6 V I DA E L NORT E - Domingo 25 de Noviembre del 2007 PERFILESEHISTORIAS Editora: Rosa Linda González perfi[email protected] Una luz en las montañas Juan José Cerón Desde hace 15 años la Fundación Tarahumara José A. Llaguno lucha por el bienestar de una de las comunidades indígenas más vulnerables del País, dueña ancestral de la sierra chihuahuense. d Los regiomontanos Rodrigo (izq.) y Juan Llaguno han sido los pilares de la Fundación que ha dado vida a la sierra. Aquí conviven con niños beneficiados con sus programas. Daniel de la Fuente E l viento de la mañana del 18 de noviembre mece el tostado pastizal de la cima de Huetosácachi, un poblado del municipio de Bocoyna, al suroeste de la capital de Chihuahua. No hace frío y la claridad permite apreciar las pocas casas pequeñas con techos de lámina repartidas muy lejos una de la otra, pero unidas por la construcción austera y las chimeneas todavía humeantes por la preparación del café y las tortillas del desayuno, acaso huevos, que impregnan el aire de olor a madera quemada. Allí, sobre un sendero que lleva hacia la minúscula iglesia de la comunidad, camina una caravana encabezada por Rodrigo y Juan Llaguno, ambos hermanos ya con los cabellos blancos, de gafas y sombreros para el sol, y quienes encabezan moralmente desde hace 15 años la fundación que lleva el nombre de su hermano ya fallecido, el Obispo José A. Llaguno. Del lado opuesto, también a paso lento, avanza un grupo de tarahumaras o rarámuris encabezados por el Gobernador de la aldea, Antonio, un viejo pequeño y delgado con el tradicional bastón de mando en mano, y por Francisca, líder natural. Ella es robusta y también de corta estatura, con un vestido celeste con franjas azules y una pañoleta morada que cubre su cabello negro. Los tarahumaras, menos de 20, bailan, dan gritos y tocan violines y sonajas cuyos sonidos se extienden en el aire. Sobre sus pantalones y chaquetas llevan capas blancas y sus cabezas están rodeadas por papel maché y moños para regalos. Los Llaguno y sus compañeros esperan la señal de bienvenida de los indígenas, de lo contrario, no pueden entrar a la comunidad. Luis Octavio Híjar, “El Gordo”, el enlace desde hace años con los rarámuris, interpreta y anuncia que pueden avanzar hasta que ambos conjuntos se encuentran. Sin dejar de cantar e interpretar sus melodías, los anfitriones danzan en torno a los visitantes que durante años les han hecho la vida menos difícil a los tarahumaras como ellos en sus áridas llanuras, agrestes barrancos y edénicas planicies rodeadas de pinos, y donde el chabochi, el mestizo, tala los árboles, humilla al indígena e impone su visión del mundo. Con este festejo, en el que no faltó el tesgüino, bebida hecha a base de maíz, y una misa impartida por Sor Carmen Rivera, de la Orden Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, la Fundación Tarahumara José A. Llaguno quiso celebrar una década y media de ayudar a la supervivencia de una de las culturas más resistentes en América a la civilización del mestizo: la de este indígena de la Sierra Madre Occidental. “En casa estuvimos muy relacionados con los jesuitas, con la sierra. “Cuando Pepe era seminarista nos visitaban misioneros, sacerdotes. Siempre estuvimos enrolados en la montaña y sus necesidades”, dice. Nacido el 7 de agosto de 1925, José Alberto Llaguno Farías fue el mayor de 10 hijos de una familia presente en fundaciones de empresas e instituciones como el ITESM. Dice Juan que su hermano conoció a los jesuitas en High School de Alabama y le agradaron por su apertura y conocimientos. En 1951 sus sandalias pisaron por primera vez la Tarahumara cuando fue enviado a la antigua misión de Sisoguichi. Tras su ordenación, en 1962 presentó su tesis doctoral sobre la personalidad jurídica del indio y el Tercer Concilio Provincial Mexicano. Volvería con los indígenas en 1962 para iniciar una loable empresa en su favor, que va desde la apertura de escuelas radiofónicas, la recaudación de apoyos en especie y medicamentos distribuidos en una avioneta que él mismo conducía y la fundación de la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos A.C. (COSYDDHAC), aún vigente. Líder moral, José fue muy querido por las comunidades remotas, porque lo mismo comía en el suelo los platillos sencillos que evangelizaba sin alterar la cultura rarámuri. Su última voluntad fue que lo sepultaran en Sisoguichi, al pie de la catedral, en la Alta Tarahumara. Así fue. Los indígenas hicieron suya la velación, sacaron el féretro y danzaron en torno del atrio. Como sus creencias impiden introducirlo de nuevo, abrieron un boquete por la torre y depositaron sus restos en una capilla hecha para albergarlos. Los Llaguno recibieron el 18 de noviembre de ese 1992 el acta de la fundación