gracia y justificación

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CHARLES MOELLER
GRACIA Y JUSTIFICACIÓN
La Grâce et la Justification. Lumen Vitae, 19 (1964) 532-544.
Verdades fundamentales
La primera verdad, a propósito de la gracia y la justificación, es que sólo Dios puede
darnos a Dios. Si ser salvado significa vivir de la vida de Dios, "para hacernos así
partícipes de la divina naturaleza" (2 Pe 1,4), esto quiere decir que Dios por sí mismo
justifica, santifica. El término gracia significa inmediatamente la bondad, la
benevolencia; el sentido de un don que manifiesta esta benevolencia.
Esta verdad esencial va unida a otra, aparentemente en oposición: el hombre coopera
libremente a la gracia. "Con temblor y temor trabajad por vuestra salud. Pues Dios es el
que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito." (Flp 2,13). La paradoja
expresada por estos términos es la paradoja de la gracia y de la justificación. Dios sólo
salva, y, a la vez, Dios nos salva sin nosotros. (D. 797).
De estas dos primeras afirmaciones se desprende una tercera, que resulta del realismo de
nuestra justificación: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados
hijos de Dios y lo seamos" (1 Jn 3,1). De una manera misteriosa, nuestro ser es
cambiado, santificado. Esto es así porque Dios actúa en nosotros, por su omnipotencia
santificadora somos realmente santificados. No son nuestros esfuerzos personales los
que actúan aquí, sino la realidad de la acción del Espíritu Santo en nosotros cuando
viviendo en gracia, consentimos y cooperamos.
Hay que recordar el carácter personal de la gracia y de la justificación. Un buen
número de frases en el sermón de la Cena evoca este rasgo: "Si alguno me ama,
guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada"
(Jn 14,23). El texto del Concilio de Trento (D. 797) marca también esta perspectiva
trinitaria. El tema de la inhabitación de la Trinidad en el cristiano regenerado ha
encontrado su lugar propio en la teología católica de la gracia. Conviene saber "a qué
Dios nos hemos convertido"; resulta indispensable recordar que el Dios de los cristianos
es el Dios Padre, al cual nos conduce Jesucristo, en el Espíritu Santo.
Finalmente, los frutos de la gracia de justificación se reparten en una doble línea: la del
Espíritu Santo en el alma, que nos santifica, y la de la transfiguración del universo," la
creación entera hasta ahora gime... para participar en la libertad de la gloria de los hijos
de Dios" (Ron. 8, 19-12). La justificación no es sólo interior, se extiende también a toda
la creación de Dios, "nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que
tiene su morada la justicia" (2 Pe 3,13).
Diversas teologías de la justificación
A partir de estas verdades esenciales, enraizadas en la revelación bíblica, han sido
elaboradas diversas teologías. Es costumbre resumir las tres principales formas en los
términos siguientes: la justificación es divinización, en la perspectiva de la teología
ortodoxa; es gracia creada en la sistematización católica; es gracia extrínseca en la
visión de la Reforma.
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Durante mucho tiempo, la tendencia que dominó entre estas tres visiones teológicas fue
de no entablar un diálogo. Parecía que, en lo que respecta a la teoría de la justificación,
según la Reforma, había' que responder con una negativa a cualquier posible influencia.
Nada más alejado del realismo católico que esta frase de Lutero: pecca fortiter, sed
fortius crede; o en la imagen de una "justificación extrínseca que recubre al pecador con
un manto de Cristo, pero dejándole radicalmente pecador, bajo este manto". O esta frase
típica de la Reforma acerca del bautizado que permanece simul iustus et peceator. La
idea de la divinización, si no había sido olvidada, al menos había sido colocada un poco
en la penumbra.
Los estudios recientes han mostrado que en la doctrina de la justificación, uno de los
puntos más vidriosos en las relaciones entre reformados, ortodoxos y católicos, hay más
acuerdo que desacuerdo. Las divergencias tienden más bien a una visión teológica
diferente que a una oposición real sobre los puntos fundamentales.
La gracia como divinización
Esta es la perspectiva que subraya el Oriente. El punto de partida de esta teología es la
presencia eficaz y divinizante de Cristo en el mundo y en la Iglesia. El aforismo clásico
de los Padres griegos dice: "El que no es asumido -por el Cristo encarnado- no se
salva". La persona de Cristo, efectivamente, ha asumido la naturaleza humana en su
totalidad, puesto que Él es el Nuevo Adán. Uno de los argumentos opuestos al
arrianismo precisamente es que si Cristo no es Dios, si sólo es un dios inferior, no puede
salvar, no puede divinizar la humanidad.
