MACGREGOR, N., “Moneda de oro de Creso”, La historia del mundo en 100 objetos, Debate, Barcelona, 2012, págs. 199-203. Moneda de oro de Creso Moneda de oro, acuñada en Turquía Hacia el 550 a. C. “Más rico que Creso”: he aquí una frase que se repite desde hace siglos y que todavía se utiliza en las triquiñuelas publicitarias sobre inversiones para enriquecerse rápidamente. Pero ¿cuántos de quienes la emplean se han parado a pensar alguna vez en el verdadero rey Creso, quien, hasta que su suerte cambió hacia el final de su vida, fue hecho fabulosamente rico y, por lo que sabemos, se sintió muy satisfecho de serlo? Creso fue rey en lo que hoy es el oeste de Turquía. Su reino, Lidia, fue una de las nuevas potencias que surgieron por todo Oriente Próximo hace alrededor de 3.000 años, y estas son algunas de las originales monedas de oro que enriquecieron tanto a Lidia y a Creso. Son ejemplos de un nuevo tipo de objeto que acabaría convirtiéndose también en una potencia por derecho propio: el sistema monetario. Estamos tan acostumbrados a utilizar pequeñas piezas redondas de metal para comprar cosas que resulta fácil olvidarse de que las monedas aparecieron bastante tarde en la historia del mundo. Durante más de 2.000 años, los estados controlan economías complejas y redes de comercio internacionales sin usar una sola moneda. Los egipcios, por ejemplo, empleaban un sofisticado sistema que medía el valor de las cosas en función de determinados pesos estándar de cobre y oro. Pero a medida que fueron surgiendo nuevos estados y nuevos modos de organizar el comercio, a la larga la moneda hizo su aparición. Resulta fascinante el hecho de que esto ocurriera casi al mismo tiempo en dos partes distintas del mundo. Los chinos empezaron a usar espadas y cuchillos en miniatura de manera muy similar al modo en que nosotros empleamos las monedas en la actualidad, y , casi simultáneamente, en el mundo mediterráneo los lidios comenzaron a acuñar monedas propiamente dichas que nosotros todavía reconoceríamos como tales: de forma redonda y acuñadas utilizando metales preciosos. Estas primeras monedas son de muchos tamaños distintos, que van desde aproximadamente el de la actual moneda de 10 céntimos de euro hasta poco más que el de una lenteja. No todas las monedas lidias presentan el mismo aspecto. La mayor de ellas tiene una forma parecida a la de un ocho —oblonga y algo mas estrecha en el centro—, y lleva grabadas las figuras de un león y un todo frente a frente, como si lucharan, y a punto de entrechocar sus cabezas. Estas monedas se acuñaron bajo el reinado de Creso, hacia el año 550 a. C. Se dice que Creso encontró el oro en el río que antaño perteneciera al legendario Midas —que convertía en oro cuanto tocaba—, y es cierto que la región en rica en ese metal, lo que habría resultado de extrema utilidad en la gran metrópolis comercial que era la capital lidia, Sardes, en el noroeste de la actual Turquía. En las sociedades pequeñas no hay realmente una gran necesidad de dinero. En general, uno puede confiar en que los amigos y vecinos le devolverán cualesquiera trabajos, alimentos o bienes en especie. La necesidad de dinero, tal como hoy la concebimos, surge cuando uno trata con extraños a los que puede que nunca vuelva a ver y en quienes no tiene necesariamente que confiar; es decir, cuando se comercia en una ciudad cosmopolita como Sardes. Antes de las primeras monedas lidias, los pagos se hacían sobre todo en metales preciosos, en la práctica solo trozos de oro y plata. No importaba realmente qué forma tenía el metal, sino solo cuánto pesaba y cuán puro era. Pero ello entrañaba una dificultad. En su estado natural, el oro y la plata se encuentran a menudo mezclados entre sí y, de hecho, mezclados también con otros metales de menor valor. Comprobar la pureza de un metal era una tarea engorrosa que probablemente retrasaba cualquier transacción comercial. Aun después de que los lidios y sus vecinos hubieran inventado la moneda, unos cien años antes de Creso, el problema de la pureza persistía. Dado que utilizaban la mezcla de oro y plata que se da en la naturaleza, y no las formas puras de ambos metales, ¿cómo se podía saber exactamente de qué estaba hecha una moneda concreta y, por lo tanto, qué valor tenía? A la larga, los lidios solucionaron el problema, aceleraron el crecimiento del mercado y, de paso, se volvieron enormemente ricos. Comprendieron que la respuesta era que el Estado acuñara monedas de oro puro y plata pura, de un peso constante y que tuvieran un valor absolutamente fiable. Si el Estado la garantizaba, sería una moneda en la que se podría confiar plenamente, y se podría gastar o aceptar si el menor reparo y sin necesidad de comprobación alguna. ¿Cómo se las arreglaron