www.ladeliteratura.com.uy DETRÁS DE LA MÁSCARA: HYPOCRITES Actor con máscara Pintura mural del siglo IV a.C. En las últimas páginas de este artículo encontrarás un relato ficticio que recrea un día de función en un teatro de la antigua Grecia: La máscara de Apolo de Mary Renault. ¿Cómo se distribuían los papeles entre los actores?...¿qué incidencia tenía cada personaje en la acción de la obra?...¿el poeta era, además, actor?... El Diccionario de la Lengua Española de la RAE (www.rae.es) explica los términos protagonista y deuteragonista de esta manera: www.ladeliteratura.com.uy Muy escueta, por cierto, la explicación ¿no te parece? ...Veamos qué dicen algunos estudiosos sobre estos asuntos Müller, Otto (1888-II: 102 y sigs)) “…el poeta podía presentar al mismo tiempo cuantos personajes mudos le viniesen en deseo- pero dando a aquellos actores el tiempo necesario para cambiar de traje, podían reaparecer desempeñando otros papeles. Que el mismo actor desempeñara diversas partes de un mismo drama, no parecía a los griegos antiguos más extraordinario que si representaba distintos personajes en drama diferentes; pues que no sólo la máscara impedía reconocer al actor, sino que éste con habilidad y arte podía hacer resaltar la diferencia de los caracteres.” “…raras veces es el deuteragonista autor de los males que afligen al protagonista: este papel está por lo general encomendado a un poder superior que no aparece en escena, y el deuteragonista no hace otra cosa que provocar la expresión de los diversos afectos del ánimo del primer actor, ya mostrándoles compasión, ya comunicándoles desagradables nuevas (…) El www.ladeliteratura.com.uy protagonista podía igualmente representar diversos papeles, si bien los poetas procuraban concentrar en solo una parte del drama toda la habilidad y todo el talento de aquel actor. El papel del tritagonista, cuando lo hay, es generalmente el de autor material o moral de los males que agobian al protagonista: aunque poco patético y de carácter nada a propósito para inspirar por sí mismo compasión, es, sin embargo, causa de que el espectador simpatice con el personaje principal y le compadezca. En este caso, el deuteragonista se encarga del desempeño de papeles, en los cuales, aunque laten vivos y nobles sentimientos, no se ven la energía y alteza de miras del protagonista: son, en suma, caracteres débiles, de más delicado temple, de menos grandeza de espíritu, aunque susceptibles también de producir sublimes emociones, que Sófocles gustaba de colocar al lado de sus principales personajes para que resaltara más el ánimo y la fortaleza de estos últimos .La gradación de estas tres partes del drama, estriba, pues, en el grado de piedad, de simpatía o simplemente de interés que cada una de ellas está destinada a despertar en el auditorio.” Actores caracterizados como aves Cerámica del siglo IV a.C. www.ladeliteratura.com.uy Murray, Gilbert (1947: 235) “La palabra griega que significa actor, hypocrites, significa “el que contesta”. El poeta era realmente un actor; pero, si necesitaba convertir en diálogo su solitaria declamación, era preciso que alguien le contestara. El coro se hallaba normalmente dividido en dos partes, según atestigua el sistema de estrofa y antistrofa. Acaso el poeta tomaba como respondientes a los jefes de esas dos partes. De todos modos, “tres actores” se encuentran regularmente en las tragedias bien desarrolladas. El antiguo coro circular constaba de cincuenta actores y el poeta: la compañía trágica completa, de cuarenta y ocho coreutas, “dos contestadores” y un poeta. Esto era todo lo que el llamado corega –rico ciudadano que corría con los gastos de la representación- se hallaba siempre obligado a proporcionar; y por espléndido que fuese este funcionario, (…) [no tuvo nunca] que proporcionar cuatro cambios de traje para los cuarenta y ocho coristas; aparecían sólo doce, al mismo tiempo, en cada una de las cuatro piezas de la tetralogía. La tradición dice, de un modo absoluto, que Tespis