Raúl González Fabre, S.I. Recordemos para comenzar algunos

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LA CUESTIÓN ÉTICA DE LAS DECISIONES ABSTRACTAS EN LOS MERCADOS GLOBALES
Raúl González Fabre, S.I.
Recordemos para comenzar algunos hechos. A principios de los ‘90 el señor George Soros
derribó el Sistema Monetario Europeo en un solo día de operaciones. Su ataque contra la
libra esterlina forzó una devaluación más allá de las bandas aceptables dentro del SME.
Pocos días después, el mismo personaje emprendió una acción similar contra el franco
francés, que fue detenida in extremis por el apoyo del Bundesbank alemán. Entre ambas
operaciones, el señor Soros ganó más de mil millones de dólares con una semana de duro
trabajo. Sin necesidad de moverse de su oficina en Viena, simplemente dando órdenes por
un terminal de computadora a sus agentes en los mercados de divisas. El ministro de
finanzas de Francia comentó con acritud que en los buenos tiempos de la Revolución
Francesa se solía guillotinar a los especuladores.
Pero el señor Soros no hizo nada ilegal, que se sepa. Nadie lo persigue. Simplemente utilizó
el mecanismo de los mercados financieros globales a su favor. Volvió a hacerlo
recientemente en el Sudeste Asiático, en los comienzos del actual desplome económico de la
zona, sin que ello obste para que en este momento asesore al gobierno de Corea del Sur
acerca de cómo salir de la misma crisis. Desde hace unos años lo tenemos ya invirtiendo en
Venezuela, siempre legalmente.
De hecho, el señor Soros es un filántropo. Utiliza una parte de sus beneficios para fomentar
la democracia y el desarrollo social en los países del Este de Europa, de donde él mismo
proviene. Discípulo de Karl Popper, promueve la sociedad abierta con su acción política y
denuncia a la especulación financiera en mercados sin control, como el principal enemigo de
la constitución de sociedades abiertas en los países en desarrollo. Esta figura de nuestro
tiempo nos recuerda el pasaje de una obra satírica española del siglo XVII, que habla de
“Marcantonio Polifemo, mercader ginovés, natural de Fremura, que primero hizo los pobres
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y después el hospital”. Con este personaje en mente, espejo de financieros exitosos,
dirijamos nuestra mirada hacia la globalización.
La globalización era un fenómeno necesario, que comenzó propiamente cuando Sebastián
Elcano consiguió llegar de vuelta a España por el Este, después de haber navegado siempre
hacia el Oeste. Era inevitable que los contactos se incrementaran y con ellos la influencia
mutua y desigual entre las culturas. El progreso técnico de los medios disponibles para el
contacto aceleró este proceso desde hace un siglo más o menos, cuando aparecieron las
primeras manifestaciones de la aeronáutica, la telegrafía y la radiotransmisión. El tiempo que
imponía la distancia era vencido a favor de formas cuasi-instantáneas de relación. Y con el
tiempo, se reducían también lo que los economistas llaman el “costo transaccional”: cada vez
resultaba más barato, y por tanto más accesible, entrar en contacto con quienes están lejos,
sea cual fuere la índole y la intención del contacto.
Si atendemos a la historia de este siglo, notamos que la globalización pudo haber continuado
por diversos rumbos, dependiendo del tipo de relación fundamental que determinara la
configuración del mundo nuevo. Pudo haber sido la conquista colonial. De hecho, el primer
fenómeno propiamente mundial de que tenemos noticia en nuestros libros escolares tal vez
sea una guerra por el dominio territorial: la Segunda Guerra Mundial, que ya no fue sólo
europea sino que involucró combatientes de los cinco continentes en escenarios bélicos que
abarcaron cuatro de ellos. La relación de dominación colonial pudo haber sido la figura
histórica de la globalización en el siglo XX, pero no lo fue. Al contrario, la Segunda Guerra
Mundial tuvo como consecuencias inmediatas la independencia de algunas posesiones
británicas como la India, y pocos años después la descolonización general.
Se intentó otra figura de globalización a lo largo de este siglo: la revolución mundial.
Entendida primero como revolución social en países como Rusia o China, y después como
liberación de los pueblos del Tercer Mundo frente al imperialismo neocolonial, esta figura de
globalización de índole principalmente política tampoco alcanzó el éxito histórico que
reclamaba. La razón de universalidad que el marxismo creía haber encontrado en la
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dialéctica de la dominación-liberación, concluyó en realidades nuevas de tiranía burocrática e
imperial que llevaban en su concepto del hombre y de la sociedad el germen de su final.