los lidios para llevarlo a cabo? El doctor Paul Craddock, un experto en metales históricos, nos los explica: A los lidios se les ocurrió la idea de que el Estado, o el rey, acuñara con unos pesos estándar y una pureza estándar. Las improntas en dichas acuñaciones son la garantía de su peso y pureza. Si uno garantiza la pureza, entonces es absolutamente necesario que tenga capacidad no solo para añadir elementos al oro, sino también para quitárselos. En cierta medida, quitarle elementos como el plomo y el cobre no es tan malo; pero, por desgracia, el principal elemento que venía mezclado con el oro de la tierra era la plata, y separarlos era algo que no se había hecho antes. La plata es razonablemente resistente al ataque químico, y el oro lo es mucho. Así pues, cogían, o bien un polvo de oro muy fino directamente de las minas, o bien trozos de oro viejo de mayor tamaño trabajados en láminas muy finas, y lo ponían en una vasija de sal común, cloruro sódico. Luego lo calentaban en un horno a unos 800 grados centígrados, y acababan obteniendo un oro bastante puro. De ese modo aprendieron los lidios a fabricar monedas de oro puro. Y lo que no es menos importante: luego emplearon a artesanos para estampar en ellas símbolos que indicaban su peso y, por lo tanto, su valor. Aquellas primeras monedas no llevaban ningún texto escrito —las fechas e inscripciones en las monedas llegarían mucho más tarde—, pero las evidencias arqueológicas nos permiten datar nuestras monedas en torno al año 550 a. C., en pleno reinado de Creso. La impronta utilizada para indicar el peso en sus monedas era un león, y a medida que disminuían el tamaño y, por ende, el valor de la moneda, se empleaban partes cada vez más pequeñas de la anatomía del león. Así, por ejemplo, la moneda más pequeña muestra tan solo una garra de león. Este nuevo método lidio de acuñación transfería la responsabilidad de comprobar la pureza y el peso de las monedas del comerciante al gobernante, un cambio que hizo de la ciudad de Sardes un lugar sumamente atractivo donde hacer negocios fáciles y rápidos. Dado que la gente podía confiar en las monedas de Creso, estas se usaron mucho más allá de las fronteras de la propia Lidia, proporcionándole así un nuevo tipo de influencia, la del poder financiero. La confianza es, obviamente, un elemento clave en cualquier acuñación; hay que poder confiar en el valor declarado de la moneda y en la garantía que ello implica. Fue, pues, Creso quien proporcionó al mundo su primera moneda fiable, dando origen al patrón oro. La consecuencia de ello fue una gran riqueza. Gracias a dicha riqueza, Creso pudo construir el gran templo de Artemisa en Efeso, cuya versión reconstruida se convertiría en una de las siete maravillas del mundo antiguo. Pero ¿acaso el dinero le dio la felicidad a Creso? Se cuenta que un sabio estadista ateniense le advirtió de que ningún hombre, por muy rico y poderoso que fuera, podía considerarse feliz hasta que conociera su final. Todo dependía de si moría feliz o no. Lidia era poderosa y próspera, pero se veía amenazada desde el este por el poder en rápida expansión de los persas. Creso respondió a esta amenaza buscando el consejo del afamado Oráculo de Delfos, donde se le respondió que, en el inminente conflicto, “sería destruido un gran imperio”, una característica declaración délfica que podía interpretarse en uno u otro sentido. Finalmente fue su imperio, Lidia, el que resultó conquistado, y Creso fue capturado por Ciro, el gran rey persa. De hecho, su final no fue tan malo. Astutamente, Ciro nombró a Creso su consejero —personalmente me gusta pensar que su consejero financiero—, y los victoriosos persas no tardaron en adoptar el modelo lidio, difundiendo las monedas de Creso a lo largo de las rutas comerciales del Mediterráneo y Asia, y más tarde acuñando sus propias monedas de oro puro y plata pura en la ceca de Creso, en Sardes. Esta pauta recuerda al modo en que los kushitas asimilaron la cultura egipcia cuando conquistaron a sus vecino del norte. Probablemente no sea coincidencia que la acuñación de la moneda fuera inventada casi al mismo tiempo en China y en Turquía. Ambos acontecimientos fueron respuestas a los cambios fundamentales que hace unos 3.000 años presenció el mundo, desde el Mediterráneo hasta el Pacífico. Estos trastornos militares, políticos y económicos no solo nos trajeron la moderna acuñación de la moneda; aportaron también algo cuyos ecos han seguido resonando hasta el día de hoy: nuevas ideas acerca de cómo los pueblos y sus gobernantes se veían a sí mismos. En suma, el inicio del pensamiento político moderno, el mundo de Confucio y la Atenas clásica. La siguiente etapa de nuestro viaje se inicia con el imperio que derrocó a Creso, el persa.