tenía un actor, Esquilo dos, y Sófocles tres, aunque algunas veces asegura que Esquilo fue quien introdujo el tercero.” “Los poetas, naturalmente, tendían a separarse de la representación. Esquilo dejó de representar en la última parte de su vida. Se dice que Sófocles tenía la voz excesivamente débil para la representación. La profesión de actor debe de haberse establecido antes de 456 a.C., que es cuando hallamos Teatro de Taormina mencionados oficialmente, por primera vez, a los victoriosos actores, al lado del poeta y del corega.” www.ladeliteratura.com.uy M A RY R ENA U L T Máscara trágica. Tablilla de hueso, posible mente usada como entrada. Período imperial romano. Colección del Staatliche zu Berlin “ L A M Á S C A R A D E A P O L O” C AP Í TU L O 1 1 www.ladeliteratura.com.uy En Sicilia, las obras se iniciaban al amanecer, pues el calor del día llega demasiado pronto. El teatro de Siracusa está orientado al sudoeste, construido en la ladera de la Acradina. El sol sale por detrás de ésta; la representación empieza a la sombra de su mole hasta que, al poco rato, los largos rayos del sol iluminan el escenario. El día de la representación, el cielo estaba refulgente, con grandes alas llameantes que se alzaban casi hasta el cenit desde el oculto oriente. Sin embargo, cuando empezamos, las alas aún estaban plegadas y nos envolvía una luminosidad mortecina y velada, una mezcla de tonos rojizos, bronces y púrpuras. Al ver aquella luz hechizadora y misteriosa que el propio Eurípides habría escogido, Menécrates y yo cruzamos una mirada, sin atrevemos ninguno de los dos a decir: «¡Un buen presagio!». Se apagaron los faroles que habían permitido al público encontrar sus asientos. Mientras las flautas empezaban a sonar, me calé la máscara. Dioniso abre en solitario. Hay un truco que siempre utilizo cuando la obra empieza con las primeras luces. Cruzo el escenario hasta el altar de Semele donde, como indica el dramaturgo, el fuego está apagándose; allí tomo del suelo una antorcha, la enciendo, la levanto y miró a mi alrededor. Así desarrollo todo el parlamento inicial, caminando de aquí para allá, contemplando la casa real que voy a destruir. El dios no debe parecer un www.ladeliteratura.com.uy mortal cualquiera tramando una maldad. Siente curiosidad, husmea el terreno; es una pantera de los bosques de las tierras altas al acecho, que olisquea las paredes de las viviendas humanas, rondando en silencio sin saber lo que es. Este inicio tranquilo me agrada. Después, cuando levanto la voz para llamar a las ménades frigias, todo el mundo da un respingo, lo cual va bien. Las ménades entran danzando con sus flautas, tambores y platillos, rompiendo el silencio y el sigilo. Con ellas venían unos jóvenes sátiros que hacían la danza de la antorcha. Al hacer mutis, encontré a Menécrates vestido, con la máscara de Hipólito levantada sobre la cabeza; la nueva no había llegado. Era una lástima, le dije, que siendo tan buenas las máscaras de la ciudad fuese él el único en tener que llevar una vieja. -Ahora lo prefiero -respondió-. Estoy habituado a actuar con ella. Lo único que temía era que llegara la otra, por medio de algún mensajero del pintor, mientras me estaba atando las botas. Conozco a esos artistas eminentes; nadie se atreve a ofenderles porque el corego siempre se pone de su parte, ya que necesitará sus servicios en más ocasiones. Habría tenido que ponérmela sin tiempo apenas ni para echarme un vistazo ante el espejo. Así, uno no puede hacerse justicia. Aliviado de comprobar que se lo tomaba tan bien, fui a cambiarme para el papel del vidente Tiresias. Cuando volví a salir, vi el cielo cada vez más claro. Las alturas ya estaban bañadas por el sol y el frío cargado de humedad empezaba a levantarse. Está bien que así suceda cuando los www.ladeliteratura.com.uy mortales ocupan el lugar de los dioses. Si uno quiere, puede resaltar la figura de Tiresias en esta escena; algunos primeros actores lo hacen, pero yo prefería concederle la escena al Rey