AQUELLA MAÑANA DE VERANO: -Ahh!- rezongué con fastidio al escuchar la alarma del móvil. Al entreabrir los ojos, sentí el característico atisbo de luz que se filtraba por las rejillas de la ventana, era otro día caluroso de verano. Me incorporé con cierta lasitud y observé mi habitación. Como de costumbre, todo seguía en su lugar; de todas formas, ¿Qué iba a cambiar?. Dejé escapar una sonrisa con algo de sorna. Me levanté y apagué el incesante y molesto sonido de la alarma. Antes de dejar el móvil en su sitio, me fijé en la hora, eran las doce menos cuarto, no era necesario mirar los mensajes, únicamente me limité a asearme y vestirme. Bajé a la cocina, pero no me apetecía desayunar, así que decidí ir a su encuentro lo antes posible. Antes de salir por la puerta, me invadió una sensación de desdicha y agonía, había experimentado en muchas ocasiones ésta situación, pero aún no me habituaba a ella. Cogí el ascensor con destino a la planta baja. Antes de pulsar el botón, observé por encima al vecino del 5ºB que estaba en medio del pasillo ojeando el correo. No había mucho que ver, como todos los días, llevaba aquel jersey añejo y esos vaqueros raídos. Le saludé con indolencia y me limité a esperar a que se cerraran las puertas del ascensor. Una vez fuera del edificio, advertí aquella fragancia de pan tostado proveniente del restaurante de en frente. La primera vez que lo percibí, me entraron ganas de comer algo, pero ahora, solo me hacía evocar lo que sucedería en las posteriores horas. Volví a mirar la hora y contemplé que eran las doce y diez. Seguí caminando hasta doblar la esquina del edificio en dirección al parque del “Alamillo”, donde la encontraría a ella. Junto a los columpios, pude divisarla. Estaba balanceándose en el columpio, me acomodé en el sitio de al lado y le saludé con una simulada sonrisa. Ella, en cambio, me brindó un beso en la mejilla y no pude evitar ruborizarme. Conversamos durante un rato hablando de cosas banales y sin demasiada importancia, recuerdo todas y cada una de las palabras que dijo. La invité a acompañarme para tomar un helado, pero se rehusó diciendo que no le apetecía. Comencé a soltar frases sin sentido ni coherencia alguna con el fin de distraerla de algún modo; estaba atemorizado y no paraba de mirar a los lados, cuando de pronto, divisé al gato. Me quedé absorto y no me di cuenta de que ella ya estaba corriendo hacia él con celeridad. Me levanté con fragor hacia su dirección, pero ya era demasiado tarde, iba a volver a ocurrir. El gato se precipitaba al paso de cebra seguido de la chica y ví a aquel camión rojo a escasos centímetros de ella. Volví a sentirme aterrado y exclamé con vigor: - ¡Camila!, pero a los segundos escuché el fuerte impacto y oí el susurro de alguien decir detrás mía: -“No lo conseguirás”-. Me desperté y aún sentía el sonido de su voz y la sangre que sobre mí se desprendió, pensaba que ya me había acostumbrado, pero era todo lo contrario, cada día me sentía más afligido y por más que lo intentase, siempre se repetía la misma historia; no sabía como salir de este bucle sin fin. Por ello, decidí maquinar una nueva estrategia. Nada más levantarme, cogí el móvil, eran las doce menos cuarto, revisé las notificaciones y le envié un mensaje a Camila para dar un paseo lejos de aquel parque, esta vez funcionaría. De camino a nuestro encuentro, medité acerca del susurro que había escuchado a mis espaldas, ¿Quién podría haber sido?. Ensimismado en mis pensamientos, no me fijé en que ella se encontraba en frente mía saludándome con la mano alegremente. Tras conversar un rato, nos acercamos a un puesto de productos artesanales. Camila contemplaba las figuras con interés y felicidad. Momentos como éstos me motivaban a salvarla todas las veces que hiciese falta. Salimos paulatinamente entre risas y regocijos cuando de repente la gente miró hacia el cielo y gritó con exaltación: - ¡Cuidado!, y, de repente, un fierro atravesó con estrépito el cuerpo de mi amada amiga y otra vez escuché aquel murmullo que repetía: -“No lo conseguirás”-. Mi visión se extinguía pero apuesto mi vida que en el rostro de ella pude apreciar una leve sonrisa. Tantas veces he tenido que vivir esta situación, escuchando con recelo aquellas enigmáticas palabras, este ciclo ya ha durado más de diez años y ya se como acabar esta historia sin final. Este día de verano debe terminar y por ello la empujé y me puse en su lugar. De pronto el camión me atropelló y observé con amargura su trastornado y confundido rostro y bisbiseé con anhelo: -Ya lo he conseguido- y caí rendido. Un día caluroso de verano, una chica despertó de un sueño agobiante entre lágrimas y murmuró: -Esta vez también le fallé-. Eran las doce menos cuarto.