BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES BIBLIOTECA AFRICANA www.cervantesvirtual.com ABDERRAHMAN AIT KHAMOUCH & MANUEL FRANCO El Ángel del ala partida [fragmento] Edición impresa Abderrahman Ait Khamouch/Manuel Franco, El Ángel del ala partida (2009). Ed. de Manuel Franco En Manuel Franco (Ed.)/ Abderrahman Ait Khamouch, El Ángel del ala partida. Barcelona: Ara Llibres. 2009. (pp. 91-98). Edición digital Abderrahman Ait Khamouch/Manuel Franco, El Ángel del ala partida (2015). Fragmento Inmaculada Díaz Narbona (ed.) Biblioteca Africana – Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Noviembre de 2015 Este trabajo se ha desarrollado en el marco del proyecto I+D+i, del programa estatal de investigación, desarrollo e innovación orientada a los retos de la sociedad, «El español, lengua mediadora de nuevas identidades» (FFI2013-44413-R) dirigido por Josefina Bueno Alonso El Ángel del ala partida Abderrahman Ait Khamouch & Manuel Franco El hombre sólo puede ser si es libre, de otra manera pierde su alma y deja de vivir. Luchar por la libertad es la más auténtica de las ansias humanas. Cuando monté en el avión no podía creerlo. Era la primera vez: un aparato inmenso que sobrevolaba los aires y no se caía. Lo había visto muchas veces por encima de mí o en la televisión, pero nunca había montado en una cosa semejante. Tampoco nunca había viajado con un pasaporte falso y el miedo encogiendo mi cuerpo. Otra vez estaba en manos de las mafias de personas, de los que trafican con vidas y sueños. El hermano de Yusuf había llamado por teléfono desde Bilbao y habíamos vuelto a encontrar la esperanza. Mi objetivo era llegar a Barcelona, la ciudad de novelas y cementerios olvidados en la que había decidido comenzar mi otra vida, tierra de oportunidades, y ahora, gracias al hermano de Yusuf y a otra persona que aún no conocía, la meta estaba más cerca. Sentía que podía conseguirlo. Después de que mi querido amigo, compañero de aventuras y viajes, hablase con su hermano mayor, nos dispusimos a dejar la casa de nuestro benefactor en Fuerteventura. Las instrucciones que nos dieron eran precisas: un hombre nos recogería cerca del puerto de la isla para llevarnos a Las Palmas, después iríamos a Madrid y de ahí a Barcelona, pero ese viaje de tres etapas no era tan fácil. Tenía una espesa barba negra, gafas oscuras y los ojos achinados, se hacía llamar Isliman y era el jefe de una de las mafias más importantes de las Islas Canarias. Nos recibió cerca del puerto, nos llevó a las taquillas y allí llegó el primer susto. Los dos guardias civiles que me habían detenido dos veces desde que llegué a la isla estaban apostados en una de las puertas de entrada del puerto. Desconozco la razón, aunque los años vividos y, sobre todo, las cosas vividas, me han enseñado a pensar mal por instinto. Pero lo que sucedió es que los dos guardias al verme, casi me saludan, me dejaron pasar tranquilamente. No hubo ningún problema esa vez porque llevase una determinada ropa, ni siquiera al pasar varios inmigrantes casi juntos, de dos en dos. El viaje no fue muy largo y pronto llegamos a Las Palmas, de nuevo sin problemas, desembarcamos y nos llevaron rápidamente a una casa a las afueras de la ciudad. Al llegar nos desviaron a una salita decorada al estilo marroquí, con almohadones en las esquinas y una alfombra en el suelo. Parecía un trocito de Marruecos en España. Allí me enseñaron mi habitación, que debería compartir con otras cuatro personas durante los próximos quince días, cinco nos dijeron entonces. La ansiedad se apoderó de nosotros la noche del quinto día. Todos esperábamos la llegada de un coche que nos llevase al aeropuerto, pero la espera quedó en nada. Islisam llegó y con Abderrahman Ait Khamouch & Manuel Franco | El Ángel del ala partida