Cadmo, ese viejo oportunista capaz de bailar en las montañas con un dios o con un farsante, sin hacer preguntas, si tal cosa le proporciona posición. Me limité a hacer de hombre recto sometido a sus burlas. Eso va bien a la obra pues, por fanático y terco que sea Penteo, es preciso destacar su integridad. Éste es el nudo de la obra. Tiresias lleva una máscara de ciego; el actor ha de mirar por unas rendijas abiertas entre los párpados. Al pasar mi mirada vacía por la gradería, aprecié que la obra había prendido el interés. Menécrates inició sus exclamaciones, denunciando a las bacantes y sus ritos. Justo al empezar su primer parlamento, los primeros rayos de sol incidieron en el escenario; uno de ellos lo hizo en la propia puerta, precisamente. Pensé para mí: «Hoy hay algún dios que nos ama». El actor avanzó hasta quedar iluminado, en una gran entrada por el fondo de la escena acompañado de extras. Las joyas y oropeles de su indumentaria destellaban; las ropas carmesí refulgían. Y llevaba puesta la máscara nueva. Debía de haber llegado en el último momento, mientras yo me cambiaba. Eso bastaba para desconcertar a cualquier actor, pero Menécrates era fiable y mantendría el aplomo. Entonces empecé a oír al público. Hubo una pausa, seguida de un zumbido, un murmullo de irritación y una carcajada. Las buenas máscaras producen mejor efecto a distancia. Miré entre las rendijas de mi cabeza de ciego, no tan efectivas como las aberturas de los ojos normales, tratando de descubrir qué iba mal. En ese instante, vi entrar a Menécrates con la máscara de Penteo. Una buena máscara de carácter, un rostro áspero y orgulloso, propio de un enemigo de las risas y del dios de los placeres. ¿Qué iba mal, entonces? Enseguida lo descubrí. Era una máscara retrato, de esas que se utilizan en comedia, sólo que menos tosca; era una caricatura, aunque sutil, suavizada al estilo clásico. Y eran las facciones de Dión. Me quedé helado, inmóvil como un poste, mientras Menécrates iniciaba www.ladeliteratura.com.uy su largo parlamento de entrada. Recordé los retrasos, las excusas del maestro tallador de máscaras; pensé luego en la llegada de aquélla en el último momento, mientras yo estaba en el escenario y no podía verla. Igual que un hombre contemplaría la espada clavada en su carne como si se preguntara qué era aquello hasta que de pronto le llegara el dolor, me atravesó de parte a parte la idea de que Dión debía de estar allí delante, en los asientos de honor, recibiendo aquella afrenta en pleno rostro. ¿Qué otra cosa podría suponer Dión, sino que yo estaba al corriente de aquello? Sin duda, ya debía de haber pensado lo peor de mí por el mero hecho de actuar, pero ahora, ¿cuánto pensaría que me habrían pagado Filistos y su amo por consentir esto? Un don nadie tras una máscara, un vendedor de fantasías, la prostituta de un poeta cuya vida se desperdicia en la exhibición pública de las mismas pasiones que el filósofo dedica su vida a dominar, un vagabundo sin casa propia, de ciudad en ciudad... Un hombre así es fácil de comprar. Noté un nudo en el estómago. Por un momento, creí que iba a vomitar en el escenario. Mientras, Menécrates había llegado ya a la mitad de su parlamento: “Me cuentan que un extranjero de Lidia ha llegado a Tebas...” Dioniso, con cuya máscara volvería a salir muy pronto. Pensé en el parlamento inicial a la luz de las antorchas, anunciando venganza contra el hombre que había prohibido mi culto. Dioniso, dios del teatro. Un prolegómeno perfecto... para esto. Igual que cuando era un niño desnudo sobre un escudo troyano, deseé que un terremoto se tragara la skēnē. Pero eso venía más tarde. Yo era un dios y sería yo quien daría el pie para que se iniciara. Cuando caí en la www.ladeliteratura.com.uy cuenta de ello, me habría sentado allí mismo y me habría echado a reír hasta que me cayeran las lágrimas. “Dejadme que le coja aquí dentro de mis muros; no volverá a agitar su tirso, ni a erguir su cabeza con desdén..” Menécrates se acercó, profiriendo