No son pues ni Adolf Hitler ni Vladimir Lenin las figuras en que ha venido a personificarse la
globalización, sino sujetos como George Soros, Billy Gates, el magnate de Microsoft, o Ted
Turner, el amo del imperio comunicacional Time-Warner-CNN.
Esto significa que la relación elemental por excelencia de esta figura de globalización no es
la imposición por las armas de una voluntad de predominio, ni la reacción revolucionaria del
oprimido que se levanta contra sus opresores, encontrando su fuerza en la solidaridad, sino
la compra-venta en mercados globales. Si atendemos a las características de tal relación
elemental, nos será posible comprender algunos desafíos éticos principales de nuestro
tiempo. Centremos entonces la mirada en el intercambio mercantil.
La relación comercial ideal consiste en un intercambio de bienes materiales y/o de valores
monetarizables, fruto de una concurrencia de voluntades entre las partes involucradas sobre
la base del propio interés. Alguien entra en contacto con otro con la intención de obtener
algo que necesita o desea, dando a cambio otra cosa, o un dinero, que el otro a su vez
necesita o desea.
En la raíz de esta relación se encuentra pues la insuficiencia existencial del hombre. La
acción humana parte del proyectar una figura de nosotros mismos en un futuro de mayor o
menor aliento, intentando realizarla de forma más o menos consistente. Puesto que hay un
desequilibrio posible entre lo que proyectamos y aquello de lo que disponemos para realizar
nuestro proyecto, cabe hablar de una escasez antropológica primordial. Todos hemos tenido
la experiencia de que el tiempo, las fuerzas o los bienes materiales no nos alcanzan para
lograr algunos de nuestros objetivos. Tratamos de superar esa indigencia mejorando nuestro
uso de los recursos disponibles y recurriendo a la ayuda de los demás, a los que solicitamos,
entre otras cosas, bienes materiales y servicios producto de la acción del trabajo sobre los
elementos de la naturaleza. Puesto que hay trabajo humano incorporado en esos bienes y
servicios, ellos mismos serán escasos como las fuerzas de quienes los produjeron, razón por
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la cual una buena manera de conseguir lo que nos interesa es ofrecer algo que interese al
otro. Así nos remediamos mutuamente nuestras indigencias.
Se requiere además un cierto contexto institucional para que la obtención social de bienes
escasos discurra por el camino del mercado. En primer lugar, ha de haber alguna forma
legítima de posesión privada, ya sea individual o colectiva, en virtud de la cual lo que uno
quiere deba ser entregado por otro y no pueda ser tomado directamente de un acervo
común. En segundo lugar, el trabajo debe de estar socialmente dividido, de manera que no
todos produzcan lo mismo. Finalmente, el arrebatamiento violento habrá de estar vedado por
algún poder que impida quitar lo que se desea a la contraparte. Ese poder puede consistir en
el equilibrio de fuerzas entre los contratantes; en la presencia de alguna forma institucional,
tal como el Estado, más fuerte que los más fuertes en el mercado; e incluso cabe pensarlo
como autorrestricción fundada en una concepción de largo plazo de la operación en los
mercados, o en consideraciones éticas.
En un contexto institucional así, la insuficiencia existencial humana, que nos hace necesitar
de la colaboración de otros para llevar adelante nuestros proyectos, conduce
espontáneamente a la concurrencia de voluntades en que consiste el intercambio comercial.
Por eso puede afirmarse que las relaciones de mercado son casi tan antiguas como la
humanidad. Incluso en tiempos antiguos, cuando otras relaciones como la donación
recíproca adentro de la tribu o el arrebatamiento violento de la rapiña eran los medios más
frecuentes de obtención de lo ajeno, había ya mercaderes en cada pueblo e incluso pueblos
de mercaderes, que se ganaban la vida comunicando a las diversas culturas a través del
intercambio de los respectivos productos.
Sin embargo, sólo en tiempos históricos recientes se ha constituido lo que Adam Smith
llamó la “sociedad mercantil”, esto es, una configuración social en que la división del
trabajo, la propiedad privada y las reglas sociales que la protegen, han hecho de todos
nosotros mercaderes. Nadie puede ya autoabastecerse con el producto de su trabajo. Todos
tenemos que vender lo que seamos capaces de hacer para comprar incluso los bienes básicos
para la subsistencia física y la integración social. Cuando menos, todos los habitantes de las
zonas urbanas del mundo dependemos de los demás para los elementos fundamentales de la
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vida, y esperamos obtener esos elementos no de la generosidad ajena ni de nuestra fuerza,
sino a través de intercambios voluntarios en los mercados.
