no comprender la lógica
de no representatividad democrática que la televisión tiene para la diversidad cultural. El
multiculturalismo como parte del sistema televisivo es autoproducido por el propio sistema,
y difiere notoriamente de aquella realidad que está siendo representada. No le es fiel, y ello
porque la estructura que rige la diversidad cultural en televisión se rige por parámetros que
son exclusivamente televisivos. Al ser autosustentable y autoproductora, la televisión no es
congruente con las soluciones que se exigen de tipo político o social. Muchas veces la
intención de algunos programas o géneros es dar a conocer otras formas de vida,
transformando al medio en una especie de “voz de los sin voz“. Con esa lógica, es común ver
espacios donde se retrata el lado humano de las minorías étnicas, sexuales, políticas o
religiosas. Sin embargo, la forma como comunmente se les muestra es destacando su rol de
minorías. Se enfatiza su carácter de excluído, de raro, de diferente.
El determinismo estructural televisivo como distorsionador de lo cultural
Niklas Luhmann fue el pionero en darle sentido social a la autopoiesis. Para el alemán, no
sólo están organizadas autopiéticamente las unidades orgánicas, sino también las formas
sociales y las conciencias de los individuos. Esta generalización que hace del concepto surge
en el momento en que considera la sociedad como una red cerrada, autorreferente. De este
modo, el concepto de autopoiesis está tomado en la dirección de la autoconservación del
sistema mediante la producción de sus propios elementos. Por lo tanto esto no quiere decir
que no haya relación con el entorno, pero como dice el propio Luhmann, “estas relaciones se
sitúan en un nivel de realidad distinto al de la autopoiesis“.
La televisión tiene una condición de continua producción de sí misma, a través de una
permanente producción de recambio de sus componentes que asegura su subsistencia en el
medio social. Incluso la estructura del sistema televisivo tiene elementos que se asemejan a la
de un organismo vivo. Según Maturana, “todos los organismos, de los más simples a los más
complejos son sistemas determinados estructuralmente, y nada externo a ellos puede
especificar o determinar qué cambios estructurales experimentan en una interacción; un
agente externo, por lo tanto, puede sólo provocar en un sistema vivo cambios estructurales en
su estructura“. Esto significa que son los organismos los que modifican su propia estructura.
Es lo que Maturana denomina determinismo estructural.
En la televisión ocurre algo similar. Los componentes y las relaciones entre éstos conforman
la estructura de la televisión, es decir, tipo de programas, forma de entregar las noticias,
inclusión de nuevas temáticas sociales, rasgos de los animadores, aspecto físico de los
protagonistas de las telenovelas, etc. Todos estos elementos son parte de la estructura
televisiva que la identifica como tal. Estos componentes no están presentes en ningún otro
medio de comunicación y en ningún otro sistema social. Pero el hecho que desaparezcan en
beneficio de otros formatos audiovisuales no afecta a la organización misma de la televisión.
Los elementos exteriores no pueden producir modificaciones de las estructuras de ésta. Las
estructuras del sistema televisivo se modifican, pero desde el interior de la propia televisión,
no fuera de ella. Esto me lleva a afirmar que la televisión está determinada estructuralmente.
Su estructura determina su contenido. Cuando se producen cambios, éstos son sólo
estructurales, cambia el contenido. Pero lo que se mantiene intacta es su organización.
La televisión como sistema se adapta a los cambios del entorno. Toma nota. Pero es
autosustentable, conserva su organización y su capacidad de autoproducción. Hay una
congruencia estructural entre televisión y medio, que se denomina adaptación. Pero esa
congruencia no es determinante para existencia de la televisión. Por ejemplo, el sistema
televisivo mediante la cobertura que hace a un acontecimiento que apele al pluriculturalismo,
como por ejemplo la marcha por la defensa de los pueblos indígenas, lo transforma en parte
de la agenda temática de la opinión pública. ¿Eso significa que los pueblos indígenas no
existían antes de ese publicitado hecho? ¿Se demuestra que previamente no había conciencia
y reconocimiento de la diversidad cultural? Ambas respuestas son negativas. En este caso la
televisión puso atención a su entorno, quiso representar la realidad cotidiana.