amenazas. Veneno por todas partes. ¿Qué sabe él?, me pregunté. La máscara había llegado tarde, pero uno siempre encuentra tiempo para echarse un vistazo. Tal vez no lo había tenido, no había querido perder la concentración en lo que tenía que interpretar y se había limitado a ponérsela. De todos modos, seguí diciéndome, ¿qué era Dión para él, además de mi amigo, para ofender por su causa a un poderoso patrocinador? Si Menécrates se había fijado, nunca lo reconocería; ¿quién lo haría? Además, él vivía en Siracusa; ¿qué podía atreverse a reprocharle un ateniense libre? Así pues, aquello quedaría siempre pendiente entre los dos. “¡Ah!, esto es obra tuya, Tiresias...” Terminó de cruzar el escenario en dirección a mí. Al final de aquella diatriba venía mi entrada para un nuevo parlamento, el doble de largo que el suyo. No podía recordar una sola línea. “Estás ávido de ofrendas quemadas, hueles nuevos estipendios por tus pronósticos...” Yo debería estar reaccionando a todo aquello. Menécrates había advertido mi aturdimiento y estaba perdiendo fuerza. Yo no le estaba poniendo nada de mi parte. Mi mano se levantó y el ultrajado vidente descargó varios golpes de su cayado sobre el escenario. Tenía razón Tiresias para su irritación. Pensé en aquel joven vanidoso y estúpido de la Ortigia, sentado como un funcionario tras el escritorio enorme www.ladeliteratura.com.uy y desagradable de su padre; pensé en el jovial Filistos con sus modales refinados, una vieja araña gorda que sacudía su red, y pensé en Dión, allí entre el público, manteniendo el rostro imperturbable de un filósofo (el hombre virtuoso lleva el placer y el dolor con igual ánimo) en aquella hora de infortunio, mordido por el perro descarriado al que había dado de comer de su mismo plato. Hasta entonces no había habido tiempo para la cólera. En escena, uno está acabado si pierde los estribos; por eso fue una suerte que hubiera aprendido a dominarme desde muy joven. Cuando, con diecinueve años, uno ha tenido que continuar con su papel después de descubrir el interior de la máscara untado de excrementos, os aseguro que no lo olvida mientras vive. El pobre Meidias no había dejado un solo instante, hasta el mismísimo final de la gira, de intentar tales tretas para hacerme olvidar el texto. Así pues, en aquel momento, me así del arma que me había servido cuando no tenía otra. Yo estaba allí para honrar al dios; estaba en ese recinto donde, incluso si un hombre se encuentra cara a cara con el propio asesino de su padre, está obligado a contener la mano. Un actor rara vez piensa en estas cosas, rara vez necesita hacerlo, pero son carne de su carne. Mi único recurso era combatir con ellas. Aquella gente había intentado arrebatarme la obra y convertirla en una sátira de tercera categoría. Aunque me costara el último aliento, la recuperaría. Entré con mi parlamento a tiempo, recordándolo de verso en verso; en cierto momento vi a Menécrates parpadeando tras las aberturas oculares de la máscara y me pregunté cuánto texto debía de haberme saltado. Por fortuna, era el pasaje más soso de la obra. Agité el bastón, o, más bien, levanté la mano que se agitaba por su propia voluntad. Pero Tiresias es muy viejo y está encolerizado. Fue una actuación melodramática pero, en todo caso, consiguió estimular de nuevo a Menécrates, que dio su réplica con precisión. Cuando hice mutis con el joven Filanto, que hacía el papel de Cadmo, apenas le dio tiempo de salir para quitarse la máscara y mirarme boquiabierto, tan lleno de palabras que se le apelotonaron en la boca. Levanté la mano y dije: -No. Primero nos concentraremos en la función. Y no le comentes nada www.ladeliteratura.com.uy a Menécrates, tampoco. Apenas empezaba a desnudarme en el camerino cuando Menécrates entró directamente tras su mutis. -¿Qué ha sucedido, Niko? ¿Qué le sucedía al público? ¿Sabes que te has comido veinte líneas y has improvisado la mitad del resto? Además, esta máscara tiene las aberturas de los ojos pésimas. No le contesté. «No es