Este giro de la historia de los modos de adquisición, en principio da ocasión para felicitarse.
En efecto, en cuanto la relación mercantil se conserva en su pureza, y no encubre algún
género de posición de fuerza, aventaja a la rapiña y a las formas feudales de distribución de
los bienes en respeto a la integridad personal y la libertad del otro. El valor de lo
intercambiado es siempre diverso para cada uno de los actores en la relación mercantil,
porque deriva primordialmente de su capacidad posibilitante para el propio proyecto. Por
ello, en la relación ambos pueden quedar satisfechos, con la conciencia de haber mejorado
sobre su situación anterior. Ello hace a estas relaciones comerciales especialmente
reproductivas de sí mismas, como no lo son otras. En el mercado las relaciones en que
ambas partes ganan son posibles.
La que suele llamarse “ética del mercado” está fundada sobre esa posibilidad. Esta ética
prescribe las condiciones bajo las cuales ambas partes ganan en la transacción como aquellas
moralmente deseables, porque garantizan la continuidad y el crecimiento del mercado como
dinamismo social en que nuevas relaciones de ganancia por ambas partes son posibles. Así
personas guiadas sólo por su propio interés, se hacen el bien mutuamente aunque sea de
manera no directamente intencional. Con razón se dice que un mercado operando bien
requiere de una cierta moralidad por parte de sus actores. Cada transacción que encubre una
relación de fuerza o un engaño, deteriora al mercado haciendo que la parte perjudicada no
desee participar más en intercambios así. Disminuye con ello la reproductividad del mercado.
Cuando atendemos a la configuración del mundo que llamamos “globalización”, notamos ya
problemas bajo este solo respecto. En realidad, muchas de las grandes transacciones de
nuestros días no corresponden a acuerdos libres y voluntarios entre las partes, sino que se
entablan bajo esquemas mercantilistas u oligopólicos. Donde hay mercantilismo, la fuerza del
Estado se pone al servicio de los hombres de negocios de un país para forzar a otros países a
aceptar tratos desfavorables. La amenaza militar, el amarre de unos contratos y créditos a
otros o la formulación de leyes discriminatorias ad hoc, son formas de presión mucho más
comunes hoy de lo que suele creerse.
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Por su parte, donde hay monopolios u oligopolios, resultan posibles beneficios
desproporcionados a los costos de producción, a costa de la contraparte. Aunque los
teóricos de la economía contemporáneos sostienen que el monopolio, como el
mercantilismo, constituyen situaciones indeseables de mercado, y que debe intentarse una
competencia lo más perfecta y leal posible, en realidad la tendencia a situaciones
monopólicas o mercantilistas resulta de la índole misma de la relación mercantil.
Este es el punto en que concentraremos nuestra presentación: no las deficiencias presentes
de los mercados globales comparados con un esquema ideal de competencia perfecta, sino la
indagación acerca de qué hay en la relación de mercado que hace a esas deficiencias tan
pertinaces. Más aún, encontraremos que incluso cuando los mercados funcionan bien según
la teoría, la misma índole de la relación mercantil crea severos problemas que los mercados
reales no están en capacidad de resolver.
Según creemos, se trata de una cuestión de conocimiento en orden a la decisión mercantil.
Supuesto un contexto institucional de mercado, para realizar una transacción satisfactoria
según la motivación básica de obtener bienes y servicios materiales del otro, basta con
conocer unos pocos elementos: (1) el propio deseo, esto es, el papel que juega lo que se
quiere obtener en el proyecto personal; (2) las cualidades reales de los objetos de intercambio, incluyendo su valor de mercado previsible, con las que valoramos su aptitud posibilitante para nuestro proyecto; (3) lo que el otro está dispuesto a dar a cambio; (4) la
información disponible acerca de los términos en que es posible hacer transacciones semejantes en el ámbito social a nuestro alcance.
A partir de sólo estos datos, tiene lógica que uno dé a cambio de lo que precisa únicamente
lo mínimo que el otro acepte. Hacer otra cosa sería un desperdicio insensato del propio
esfuerzo —que es lo que finalmente se intercambia—, sin ninguna razón. En la transacción
andamos buscando aquello escaso que el otro posee, y ponemos como cebo aquello escaso
que nosotros poseemos: tiene lógica tratar de sacar el pez más grande gastando lo menos de
cebo posible.