Esta doctrina, común en toda la iglesia cristiana, ha tomado una forma particular en la
teología de Gregorio Palamas, quien distingue la esencia divina de las energías divinas
increadas. La elección de este término energías increadas subraya que Dios se revela
activo, y excluye la pasión de Dios; como, por otra parte, las energías son "increadas",
no podemos atribuir al hombre el fruto de un mérito.
Este modo de hablar de energías, de gracia increada, sólo se opone aparentemente a la
terminología católica de "gracia creada". Los teólogos occidentales dirán que el hombre
es de tal manera incapaz de justificarse a sí mismo que necesita que Dios cree en él esta
gracia.
En realidad cada teología responde a inquietudes diferentes. Los teólogos orientales no
se preocupan de poner en claro aquello que, en el hombre, permite la inserción del don
de la gracia. Sólo les interesa una pregunta: ¿cómo Dios, que es incomunicabilidad,
puede, sin embargo, comunicarse? Las energías increadas en el palamismo son, si
podemos hablar así, esta faz de la divinidad superesencial que le permite comunicarse,
permaneciendo incomunicable; pero el término increada pone de manifiesto que
verdaderamente es Dios el que se da.
El teólogo occidental se preocupará más por descubrir lo que permitirá en el hombre la
acogida de esta gracia creada por Dios, y expresará la realidad de la salvación dada por
la gracia con la ayuda de términos tomados del aristotelismo; el término habitus, por
ejemplo, ha tenido una buena acogida en occidente en el continuo uso de la expresión:
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la gracia habitual distinta de la gracia actual. Como se ve, la doctrina es la misma por
ambas partes: que Dios solo da la vida, y que nosotros realmente la recibimos.
La problemática difiere para los orientales. La interioridad de la gracia aparece en ellos
conjugada con el resplandor sobre el mundo corporal, incluso en su prolongación
cósmica. La humanidad del Salvador, sobre todo en la Eucaristía, diviniza toda nuestra
persona, haciendo participe al mismo tiempo al universo de esta gracia de
transfiguración.
La gracia creada
Digamos de nuevo que esta formulación no está expresada tal cual en el Concilio de
Trento: éste se limita a hablar del carácter infuso, inherente de la gracia de la
justificación, pero no habla de la fe con los términos habitus, gracia creada. El origen
de este término es antipelagiano. Nos encontramos, pues, en el nivel de las
formulaciones teológicas.
San Agustín ya nos advierte que debemos amar a Dios y al prójimo de Deo, es decir,
que es el Espíritu Santo quien ama en nosotros; es Dios en nosotros quien ama al
prójimo. En esta línea se puede hablar de gracia increada en el pensamiento de San
Agustín. Esta idea se mantendrá en la teología occidental; de la misma manera, cuando
se trate de un habitus, éste será creado por Dios, y nos permitirá amar a Dios con el
mismo amor con que Dios ama.
Lo que interesa subrayar es que este término habitus no fue aplicado al problema de la
gracia en el sent ido aristotélico, sino más bien a propósito de un caso muy concreto, de los niños bautizados. Si la filosofía de Aristóteles permitió precisarla, ésta no será la
única fuente, ni la principal de esta terminología.
Cuando apareció el término gracia creada en la Suma de Alejandro, la idea dominante
era como de una unión inmediata, por la gracia creada, con el Espíritu que la comunica
dándose a sí mismo: se habla, efectivamente, de un lumen fluens, de una forma
transformans operando en el alma una forma transformata. Si algunos afirmaron que el
habitus es un don previo, la mayor parte precisaron que es fruto del mismo Espíritu
Santo. San Buenaventura explica que hay que admitir un habitus creado para subrayar
mejor la impotencia radical del hombre y excluir la justicia de las obras. La gracia
creada manifiesta la indigencia del hombre. No es, pues, por ningún título una especie
de posesión autónoma del ser humano, que le permita de alguna manera introducirse en
el influjo permanente de Dios Salvador. Por el contrario, la gracia es producida por Dios
mismo presente en el alma. Colocándose en el punto de vista de Dios, San
Buenaventura explica que la caridad de Dios, comunicándose, es operante, realizadora
de un cambio en el hombre. Todo esto fue resumido en una fórmula: "poseer un habitus
es ser poseído por Dios, habere est haberi".
Santo Tomás explica que la caridad pone algo en el alma, pero precisa que este algo no
es una cosa, ni tampoco una cosa completa, sino una cierta realidad que no es un objeto;
la caridad de Dios es efectiva y operante y cambia al hombre en quien habita el Espíritu.
Resulta un habitus, pero no en el sentido de una realidad previa que sería producida por
otra causalidad distinta de Dios mismo en el momento en que se comunica. En la
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caridad estamos connaturalizados con el Espíritu; el habitus opera en el sentido de un
estímulo continuo en el devenir activo; es una tensión eficaz de Dios actuando en el
hombre. El habitus seria así el querer de Dios traduciéndose sin cesar en la realidad
profunda del ser.