preciso que finjas conmigo, amigo mío.» Podía estar diciendo la verdad. Incluso con una máscara de buenos atisbaderos, no se puede ver mucho más que lo que uno tiene delante; para mirar a los lados es preciso volver la cabeza. En lo que a Menécrates concernía, el alboroto entre el público podía haberlo causado cualquier cosa que estuviese fuera de su línea de visión. -Querido mío -respondí-, déjalo hasta después. Son cosas de la política, pero concentrémonos en lo nuestro durante la representación. Y si descubres la causa, no te alteres; lo importante es la obra. Cuando esté vestido, me sentaré con la máscara un rato. Algunos actores juran por este rito, que es muy apreciado por pintores de murales y escultores. En mi caso, me llevo las máscaras a casa con anterioridad y allí medito sobre ellas en silencio, sin más testigo que el dios. Sin embargo, entre las gentes del teatro existe la buena tradición de dejar en paz a un actor cuando éste se sienta a meditar ante su máscara. Esos instantes le dan a uno la oportunidad de recobrar la calma, si algo le ha alterado los nervios. Escuché a mi ayuda de cámara a la puerta del camerino, despidiendo a los visitantes con un susurro. Las voces de los muchachos del coro subían y bajaban de volumen en la plataforma de la orkhēstra, según la danza les traía cerca de mi posición y les alejaba de ella. Permanecí sentado con la barbilla apoyada en el puño, observando los ojos de leopardo del Dioniso rubio e imperturbable, meditando sobre el cazador inmortal y su presa. Entré en escena de nuevo, conducido por los guardias ante un Penteo irritado y virtuoso. El dios ha adoptado la apariencia de un joven, pero todos han percibido un halo de divinidad en torno a él, salvo el rey, a quien responde suavemente, sonriente, revelándole la verdad en términos oscuros. www.ladeliteratura.com.uy Los espectadores se habían calmado ya, pero noté que estaban en ascuas, produciendo el mismo ruido que un tropel de ratones en el desván. Tenía que hacerme con su atención, ahora o nunca, pues aquel pasaje era el eje de la obra. Penteo denuncia al dios como un charlatán de feria, se corta su larga melena (la peluca de la máscara es de mentira) y luego le ordena entregar el tirso. El dios, sin embargo, permanece inmóvil. «Cógelo tú mismo», dije sin alterarme. «Pertenece a Dioniso.» Declamé esta frase con toda intención, como si en lugar del nombre del dios hubiera pronunciado el del arconte. Menécrates, que era un actor perceptivo, me siguió en la réplica, haciendo una pequeña pausa antes de tomar el cetro, lleno de cólera. Me volví hacia el coro de ménades e hice el gesto que significa, «está consumado». Se escuchó un murmullo preñado de temor, como era mi intención. … La improvisación me salió perfecta. Casi me asusté a mí mismo. Menécrates me dio la réplica, espantado. Al cambiar el tono como lo había hecho, había exigido mucho de él, pero captó perfectamente mi intención. Al darme cuenta, pensé que cuando uno cumple el rito de meditar ante la máscara del dios, está invocando a éste. Ahora debía aceptar lo que me enviara. Cuando abandonamos la escena, los espectadores gritaron y patalearon como suele hacerse después de un rato de tensión; otro regalo de Dioniso, supongo. Yo no tuve ese momento de relajación. No me quité la máscara pese al sudor que me bañaba el rostro. Menécrates me puso la mano en el hombro y declaró: -Una interpretación magnífica, Niko. Esto es auténtico Eurípides, estoy seguro. www.ladeliteratura.com.uy Lecturas recomendadas en Biblioteca … Aristófanes Comedias - Aristófanes Esquilo Eurípides Géneros literarios en la antigua Grecia (II) Tragedia griega- Drama satírico Para saber más… Müller, Carlos O.- “Historia de la literatura griega hasta la época de Alejandro” Tomo II (Establecimiento tipográfico de Ricardo Fé; Madrid, 1888) Murray, Gilbert- “Historia de la literatura griega clásica” (Ed. Albatros; BsAs, 1947) Navarre, Octave- “Las representaciones dramáticas en Grecia” (Ed Quetzal; Bs.As., 1955)