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Por otra parte, esos datos que hemos mencionado bastan para tomar una decisión. Si los
conocemos, ya estamos en condiciones de valorar la conveniencia económica de una
determinada operación elemental de mercado para nosotros. Del resto de las circunstancias
concurrentes podemos despreocuparnos. En particular, no nos interesa la situación personal
de la contraparte, lo que él se juega en su éxito económico, el proyecto existencial por el que
concurre a ese intercambio ni las consecuencias que tenga para él. Por eso se dice que la
mercantil es una relación abstracta: se pueden tomar decisiones en ellas abstrayendo datos
que en otras relaciones entre personas nos parecerían importantes.
Dicho con otras palabras, la relación mercantil resulta ella misma muy económica en cuanto
a la cantidad de información requerida para tomar decisiones. Su costo transaccional puede
ser muy bajo. Ahí ha estribado su fuerza histórica; posiblemente por ello ha resultado ser la
unidad elemental de la globalización. El mercado hace posible la cooperación entre sujetos
que nunca se conocerán y nada saben de sus respectivos proyectos existenciales. Tal
cooperación ocurre a través del sistema de los precios, que expresa las preferencias sociales
y reduce a número los delicados matices de las culturas. Calidades de los deseos y
cantidades de recursos se hacen conmensurables por la reducción de todo a precio. Otras
relaciones de cooperación requieren posiblemente un largo diálogo y un esfuerzo fatigoso de
comprensión mutua. No es así con los mercados. En ellos bien se puede reducir el
conocimiento del otro como ser social al conocimiento de su mercado, esto es, de las ofertas
y demandas de bienes, servicios y dinero en su sociedad. Y el conocimiento personal resulta
por lo general del todo innecesario. Con montura tan liviana, se entiende que esta
cabalgadura esté ganando la carrera por el puesto de figura clave de la globalización a la
internacional de los trabajadores, a las Naciones Unidas, al ecumenismo religioso, al
esperanto, a los movimientos alternativos y a los intercambios culturales diversos.
Descargarse de la responsabilidad por lo que acontezca con el otro en la transacción, sin que
la relación deje de ser, en principio al menos, de cooperación. He aquí la raíz de la fuerza
histórica del mercado y también la de su debilidad moral, que está generando graves
contradicciones en el mundo nuevo a cuyo nacimiento asistimos. Un repaso rápido a algunas
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de esas contradicciones ayudará a ver cómo se relaciona el carácter abstracto de las
relaciones mercantiles con ciertos aspectos socioculturales de la globalización:
En primer lugar, en la relación de mercado no necesitamos hacernos cargo del proyecto
existencial del otro. Basta con suplir su demanda o aceptar su oferta. Aunque ésta sea de
pornografía infantil, de alucinógenos o de armas, en la relación comercial misma nada hay
que impida el encuentro de la oferta y la demanda en torno a cualquier mercancía. Si la ley
prohibe transar determinados objetos, con ello sólo provoca el alza de su precio y la
reducción de la competencia en los mercados correspondientes. Cuanto más exitosa sea la
ley en perseguir un comercio del que hay una demanda poco flexible, más beneficioso será
ese comercio para quienes permanezcan en él, y así dispondrán de mayores medios para
burlar la ley. El tráfico de drogas hoy o la prohibición de alcohol en los Estados Unidos de
hace unas décadas, constituyen buenos ejemplos de esto. La lógica del mercado nos dice que
difícilmente se terminará un comercio pernicioso como no sea reduciendo la demanda, esto
es, cambiando los modos de vida y los proyectos existenciales de los demandantes. Pero de
esto no se ocupa el mercado, que, nos dicen a veces, es neutral respecto a los valores.
Si en vez de atender a objetos más o menos sórdidos centramos la atención en otros
comunes, encontramos que la transacción mercantil, en virtud de su carácter abstracto, es
ciega a la relación entre la mercancía y quien la ofrece, aunque esta relación sea tan íntima
como la que hay entre una persona y su trabajo o una persona y su cuerpo. El mercado
puede perfectamente funcionar sin que el comprador se haga cargo de tales relaciones. Y así
es, de hecho. Cuando adquirimos un balón de fútbol barato, no sabemos si lo fabricó un
robot en Singapur o un niño en Paquistán. Al volverse mercancía el trabajo humano, las
huellas de lo subjetivo se pierden en él y su principal atributo pasa a ser la relación entre
calidad y precio. Consecuentemente, las empresas que compiten en un mercado global se
trasladan a donde la mano de obra sea más barata. El desarraigo de las masas laborales, el
empobrecimiento de los pueblos o los vaivenes a los que sus culturas son sometidas, resultan
sencillamente invisibles para quien opere desde la lógica económica del puro mercado.
