cristo murió en la cruz para salvarnos de nuestros pecados

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CRISTO MURIÓ EN LA CRUZ
PARA SALVARNOS DE NUESTROS PECADOS
P. Steven Scherrer, MM, ThD
Homilía del 2º domingo de Cuaresma, 4 de marzo de 2012
Gén. 22, 1-2. 9-13. 15-18, Sal. 115, Rom. 8, 31-34, Marcos 9, 2-10
“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Rom. 8, 32).
Que Dios no escatimó ni su propio Hijo sino que lo entregó por nuestros pecados
es el mismo centro de la fe cristiana.
Después de su muerte y resurrección Jesucristo envió a sus apóstoles para
hacer discípulos a todas las naciones (pueblos, ethnē) (Mat. 28, 19). Los envió
por todo el mundo para predicar (kēryxate) el evangelio a toda criatura (Marcos
16, 15). Esto es la misión de la Iglesia, evangelizar a todos los pueblos. Pero
¿qué exactamente debemos predicar? ¿Qué es este evangelio, esta buena
noticia, que debemos predicar en todas las naciones? ¿Qué es nuestro
mensaje? ¿No es anunciar la salvación que Dios envió al mundo en su Hijo
Jesucristo, que se encarnó sólo una vez para todos los pueblos del mundo?
¿No debemos predicar que este Hijo divino murió en una cruz para la salvación
del mundo, para el perdón de nuestros pecados (1 Cor. 15, 3)? ¿No debemos
predicar que después de tres días resucitó en gloria para nuestra justificación e
iluminación (Rom. 4, 25)? ¿No debemos predicar que debemos andar en la luz
de su resurrección y vivir una vida nueva y resucitada en él en medio de este
mundo viejo como un anticipo de la gloria que vendrá en su segunda venida o
parusía en las nubes del cielo? ¿Y no debemos predicar que él nos envió a su
Espíritu, el Espíritu Santo, para permanecer con nosotros hasta que él regrese.
Esto es la realidad, la salvación, y el mensaje que debemos vivir y predicar al
mundo para la justificación, transformación, y divinización de todos los que creen
en Cristo. Es un mensaje de salvación que predicamos.
Primeramente la misma encarnación de Cristo es salvadora, porque es la unión
de la divinidad con la humanidad en Jesús y en todos los que nacen de nuevo
en él por la fe. Por medio de nuestra unión con Cristo por la fe su divinidad entra
en nuestra humanidad para nuestra transformación, divinización, y santificación.
Por la eucaristía él entra en nosotros física y sacramentalmente para iluminarnos
por dentro. Debemos predicar todo esto.
Debemos predicar también “que Cristo murió por nuestros pecados” en la cruz (1
Cor. 15, 3). Debemos morir con él a nuestra vida vieja para resucitar con él a
una vida nueva y resucitada en él (Rom. 6, 4). Debemos predicar la expiación y
el perdón de nuestros pecados en su muerte en la cruz (Rom. 3, 25; 1 Juan 2, 2;
4, 10; Heb. 2, 17). La muerte de Cristo en la cruz, conduciendo a su
resurrección, debe ser el centro de nuestra evangelización. En Corinto san
Pablo no quiso saber “cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Cor.
2, 2). No es una exageración predicar la cruz de Cristo, porque en su muerte su
obra salvadora llegó a su culminación. Dios reconcilió consigo todas las cosas,
“haciendo la paz mediante la sangre de su cruz. Y a vosotros también, que erais
en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras,
ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para
presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él” (Col. 1, 20-22).
Es “mediante la sangre de su cruz” que esta reconciliación fue hecha. Dios nos
reconcilió consigo por la muerte de Cristo en la cruz, “en su cuerpo de carne, por
medio de la muerte” (Col. 1, 22). Cristo tomó nuestra parte. Nosotros fuimos
culpables, no él; pero él sufrió “en su cuerpo de carne, por medio de la muerte”
nuestro castigo por nuestros pecados en vez de nosotros. El inocente sufrió el
castigo de los culpables “mediante la sangre de su cruz” (Col 1, 20) “en su
cuerpo de carne, por medio de la muerte” (Col. 1, 22). Esto es lo que nos salvó.