Pero también puede darse la situación inversa, como ocurre a menudo. Muchas veces, la
televisión hace oídos sordos sobre hechos que reflejan la diversidad cultural que, siendo
noticiables, no son nunca noticiosos. Pero no lo hace. No se cubren las múltiples historias
individuales donde se muestra la verdadera realidad de las prácticas culturales. Lejos del
impacto público quedan las historias de aquellos inmigrantes que nutren de nueva vida a las
ciudades que los acojen. La televisión sigue viva, a pesar de no reflejar ese entorno social. En
tanto, el mundo real sigue siendo el mismo.
En ambos casos, el criterio de selección de lo que se va a hacer público surge desde el interior
del sistema televisivo, no viene determinado desde fuera. Lo hace a partir de sus propios
imaginarios.
Asimismo, la cobertura televisiva que se hace a hechos que involucran a actores de minorías
culturales es inevitablemente distosionador. Desde el momento que se convierte en hecho
noticioso, y por ende, en público, lo transforma. Los involucrados pasan a ocupar la categoría
de actores protagónicos. Así, nuevamente, el homosexual golpeado adquiere el rol de víctima,
y el mismo gay semanas después asume como bufón al ser incluído en la nueva telecomedia
de sobremesa. Y otorgarle el protagonismo a alguien en televisión no asegura la comprensión
de éste. Se transforma en un objeto distinto. Se cosifica. La representación supera al
representado. Así como la fotografía eterniza a aquello fotografiado y lo mantiene estático
por años, modificando la realidad ante los ojos del observador; la televisión masifica la
observación sobre alguien, comprensión que sólo alcanza niveles óptimos cuando ésta se rige
por las normas tradicionales de la proxémica.
La televisión crea sus propios imaginarios, siendo éstos autosustentables.
Esta autoconservación y autoproducción del sistema televisivo se basa en la reproducción
recursiva de sus elementos como unidades autónomas: los imaginarios.
Los imaginarios sociales que actúan como constructores del discurso televisivo se convierten
en imaginarios escenificados, que adquieren vida propia, una vida paralela. Se transforman
en la base de la organización de la televisión como sistema autopoiético.
De tal modo que esa autopoiesis televisiva sólo es posible por el soporte permanente de los
imaginarios. La televisión, entonces, genera imaginarios exclusivos. La autoconservación
del sistema televisivo se produce mediante la producción de sus imaginarios. Estos
imaginarios producidos desde la televisión pueden ser propios, y que se caracterizan porque
no existen a priori en el universo simbólico social, y los de segundo orden, que son
representaciones de imaginarios ya existentes, o imaginarios de primer orden.
En resumen, en una sociedad marcada por las influencias de los mass media -o cultura
mediática-, y en especial de la televisión, identifico tres tipos de imaginarios. Los
imaginarios de primer orden, que representan la realidad de la vida cotidiana, otorgando a la
sociedad un universo de significatividades socialmente compartidas; los de segundo orden, o
imaginarios escenificados, que representan a los imaginarios de primer orden, actuando
como escenificaciones de éstos en la estructura televisiva; y finalmente a los imaginarios
propios, que instituyen prácticas sociales y formas de pensar sólo dentro del sistema
televisivo y no fuera de él. Esta última categoría se entiende sólo a partir de la comprensión
de la televisión como sistema autopoiético, así, los imaginario propios son autosustentables y
sólo representan lo que se autogenera en el sistema televisivo.