que llevaría el nombre del jesuita y que apoyó gente que se sentía en deuda con el Obispo, con Chihuahua y con el tarahumara. También contaron con el apoyo de Carlos Vallejo, ex jesuita; de los religiosos Ricardo “El Ronco” Robles y Javier “Pato” Ávila, y del rarámuri Juan Gardea, defensores todos y conocedores palmo a palmo de la sierra. Este último murió hace unos días. “Al inicio la Fundación no estaba muy bien organizada”, recuerda Carlos, hijo de Juan y también consejero. “Nuestra labor consistía en recoger donativos en especie, comida y cobijas, que distribuíamos a través de una red de contactos muy grande de sacerdotes, hermanas, laicos que conocían bien al tío Pepe y que siguen siendo nuestras manos en la sierra”. La gran sequía de 1994 en la sierra ayudó a la Fundación a asumir una identidad. Rodrigo, ex jesuita y, como su hermano Juan, especialista en recursos humanos, lo recuerda. “Esa vez dijimos: ‘mientras definimos o no el plan estratégico, hay que ayudar’. Convocamos a una colecta nacional, metimos unos anuncitos en EL NORTE y REFORMA y, no sabes, se nos vino una avalancha. “Nomás de México fueron 12 tráileres de donaciones. No sabíamos ni clasificar, pero lo mandamos todo”. Así, la Fundación Tarahumara José A. Llaguno entró al escenario nacional. Con el tiempo vendrían otras vías de financiamiento, algunas pioneras como el redondeo. Para evaluar los puntos centrales de su trabajo: salud, nutrición y educación, establecidos desde su origen, la Fundación viajó a Sisoguichi hace días. II Más de 130 mil rarámuris habitan las rancherías que hacen su comunidad en los casi 65 mil metros cuadrados de la Sierra Tarahumara, en el corazón de la Sierra Madre. Otras etnias son los guarijíos y tepehuanes. Antiguamente belicoso, hoy aquel grupo es pacífico y distante del mestizo. Su cultura, rica y compleja, no se explica de otra manera que como la describió Artaud: “el país de los tarahumaras está cargado de signos”. Dado que muchos viven en lugares inhóspitos, al fondo de barrancos y cuevas, las necesidades de salud y nutrición son muy altas e incluso dramáticas, pues la mortandad es frecuente por el hambre, el calor rebasa los 50 grados y el frío atormenta hasta los 25 bajo cero. Por ello, el Estado e instituciones como la Llaguno trabajan a su manera y a veces en conjunto. Esto no lo sabe Manuel Domínguez, quien a sus 70 años camina por su huerto de Bawinocachi, en el techo del país de los tarahumaras. “Orita quedan puros repollos, pero sacamos acelga, zanahoria, maíz, chile”, dice el delgado tarahumara de pantalón de mezclilla, camisa celeste medio fajada y sombrero muy ondulado que le da matiz a sus rasgos morenos y curtidos por el frío intenso de aquella región de coníferas que por su número parecen infinitas. Manuel es el dueño del primer huerto que apoyó la Fundación. El programa nació en el 2002 y hoy se cuentan 262 huertos en 10 comunidades y 78 rancherías, explica su coordinadora Adriana Acosta. “Ellos cosechan repollo, acelgas, espinacas, rábanos, betabel, cebollas, ajos, cilantro, lechugas, en fin, muchos alimentos que han venido a enriquecer su dieta y que no sólo las consumen ellos sino que las comparten con las comunidades”, dice. Este proyecto está dentro del d Elvira Soto explica que sin la ayuda de la agrupación de origen regiomontano, instituciones como el internado de las niñas en Sisoguichi no sobrevivirían. programa general Pass-Ko’Wame, que integra también mejoramientos de cultivos básicos, abastecimiento de agua para huertos y parcelas y, el insigne de la Fundación, el de distribución de leche en polvo para niños de 0 a 5 años, con supervisión durante esos años de peso y talla, así como para embarazadas y lactantes. Adriana de la Peza, coordinadora regional del programa, asegura que el suministro de leche en polvo, dado por Liconsa a precios módicos, se da para 3 mil niños de 430 rancherías. “La leche está fuera de la dieta rarámuri, pero muchas comunidades la han aceptado y ha ayudado a que los niños no estén tan desnutridos”, cuenta. “Tan lo han aceptado que hubo un año en que no hubo recursos y las comunidades reunieron el dinero para conseguir la leche, lo que le va quitando el carácter asistencial”. El abasto de la leche, así como pláticas de salud y nutrición, no serían posibles sin 200 promotores que pertenecen a una red de la Diócesis de la Tarahumara y que son rarámuris. Uno de ellos es Martha Juárez. “Primero nos decían que no la querían (la leche), pero luego la aceptaron y se la toman con pinole, con atole de avena, de arroz. Ya los niños no están tan flacos como antes”, explica esta mujer de rebozo naranja y mirada penetrante y serena que recorre la risa de sus dos nietos que consumen la leche: pequeños, de cabellos hirsutos y mejillas