Esta formulación no disminuye en nada la realidad de la llamada gracia increada, es
decir, donación de las mismas personas divinas por inhabitación en el alma del creyente.
La expresión gracia creada viene a subrayar solamente la indigencia del hombre ante la
justificación, como también la realidad de la santificación que Dios obra en el hombre,
puesto que la gracia le marca en profundidad, le hace capaz -siempre bajo la moción de
Dios- de conocer y amar a Dios, de amar a los otros con el mismo amor que Dios ama.
Desde finales del siglo XIII hasta Lutero, esta visión de una gratia creada se esfumó en
provecho de una especie de cosificación del mismo habitus. Se insiste en que el hombre
debe ser autor de su acto para que sea meritorio. Además se subraya la distancia infinita
entre Dios que se da y el hombre transformado. Por tanto hace falta un intermediario: la
gracia creada.
Esta tendencia a materializar un don propiamente espiritual favorece la opinión que ve
en el habitus una disposición previa. También favorece la sentencia que insiste más en
la actualización del don de la gracia que en la transformación ontológica que realiza.
Lutero no ha entendido la significación real de la gracia creada. Se atiene a la célebre
opinión de Pedro Lombardo que identificaba la gracia con el mismo Espíritu Santo.
Hemos visto que esta perspectiva de ningún modo es negada por los partidarios de la
fórmula de la gracia creada; al contrario, Santo Tomás y San Buenaventura afirman que
esta gracia es creada por Dios que obra continuamente en nosotros para unirnos a Él.
Desgraciadamente, esta visión estaba oscurecida en tiempo de Lutero. El peligro de
cosificación no era ilusorio. Por esta razón se opondrá, en nombre del antipelagianismo,
a esta noción.
Este breve bosquejo permite algunas conclusiones respecto a la presentación de la
doctrina de la gracia en la enseñanza y en la catequesis:
a) Descartar el dualismo entre la gracia creada y la doctrina de la inhabitación.
b) Conservar una serie de aspectos importantes: la eficiencia de la caridad de Dios que,
realmente, realiza en el hombre una capacidad creada (por Dios) para amarle y
conocerle.
c) Esta transformación es durable porque el habitus es una intencionalidad de
conocimiento y amor: crecer en gracia es estar cada vez más "conducido por el Espíritu
Santo".
d) Salvaguardar la idea de inmediatez en el habitus: éste no es un ser interpuesto entre el
hombre y Dios. Esta doctrina, clásica en Santo Tomás, muestra maravillosamente que es
necesario tender hacia el mismo Dios y que la gracia en nosotros no es más que esta
disposición animada por Dios.
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e) Subrayar el vitalismo del habitus: nosotros no disponemos jamás de Dios, sino de la
posibilidad (creada sin cesar por Dios) de hacer un acto de caridad hacia Dios, en
función de la presencia activa 'y continua de Dios.
f) Se comprende mejor el mérito: no es una cosa que permita obtener otra, porque no es
más que la realidad del hombre que ha llegado a ser en su intimidad digno de. Este es el
carácter personal que debemos subrayar aquí. Se merece porque se es. Esto no es una
adquisición, sino un fruto del acto de todo hombre que actúa bajo la moción de Dios.
Así se comprende que, valorando nuestros méritos, Dios corona sus propios dones.
g) Finalmente, hay que desarrollar rasgos esenciales, sobre todo el personalismo de
relaciones entre el alma y Dios. El habitus creado no es sino una receptividad activa
cuya idea más aproximada, dentro de una formulación más filosófica, sería la de
participación. Parece que la terminología de la gracia creada, del habitus de gracia, no
pone en peligro las verdades esenciales sobre el don de Dios. Sin embargo, se puede
preguntar si la expresión estado de gracia, todavía tan frecuente en la enseñanza y en la
predicación, no presenta más inconvenientes que ventajas. El término estado significa la
realidad de la transformación operada por Dios en el ser. Todavía muchos cristianos se
imaginan la vida de gracia en ellos como una cosa misteriosa que, sobre todo, no hay
que perder y que hay que recuperarla cuanto antes, una vez perdida.
Gracia extrínseca
La teología reformada insiste en el carácter extrínseco, forense, de la justificación. Esta
fórmula fue entendida, durante mucho tiempo, en el sentido de una especie dé
justificación puramente exterior, dejando al alma en su estado de pecado.