Biblioteca Africana – Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes | Noviembre de 2015 3 voz dulce nos dijo que debíamos quedarnos unos días más en la casa, alguien se quejó y entonces el tono del hombre de la barba cambió radicalmente hasta volverse duro y amenazante. Estaba claro, no valía la pena hacer otra cosa que seguir el río que marcaba esa gente, no salirse del cauce, confiar en ellos. A mí no me importaba estar un tiempo más allí. Teníamos cama, comida y Fátima cuidaba de nosotros. Era una mujer de formas rotundas y bien hechas, que no pasaba de los treinta años, pero había vivido muchos más. Lo decía su rostro, marcado por algunas finas arrugas alrededor de unos ojos vivos y pequeños que contrastaban con su boca, amplia y de labios gruesos. Su cuerpo aún conservaba parte del esplendor que algún día tuvo y algunos de los que estaban allí la consideraban deseable, hasta tal punto que intentaron un acercamiento, siempre con resultado negativo. Fátima había sido prostituta cuando llegó a España. Un día me contó su historia. Su padre les abandonó cuando ella tenía doce años y un par de años más tarde su hermana mayor, que sustentaba la casa junto a su madre, sufrió una grave enfermedad. No iba a morir, pero quedaba incapacitada para cualquier tarea. Vivían cerca de mi antigua casa, en Merzouga, y hasta allí iban turistas extranjeros, muchos de ellos franceses, que en ocasiones intentaban intimar con las dulces muchachas del desierto. Uno de ellos pareció apiadarse de la familia de Fátima y le propuso a su madre llevarse a su hija menor para trabajar en Marsella a cambio de una suma importante de dinero que se iría completando con una paga cada mes, que le enviaría su niña. Todos parecieron ver la luz en aquel hombre, al que Fátima me describió como atractivo con un halo de tristeza y una mirada que no iba con sus palabras. “No miraba nunca a la cara”, me dijo, “y eso a mí nunca me gustó”. Trató de negarse al trato, pero su madre la convenció, ya que era la única salida para que la familia y su hermana siguieran viviendo. Se fue y después de un viaje en barca cruzando el estrecho en el que aquel hombre la forzó a entregarle su virginidad, llegaron a Cádiz donde la llevaron a un lugar en mitad de la carretera que lleva a Jerez, un sitio perdido en mitad de la nada, rodeado de coches bonitos, una casa baja con un letrero de neón en el que se podía leer: “Playita Club”. En aquel prostíbulo vivió y trabajó la muchacha a la que todos llamaban «la mora de la boca grande » durante cuatro años, hasta que un día decidió escaparse. Se montó en un autobús camino de Madrid y en la capital encontró trabajo como interna en uno de los chalets pequeños de Arturo Soria, hasta que el señor de la casa intentó que recordara viejos tiempos que ella quería olvidar. Al día siguiente, la mujer le dijo que estaba despedida. “El señor dice que no le gusta tu cara”, le explicó. Y Fátima se fue sin desvelar a aquella mujer la clase de hombre con quien vivía. Parecía saberlo ya. Al poco tiempo conoció a Islisam y se convirtió en la mujer sin serlo de un mafioso de barba espesa que al fin y al cabo ayudaba a la gente. Era su trabajo. Y eso sí, ganaba mucho dinero. En la casa, bajo los cuidados de Fátima, que cada día me untaba con una extraña loción que me aliviaba los dolores del brazo caído, estuvimos diez días más. Una mañana Islisam entró en mi habitación y gritó: “Rápido, coged vuestras cosas. ¡Nos vamos!”