Por ejemplo, nadie discutiría que el imaginario del amor romántico forma parte de la cultura
popular en sus diversas manifestaciones. Los folletines, las novelas rosa y el cine han sido las
principales manifestaciones mediáticas por medio de las cuales este imaginario se ha
institucionalizado socialmente. Su carácter de imaginario de primer orden, además de su
universalidad, lo ha convertido en un preferido de la televisión para escenificarlo,
transformándolo en un imaginario de segundo orden. El formato de la telenovela, por
ejemplo, con personajes cercanos, con historias divididas en capítulos de una hora o menos
de duración diaria, con musicalización que identifica a cada historia de amor, y con
conflictos paralelos hacen del amor romántico algo bastante distinto a como se vive en la
vida cotidiana. Allí, el amor se siente, no se es testigo de él. Y su evolución es tan lenta como
nuestro envejecimiento físico. La televisión lo pone en un status. Las relaciones de pareja
que han sido televisadas se convierten en modelos a seguir o repudiar. Se transforman en
relaciones arquetípicas, al igual que sus protagonistas. No pasan desapercibidas. De este
modo, la representación del amor romántico en la televisión como imaginario escenificado,
lo sacraliza. Hay un potencial idolátrico en la medida que la representación sustituye el
imaginario representado. La imagen televisiva le añade un plus de significación al imaginario
del amor romántico que supera cualquier posibilidad de que esto se dé así en el mundo real.
Lo mismo ocurre con el imaginario del presente total en los despachos en directo que
muestran los noticieros de televisión. Éstos superan en espectacularidad y testimonios al
mismo acontecimiento que está siendo representando. Una vez más, el imaginario de
segundo orden escenifica a otro anterior, de primer orden.
Por otro lado, identifico como ejemplo de un imaginario propio de la televisión, la franja
horaria. Ésta prefigura un cierto segmento de audiencia, calificable desde el punto de vista de
la composición y la cantidad de aquella, y corresponde a un uso del tiempo. Es un imaginario
ya que presupone ciertas modalidades de consumo televisivo. Con este criterio se califica la
franja horaria matinal, la posterior a las 2 de la tarde, o la que viene después de los noticieros
después de las 22 horas. Este imaginario sólo existe en el sistema televisivo, no fuera de él.
Lo mismo ocurre con las categorizaciones en cuanto a tipo de programa (si es infantil,
misceláneo o para adultos), público objetivo de éste, e incluso el mismo concepto de
teleaudiencia.
Siguiendo esta lógica, el discurso televisivo reduce drásticamente la innovación y
producción de los imaginarios sociales de primer orden, mediante la intervención directa
sobre los imaginarios que escenifica. De este modo, adquieren mayor valor aquellos
imaginarios que están representados en televisión, en una especie de legitimación de éstos.
Pero en verdad, lo que ocurre es que una vez que son escenificados estos imaginarios
primarios, las escenificaciones o imaginarios de segundo orden adquieren vida propia
produciendo un efecto de ajustabilidad de los primeros en relación a los segundos.
Las minorías culturales siguen el modelo de sus representaciones
Los imaginarios de las minorías culturales representadas adquieren vida propia,
transformándose en representaciones de segundo orden. Y si se aplica el efecto de
ajustabilidad, las minorías culturales del mundo real terminan siguiendo las formas y
comportamientos de sus propios imaginarios escenificados. La televisión alimenta, así, el
estatus de minoría “ad eternum“. Es una paradoja. La minoría no se observa a sí misma, sino
a su representación. Su imaginario. Y actúa como él. En palabras de Luhmann, el observador
ratifica su estatus de entidad no observable. Su autorreferencia está cargada de imaginarios
de segundo orden, generándose un círculo vocioso. La realidad pluricultural, entonces, sigue
alimentándose de sus propios imaginarios y éstos siguen representando nuevas
representaciones en forma sucesiva, y que viene desde dentro de la televisión, que se
autoproduce como sistema autopoiético. Una vez más no requiere del mundo real.
