MANUEL MOYANO: LOS MICRORRELATOS DEL FUNAMBULISTA Fernando Valls Universidad Autónoma de Barcelona ¿Puede el editor de un libro, el responsable de la colección en que apareció publicado, hacer una crítica al uso? ¿Es posible, en tales circunstancias, mantener la objetividad, la necesaria distancia y la sinceridad que la crítica literaria pregona y exige? La respuesta es que no debería hacerlo y que lo más probable es que se muestre incapaz de ser ecuánime. Bueno, pues a pesar de todo, y siendo consciente de que la credibilidad de lo que escriba puede quedar suspendida, voy a ponerme a ello. Se preguntarán ustedes, entonces, que por qué lo hago. En suma, por dos razones básicas. En primer lugar, debido a la insatisfacción que me han producido las reseñas dedicadas al libro, y ello a pesar de lo elogiosas que resultaban; y en segundo lugar, y sobre todo, porque me gustaría señalar los motivos por los cuales Manuel Moyano ocupa hoy un lugar indiscutible dentro de la historia del actual microrrelato español, hispánico. En fin, vayamos a ello. Presentemos primero al autor, para quienes no lo conozcan. Manuel Moyano (Córdoba, España, 1963) reside en Molina de Segura (Murcia) y es el organizador del prestigioso Premio Setenil, que todos los años se concede al mejor libro de narrativa breve publicado en España. Ha publicado tres libros de relatos: El amigo de Kafka, que obtuvo el Premio Tigre Juan 2002, El oro celeste (2003) y El experimento Wolberg (2008), así como la plaquette de microrrelatos El Imperio de Chu (2008), origen del libro que vamos a analizar. Es autor también de la novela La coartada del diablo (Premio Tristana 2006) y en la actualidad prepara un libro de viajes por Estados Unidos. Con los citados antecedentes, Moyano ha encarado el género en esta ocasión como si de un arriesgado funambulista se tratara, en su —ya lo adelanto— excelente Teatro de ceniza (Menoscuarto, 2011), prologado por el poeta y ensayista Luis Alberto de Cuenca, y compuesto por cien microrrelatos, la mayoría de los cuales se sitúan en la estética de lo fantástico. El autor demuestra ser un buen conocedor tanto de la historia del género como de las peculiaridades propias de éste, pues en sus piezas se replantea algunos de los problemas habituales dentro de estas narraciones brevísimas, sacando a los títulos, comienzos y finales, a veces ambiguos y sorprendentes, un buen partido. Véase, por ejemplo, el final abierto de “Harayama”, con el que obliga al lector a decantarse. O el de “El corredor”, donde un hombre, tras atravesar un umbral sin ser consciente de ello, se encuentra encerrado en un extraño pueblo, en el que los lugareños intentan cazarlo para comérselo. Sin embargo, el narrador protagonista de la pieza, buen deportista, decide no poner las cosas fáciles. A veces, Moyano basa sus relatos en otros géneros afines, como pueda serlo la greguería. Así ocurre en “Accidente” y “Boutique”, o en “La Hermandad”, donde, con los mimbres habituales de este género ramoniano, construye un microrrelato de pleno derecho. Para ello, el autor recurre a una lengua funcional, pero contenida y precisa, tal como exigen los cánones de esta forma narrativa. La variedad de motivos y temas, en la tradición del microrrelato específicamente fantástico, desde las ciudades submarinas, el umbral (bidireccional en “El fin de los tiempos”) y el doble, hasta los espejos, las estatuas parlantes, las premoniciones (“Presagios, 1941”), las sirenas o la 107 muerte que viene a buscarnos (“El juego”), junto con el escepticismo y el humor con que, a menudo, encara los asuntos tratados, le proporciona al conjunto de piezas una coherencia, riqueza y hondura poco frecuentes dentro de este tipo de libros. En “Maternidad”, por ejemplo, el humor le sirve para dosificar y oxigenar el horror; mientras que en “Llover para arriba” nos relata el caso de quien podríamos considerar como el último descendiente del profesor Franz de Copenhague, artífice de una serie de inventos enrevesados e inútiles. Pero, además, Moyano, tras iniciar el volumen con cinco citas, acaso demasiadas pues pierden efectividad y significación, cuyo sentido apela a la poética del libro, y cerrarlo con otra cita más del escritor César Gavela, de la que proviene el afortunado título del volumen, junto con la partitura que escribió Jesús Cutillas para “Mundo efímero”, encuadra el conjunto con dos microrrelatos significativos: “Ocaso de un imperio” y “Singladura”. En el primero, se nos proporciona el marco de las distintas piezas reunidas. Así, el narrador, un individuo encerrado en un manicomio, se presenta como inventor de lugares imaginarios, dentro de la tradición de Swift y Tomás Moro, y posiblemente podemos tomarlo como el responsable de las creaciones del conjunto. Afirma haber creado el Imperio de Chu, habitado sólo por hormigas, que en un momento dado, el jardinero del hospital arrasa con su rastrillo. La pieza final, por su parte, resulta una exaltación de la lectura, de