. Abderrahman Ait Khamouch & Manuel Franco | El Ángel del ala partida Biblioteca Africana – Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes | Noviembre de 2015 4 Fuimos en dos coches, con dos chóferes españoles. En el Seat Ibiza color plata, donde yo viajaba, me entregaron el pasaporte falso con el que iba a entrar en Madrid, el documento imprescindible por el que había pagado, junto con el viaje, 600 euros. Menos mal que la travesía en patera no me costó nada, que no tuve que dejarme 3.000 euros o 1.500 según quien fueras. De lo contrario, en ese momento me hubiera encontrado sin nada en los bolsillos, ni siquiera arena de mi desierto. Me sorprendió la escasa vigilancia que había en el aeropuerto de Las Palmas. Íbamos todos juntos, algunos con maletas, pero yo sólo llevaba la ropa puesta y una bolsa de un hipermercado con un par de camisetas y poco más. Entregué el pasaporte mirando al frente y con la mano pegada al cuerpo para no temblar, para que no se viera el miedo que sentía. Lo miraron casi sin ver, me lo devolvieron y entré en el avión. Aquella especie de nave espacial me iba a llevar al paraíso. O eso creía yo. Algunos durmieron durante el vuelo, pero yo no; recordaba a mi madre en Mellab, venían a mi mente imágenes de las olas rodeando nuestra barca, frágil en el mar como un suspiro en el huracán, miraba hacia abajo por la ventanilla y sólo veía una estela blanca, no podía creer que estuviese junto a las nubes. Aún hoy los aviones me parecen un milagro. Así iba, soñando con los ojos abiertos, cuando una voz en bereber interrumpió mi desvelo. Yusuf tenía ganas de hablar. - Ya estamos de verdad en España, Abderrahman. - Eso parece, aún no lo puedo creer. - Tenemos que encontrar un buen trabajo, ganar mucho dinero. A eso hemos venido, a ganar mucho dinero, en Marruecos es imposible, pero aquí sí se puede ser rico. - Yo sólo quiero ser atleta, Yusuf. - No podrás, Abderrahman, eres un extranjero aquí, no tienes brazo, a los marroquíes nos odian en España. Ve quitándotelo de la cabeza. Es imposible. - He venido aquí porque al menos se puede soñar, déjame a mí con mis imposibles, Yusuf. Unos minutos más tarde cambiamos las nubes por edificios, grandes como nunca antes había visto, algunos con una luz roja en lo más alto. El avión fue bajando rápidamente y una vez más el temor me atrapó: lo peor de este aparato es la sensación de que durante un tiempo no eres dueño de tu destino, que estás ahí, atrapado y que todo puede suceder. Afortunadamente lo que pasó fue que tomamos tierra y pisé suelo madrileño. Hacía mucho frío, el aire no era puro, pero al mirar al cielo sentí algo especial. No tuve mucho tiempo para observar las estrellas de Madrid, enseguida me metieron en un extraño tubo bajo tierra que parecía un tren. Era extraordinario, algo nunca visto antes, todo me sorprendía y me maravillaba en este nuevo país. Viajaba en el metro con la boca abierta y el corazón repleto de sensaciones, entonces supuse que sentía algo parecido a lo que los turistas experimentan cuando ven las dunas por primera vez. La costumbre desvirtúa las cosas y convierte en normales aspectos mágicos de la vida. A mí, esa primera vez que viajé en el metro de Madrid me pareció vivir Abderrahman Ait Khamouch & Manuel Franco | El Ángel del ala partida Biblioteca Africana – Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes | Noviembre de 2015 5 una película de fantasía. Pronto llegamos a la estación de tren de Chamartín, entramos en un vagón y se puso en marcha, primero lento, después muy deprisa, tanto que parecía viajar en el túnel del tiempo. No sabía dónde iba, pensé entonces que me podían haber engañado, tal vez ese tren llegaba otra vez a Marruecos, quizá su destino era Canarias de nuevo, era posible, incluso, que todo fuese un sueño de los que acaban en pesadilla, pero entonces una sonrisa pintó mi rostro, frente a mí, un cartel luminoso con las palabras mágicas: Estación de Sants-Barcelona. Abderrahman Ait Khamouch & Manuel Franco | El Ángel del ala partida Biblioteca Africana – Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes | Noviembre de 2015 6