descarapeladas por el frío, pero nutridos. A su paso por rancherías, Martha ha visto no sólo los padecimientos comunes, tuberculosis y males gastrointestinales, el primero por el intenso frío, el segundo por la ausencia de agua o su baja calidad cuando se acumula en arroyos, sino el aumento de otros que antes no había como hipertensión, enfermedades del corazón, riñón y diabetes, los cuales adjudica al refresco de cola y las frituras. “Pues uno les dice que no coman de eso, pero a veces se enojan”, sonríe la mujer. “Uno hace la lucha”. Los indígenas también resultan afectados con la introducción a gran escala de cervezas y licores. Un six de Tecate les cuesta 100 pesos, pero ellos se las ingenian para adquirirlo. La Fundación apoya también en educación. Más de 430 tarahumaras tienen beca de secundaria, prepa y licenciatura. Incluso ya tienen egresados que trabajan en la institución. I Lejos de Huetosácachi y del presente, los hermanos Juan, Manuel, Rosario y Rodrigo Llaguno venían en auto por el camino que separa a la montañosa Sisoguichi del poblado de Creel. Era el 28 de febrero de 1992. Los regiomontanos venían de recoger algunas cosas que quedaron en la habitación de su hermano José, obispo jesuita fallecido dos días antes por un cáncer de páncreas. Uno dijo en el camino que la misión de Pepe, como le llamaban, no podía terminar con su muerte. –“No podemos olvidar a la Tarahumara”, recuerda Juan. d Martha Juárez (der.) es una de las promotoras de salud y nutrición de la Fundación Tarahumara. La acompañan su nuera y sus dos nietos, beneficiados también por los nobles programas de la leche y los huertos familiares. d El huerto de Manuel Domínguez ha alimentado a su familia por años. Además, tienen seis becados en el curso de auxiliar de enfermería en la Escuela Florence Nightingale, dice su titular María Guadalupe Santos, de la Orden de Hijas Mínimas de María Inmaculada. “Pero necesitamos un edificio nuevo para más estudiantes”, dice y mira a la gente de la Fundación. Parte de los egresados de esa escuela trabajan en el Hospital de Sisoguchi, apoyado por la institución, y en la Clínica San Carlos, en Norogachi. Alcanza incluso para donar vacas, como sucedió hace meses cuando el internado de niñas de Sisoguichi celebró sus 100 años y, conforme a la costumbre tarahumara, mataron animales y los almorzaron en caldo. “Tenemos 60 indígenas internas y la Fundación nos ayuda desde hace años con despensas”, dice su directora Elvira Soto, sonriente y de voz dulce, quien muestra con orgullo las limpias habitaciones y salones. “Antes las hermanas iban a caballo a buscar a las tarahumaritas, pero ahora los padres las traen porque se les respetan sus tradiciones”. Rodrigo, quien con su esposa María Carranco han extendido la labor del Obispo Llaguno a través de la Fundación, explica el punto sensible: cómo ayudar sin vulnerar al tarahumara, reacio a cambios invasivos. “Hay que ser conscientes para dar pasos previos: primero hay que conocerlo, y después, querer al tarahumara. Ambos factores son los que nos determinan y nos dan personalidad entre otras instituciones”. La Fundación opera en Monterrey, donde nació y dirige Lidia Isaías, y en el DF. Pronto fortalecerán la sede en Chihuahua y, específicamente, en Creel, poblado al pie de la sierra. Samuel Araiza, presidente ejecutivo de la Fundación, habla del proceso que llaman cariñosamente la “desllagunización” del organismo, con miras a ciudadanizarlo aún más. “Este proceso de transición”, ríe, “ha avanzado, pero la presencia de los Llaguno ha sido invaluable y, junto a ellos como consejeros fundadores, queremos fortalecer a la institución con más personas comprometidas”. El siguiente reto, agrega, el más urgente, será la implementación de técnicas de acopio de agua. III La tumba de José está al entrar a la Catedral de Sisoguichi, en una capilla rodeada por placas con nombres de jesuitas fallecidos siglos atrás. Al centro, en el piso, la enorme lápida dice sencillamente “José Obispo”. Antes del festejo en Huetosácachi, el Padre Javier Ávila, con los también jesuitas Ricardo Robles, Héctor Martínez y Rafael Álvarez, preside una misa en esa catedral. Allí están los Llaguno y algunos beneficiados. Más que un sermón, Ávila exhorta: no dejar el empeño del bien común en la sierra. No dejar de soñar, de atreverse. No dejar de ser luz. “Para que el mundo en el que estamos tenga un rostro más digno”, afirma el jesuita y los Llaguno y los miembros del equipo comprometido se miran para refrendar su compromiso moral con los tarahumaras. El mismo que dejó en aquellas montañas el Obispo Llaguno, para quienes deseen hacerlo suyo. Los teléfonos de la Fundación Tarahumara José A. Llaguno son 8346 3977 y 8347 5299, en Monterrey, y 5549 9012 en el DF.