los libros de aventuras, a través de cuyas páginas podemos llevar una existencia distinta, y tal vez más placentera. En el resto de los textos se nos muestra otra historia posible de la humanidad, algunos de cuyos enigmas, como los asesinatos de John F. Keneddy y John Lennon, resuelve (“El Club Berkeley”); o nos presenta una extraña versión 108 del nacimiento de un niño (“Regreso”); y transita por la vida o por los precursores de personajes históricos (en “Progenie” recuerda los antecedentes familiares de Hitler, mientras que en “La bala”, invierte la dirección del proyectil que asesinó al presidente Kennedy). Pero, además, reescribe mitos o motivos frecuentes de la tradición literaria, tales como el del minotauro (“Origen del mito”), el hombre lobo (“Plenilunio”), el genio de la botella (“El mercader de Islamabad”), la princesa y la rana (“Fábula”), la paradoja de Chuang Tzu, en una pieza que lleva su nombre, compuesta en clave humorística y remedando a la vez “El dinosaurio”, de Monterroso, o el viaje a la semilla, a la manera de Alejo Carpentier (“Regreso”), encontrando siempre soluciones inauditas, nuevas y sugestivas lecturas de episodios conocidos en la historia de la ficción, como ocurre también en “El enigma”, que remeda La cabina (1972), el premiado telefilme de Antonio Mercero. En “El dilema de Dante” se replantea la relación del poeta con su amada, y en un afortunado final se pregunta qué hubiera preferido éste: si escribir la Divina comedia o haberse casado y formado una familia con Beatriz. Y se vale de la fábula o de la parábola, como ocurre en el titulado “Parábola de los dos ejércitos”, para trastocar el género, pues no aparece ninguna moraleja explícita, sino que, en todo caso, debe ser el lector quien la encuentre. O utiliza las frases hechas, otro recurso habitual del microrrelato, como es el caso de “Atlántida”, donde un acontecer sorprendente se zanja con un escéptico lugar común, y “Laconismo”, cuyo título es también definición. Moyano, en suma, mitifica, pero también desmitifica, así sucede en el titulado “Desmitificación”, donde el conocimiento directo de un monstruo mitológico y de una sirena los deja reducidos a poca cosa, una vez perdido su mis- terio: “la carne fofa, los pechos caídos, su fealdad era tal —describe a la sirena, con humor hiperrealista— que ningún marinero podría haberse enamorado nunca de ella. Además, por mucho que se obstinase en demostrar lo contrario, tenía una forma horrible de cantar” (p. 81). No todos los microrrelatos, sin embargo, son fantásticos, puesto que el autor no desdeña el realismo. Así, por ejemplo, en la fábula titulada “El punto de vista”, tanto el asno que mueve la noria como un empleado comparten una humillante existencia común, con la única diferencia de que sólo el animal parece ser consciente de ello. Si bien, de acuerdo con lo apuntado, predomina en este libro la excelencia, no me parece en cambio bien resuelto “El dragón”, pues tiene un final decepcionante que contrasta con su brillante desarrollo. Y algo semejante le ocurre a “Theatrum mundi”, en donde el desenlace resulta demasiado brusco y explícito, por lo que me parece que la narración hubiera admitido un tratamiento mayor. Tampoco considero a la altura del conjunto “Doppelgänger” y “Ladrones de arte”, por ser demasiado obvios. Manuel Moyano, asimismo, se vale de diversas voces narradoras, desde la omnisciente hasta —digamos— la maravillosa, representada por la estatua de un jardín en “Jardín abandonado”, y juega con el tiempo o el misterio (en “De entre los muertos” se plantea cómo logra escapar un hombre de su ataúd de plomo, sumergido bajo una espesa capa de hormigón, una lápida de basalto de cuatro toneladas y un conjuro que creían infalible), para mostrarnos diversas paradojas, visibles también en “Perennidad”, en la obsesión por la identidad y el azar (“Equipajes”), o en “Luna pálida”, donde un cierto emperador se muestra tan sensible como despiadado. Dentro de la rica tradición que constituyen Kafka, Borges, Cortázar, Ítalo Calvino, Monterroso, Álvaro Cunqueiro, Juan Perucho y, según puede observarse en “Diálogo”, entre otros textos, de Javier Tomeo, en los microrrelatos de nuestro autor se baraja realidad y fantasía, decantándose por esta última, de lo que son buena prueba “Despertar”, en el que lo cotidiano alcanza los ribetes de un mal sueño, y “Ártico”, donde la ficción de un loco, del que unos individuos se ríen siguiéndole la corriente —pues ha confundido un banco del parque con una piragua con la que dice viajar por el polo—, acaba imponiéndose a la supuesta verdad de los cuerdos burlones. Manuel Moyano, en suma, nos muestran en su Teatro de ceniza la complejidad de la existencia, junto con otras posibilidades plausibles de la historia, lo que hay más allá de la mera apariencia de las cosas, y algunos de los pliegues que se esconden tras la realidad, la imaginación y los ensueños. Manuel Moyano, Teatro de ceniza, Palencia, Menoscuarto, 2011. 109