Por otra parte, los mercados se encuentran interconectados entre sí, desde los niveles locales
a los globales, los de unos bienes con los de otros que son sustitutos o complementos suyos
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para la producción o el consumo, los de mercancías materiales con los del dinero y sus
derivados, en una red de complejidad extrema. La operación de un corredor de la bolsa
agrícola de Chicago puede afectar dramáticamente las condiciones de mercado a que se
enfrentarán los campesinos de Bangladesh. La incorporación de algunos pueblos al ámbito
global de los mercados ha significado para ellos un desastre no sólo cultural sino también
económico. Con frecuencia la satisfacción de las partes directamente involucradas en una
transacción depende de que los efectos indeseables de esa transacción recaigan sobre
terceros, dejando “la basura en la puerta del vecino”. Esta es una forma de violencia que la
complejidad de las interrelaciones entre los mercados puede hacer inevitable. La relación de
mercado más pura garantiza algo acerca de la satisfacción de los intereses de las partes
contratantes, pero no sabe de la suerte de terceros afectados. La actitud respecto a esa
suerte posee sin duda relevancia ética y política, en cuanto abre o cierra para los demás
posibilidades existenciales, pudiendo amenazar incluso su sobrevivencia física. La lógica
pura del mercado no puede por sí misma ver tales efectos ni hacerse cargo de sus
complejidades éticas.
Por otra parte, el mercado no se entiende sólo desde una lógica abstracta de relación entre
oferta y demanda. Es preciso considerar también las relaciones competitivas entre los
oferentes (o demandantes) del mismo producto. En la competencia, tratamos de ser nosotros
quienes hagamos la transacción conveniente, ganando la preferencia de una contraparte que
está dispuesta a entablar una relación abstracta y no prefiere por tanto a priori a uno u otro
de los oferentes. Se guía entonces sólo por su economía de recursos, y a igualdad de bienes,
escoge la transacción de menor costo. Nuestra alternativa debe presentársele entonces como
la que ofrece mejor relación beneficio/costo entre aquellas de las que tenga información, o
bien como la única verdaderamente ajustada a su requerimiento. La relación de competencia
dentro del mercado es, como la relación mercantil, también abstracta. Se trata de ganar la
transacción sobre quien quiera que sea nuestro competidor, sean cuales sean sus
circunstancias.
La competencia dinamiza enormemente la actividad económica. Cada cual buscará cómo
satisfacer demandas de personas que no conoce, de manera de resultar preferido por ellos
entre otros potenciales oferentes. Esto tiende a reducir la escasez del bien para los
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demandantes, tanto por la vía de incrementar la cantidad real de bienes existentes, con la
consecuencia de reducir sus precios, como por la de hacerlos presentes a través de la
publicidad, aumentando la información disponible y la accesibilidad de los bienes.
Y, sin embargo, la competencia lleva en sí misma la lógica de su propio término. Quien la
gana en primera instancia queda en mejores condiciones objetivas para ganarla en un
segundo momento, ceteris paribus. A la larga, unos absorben o sacan del mercado a otros
—los más eficientes a los más ineficientes, si el juego es limpio—, y van quedando en
posiciones de poder en ese mercado, esto es, en posiciones que les permiten controlar la
escasez del bien en cuestión. Obtienen así el poder de dictar los precios, cuya relevancia
social llega a ser grande cuando se trata de bienes de demanda inelástica respecto al precio.
El deseo de este poder de mercado es perfectamente consistente con la lógica económica de
que hemos tratado arriba: proporciona la ocasión de obtener más por lo que ofrecemos.
Alcanzar una posición de poder —monopólica u oligopólica— y asegurarla en el tiempo,
concentra buena parte de los esfuerzos de muchos participantes en los mercados,
particularmente del lado de la oferta. Si la sola acción en la competencia económica no
permite llegar a tales posiciones, la lógica misma de persecución del propio interés puede
aconsejar una alianza con el poder político, a la que hemos llamado arriba mercantilismo.