Esta explicación no tuvo presente un hecho capital: la tradición reformada expresa con
dos términos, justificación y santificación, el conjunto de la vida de la gracia; mientras
que, desde Trento, expresamos ambas realidades con un solo término, justificación. La
gracia contiene tres aspectos en la Reforma: la justificación, la santificación y la
redención. La justificación y la santificación son inseparables. Pero no hay que
confundirlas: la primera viene de Dios; la expresión extrínseca tiene por fin significar la
gratuidad del acto de Dios y su carácter escatológico, pero no significa en absoluto que
la santificación por el Espíritu Santo sea adventicia, secundaria: al contrario, la unión de
Dios con el hombre, principio de toda vida cristiana, tiene como consecuencia inmediata
la santificación. Toda la vida se realiza en el campo de acción del Espíritu Santo. El don
del Espíritu es creador, vivificante, eficaz en el hombre que renuncia a si mismo y se
entrega a Dios.
Hasta aquí no hay nada substancialmente diferente del pensamiento católico. La
diferencia está en la terminología. Algunos Padres de Trento querían que se introdujese
en el decreto sobre la justificación la idea de justificación primera y de justificación
segunda, entre otros motivos por tener más en cuenta este doble aspecto de la
justificación, tal como aparece en la Reforma, al igual que en la teología católica
auténtica. Mas esta distinción no fue retenida en los textos del Concilio. Tenemos un
caso típico de carencia de diálogo. Si se capta la similitud profunda de las dos doctrinas
bajo el ropaje de una terminología diferente, se habrá intuido así una de las tareas
esenciales de la catequesis ecuménica.
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Prescindiendo de la diferencia de acento, -Calvino lo pone sobre la acción de Dios en su
renovación continua; los católicos sobre los resultados en el hombre de la acción de
Dios-, la Reforma admite también el realismo de la justificación-santificación. La
característica propia de la Reforma es un espíritu de gratuidad gozosa, de disponibilidad
creciente ante la acción creadora del Espíritu. La santificación es real, interna;
justificación y santificación son inseparables como aspectos complementarios, uno
externo y otro interno, de un mismo acto. Dejemos, pues, de lado toda simplificación y
todo prejuicio polémico, ante la realidad de la santificación en la teología de la
Reforma.
La sola fide, sola gratia, soli Deo gloria es una formulación particular de una
afirmación evangélica. Sólo el término, tres veces repetido, sola puede dar lugar, en la
controversia, a una exclusión y por consiguiente correr el riesgo de una presentación
unilateral. Pero este exclusivismo es inexistente en la gran tradición Reformada; la
fórmula significa solamente que, sin la fe, sin la gracia, no podemos realizar nada.
Reflexiones finales
En el diálogo ecuménico hay que captar simultáneamente el punto de vista de la
Ortodoxia, de la Reforma, del Catolicismo y del Anglicanismo. La Reforma, reanuda la
tradición occidental de la justificación, anterior a la corriente nominalista del siglo XIV.
Si entonces el catolicismo hubiera guardado el contacto real con la tradición oriental,
tan enraizada en la divinización del cristiano, la tentativa de Lutero no hubiera fraguado
un cisma: Lutero hubiera descubierto el realismo profundo de la santificación y de la
justificación cristiana, y no hubiera puesto en peligro la gratuidad del obrar divino.
Asimismo, si la tradición del Oriente cristiano hubiera permanecido en contacto con la
tradición occidental, tal vez hubiese escapado al peligro de no considerar suficiente lo
que pasa, en el hombre, cuando le penetra la gracia del Espíritu Santo. Divinización,
gracia creada, no se oponen sino que se complementan a través de dos formulaciones
diversas; de la misma manera, lo que afirma la Reforma con el término gracia
extrínseca, nos recuerda simplemente que "sin Cristo no podemos hacer nada" y que
todo nos viene de Dios.
En cuanto al contenido, el pensamiento ortodoxo es muy parecido al nuestro, pero las
categorías mentales son muy distintas. Por el contrario, en cuanto al contenido, con
frecuencia hay grandes diferencias entre el pensamiento católico y el de la Reforma. En
cambio, las categorías del pensamiento son semejantes.
Se debe insistir en el carácter personal de la justificación, subrayando el aspecto
cristocéntrico para salvaguardar el realismo de la justificación interior y su eficiencia
cósmica, dentro de la transfiguración del mundo, hacia unos cielos nuevos y una tierra
nueva. La justificación, es decir Cristo, es quien salva nuestro ser intimo purificándolo,
y libra al universo de la esclavitud de la corrupción. La gracia de la justificación nos
orienta, con el universo del que Dios nos hace responsables, hacia el Reino: este Reino
está ya presente: he aquí por qué "nosotros somos hijos de Dios"; este Reino no ha
venido todavía: he aquí por qué "nosotros somos salvados en esperanza". La gracia es
recibida y esperada, en la alegre tensión que nos une, en la esperanza, la tribulación y el
gozo.
Tradujo y extractó: ANTONIO BARBERÁN
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