Esto debe ser el centro de nuestra predicación. Así debemos predicar el
evangelio, la buena noticia de la salvación de Dios en Cristo. Así debemos
evangelizar a las naciones, a los pueblos.
“Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del
pecado, condenó al pecado en la carne” (Rom. 8, 3). Dios “condenó al pecado
en la carne” por la muerte de Jesucristo en la cruz. Lo condenó en la carne de
Cristo en la cruz. Por eso envió a su Hijo “en semejanza de carne de pecado y a
causa del pecado”, es decir, para condenar al pecado en carne humana, en la
carne humana de Cristo, no en nosotros; y así nos libró por este mismo acto a la
vez del pecado y del castigo de Dios por el pecado. Así nos da la libertad de los
hijos de Dios y una nueva vida. Cristo nos redimió de nuestros pecados y de la
carga de nuestra culpabilidad por medio de su muerte. En su resurrección este
acto fue completado. Cristo resucitó victorioso sobre el pecado, y sobre la
muerte que fue el castigo del pecado. Él sufrió esta muerte por nosotros y en
nuestro lugar, esta muerte que fue el castigo por nuestros pecados, y que
nosotros deberíamos haber sufrido, y resucitó victorioso sobre esta muerte para
que vivamos en su victoria, hechos justos —justificados— por su resurrección.
Jesucristo “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra
justificación” (Rom. 4, 25). ¡Su muerte nos salvó! Él es “el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo” (Juan 1, 29). Él fue el cordero de sacrifico que fue
ofrecido en la cruz para la salvación del mundo. “Limpiaos, pues, de la vieja
levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois; porque nuestra
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pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros” (1 Cor. 5, 7). “Él es la
propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino
también por los de todo el mundo” (1 Juan 2, 2). La transfiguración, que
conmemoramos hoy, nos muestra la gloria que sigue la cruz, la gloria de la
salvación, de la cual ya participamos. La cruz de Cristo nos da un anticipo de
esta gloria, la gloria de la resurrección, aun ahora de antemano.
Cristo es la “propiciación por medio de la fe en su sangre” por nuestros pecados
(Rom. 3, 25). Cristo “murió por los impíos” (Rom. 5, 6). Nosotros “siendo aun
pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5, 8). El Hijo del Hombre vino “para
dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10, 45). Cristo participó de nuestra
carne “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte,
esto es el diablo” (Heb. 2, 14). Cristo padeció la muerte “para que por la gracia
de Dios gustase la muerte por todos” (Heb. 2, 9). Cristo murió “para que
interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones” pudiera dar a los
llamados una herencia eterna (Heb. 9, 15). “Estando ya justificados en su
sangre, por él seremos salvos de la ira” (Rom. 5, 9). Por eso podemos andar
ahora en la luz, y “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1
Juan 1, 7). Así, pues, “ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo
estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Ef. 2, 13).
Esto es porque Dios “nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre”
(Apc. 1, 5). Todo esto fue porque Dios puso nuestros pecados sobre Cristo y los
castigó en él para hacernos justos y libres de nuestros pecados. “Al que no
conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos
hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5, 21). Cristo recibió la maldición de la ley
por nuestros pecados en vez de nosotros para abrigarnos de esta maldición.
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición
(porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)” (Gal. 3, 13).
Fue la sangre de Cristo, como de un cordero de sacrificio, que nos redimió.
“Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de
vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre
preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Ped.
1, 18-19).
Que Cristo murió por nuestros pecados es el centro de la kērygma (predicación)
del Nuevo Testamento. Debe también ser el centro de nuestra predicación del
evangelio, de nuestra evangelización de las naciones (pueblos, ethnē). Predicar
la cruz no es una exageración. Es el mismo centro de la fe cristiana.
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