PREDICANDO EL MENSAJE QUE SALVA

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PREDICANDO EL MENSAJE QUE SALVA
P. Steven Scherrer, MM, ThD
Homilía del 5º domingo del año, 5 de febrero de 2012
Job 7, 1-4. 6-7, Sal. 146, 1 Cor. 9, 16-19. 22-23, Marcos 1, 29-39
“Y les dijo: Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí; porque
para esto he venido. Y predicaba en las sinagogas de ellos en toda Galilea, y
echaba fuera los demonios” (Marcos 1, 38-39).
Predicar el evangelio es el trabajo principal de la Iglesia junto con celebrar los
sacramentos, sobre todo la eucaristía y el sacramento de reconciliación. Jesús
no quedó en un solo lugar predicando allí, sino que “predicaba en las sinagogas
de ellos en toda Galilea”, porque para esto ha venido (Marcos 1, 38-39). Vino
para predicar el evangelio de la salvación y curar a los enfermos y poseídos por
medio de la oración y la imposición de manos. Así predicaba el reino de Dios.
Vino para llamar a todos al arrepentimiento y a la conversión, para que sus
pecados sean perdonados, y ellos sean salvos y tengan vida eterna. Su misión
fue una misión de salvación, y esto fue por medio de la palabra predicada que
despertó la fe para la salvación en los corazones de sus oyentes. “Así que la fe
es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Rom. 10, 17).
Esta palabra predicada nos habilita para ser salvos y nacidos de nuevo en
Jesucristo con todos nuestros pecados perdonados y con la depresión causada
por la culpabilidad por haber pecado quitada de nosotros. Esta salvación viene
a nosotros cuando creemos en la Kerygma (predicación) del Nuevo Testamento
acerca de la muerte salvadora y la resurrección justificadora de Jesucristo (Rom.
4, 25). “Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca
que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los
muertos, serás salvo” (Rom. 10, 9). Sin duda alguna “de tal manera amó Dios al
mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no
se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3, 16). Esta vida eterna está en Cristo,
y si nosotros estamos en Cristo por la fe, su vida estará en nosotros,
haciéndonos nuevos, hombres nuevos, una nueva creación. Y esta vida nunca
morirá. Por eso viviremos para siempre con él.
Cuán hermosos, pues, son los pies de los que anuncian el evangelio, la buena
nueva de la salvación de Dios en Jesucristo (Rom. 10, 15). Sus pies son
hermosos, porque llevan a estos predicadores a siempre nuevos lugares, para
que siempre nuevas personas puedan oír el mensaje de la salvación. El
mensaje de los predicadores del Nuevo Testamento era sencillo pero profundo,
y en vez de quedar sólo en un lugar, ellos viajaron a muchos lugares, para que
grandes números de siempre nuevas personas pudieran oírlo para su salvación.
Hoy san Pablo nos dice que tiene que anunciar el evangelio. “¡Ay de mí —
dice— si no anunciare el evangelio! … La comisión me ha sido encomendada” (1
Cor. 9, 16, 17). Predicar el evangelio era toda la vida de san Pablo, y lo hizo
como Jesús lo hizo, siempre viajando a siempre nuevos lugares, nunca contento
con los oyentes que ya tenía en un solo lugar. Así san Pablo fue un misionero, y
nosotros que somos sus sucesores en la vocación misionera de la Iglesia
hacemos lo mismo en una forma u otra. Si yo evangelizo por medio del Internet,
mi mensaje está oído (leído) por siempre nuevas personas mientras continúo
aumentando mis listas de recipientes por correo electrónico, y mientras siempre
nuevas personas cada día hallan mi página de Web a través de Google, donde
la anuncio.
Predicar este mensaje salvador no es necesariamente la misma cosa que
simplemente hablar sobre las lecturas del día. Es más bien una verdadera
proclamación, una verdadera predicación de la salvación de Dios en Jesucristo.
Es anunciar el mensaje que salva a los oyentes que lo oyen con fe. Esta
palabra predicada despierta la fe en los que la oyen, una fe que los salva de la
muerte y que les da la vida, la vida divina, nueva vida, vida eterna en Dios con
todos sus pecados justamente absueltos por la muerte en la cruz del único Hijo
de Dios. Los que aceptan este mensaje con fe viva, resucitarán ahora de
antemano con Cristo (Col. 3, 1-2) para andar en su luz (Juan 8, 12), la luz de su
resurrección, que en adelante resplandecerá sobre ellos.
¿Y qué exactamente predicamos? Predicamos que “al que no conoció pecado,
por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de
Dios en él” (2 Cor. 5, 21). Es decir, el Padre hizo a Jesucristo, su único Hijo,
pecado, en el sentido de que el Padre puso en Jesús todos nuestros pecados. Y
él hizo esto para que nosotros fuéramos hechos justos. Porque él llevó nuestros
pecados y sirvió la sentencia justa en castigo por ellos, nosotros somos
absueltos de todo pecado y somos contados por justos. De veras, somos
hechos justos con la justicia de Dios, para que seamos resplandecientes a sus
ojos, hombres nuevos (Ef. 4, 22-24), una nueva creación (2 Cor. 5, 17), nuevas
criaturas (Gal. 6, 15), nacidos de nuevo con la vida divina en nosotros (Juan 3,
3), y con él Espíritu Santo corriendo en nosotros como ríos de agua viva,
regocijando nuestros corazones (Juan 7, 37-39).
Esto es buena noticia. Es el evangelio de Jesucristo, que la Iglesia predica. Sus
misioneros viajan hasta el extremo de la tierra, proclamando esta buena noticia,
este evangelio, para el beneficio de todos. Un misionero es un predicador que
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tiene el mensaje que salva a los que lo oyen con fe, y él quiere llegar a siempre
nuevos lugares, como Jesús predicaba en las sinagogas en toda Galilea, y como
san Pablo circunnavegaba el Imperio Romano para predica a Cristo a los
gentiles, siempre empeñándose a predicar donde nadie ya ha predicado
anteriormente (Rom. 15, 20). Hoy debemos enfocarnos en los que no son
cristianos, sobre todo en los países de Asia donde los cristianos son menos que
dos por ciento de la población, para que en poco tiempo no hubiere nadie que no
haya oído este mensaje sencillo pero profundo de la salvación, que Cristo llevó
nuestros pecados y murió por ellos (1 Cor. 15, 3), para que los que lo aceptan
con fe fuesen hechos justos con la justicia del mismo Dios (2 Cor. 5, 21).
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