Como toda experiencia de poder, la de adquirir posiciones de control de los mercados puede
autonomizarse relativamente de sus fines, y convertirse en eje de un proyecto existencial. No
se desea entonces tanto la rentabilidad como el predominio, que queda vinculado así más a
motivaciones de victoria en un juego agresivo que a la racionalidad del maximizador de
utilidad monetarizada. Buena parte de la imaginería sobre el “hombre de negocios” creada
en los Estados Unidos gira en torno a este concepto de “logro”, no inmediatamente
entendido como “lucro” sino como éxito en una competencia. Puesto que estar dispuesto a
hacer el mal cuando a uno le conviene da ventaja en las competencias por el poder, como ya
señaló Maquiavelo, el mercado puede convertirse por su propia lógica en un selector moral
inverso, que saque de la competencia a los actores más escrupulosos. Cuanto más datos se
tomen en cuenta a la hora de una decisión en un entorno competitivo abstracto, esto es,
cuanto más moral sea la decisión, mayores son las probabilidades de actuar de manera que
perdamos puestos en la competencia. La impresión de que los mercados globales son
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charcas de caimanes no va del todo desencaminada; al menos, tienden a serlo por su propia
lógica.
Por otra parte, en esa lógica de la competencia abstracta aparece como conveniente inducir
en los potenciales demandantes la necesidad de aquello que tenemos para ofrecer, a ser
posible marcando diferencias respecto a bienes similares. Si conseguimos que lo nuestro
venga a ser único y deseable, quizás insustituible, generamos una escasez bajo nuestro
control, y se incrementa lo que podemos pedir a cambio de ello. Pero inducir necesidades es
justamente penetrar en el ámbito del proyecto vital del otro, queriendo configurarlo de
manera que se adecúe al nuestro.
Dado que la relación mercantil que queremos establecer con el otro es estrictamente
abstracta, los cambios en su proyecto de configuración vital que pretendemos también lo
son. Esto es, no consideran la situación vital concreta del destinatario, más allá de lo que lo
constituye en potencial demandante de aquello que tenemos para ofrecer. Cuidarse de la
consistencia del nuevo elemento que tratamos de introducir con los demás de su proyecto,
con los caracteres naturales o adquiridos de su ser persona, es algo que le queda como tarea
a él. Entre esos caracteres adquiridos de los que prescindir, se encuentra precisamente el
grado de capacidad de resistencia a determinados estímulos, a favor de una decisión personal
consciente y ponderada. Desde la pura lógica de la competencia abstracta, una decisión irreflexiva a favor nuestro es más rápida y conveniente que una decisión consciente en base a
informaciones complejas. De ahí que en la mayor parte de la publicidad comercial de bienes
de consumo predominen las asociaciones de imágenes —que pretenden vincular
inmediatamente el producto con el proyecto vital del receptor, modificando éste si es
preciso— sobre la información objetiva acerca de las características de lo que se ofrece.
Puesto que estamos ligados a nuestras necesidades con una forzosidad derivada de la que
nos vincula a nuestra felicidad, esta interferencia toca lo más profundo de nosotros mismos,
y puede desencadenar dinámicas psicológicas con repercusiones sociales eventualmente
violentas. Cuando el otro posee lo que se nos ha inducido a considerar como imprescindible
para ser, arrebatárselo puede llegar a experimentarse como un acto de defensa propia contra
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el poder que su propiedad y nuestra necesidad le dan sobre nosotros. Buena parte de la
delincuencia juvenil urbana en Latinoamérica puede entenderse desde esta motivación.
Así encontramos que la relación real entre oferentes y demandantes en nuestras sociedades
viene desequilibrada por el fenómeno de la publicidad comercial. En el esquema ideal de las
relaciones de mercado que hemos trazado arriba, dos partes se ayudan mutuamente en sus
proyectos vitales sobre la base del interés propio, en una situación básica de equilibrio de
poderes. En la práctica de la sociedad de consumo, sin embargo, una de las partes tiene
poder para injerir en el proyecto del otro. Así se va produciendo una cierta homogeneización
cultural del mundo por la publicidad, cuya característica más notable es la proyección de
necesidades humanas muy profundas sobre objetos de consumo perfectamente incapaces de
satisfacerlas: la autoestima en una marca de zapatos, la armonía familiar en una salchicha, la
fidelidad de la pareja en un perfume, la comunión con la naturaleza en un carro.