La existencia de imaginarios propios se explica con un fenómeno que algunos intelectuales
ya han identificado. Umberto Eco, por ejemplo, señala que “la televisión habla cada vez
menos del mundo exterior. Habla de sí misma y del contacto que está estableciendo con el
público“. Esta autorreferencia o tendencia del medio a generar información sobre sus propias
producciones repercute en el grado de comprensión de lo social. Los personajes creados en
los últimos subgéneros y sus historias han alimentado nuevos espacios televisivos,
“inflando“ este tipo de conflictos televisados como si fueran de primera prioridad para la
teleaudiencia, dejando fuera aspectos de la realidad social que sólo son de interés para
quienes se quejan de estar excluídos del sistema.
Ante esto se hace necesario aplicar una “observación de segundo orden“ que permita
comparar las diferencias entre ambos imaginarios, los de primer orden y sus escenificaciones,
sin perder de vista que los segundos son representaciones de los primeros. No tenerlo en
cuenta repercute en nuestra forma de comprender la realidad y sus diversidades. Ésta se aleja
de las verdaderas estructuras del entorno cultural y distorsiona las representatividades de ese
pluralismo en el espacio televisivo. Los efectos son desesperanzadores, pues terminamos
observando un mundo que no es tal, y que se nos presenta según criterios de rating o modas
mediáticas. Volvemos a darle la razón a Luhmann: “el observador es lo no observable“. En
otras palabras, la diversidad cultural termina siendo no observable.
Un ejemplo: la telenovela como barrera
El caso del género de la telenovela en la configuración de nuevos imaginarios es relevante,
sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de un formato cuyo objetivo es representar de la
realidad con una lógica de espectáculo, y que dé cabida al máximo número de actores
sociales. Se reúnen en un sólo formato dos antítesis: la realidad y la ficción. Se yuxtaponen
en una especie de ficción verosímil. Realidad, porque se trata de actores que representan
roles fácilmente identificables. Además, la audiencia tiene la sensación de estar allí,
compartiendo en su papel de testigos con las penas y alegrías de los protagonistas. Y ficción,
a su vez. Hay un montaje televisivo, una puesta en escena, hay recursos dramáticos que el
director del programa utiliza. Hay una audiencia que artificialmente es testigo de lo que pasa
con los protagonistas. Se construyen acontecimientos que siguen los pasos del melodrama
literario. Hay héroes y villanos.
Los ingredientes mencionados sólo son parte de la televisión. Nacen en ella, y sustentan otros
formatos de la parrilla programática. Se trata de representaciones de personas que se alejan
de su imagen en el mundo real. Así, el extranjero asume un rol arquetípico, se transforma en
un ícono fácilmente reconocible. De éste se proyectan imaginarios que nada tienen que ver
con el verdadero ser humano tras esa imagen. Una vez que la televisión se toma de estos
imaginarios, no pone marcha atrás. Alimenta su propio discurso.
En otras palabras, la televisión confecciona un combustible hecho en casa. Como dice Gérard
Imbert, se trata de un sueño de un mundo autárquico, auto-suficiente, de un mundo
virtualmente posible, donde la diversidad cultural ya ni siquiera es necesaria, porque la
televisión crea su propia realidad, en la que, como en algunas publicaciones, la copia es
mejor que el original.¿Copia mejor que el original? Este punto merece mis reparos, ya que
más que una copia, el mundo televisivo muestra una representación verosímil que se
independiza, que no desea ser una copia sino una realidad mejor que aquella representada,
adquiriendo una autonomía que deja de lado cualquier comparación. El caso de la telenovela
como género y como discurso social es un ejemplo. Aunque parezca confuso para algunos,
las telenovelas no reflejan la realidad. Hoy día resulta insostenible afirmar que la televisión
es un puro espejo que le devuelve a la sociedad su propia imagen. Es obvio que el discurso de
la telenovela y muchos otros que se manifiestan en el medio evita o elude determinadas
temáticas. Precisamente, esa selección temática que se aprecia en todo el discurso de la
televisión invalida la metáfora del espejo, alentando la teoría semiótica de la
representatividad y simbolización televisiva.
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