Latinoamérica constituye un magnífico observatorio para la comprensión de cómo culturas
ricas en matices humanos se van erosionando por la prioridad de la relación mercantil, cada
generación poniendo más de sus ilusiones de futuro que la anterior en la posesión de bienes
de consumo. Sólo algunas sociedades islámicas parecen decididas a una resistencia a fondo
contra este arrasamiento cultural.
Así pues, encontramos dificultades éticas derivadas del carácter abstracto de la transacción
mercantil en la relación persona-mercancía, en la competencia, en las consecuencias de los
contratos para terceros y en la publicidad comercial.
Hasta no hace mucho, el mercader común vivía en la misma sociedad en la que operaba. La
necesidad de convivir, de justificarse moralmente ante sus conciudadanos, le obligaba a
moderar el carácter abstracto de sus operaciones. Era difícil lanzar la piedra y esconder la
mano. Incluso las empresas, por muy anónimas que quisieran ser, necesitaban de una cierta
aceptación social. Esto ha sido modificado cada vez más por la globalización. Un volumen
creciente de decisiones industriales, comerciales y, sobre todo, financieras, tiene lugar a
larga distancia gracias a los medios telemáticos. El broker que opera en la bolsa de HongKong puede vivir en Frankfurt. Su involucración personal en sociedades sobre las que actúa
profesionalmente tal vez sea mínima. Las decisiones se toman muy lejos de los lugares donde
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tendrán consecuencias, y con ello se pierde la capacidad moderadora del tener que vivir
junto con los afectados por ellas. El mercado global es el más abstracto de los mercados.
Todo lo anterior no debe entenderse como una satanización del mercado. Simplemente
hemos recontado algunos de los límites ético-culturales de una relación que, por su misma
índole, puede ser abstracta. El mercado constituye una forma de intercambio de bienes,
servicios y recursos más respetuosa que las violentas o las totalitarias. Resulta más
estimulante del esfuerzo individual que las formas comunitarias cuando a éstas les falta un
espíritu compartido por todos. Por lo mismo, es relativamente fácil de realizar incluso a gran
escala, entre sociedades culturalmente muy distintas. Al mecanismo de mercado debemos
buena parte de los avances tecnológicos recientes y la existencia de posibilidades
insospechadas de liberación de ancestrales tiranías de la naturaleza sobre el hombre. Estas
posibilidades, desde que existen, reclaman ser puestas al servicio de todas las personas.
El problema se encuentra en que el mercado haya venido a ser precisamente la figura de
universalidad primera de la globalización, haciendo de estos límites derivados de su carácter
abstracto contradicciones nucleares del mundo nuevo que se va fraguando. Este problema es
agravado por la estructura de la teoría económica vigente, la neoclásica, que toma por punto
de partida las formas predominantes de decisión en los mercados, las declara constitutivas de
la naturaleza humana, las utiliza para explicar el pasado y predecir el futuro económico, y
con ello moldea las expectativas y contribuye a que más personas actúen según ellas. La
teoría económica está creando el hombre y la sociedad que presupone.
Podemos sumar a esto la nueva vigencia de la ideología liberal, que propone al mercado
como lugar por excelencia de realización social de la libertad, al contrato como modelo no
sólo de relación económica sino también política e incluso familiar, a la teoría económica
neoclásica como saber central sobre el hombre y la sociedad, y al estado actual de cosas
como el fin de la Historia, esto es, como el punto más allá del cual no se puede avanzar sino
idealmente. No basta con que el mercado se haya adelantado a otras posibilidades más ricas
de interacción entre los pueblos, sino que ese hecho se declara derecho, y cualquier
interferencia en la lógica del mercado es condenada como el pecado capital de nuestro
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tiempo. En el nivel ético, el neoliberalismo opera como una gigantesca lavandería de
conciencias, puesto que profesa, con fe digna de iluminados, que una “mano invisible” cuida
por el bien común a través de los mercados con sólo que cada uno de nosotros cuidemos de
nuestro bien propio, dentro de marcos legales a su vez muy restringidos. La presencia de
esta ideología en nuestro panorama mental, no hay que decirlo, contribuye en buena medida
a oscurecer la comprensión de las raíces de algunas dificultades crecientes en el ámbito
global.
Volviendo a nuestro tema, que no era discutir con el liberalismo, concluyamos con algunas
perspectivas. ¿Qué ha de hacerse desde una posición católica, si la relación mercantil genera
estas contradicciones ético-culturales por su misma índole abstracta, y si resulta que ha
venido a ser el elemento fundamental de la globalización?
En primer lugar, parece claro que debemos continuar la laboriosa creación de otras figuras
alternativas de convivencia global, en las cuales sea posible la confluencia intercultural sin
necesidad de arrasar los matices de lo humano que se dan en cada cultura. El ecumenismo
religioso, los foros internacionales de organizaciones no gubernamentales, los contactos a
través del arte y del pensamiento, las acciones por la integridad del medio, los tratados
internacionales respetuosos, la aparición de medios de comunicación descentralizados... son
caminos para ir tejiendo la malla de una globalización distinta que haga contrapeso a la
homogeneización mundial por los mercados. Cuanto más contacto humano real haya entre
personas de diferentes culturas, más difícil será reducir al otro a su sola presencia en el
mercado. La religión tiene una palabra muy alta que decir en esto, como depósito que es de
ricas formas de humanidad en cada pueblo.
En segundo lugar, resulta preciso conseguir que las sociedades ganen mayor control sobre
los mercados. Ese control es de carácter político y tiene por objeto imponer límites externos
a las decisiones mercantiles para ordenarlas al bien social (incluida la pervivencia y sanidad
de la misma competencia en los mercados). Tradicionalmente hemos confiado en el Estado
nacional para ello, pero ahora lo encontramos no sólo cuestionado en ese rol por el
liberalismo, sino, lo que es más grave, aquejado de impotencia ante la globalización en un
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contexto de creciente libertad de movimiento de los capitales, las mercancías y las imágenes
publicitarias... todos los cuales se mueven a un ritmo bastante más rápido que el de la
articulación política entre los Estados. Las formas políticas de control de los negocios que
fueron buenas ayer, aparecen como insuficientes hoy. Necesitamos pensarlas en escala global
y con modalidades organizativas no sólo estatales. El éxito de la campaña internacional
contra el lucrativo negocio de las minas antipersonales nos abre perspectivas interesantes
acerca de cómo podría hacerse esto.
Por último, tenemos el punto más difícil de abordar, que es el ético. No basta con crearle
competidores a la relación de mercado como clave de la globalización, ni con controlarla
desde lugares sociales distintos a ella misma. Es preciso volver sobre ella para mostrar cómo
su presunto carácter abstracto es una abstracción, de manera que en una relación humana la
prescindencia de datos relevantes que se conocen constituye una forma de inmoralidad. Más
exactamente, la raíz de la inmoralidad.
Como las demás decisiones humanas, la decisión en el mercado ha de tener en cuenta toda la
información razonablemente al alcance sobre sus consecuencias para los afectados por ella.
La humanización de la nueva sociedad global requiere incrementar el volumen de
información socialmente disponible sobre esas consecuencias, en vez de descargar en
mecanismos impersonales la tendencia racional a conocer y actuar responsablemente según
lo que se conoce. Cuando vemos el extraordinario éxito del ecologismo en difundir
conocimiento acerca de las consecuencias de nuestras acciones sobre el medio ambiente, y
en promover decisiones al respecto, podemos pensar en un movimiento similar a favor de la
acción informada y responsable en el mercado.
Como esto significa promover una toma de decisiones más compleja en los mercados que la
hoy predominante, se requerirá una teoría económica distinta a la neoclásica, para
comprender los mercados de una sociedad global que ya no se base uniformemente en el
homo oeconomicus. Se trata de un gigantesco desafío intelectual que no es ajeno a la
tradición católica. Recordemos que desde los siglos XIII al XVI los mejores economistas de
Occidente fueron teólogos católicos. Ellos estudiaron las relaciones de mercado buscando
las condiciones de la acción justa en la decisión mercantil. Produjeron teorías sobre la
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necesidad, la libertad y la justicia en los precios, en las transacciones financieras, y en la
intervención del Estado. Hoy nuestra mirada sobre la realidad social es más compleja que la
suya y nuestro mundo más multiforme. No sería fácil entender que, ante semejante desafío,
la ambición del pensamiento católico contemporáneo fuera menor que la del renacentista.
En todo caso, la acción por modificar la índole real de la relación de mercado, por sustituir
los soportes ideológicos en que se apoyan sus formas presentes, y por desplazarla del lugar
privilegiado que ha venido a tener en la globalización, contribuirá a evitar que personajes
semejantes al señor Soros cabalguen la aldea global como nuevos jinetes del Apocalipsis.
Seguramente, ni ellos mismos desean las consecuencias que hoy se derivan de la estructura
global dentro de la que persiguen su propio interés.
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